Loe raamatut: «La responsabilidad civil médica frente al incumplimiento del consentimiento informado», lehekülg 3

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Siglo XX: de la oscuridad a la luz en la relación médico-paciente

Aunque el Siglo de las Luces fue el XVIII, este no significó iluminación en el ámbito del consentimiento e información, dado que el manejo de la información y la negación de la capacidad del paciente siguieron dominando la práctica médica. Fue en el siglo XX donde comenzó el verdadero cambio del paradigma paternalista, a fin de dar paso a una visión del paciente con derechos y como protagonista en la toma de decisiones; de ahí que se le denominara, a este período, como “siglo de las luces en la institución del consentimiento informado (del paternalismo a la autonomía del paciente)” (Monsalve y Navarro, 2014, p. 19).

La jurisprudencia estadounidense y sus contribuciones al reconocimiento del consentimiento informado en las relaciones sanitarias

A principios del año 1900, la jurisprudencia norteamericana tuvo un notable desarrollo, al cuestionar la conducta médica autoritaria, que manejaba con silencio la suerte de los tratamientos en los pacientes, y con un notable ausentismo de información, la naturaleza, la técnica y los riesgos del procedimiento. De esta manera, en los inicios de la jurisprudencia sobre esta temática, se dio paso a la idea de que cuando el médico no estaba legitimado por el paciente para realizar un procedimiento en su persona, se extralimitaba o brindaba información engañosa, incurría en battery (agresión), es decir, en un contacto físico no autorizado. Posteriormente, se pasó a la responsabilidad médica por negligencia.

En ese orden de ideas, “agresión” es la imposición de una fuerza intencional e ilegal sobre el paciente, a menos que exista justificación de la intromisión a la integridad de la persona, como cuando se ha dado el consentimiento o ante una situación de emergencia (Cadenas, 2018, p. 56). Por ello, en la doctrina de “agresión”, es indiferente que el médico haya actuado motivado por beneficiar al paciente, pues se sanciona el hecho de no contar con su autorización, independientemente de los resultados obtenidos.

Entonces, se acciona por “agresión” cuando existe ausencia total del consentimiento informado del paciente, ya sea porque el médico aplica un tratamiento o realiza un procedimiento sin autorización, o lleva a cabo una actuación contraria a la consentida por el paciente. Asimismo, cuando el paciente consiente sin información previa (Cadenas, 2018, p. 57).

En este sentido, cuatro decisiones estadounidenses han sido aceptadas por la doctrina como las que formulan las primeras bases en torno al tema de consentimiento e información (Wandler, 2001, pp. 1-6). Su fundamentación jurídica estuvo marcada por el concepto de agresión. Estas son:

Mohr vs. Williams, en 1905, caso en el que el médico opera la oreja izquierda de la paciente sin su aprobación, al utilizar la autorización que había dado la paciente para que intervinieran quirúrgicamente la oreja derecha; sin embargo, en el curso de la cirugía, el médico consideró que la izquierda estaba en condiciones más graves y necesitaba el procedimiento. Empero, luego del proceso, la paciente se vio perjudicada auditivamente, intromisión que fue sancionada por la Corte, la cual advirtió que el paciente debe ser el árbitro final sobre si se arriesga o no con la operación, al ser libre y tener el derecho a decidir sobre sí mismo (Wandler, 2001, pp. 2-4).

Pratt vs. Davis, en 1906, en el que el médico realizó una histerectomía sin autorización, alegando que al ser la paciente epiléptica, carecía de capacidad para tomar decisiones y había un consentimiento implícito en una cirugía anterior; estos argumentos no fueron avalados por la Corte (Wandler, 2001, pp. 4-5).

Rolater vs. Strain, en 1913, donde el profesional no respetó los límites del consentimiento del paciente en un drenaje de absceso de un pie, al substraer un hueso cuando expresamente la paciente había prohibido cualquier extracción ósea. Además, la prueba pericial no avaló la decisión médica. En consecuencia, fue declarado culpable de “agresión” (Wandler, 2001, pp. 5-6).

