Loe raamatut: «Inteligencia ecológica»
Título original: ECOLOGICAL INTELLIGENCE
© 2009 by Daniel Goleman
All Rights Reserved
© de la edición en castellano:
2009 by Editorial Kairós, S. A.
© de la traducción: David González Raga
Primera edición: Abril 2009
Primera edición digital: Junio 2010
ISBN: 978-84-7245-701-0
ISBN digital: 978-84-7245-780-5
Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
A nuestros nietos y a los nietos de sus nietos
SUMARIO
1. El precio oculto de nuestras compras
2. El espejismo “verde”
3. Lo que no sabemos
4. La inteligencia ecológica
5. Una nueva matemática
6. El abismo de información
7. La apertura total
8. Twitters y rumores
9. Comercio justo
10. El círculo virtuoso
11. La sopa química
12. Cuando la amígdala va de compras
13. Preguntas difíciles
14. La actualización continua
15. Pensándolo bien
16. Hacer las cosas bien haciendo el bien
Agradecimientos
Notas
Recursos
1. EL PRECIO OCULTO DE NUESTRAS COMPRAS
Hace un tiempo compré, dejándome llevar por un impulso, un pequeño juguete de madera para mi nieto de dieciocho meses, un coche de carreras pintado de un color amarillo muy brillante, con una bola verde en el lugar de la cabeza del conductor y cuatro discos negros, a modo de ruedas, pegados a los lados. El juguete costaba 99 centavos y creí que le gustaría. Ese mismo día, sin embargo, me enteré, por el periódico, de que el plomo es un aditivo que suele añadirse para intensificar el brillo de los pigmentos (especialmente, del amarillo y el rojo) y hacerlos más duraderos –amén de reducir el precio–, razón por la cual es más habitual en las pinturas de los juguetes más baratos.1 Poco después tropecé con otra noticia, según la cual, el análisis de una muestra de mil doscientos juguetes azarosamente elegidos de las estanterías de ciertas tiendas –entre las que se hallaba, por cierto, la cadena en la que yo compré el coche a mi nieto– revelaba un porcentaje elevado de plomo.2
Aunque ignoro si la brillante pintura amarilla de ese coche de juguete contenía o no plomo, estoy completamente seguro de que, en el caso de habérselo dado a mi nieto, no hubiese tardado en metérselo en la boca. Hoy en día, varios meses después, el juguete todavía está sobre mi escritorio, porque jamás me atreví a dárselo.
El mundo de abundancia material en el que nos hallamos inmersos tiene un precio oculto que no se refleja en la etiqueta. Ignoramos las consecuencias de las cosas que compramos y utilizamos sobre nuestro planeta, sobre nuestra salud y sobre las personas que se afanan en satisfacer nuestras necesidades y nuestros deseos. Nos pasamos la vida sumidos en un océano de objetos que compramos, usamos, derrochamos, acumulamos y tiramos. Cada uno de ellos tiene su propio pasado y su propio futuro, una historia que se remonta y extiende mucho más allá del alcance de nuestros ojos, generando una compleja red de impactos que se origina en el momento de extracción y elaboración de sus diferentes elementos compositivos, prosigue durante el proceso de fabricación y distribución y continúa con sus efectos sutiles en nuestro hogar y en nuestro puesto de trabajo, hasta el día en que nos deshacemos de él.
Pero quizás esos impactos, aunque inadvertidos, sean más importantes de lo que suponemos. Tengamos en cuenta que las técnicas de fabricación y los procesos químicos en que se basan se originaron en una época más inocente, una época en la que fabricantes y compradores podían darse el lujo de prestar poca o ninguna atención a sus impactos negativos. La electricidad generada por la combustión de unas reservas de carbón que durarían siglos, los plásticos baratos y maleables fabricados a partir de un océano aparentemente inagotable de petróleo y el cofre del tesoro de los compuestos químicos (como los aditivos de plomo que intensifican el brillo y la duración de las pinturas) les hacían sentirse comprensiblemente ufanos de sus logros. No es de extrañar que ni siquiera se cuestionasen los efectos que sus bienintencionadas acciones tenían sobre nuestro planeta y sus moradores.
