Loe raamatut: «La responsabilidad civil médica frente al incumplimiento del consentimiento informado», lehekülg 2

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El consentimiento informado como derecho humano, principio y deber ético-legal

En este capítulo se aborda el estudio de la relación médico-paciente desde el análisis de la importancia de la información en cada momento histórico. Por ello, se examinan el origen del consentimiento informado y su conceptualización, la perspectiva ético-legal de la institución del consentimiento informado, tanto en el plano internacional como nacional, para finalmente revelar que el consentimiento informado, más que un formalismo de la praxis médica, cumple diversos papeles en el ámbito sanitario, al ser principio autónomo, derecho y obligación. Asimismo, se presentan los inconvenientes que existen en la actualidad para la correcta aplicación del consentimiento informado en el campo clínico.

Antecedentes trascendentales de la relación médico-paciente en torno al manejo de la información y la toma del consentimiento

El consentimiento informado es considerado uno de los grandes aportes del derecho —a partir de los tribunales de justicia— a la medicina (Faden y Beauchamp, 1986, p. 100), al marcar una transición de la concepción vertical de la relación entre médico y paciente, a una de carácter horizontal, en donde este último cobra importancia, al reconocérsele capacidad de autodeterminación, en virtud de sus derechos a la vida, la salud, la integridad, la libertad, la dignidad, la información y el consentimiento informado. No obstante, el advenimiento de estos derechos generó dificultades de asimilación en los facultativos, quienes venían siendo educados con unos postulados paternalistas.

A continuación se hace una breve reseña de la evolución de la relación médico-paciente desde el ámbito de la información, toma de decisiones, poder del médico y posterior reconocimiento del paciente como portador de derechos, los cuales le permiten a este último guiar el rumbo de su existencia, a través del protagonismo en las decisiones que lo afectan.

Generalidades de la relación médico-paciente en la Grecia clásica

Haz todo esto con calma y orden, ocultando al enfermo, durante tu actuación, la mayoría de las cosas. Dale las órdenes oportunas con amabilidad y dulzura, y distrae su atención; repréndele a veces estricta y severamente, pero otras, anímale con solicitud y habilidad, sin mostrarle nada de lo que le va a pasar ni de su estado actual; pues muchos acuden a otros médicos por causa de esa declaración, antes mencionada, del pronóstico sobre su presente y futuro (Hipócrates, 1983, p. 209).

Así, iniciar con un fragmento del texto “Sobre la decencia” de Hipócrates, a quien se le conoce como el padre de la medicina y ejemplo de la figura moral del médico (Kvitko, 2009, pp. 9-11), no es mera casualidad, dado que el mismo permite contextualizar cómo era ejercida la práctica médica en la Antigüedad.

Tradicionalmente, las relaciones humanas en ciertos escenarios se basan en vínculos de dependencia, de manera que una parte ejerce poder y autoridad por el rol que desempeña —ya sea por su conocimiento, edad, carácter, profesión, etc.—, y la otra manifiesta respeto, obediencia, escucha y, en algunos casos, hasta reverencia, como puede observarse, entre otros, entre padres e hijos, empleadores y empleados, gobernante y ciudadano, y en la relación médico-paciente, esta última con ciertas características que se estudian a reglón seguido.

Como establece Gracia (2008), al menos desde la época de Heródoto, “las relaciones humanas se dividen en tres categorías: las monárquicas, las oligárquicas o aristocráticas y las [d]emocráticas” (p. 24). Las dos primeras no son estáticas, evolucionan en su interior para pasar finalmente a la democrática, en donde la relación se vuelve madura y adulta, transformación que resulta evidente en el área médica (Gracia, 2008, p. 24).

El pensamiento griego clásico de los siglos VI y V a. C.1 se caracterizaba por ser naturalista: la naturaleza simbolizaba el orden, la belleza, la bondad y la armonía; de allí que la salud fuera asumida como algo natural. Por su parte, la enfermedad era concebida como antinatural, al romper la proporción del orden normal de la vida; era sinónimo de desorden, fealdad y disonancia. En suma, la enfermedad era destructiva para el hombre, al consumir su cuerpo y, de paso, afectar su capacidad de juicio (Gracia, 2008, p. 26).