Schloendorff vs. Society of New York Hospital, en 1914, caso que, por su importancia, se explica en líneas seguidas.

Todos estos pronunciamientos se caracterizaron por la ausencia de consentimiento, presentándose agresiones e intromisiones severas en el cuerpo del paciente. Entre tanto, ni el consentimiento ni la información estaban categorizados como derecho, por lo cual los inaugurales rastros jurídicos hicieron alusión a la vulneración de otros derechos, como la integridad física, la libertad y la posesión y el control de su propia persona,14 lo que daba la potestad de oponerse a injerencias no deseadas y a conocer los peligros y riesgos del procedimiento, así como evaluarlos de forma precedente (Wandler, 2001, p. 3).

A continuación se exponen las decisiones jurisprudenciales más destacadas de inicio y mediados del siglo XX, donde se examina el incumplimiento del galeno con respecto a la obligación de informar y de obtener el consentimiento del paciente, asociado al tema de la responsabilidad médica, que se erige en un nuevo enfoque jurídico. Todo ello denota un cambio significativo en el modo de plantear y resolver las controversias suscitadas en el ejercicio profesional.

1. Caso Schloendorff vs. Society of New York Hospital, 1914. En este caso, el fenómeno causal consistió en que la paciente había dado autorización para un examen con éter de un tumor fibroide, pero previno que no quería ninguna intervención quirúrgica. A pesar de ello, y ante el estado de inconsciencia por el éter, el médico extirpó el tumor. Ante esto, la paciente se sintió engañada, agredida, a más de que se le presentaron agravios físicos, como dolores insoportables y la amputación de varios dedos, por una gangrena que se produjo en el brazo izquierdo.

El juez del asunto, Benjamin Cardozo, en virtud de los antecedentes del sumario, expuso que toda persona adulta con capacidad mental sana tiene el derecho de decidir qué hará con su propio cuerpo, excepto cuando se trata de emergencias que requieren atención sin demora. De esta forma, quien no cuenta con el consentimiento incurre en “agresión” y debe responder por los daños y perjuicios ocasionados.15

A pesar de la vulneración al consentimiento, la sentencia fue absolutoria por cuestiones de legitimación pasiva, dado que la demanda se dirigió contra el Society of New York Hospital, que era una institución de caridad y, por ende, gozaba de inmunidad (Dolgin, 2010).

De lo manifestado por el juez Cardozo se desglosa que la vulneración al consentimiento afecta por sí sola la autodeterminación del paciente16 y de manera inmediata genera responsabilidad médica, sin que se haya consolidado un daño a la salud y aun en casos que el resultado haya sido exitoso.

El caso Schloendorff pasó a ser la primera sentencia que no solo hizo alusión a la necesidad de un consentimiento, sino que también consolidó la autodeterminación como derecho del paciente, permitiendo entonces la independencia de esta omisión como generadora de responsabilidad, o sea, un daño con entidad propia, en donde solo bastaba la intromisión en la integridad física y el desacuerdo del paciente para proclamar la responsabilidad.

De esa forma, el agravio por “agresión”, al buscar proteger la integridad del cuerpo, hace que el nivel de defensa sea más inflexible. El juez debe averiguar tan solo si el paciente sabía y estaba de acuerdo con lo que se le iba a hacer, y si la respuesta resulta negativa, se configura la responsabilidad, al ser el contacto en sí mismo ofensivo. Tampoco requiere el juez consultar si, de revelar los riesgos previamente, el paciente se hubiese sometido o no a la intervención, puesto que lo sancionado es actuar sin legitimación (Katz, 1977, pp. 144-145).17 De ahí que el juez del caso haya orientado el mismo como agresión y no como negligencia.

Por otra parte, si bien en la providencia se hace énfasis en la necesidad de consentimiento, no se aborda cómo debe darse el mismo y qué requisitos se requieren, es decir, al médico se le exige autorización para actuar, pero no que la misma esté antecedida por una información de los riesgos, los cuidados, las alternativas y las consecuencias del tratamiento (Bastida, 2012, pp. 157-158), de forma clara, precisa y detallada, como se promulga actualmente.