Pero aunque la composición y el impacto de la mayoría de las cosas que compramos y consumimos sean el fruto de decisiones tomadas hace ya mucho tiempo, siguen determinando todavía la práctica cotidiana del diseño, fabricación y composición química de los productos que llenan nuestros hogares, nuestras escuelas, nuestros hospitales y nuestros puestos de trabajo. El legado material transmitido por los maravillosos descubrimientos realizados durante la era industrial característica del siglo XX ha hecho nuestra vida mucho más cómoda que la de nuestros bisabuelos. Los milagrosos objetos que pueblan nuestra vida cotidiana están compuestos de combinaciones de moléculas que no se encuentran en la naturaleza. Tal vez, en su momento, esos productos y esos procesos fuesen imprescindibles, pero, en la actualidad, ya no tienen mucho sentido. Por ello empresarios y consumidores no pueden seguir soslayando por más tiempo esas cuestiones y sus correspondientes consecuencias ecológicas.
Hace ya un tiempo, me dediqué a investigar lo que significaba ser emocionalmente inteligente y, bastante más recientemente, hice lo mismo con nuestra vida social. Quisiera, en este libro, revisar el modo en que podemos aumentar nuestra comprensión del impacto ecológico de nuestro estilo de vida, combinando adecuadamente la inteligencia ecológica con la transparencia del mercado para poner en marcha un mecanismo que aliente, en este sentido, un cambio positivo.
En lo que se refiere a la inteligencia ecológica yo estoy, a decir verdad, tan desorientado como la mayoría.3 Pero duran te la investigación y elaboración de este libro he tenido la oportunidad de conocer a una red virtual de personas –tanto ejecutivos como científicos– que sobresalen en alguna que otra de las habilidades que tan urgentemente precisamos para elaborar una especie de banco de datos de la inteligencia ecológica y permitir que ese conocimiento reoriente nuestras decisiones en una dirección más adecuada. Para esbozar las posibilidades de esta visión, me he basado en mis conocimientos como psicólogo y he utilizado mi experiencia como periodista científico para zambullirme en el mundo de la industria y del comercio y explorar ideas procedentes de disciplinas tan vanguardistas como la neuroeconomía, la ciencia de la información y, muy en especial, la disciplina emergente de la ecología industrial.
Este viaje es la continuación de otro que emprendí hace más de dos décadas cuando afirmé, en un libro sobre el autoen-gaño, que nuestros hábitos de consumo estaban generando, a escala mundial, problemas ecológicos sin precedentes. En esa ocasión, dije que «éste es precisamente el problema, que vivimos ignorantes de las consecuencias de nuestro estilo de vida sobre el planeta. Desconocemos el efecto de las decisiones que tomamos cotidianamente –¿me compraré esto o me compraré aquello?– sobre nuestro mundo».
En aquel entonces suponía que, un buen día, acabaríamos identificando, de manera más o menos precisa, el impacto ecológico concreto de la manufactura, empaquetado, distribución y eliminación de un determinado producto y resumiríamos toda esa información en una unidad manejable. Tal vez entonces –pensé– podríamos establecer el impacto ecológico provocado por la fabricación, por ejemplo, de un aparato de televisión o de un bote de aluminio, y quizás ese dato nos ayudaría a asumir la responsabilidad que nos compete por las consecuencias que, sobre el planeta, tiene nuestro estilo de vida. Pero lo cierto es que me vi obligado a concluir que «todavía no disponemos de ese tipo de información, que desconocen todavía hasta las personas más interesadas en las cuestiones ecológicas. No es de extrañar que la mayoría de nosotros, ignorantes de esas relaciones, sigamos creyendo en el engaño de que las pequeñas y grandes decisiones de nuestra vida no tienen mayor trascendencia».4
Aún no había oído hablar, en esa época, de ecología industrial, una disciplina en la que, por aquel entonces, soñaba y que hoy en día se dedica a analizar el impacto ecológico. Se trata de una disciplina que se halla en la encrucijada entre la química, la física, la ingeniería y la ecología y que aspira a integrar esos campos y cuantificar el impacto sobre la naturaleza de los productos que fabricamos. Esa oscura disciplina estaba, por aquel entonces, recién emprendiendo su singladura. Durante la década de los años noventa del pasado siglo, un grupo de trabajo de la National Academy of Engineering [Academia Nacional de Ingeniería] se ocupó de establecer sus cimientos y, una década después de haber soñado con ella, vio la luz, en 1997, el primer número del Journal of Industrial Ecology.