La palabra “enfermo” proviene del latín infirmus, que equivale a “falto de firmeza” y “debilidad”. El enfermo era un incapacitado físico y, a su vez, moral, es decir, un desvalido para tomar decisiones buenas, debido a que el equilibrio y la armonía eran, en general, el cimiento de la virtud moral (Gómez-Ullate, 2015, p. 67). De acuerdo con ello, la enfermedad era al mismo tiempo inmoral, puesto que la moralidad iba unida a lo físico y al equilibrio de los humores; en este sentido, solo el kalos —el hombre sano y bello— podía ser bueno (Gracia, 2008, pp. 26, 28 y 35-36).

Ante esa concepción, el médico asumió un papel importante en la sociedad: representaba el orden natural y moral, y era el sujeto agente de la relación con el enfermo, que aplicaba sus sabios conocimientos científicos para restaurar el equilibrio, tanto físico como moral, perdido en el paciente. Por tanto, el deber médico era hacer el bien y el paciente debía obedecer las órdenes del galeno (Simón, 2000, pp. 36-37).

De ahí que la medicina fuera considerada por Hipócrates (1983) como un arte, el más ilustre y notable de todos. Ser médico daba prestigio y elegancia, teniendo en cuenta que no todas las personas poseían la capacidad natural, acompañada de una instrucción desde la infancia, para poder serlo. El médico tenía autoridad, autonomía y conocimiento de la perspectiva científica emergente (pp. 93 y 207-209), al ser un “adelantado de la civilización frente a la práctica curativa folclórica y mágica vigente” (Lorenzetti, 2016, p. 12). Esto inspiraba al paciente a confiar en él.

Lo anterior vislumbra una relación médico-paciente de tipo vertical y asimétrica, caracterizada por la inexistencia de la admisión del otro como un legítimo otro en plano de igualdad y valor. De esta forma, sobresalía la jerarquía médica, por su sabiduría y el papel trascendental de ayudar al enfermo a recuperar su salud y moralidad, siendo un símbolo de la neutralidad del orden natural.

A pesar del desequilibrio notorio —como lo aseguró Platón, el enfermo es amigo del médico y “si ama al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud” (1871, p. 246)— el médico manifestaba un amor a la perfección de la naturaleza humana, individualizada en el cuerpo viviente del paciente, a saber, un amor a lo que era bello en la naturaleza (la salud y la armonía). Por tanto, la amistad del enfermo con el médico se fundamentaba en una confianza hacia aquel que podía devolverle su capacidad moral por medio del arte de curar. En atención a esto, los intereses de las partes no se contraponían: el enfermo deseaba su bien y salud, y el médico buscaba su éxito en la misión de ayudar a la naturaleza (Laín, 1964, pp. 53-54).

Si el médico era cumplidor de sus deberes, como se establecía en el juramento hipocrático, recogería el fruto de su arte y sería honrado por todos los hombres. En caso contrario, su castigo era el deshonor social, lo que significaba una responsabilidad ética. En otras palabras, la responsabilidad era de tipo moral-religioso, en virtud del compromiso solemne del médico con el juramento. En consecuencia, había una permanente impunidad a nivel jurídico,2 compensada con las sanciones morales, siendo una constante en las tradicionales profesiones auténticas3 como la medicina, no por ausencia de normas, sino por lo que de facto ocurría, lo que contrariamente se daba en las ocupaciones u oficios (Gracia, 2008, p. 52).4

Todo esto llevó a que, por mucho tiempo, se “endiosara” la actividad médica y el que la practicaba ejercía una especie de sacerdocio docto, no de tipo ministerial, al ser un conocedor de la naturaleza, dador de la curación y de autoridad respecto del enfermo inmoral. Por ende, no había razón para no creer en la legitimidad de su actuación.