Desde esta óptica, no se predica el consentimiento como toda una institución: “consentimiento informado”, lo cual aparece años después. Como se notó, se estudiaron como componentes separados el divulgar y pedir la aquiescencia, dando lugar entonces a la puesta en marcha de “agresión” únicamente cuando se hace un toque intencional en el cuerpo del paciente, sin su autorización.

2. Caso Salgo vs. Leland Stanford Jr. University Board of Trustees, 1957: el nacimiento de la doctrina del consentimiento informado. A finales de los años cincuenta, los jueces se plantearon un nuevo interrogante revolucionario, orientado a preguntarse si los pacientes tienen el derecho a conocer previamente el procedimiento o tratamiento que pretende realizar el médico; igualmente, si estos pueden decidir si lo aceptan o lo rechazan, de acuerdo con los riesgos, los beneficios y las alternativas disponibles informadas de manera anticipada (Katz, 2002, p. 59).

Como lo estableció Katz, responder dicho interrogante no fue un paso fácil; significaba inmiscuirse en un terreno que por siglos había estado blindado por el lema del paternalismo médico e incapacidad del paciente (2002, p. 59). Pero, al decidir contestar la pregunta, dieron un salto fundamental, consolidándose formalmente la doctrina del consentimiento informado el 22 de octubre de 1957, en la sentencia del caso estadounidense aquí descrito.

La plataforma fáctica indicó que el señor Martin Salgo, el cual tenía un envejecimiento prematuro, presentaba calambres en las piernas, que le provocaban cojera intermitente. Fue valorado en el Hospital de Stanford por el Dr. Frank Gerbode, experto en cirugía vascular, quien encontró una insuficiencia arterial avanzada, diagnosticando una probable oclusión de la aorta abdominal que había alterado el suministro de sangre a las piernas y otras áreas, además de una arteriosclerosis avanzada.

Entonces, para confirmar el primer diagnóstico, le fue realizada una aortografía con contraste, por el Departamento de Rayos X del centro médico demandado, por prescripción del Dr. Gerbode, quien atestiguó que no explicó todos los riesgos. El proceso de la aortografía estuvo a cargo de un anestesiólogo, un radiólogo y un cirujano (Dr. Ellis); este último, encargado del procedimiento, admitió, de igual forma, que no fueron explicados los detalles y los posibles peligros. Como consecuencia del acto, el paciente no pudo movilizar sus extremidades inferiores y sufrió una parálisis irreversible, razón por la que demandó por negligencia en la práctica de la aortografía y por no haber sido informado previamente de los riesgos y las posibles complicaciones.

La Corte de Apelaciones, con ponencia del juez Bray, declaró que un médico quebranta su deber para con el paciente si oculta cualquier hecho que sea necesario para consolidar un informed consent, arriesgándose a ser responsable por esta omisión, ya que es inescindible la información y el consentimiento. Sin embargo, no se adujo explícitamente si se trataba de un supuesto de negligencia o de agresión, aunque los casos citados como apoyo de su decisión hacen alusión a la segunda. Por esa razón, queda la incertidumbre sobre la teoría que realmente fundamentó la postura, teniendo en cuenta que no hubo una intromisión pura, como ocurrió en los proveídos anteriores, debido a que se concretó fue la falta de información previa de los riesgos.

De esta manera, la Corte estableció una obligación de divulgación por parte del médico, de acuerdo con la situación mental y emocional de cada paciente. Con todo, adujo que no era absoluto, al encontrarse a discreción del médico la identificación y la extensión de la información a revelar, con el propósito de que esa fuera útil para formar un consentimiento informado.18

Lo anterior determinó entonces el criterio del estándar del médico para llevar a cabo el análisis de la responsabilidad; desde esta postura, el juez debía analizar, en cada juicio, qué hubiese ilustrado un facultativo en esa situación específica.