La ecología industrial hunde sus raíces en el paralelismo existente entre los sistemas industriales y los sistemas naturales. El flujo de productos extraídos de la tierra que se combinan con otros y van de empresa en empresa puede medirse en términos de inputs y outputs regulados por una suerte de metabolismo. La industria, desde esta perspectiva, puede ser considerada como una especie de ecosistema que tiene profundos efectos en todos los demás sistemas ecológicos. La ecología industrial se ocupa de cuestiones tan diversas como la determinación de las emisiones de dióxido de carbono asociadas a cada proceso industrial, el análisis del flujo global de fósforo, la utilidad del etiquetado electrónico para aumentar la eficacia del reciclado de la basura y las consecuencias ecológicas de un boom en la venta de bañeras de lujo en Dinamarca.
En mi opinión, los ecólogos industriales –junto a quienes se ocupan de disciplinas tan vanguardistas como la salud medioambiental– representan la avanzadilla de un despertar de nuestra conciencia colectiva que bien podría constituir la pieza que nos falta para proteger adecuadamente al planeta y a todos sus moradores. Imaginen lo que ocurriría si el conocimiento del que hoy sólo disponen especialistas como los ecólogos industriales se enseñase a los niños en las escuelas y todo el mundo pudiese acceder, en la red y en el punto de venta, a las evaluaciones de las cosas que solemos fabricar y consumir.5
Independientemente de que seamos el jefe de compras de una empresa, el director de producto o un mero consumidor, el conocimiento exacto del impacto oculto de lo que compramos, fabricamos o vendemos puede ayudarnos a tomar decisiones más acordes con nuestros valores y afectar positivamente a nuestro futuro. Aunque ya disponemos de los métodos necesarios para difundir esos datos, cuando ese conocimiento llegue a nuestras manos nos adentraremos en la era de lo que yo denomino transparencia radical.
La transparencia radical convierte el conocimiento del impacto que provocan los distintos productos (como la huella de carbono, los ingredientes químicos peligrosos que lo componen y el conocimiento de las condiciones laborales en que se fabrican) en una fuerza que puede influir de forma sistemática en las ventas. En este sentido, la transparencia radical cuenta con una nueva generación de aplicaciones tecnológicas que permiten procesar informáticamente inmensas bases de datos y ofrecernos un resumen de sus conclusiones que facilite el proceso de toma de decisiones. Cuando conozcamos el verdadero impacto de nuestras decisiones, podremos utilizar esa información para provocar cambios que nos orienten en una dirección más adecuada.
Ya disponemos, a decir verdad, de una gran diversidad de ecoetiquetas con datos muy precisos que evalúan aspectos muy concretos. La siguiente ola de la transparencia ecológica llegará como un tsunami y será todavía mucho más amplia, abarcadora y detallada. Pero para que toda esa información resulte útil, la transparencia radical deberá subrayar lo que, hasta el momento, se nos ha hurtado y elaborar una información más global y bien organizada que las estimaciones más o menos fortuitas con las que ahora contamos. Disponiendo de los datos adecuados, el mundo del comercio se verá sacudido por una cascada continua de cambios provocados por el consumidor que abrirá un nuevo frente en la batalla por la cuota del mercado y afectará a la fábrica más distante y a la central eléctrica más próxima.
La transparencia radical nos permitirá advertir las consecuencias de las cosas que fabricamos, vendemos, compramos y descartamos, un conocimiento que va mucho más allá de la zona de confort habitual en la mayoría de las empresas. También remodelará el entorno del mercado, promoviendo la aceptación de una extraordinaria variedad de tecnologías y de productos más “verdes” y más “limpios” y, de ese modo, nos obligará a cambiar.
Esta revelación ecológica nos abre un horizonte económico hasta ahora inédito que consiste en implantar una regulación que aporte transparencia al mercado y nos permita conocer el impacto oculto de nuestras compras. De ese modo, los compradores dispondrán de una información sobre sus decisiones semejante a la que emplean los analistas de mercado para ponderar los beneficios y las pérdidas de las empresas. Y los directivos, por su parte, dispondrán también de información más clara que les permitirá transmitir las órdenes necesarias para que su empresa sea socialmente más responsable y sostenible y adelantarse a los posibles cambios del mercado.