Dada la situación deplorable del enfermo a la hora de hacer juicios y tomar decisiones correctas para recuperar la neutralidad de su vida, para prevenir y tratar la enfermedad, que en muchos casos es provocada por los excesos del mismo hombre,5 se permitió el ocultamiento de cierta información sobre el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento, puesto que ello podría ser un “powerful narcotic” (Nelson-Marten y Rich, 1999, p. 82) que empeoraría el estado del paciente o conduciría a que se rehusara a colaborar en lo que el médico estimaba que era bueno para él.

Asimismo, suministrar información al enfermo sobre su estado de salud era viable tan solo cuando fuera valioso para asegurar la activa participación en la curación. Sin embargo, esto dependía del estatus del médico y del enfermo: ciudadano libre rico o pobre, y el esclavo. Cuando la relación se daba entre esclavos, no había intercambio de información alguna y, como un tirano, el galeno recetaba lo que le parecía, tomaba las decisiones en su individualidad y daba órdenes (Platón, 1872, p. 220).

Por otro lado, el trato con los esclavos era prácticamente repetido para el caso de los ciudadanos libres, pero pobres, como los artesanos. Si bien no se aplicaba el trato dictatorial, los médicos no hacían el esfuerzo por entablar un diálogo, debido a que aquellos tenían que trabajar y no disponían de espacio para enfermarse ni para tratamientos largos; así, una vez atendidos, retornarían a sus labores habituales, dejando a la suerte el sanarse y seguir ejerciendo su oficio o, por el contrario, si su cuerpo no respondía a resistir la enfermedad, morir y quedar liberado de todas sus preocupaciones (Platón, 1986, p. 183).

Entre tanto, con los ciudadanos libres-ricos, el médico interactuaba con el paciente como si fueran amigos, para obtener información y poder realizar el diagnóstico. Antes de recetar, el médico ejercía una labor persuasiva con el enfermo —paideia médica, como una forma de educación moral—, para instruirlo sobre la efectividad del tratamiento, que por tanto había de aceptarse, y sobre los cuidados que debía tener para prevenir la enfermedad (Platón, 1872, pp. 220-221).

Vale mencionar que el saber era la brújula del médico para manejar el discurso, de tal manera que lograra persuadir al enfermo y a sus familiares de “hacer lo correcto”, en razón de que el enfermo “tiene en su alma, por consiguiente, la sensación entre liberadora y humillante de ser un niño ante la persona del médico” (Laín, 1964, p. 362).

Conforme a lo anterior, no es válido afirmar que, en el caso de los ciudadanos libres-ricos, hubiera un consentimiento informado o que estaba como patrón ético invitar al paciente a participar en la toma de decisiones clínicas, dado que revelar ciertos datos tenía como fin mantener una buena relación y doblegar, a través de la palabra, al enfermo para que atendiera las recomendaciones, siendo permisible al médico manipular los datos para lograr el cometido (Díaz y García, 2002, p. 315).

Por consiguiente, la comunicación entre médico y paciente cumplía tres propósitos: de medicina preventiva; dar un diagnóstico más preciso a partir del conocimiento de los pacientes sobre sí mismos, o ganar la confianza a través de la persuasión, para una efectividad terapéutica (Katz, 2002, pp. 5-6).

De hecho, si a los médicos de la antigua Grecia se les hubiese exhortado a la toma de decisiones compartidas o a la participación activa del paciente, esto habría sido juzgado como innecesario y contraproducente, en primer lugar, porque veían al médico y al enfermo unidos por la amistad con un objetivo común, y por eso, las explicaciones, más que innecesarias, serían irrelevantes, al tener identidad de intereses que cumplía el médico de forma filantrópica, lo que a su vez generaba en los pacientes el amor por el arte del médico; y en segundo lugar, en la medida en que para ganar la confianza y la cooperación, se valía de convencer por cualquier medio.

En relación con lo anterior, Platón consideraba que los médicos solo empleaban mentiras para fines buenos y nobles.6 Además, las explicaciones revelarían las incertidumbres propias de la medicina, que crearía un estado anímico hostil en el enfermo, impidiendo su recuperación (Katz, 2002, pp. 6-7).

En este panorama, la actitud médica hacia el enfermo se atribuyó como “paternalismo hipocrático”, a modo de extrapolación de la relación paternofilial, en donde un padre obra respecto a su hijo con beneficencia y legítima autoridad, toma decisiones en nombre de este y es considerado un educador moralista. No obstante, ese mejor interés estaba basado en lo que la medicina estimaba que era lo más adecuado para el paciente, sin tener en cuenta los deseos del enfermo.

Ahora bien, la relación hipocrática tenía como fin actuar para el bien del paciente, apartándolo de todo perjuicio e injusticia7 —lo que grosso modo se conoce hoy como “principio de beneficencia y no maleficencia”—, siendo la tutela del médico proteccionista en bienestar del enfermo, dado que el obrar bien conducía a la excelencia, la armonía y la plenitud (Kvito, 2009, p. 11).

Beauchamp y McCullough (1984) definen el “paternalismo”, en una visión amplia no enmarcada tan solo en los conceptos de la época clásica, como la restricción intencionada de la autonomía de una persona por parte de otra, con la justificación exclusiva de motivos de beneficencia. Su ejercicio implica dejar de lado el principio de respeto de autonomía, y se apoya en el principio de beneficencia para ese individuo en particular y no para terceros. Esto último no es absoluto, debido a que se pueden enfrentar los intereses del paciente con el del resto de la sociedad y prevalecería el interés general sobre el particular (pp. 98-99).

Ese poder que, por varios siglos, se le dio al médico produjo, en muchas ocasiones, que las relaciones se tornaran despóticas y arbitrarias. Aunque la medicina pregonara el mayor interés para el enfermo, el galeno actuaba al favor del suyo, aprovechándose de la confianza y obediencia casi a ciegas de los pacientes, ignorando por completo las preferencias de estos.

Al respecto, Gracia (2008), siguiendo las clasificaciones de Max Weber sobre dominación,8 expone que el médico ejercía dominación —poder de mando autoritario e interés de la otra parte de obedecer— con el enfermo no basada en la fuerza, al cimentarse en el señorío como proceder moral apoyado en los títulos de legitimidad de dominación tradicional y carismático, debido a que el “médico tiene el ‘poder’ de gratificar al enfermo, y [e]ste el ‘deber’ de dejarse gratificar” (p. 73). De esa manera, el poder del médico no era ilegítimo o una aberración moral; era la única forma natural de actuar con los enfermos.

Es de mencionar que las conversaciones con el paciente servían de consuelo, esperanza y para inducirlo a seguir las prescripciones; por eso, se requería que el médico fuera autoritario, manipulador e incluso mentiroso, pues sin respeto por la autoridad médica no podría haber cura (Katz, 2002, p. 7). El modelo paternalista puede resumirse en la famosa frase que enmarcó el despotismo ilustrado de Luis XVI: “todo para el pueblo sin el pueblo”, adaptada al campo médico en “todo para el paciente, pero sin el paciente” (Cadenas, 2018, p. 44).

Con todo, el paternalismo constituyó la orden de perfección para el ejercicio de la medicina, cuyo legado se extendió durante veinticinco siglos, por varias razones, como que el saber del arte médico era ejercido por un grupo selecto, por la falta de comprensión objetiva del enfermo en razón de la inmoralidad de la enfermedad y, finalmente, la consideración social del médico como ser altruista que velaba por hacer el bien (Monsalve y Navarro, 2014, p. 14). Todo ello se apoyaba en la idea de que los intereses del médico y del paciente coincidían; por lo tanto, el primero podía hablar por el segundo (Katz, 2002, p. 64).

Normalmente, en la actualidad, el paternalismo es visto con una imagen desfavorable, por el juicio moral de reproche que se le hace de inmediato. Sin embargo, no siempre es negativo, pues entraña tanto poder como beneficencia; de ahí que sea más conveniente añadirle el calificativo de “justificado”, “injustificado”, “débil” o “fuerte”,9 dependiendo de los móviles de beneficencia del mismo.