Este libro refleja mi viaje personal por esos parajes, comenzando con mis conversaciones con los ecólogos industriales sobre la extraordinaria complejidad que entraña la fabricación del más simple de los productos y esa nueva ciencia que estudia, en cada uno de los pasos del proceso, su impacto medioambiental, su impacto sobre la salud y su impacto social. Más adelante atenderemos a las razones que explican por qué esa información se nos sigue hurtando y nos daremos cuenta de que el remedio consiste en alentar la inteligencia ecológica, la comprensión colectiva de los impactos ecológicos ocultos y la determinación de reducirlos.
Luego veremos el modo de alentar la inteligencia ecológica, permitiendo que los compradores conozcan los datos de tales impactos, y escucharemos lo que, al respecto, dicen los inventores de una tecnología que puede ayudarnos a hacer realidad la transparencia radical. También esgrimiremos pruebas que sugieren el profundo efecto que todo ello puede tener sobre la cuota de mercado, lo que podría llevar a las empresas a reconocer la ventaja competitiva que implican las mejoras ecológicas. Y, en este sentido, prestaremos una atención especial a la polémica sobre los productos químicos industriales, contemplada desde la perspectiva de los investigadores del cerebro, cuyo análisis de las decisiones de compra pone claramente de relieve el peso que tiene sobre las ventas la reacción emocional del consumidor al conocimiento del impacto ecológico de un determinado producto.
Finalmente, pasaremos de la psicología de los compradores a las estrategias de los vendedores y hablaremos con algunos de los empresarios que se han sumado a esta nueva ola y han emprendido ya los cambios necesarios en la cadena de suministros de su empresa para mejorar sus impactos y posicionarse mejor en un mercado cada vez más transparente. Esos ejecutivos se han dado cuenta de que, a un nivel emocional, buenos negocios significan buenas relaciones y que, cuando tienen en cuenta las consecuencias ecológicas de su actividad, sus clientes se sienten también cuidados. Mi objetivo, en este sentido, consiste en advertir a los empresarios de la proximidad de una nueva ola que acabará afectando a cualquiera que se dedique a comercializar productos manufacturados.
Son muchas las cosas que se han dicho sobre el modo en que podemos cambiar el planeta cambiando lo que hacemos, como reemplazar el coche por la bicicleta, usar lámparas fluorescentes de bajo consumo, reciclar las botellas, etcétera.
Todos esos cambios en nuestros hábitos ecológicos son muy loables y sus beneficios dependerán, obviamente, del número de personas que los acometan. Pero también podemos ir más allá porque, hablando en términos generales, seguimos ignorando el verdadero impacto de nuestras compras. Si tenemos en cuenta las decenas de miles de impactos ecológicos ocultos provocados por el ciclo vital de un producto, desde la fabricación hasta la eliminación de esas bicicletas, lámparas, botellas y el resto de objetos que habitualmente utilizamos, se nos abrirán las puertas para emprender acciones más eficaces. Si profundizamos nuestra comprensión de los impactos de las cosas que solemos tener en cuenta para tomar nuestras decisiones de compra, dispondremos de una comprensión añadida cuyas consecuencias acabarán reverberando por todo el mundo industrial y comercial.
Serán muchas, de ese modo, las oportunidades que tendremos para mejorar nuestro futuro. Los compradores contarán entonces con un mecanismo que les permitirá contribuir positivamente a la voluntad colectiva de proteger el planeta y a sus habitantes de los daños ocultos provocados por el mercado. Y ese ajuste de las decisiones de compra de los consumidores a sus valores abrirá, a su vez, al mundo empresarial un horizonte de oportunidades y ventajas competitivas más claras y prometedoras que las que nos proporciona el limitado mercado “verde” de hoy en día. Quizás, con ello, no podamos salir de la crisis en que estamos sumidos, pero la transparencia radical nos indicará claramente el camino que debemos seguir para llevar a cabo los cambios necesarios.
Son muchos los mensajes que nos asedian sobre las terribles amenazas que acompañan al calentamiento global y a las toxinas contenidas en los objetos cotidianos, y muchas también, en consecuencia, las cosas que debemos cambiar antes de que sea demasiado tarde. Estamos familiarizados con una de las versiones de esta letanía, que insiste en la subida de las temperaturas, huracanes más feroces, sequías más abrasadoras y la rampante desertización de ciertas regiones e inundaciones de otras. Hay quienes afirman que, en la próxima década, asistiremos a episodios de escasez global de alimentos y de agua o, como auguró el caso de Nueva Orleans durante el paso del huracán Katrina, un colapso medioambiental que obligue a evacuar ciudades enteras.