Pese a lo anterior, el problema real de su ejercicio —en exclusivo— radica en que, en ciertos casos, puede representar la negación de los intereses, las preferencias, las expectativas y las acciones de una persona, en especial cuando esta no tiene ninguna condición física o mental que disminuya su capacidad de juicio. Esto significa que, para establecer el grado de corrección del paternalismo, se debe examinar el contexto y el modo en que se ponderen los principios en juego, como beneficencia versus libertad y autonomía (Gracia, 2008, p. 99).

El paternalismo medieval

Durante la Edad Media se mantuvo la influencia de la tradición hipocrática, fortalecida por la teología, en donde el saber y la autoridad del médico, se afirmaba, era dado y guiado por Dios. Por este motivo, los enfermos debían honrar a los médicos —dado que recibían su autoridad de Dios—, tener fe en ellos y prometer obediencia. La relación se establecía entre médicos, pacientes y Dios, lo que hacía imposible cuestionar la práctica médica, al ser los galenos ungidos por la divinidad, y se justificaba la autoridad, al mismo tiempo que se fortalecía la fe, la confianza y la obediencia necesarias para curar la enfermedad (Katz, 2002, pp. 7-9).

Cabe resaltar que el fundamento de la tríada Dios-médico-paciente se encuentra en la Biblia, en el libro Eclesiástico, donde se consagró el respeto al médico por sus servicios, al ser estos elegidos por Dios, por lo que debían ser admirados (38:1-4). Asimismo, no era acertado cuestionar a los médicos en su actividad, debido a que señalarían a Dios, pues Él otorgaba la sabiduría.

El médico francés Henri de Mondeville (1260-1325 d. C.) se destacó en la época por sus escritos; en estos revelaba la tendencia benéfica del ejercicio de la medicina. Ante situaciones de peligro, recomendaba mantener la esperanza del paciente como ayuda terapéutica e informarles a los padres o amigos. Al mismo tiempo, insistía en advertirle al paciente las consecuencias de desobedecer las prescripciones médicas y, al médico, la necesidad de entablar una relación de confianza para poder tratar a aquel (Beauchamp y McCullough, 1984, pp. 63, 64; Le Goues, 2015, pp. 47, 57).

Esta misma postura paternalista fue asumida en los médicos judíos y árabes de la época medieval (Katz, 2002, p. 8).

Siglos XVIII y XIX

Los siglos XVI y XVII siguieron incólumes a la práctica de la medicina tradicional paternalista de ocultación y manipulación de la información.

Para el siglo XVIII, el mundo occidental se caracterizó por el período de la Ilustración, conocido como el “Siglo de las Luces”. En este, la razón venció a la fe: el hombre se convirtió en el centro del universo. A pesar de las grandes ideas revolucionarias de la época,10 la relación médico-paciente siguió dominada por el modelo hipocrático de hermetismo de la información. Sin embargo, hay tres referencias que se pueden tomar como los primeros esbozos sobre el consentimiento, mismas que se destacan a continuación.

En 1767, el caso inglés Slater vs. Baker & Stapleton (Inglaterra, Corte de Causas Comunes, 1767) fue el primer bosquejo jurisprudencial en donde los médicos fueron acusados por malpractice, al no acceder a quitar el vendaje de una fractura de rodilla que se había consolidado, y en su lugar, la desunieron para experimentar un tratamiento ortopédico. El argumento de la Corte para condenar se fundamentó en la razonabilidad del hecho de que el paciente estuviere previamente informado del procedimiento, para que se preparara y asumiera la situación con valor (Kvitko, 2009, p. 88).

En este primer antecedente jurisprudencial se observa que si bien se hace alusión al tema de brindar información anticipada al paciente sobre el tratamiento que se va a realizar, el énfasis de la malpractice se sustenta con más fuerza en el hecho de no comportarse de acuerdo con los lineamientos de la profesión, al someter a aquel a un sufrimiento innecesario y utilizar métodos experimentales en contra de su voluntad, es decir, una ausencia total de consentimiento.

Tal precedente ha llevado a afirmar a la doctrina jurídica que los primeros movimientos sobre consentimiento e información, como factores independientes, se dieron por los jueces en su jurisprudencia y no precisamente desde el campo de la ética médica. Ello, porque los lineamientos éticos estaban gobernados básicamente por el principio de beneficencia y la información era ocultada con fines benévolos y altruistas (Kvitko, 2009, p. 88).

Por tanto, lo que se conoce hoy como “autonomía del paciente”, del cual deriva el principio del consentimiento informado, constituye una de las más grandes contribuciones que el derecho le ha dado al mundo médico, al punto que el consentimiento informado es considerado en tiempo presente como derecho humano, manifiesta aportación de la teoría de los derechos humanos (Gracia, 1993, p. 115).11

Décadas posteriores, se hizo célebre el caso estadounidense Carpenter vs. Blake (1871 y 1878) sobre investigaciones en desarrollo de aparatos médicos, en donde el facultativo es declarado culpable por negligencia profesional, al llevar a cabo imprudentemente un experimento en ausencia de información para con el paciente, ya que no le reveló su verdadera situación. De igual modo, el médico no dio a conocer los cuidados necesarios del método no habitual utilizado para reducir la dislocación del brazo, y fue un total fracaso (Gracia, 2008, p. 157).

Los dos casos develan que las primeras incursiones de los jueces se basaron en sanciones médicas por no brindar información al paciente y, asimismo, por efectuar acciones tachadas de mala praxis profesional, al utilizar nuevos procedimientos cuyos beneficios no estaban comprobados;12 por tal motivo, los médicos debían asumir las consecuencias de su actuar, al generar daños al paciente. No obstante, en ese momento, el paternalismo seguía dominando la práctica médica; por eso, la situación era inestable para sentar postulados sobre consentimiento e información, lo que se evidencia en las decisiones, en donde las sanciones se encaminan más al reproche por la utilización de procesos experimentales y no por dar información sobre ellos y para el éxito del tratamiento.

Sobre estos antecedentes judiciales, Tarodo (2006, pp. 231-232) asevera que de ellos se puede concluir lo siguiente: en primer lugar, descansan en la determinación de la responsabilidad médica en virtud del daño producido; y segundo, ante la ausencia de consentimiento informado o presencia de información falsa, el médico incurre en malpractice o negligencia profesional. Esa mala praxis era entendida como un desacato a la correcta asistencia sanitaria.

Por otro lado, en el campo de la ética, se dieron unas pequeñas muestras del deber de dar información al paciente. Así, Thomas Percival, un médico británico inquieto por establecer una identidad moral definida en la profesión médica, publicó en 1803 la obra Medical Ethics, considerado un código de conducta, en donde por primera vez se utilizó el término “ética médica”, constituyéndose en el libro fundador de la ética médica asistencial estadounidense. En principio, ese documento fue diseñado para el servicio de los hospitales y otras instituciones médicas de caridad, para superar la controversia sobre deberes y prerrogativas que enfrentaban a los médicos; sin embargo, el texto alcanzó cierta fama, que lo llevó a su público conocimiento (Simón, 2000, p. 81).

Percival daba las pautas para ser un médico político, es decir, un gentleman, con lo que triunfaba de nuevo el modelo de beneficencia como amplio marco de la creación de la ética médica, en donde no se aboga por la divulgación ni se dice mucho sobre la comunicación (Faden y Beauchamp, 1986, p. 68).

No obstante, el pensamiento de Percival, como lo referencia Gracia (2008), encuadra en un paternalismo juvenil, al no asumir al enfermo como un incapaz absoluto —paternalismo infantil—.13 Por tal motivo, era viable decir la verdad siempre, excepto en el caso de enfermedades graves o mortales, dado que aniquilaba al paciente el conocer la verdad, al ser perjudicial. Luego, el médico era libre para ocultar información, pero no era libre para decir la verdad, es decir, el privilegio médico de la veracidad anula el derecho a la información del paciente (pp. 91-93).

Estos postulados de Percival se fueron difundiendo, de modo que las asociaciones médicas británicas y estadounidenses redactaron sus primeros códigos de ética siguiendo con exactitud al Medical Ethics. Un ejemplo de ello es el Código ético de la American Medical Association, de 1847 (Gracia, 2008, p. 93).