Otro coro, cuya voz resuena cada vez más fuerte, nos advierte que los productos químicos empleados en la fabricación de los artículos que utilizamos a diario (y que no se limitan, por cierto, al plomo de la pintura de los juguetes) están envenenándonos lentamente a nosotros y a nuestros hijos. Esas voces insisten en que los compuestos empleados para endurecer y ablandar los plásticos dispersan por doquier agentes cancerígenos y que las bolsas de medicación intravenosa usadas en los hospitales, los flotadores, los suavizantes químicos empleados en los lápices de labios y los ordenadores e impresoras de nuestras oficinas exudan a la atmósfera nubes de toxinas que ponen en peligro nuestra salud. Parece, pues, que la industria está creando una sopa química que contamina lentamente el ecosistema de nuestro cuerpo.
Pero aunque todas esas advertencias señalen hacia los mismos culpables –usted y yo–, lo cierto es que la actividad humana se ha convertido en la principal impulsora de una crisis que nos amenaza gravemente a usted y a mí.
Nos hallamos colectivamente inmersos en actividades que ponen en peligro el nicho ecológico que alberga la vida humana. El impulso de nuestras acciones pasadas seguirá propagándose décadas e incluso siglos y los productos químicos tóxicos que impregnan nuestras aguas y nuestro suelo y el aumento de los gases de efecto invernadero acabarán, en los próximos años, reclamando su peaje.
Este catastrófico escenario puede terminar desencadenando sentimientos de impotencia y hasta de desesperación. ¿Qué podemos hacer para invertir el inmenso tsunami generado por la actividad humana?
Cuanto antes dejemos de empujar esta gigantesca ola, menores serán los daños provocados. Basta con reconsiderar cuidadosamente el modo en que ensuciamos el nicho que posibilita la vida en este planeta para poner de relieve aquellos puntos en los que podemos llevar a cabo cambios sencillos y graduales que puedan detener y hasta invertir nuestra contribución a ese cataclismo.
En tanto que compradores individuales, nos vemos obligados a seleccionar entre un repertorio arbitrario de productos elaborado, en algún momento distante ya en el tiempo y el espacio, por las decisiones de ingenieros industriales, químicos e inventores de toda ralea. Y es que, por más que tengamos la ilusión de poder elegir, sólo podemos hacerlo dentro del estrecho marco establecido por esas manos invisibles.
Independientemente de que se trate de una madre en el mer cado local, del jefe de compras de una fábrica o de una insti tución o del gerente de una empresa, cuando nuestras decisio nes puedan basarse en una información más completa, el poder pasará de los vendedores a los compradores. Entonces dejaremos de ser víctimas pasivas y podremos convertirnos en los artífices de nuestro destino, porque bastará con ir al mercado para votar con nuestros dólares.
Y eso supondrá una ventaja importante y competitiva para las empresas que ofrezcan el tipo de productos que requiere nuestro futuro colectivo, y sus directivos se hallarán en mejor situación para transmitir nuevas órdenes a los ingenieros, químicos e inventores de hoy en día. Yo diría que la fuerza de mercado impulsará la demanda de una ola de innovaciones, cada una de las cuales representará una nueva oportunidad empresarial. Así es como la mejora de nuestra inteligencia ecológica podría desencadenar, en mi opinión, un boom que modificase, en un sentido positivo, los procesos industriales utilizados para fabricar las cosas que compramos. Y la sacudida global provocada por el aumento del precio del petróleo entrará en sinergia con la búsqueda de mejoras ecológicas que cambien radicalmente las ecuaciones de costes y nos obliguen a buscar mejores alternativas.
Las empresas harán bien en prepararse para este cambio en el océano de datos que pondrá en manos de los compradores el control de la información. La regla general a la que se atenía la industria del siglo pasado (“cuanto más barato mejor”) está viéndose suplementada por un nuevo mantra del éxito (“sostenible es mejor, más sano es mejor y más humano también es mejor”). Ahora estamos en condiciones de conocer con más detalle el modo de implementar este mantra.