Adicionalmente, en el fallo se ven dos orientaciones contradictorias, de acuerdo con Katz (1977), que presentan problemas a la hora de examinar la responsabilidad: discreción y revelación total. Por ello, no quedó claro lo que realmente debía ponerse de manifiesto para permitir la puesta en marcha del consentimiento. El juez del caso planteó, en términos generales, la discreción y la experiencia profesional médica en cada caso en particular (p. 150), y le asignó una tarea indefinida y ardua a un grupo que no había tenido ni la experiencia ni el compromiso con la autodeterminación del paciente —los médicos—, aunque no se puede negar que generó, a partir de entonces, grandes debates (Katz, 2002, p. 62).

Es importante mencionar que la solicitud de negligencia por mal procedimiento fue estudiada de manera separada de la omisión del consentimiento informado, tornándose entonces como dos situaciones diversas que merecían estudio independiente, al dar cada hipótesis lugar a responsabilidad médica, aunque se unen en la necesidad de materialización de un daño a la persona.

3. Caso Natanson vs. Kline, 1960. Tres años después del nacimiento del consentimiento informado, la Corte de Apelaciones de Kansas, con sustentación del juez Schroeder, dirimió este caso. En él, la demandante reclamaba por las lesiones padecidas —quemaduras—, luego de un procedimiento de radioterapia, en el sitio en el que previamente se le había practicado una mastectomía y en las áreas circundantes, las cuales alega que fueron ocasionadas por el presunto exceso en la utilización de cobalto radioactivo. Mientras tanto, en su defensa, los demandados alegaron que hubo consentimiento, pero no se explicaron todos los riesgos.

La Corte encontró, después del estudio de las evidencias probatorias, que si bien no se podía afirmar error sobre la aplicación del cobalto, sobresalía que el tratamiento generaba cierto peligro de lesiones, las cuales dependían, en gran medida, de la tolerancia de la piel del paciente, como lo reconoció el médico accionado, pero, a su vez, esto no había sido advertido. Sin embargo, advirtió que ese hecho no equivalía a casos de assault and battery, donde el paciente no ha dado anuencia alguna.

En ese sentido, la Corte expuso que los supuestos de cirugía no autorizada19 se diferencian de los tipos tradicionales assault and battery, dado que, en los primeros, el médico actúa generalmente de buena fe en pro del beneficio del paciente y es involuntario el hecho de no explicarle a este los riesgos, pero debe responder si se concretan; mientras que, en los segundos, se actúa por malicia, sin querer otorgar ningún beneficio a la víctima.

Es este orden de ideas, el Alto Tribunal sancionó que la cuestión debía dirimirse por negligencia —negligence—, siendo así el primer cuerpo colegiado en acoger la negligencia como fundamento de la responsabilidad por omisión del consentimiento informado (Faden y Beauchamp, 1986, p. 129).

La Corte planteó, en consecuencia, que el desconocimiento de la obligación del consentimiento informado hace al médico culpable por negligencia, al desviarse del estándar de conducta de un profesional razonable20 y prudente en iguales o similares circunstancias —criterio del profesional razonable—. Entonces, se infiere la necesidad de acudir a peritos médicos para desentrañar la validez o no de la extensión de la información.

Para la Corte, era independiente el hecho de que la destreza médica hubiera sido intachable; si se lograba confirmar que no era suficiente esa información, el médico era responsable y, por tanto, se debían determinar los daños a partir de lo que no ha sido consentido. De esta manera, la Corte aludió a un vínculo causal entre omisión de información y concreción de riesgos,21 siempre y cuando la decisión del paciente hubiese sido el rechazo del acto, al conocer los peligros propios del mismo.

Ahora, dirimir estos casos como la típica negligencia que se estudia en cualquier caso de responsabilidad impone una carga probatoria mayor a los pacientes, al tener que demostrar que, de haberse brindado la información, no hubiesen otorgado el consentimiento.22 En general, la responsabilidad médica por negligencia implica que, de haber actuado de forma correcta y diligente, las circunstancias dañosas no se hubiesen presentado.23 Es decir, en materia de consentimiento informado, se concluye que incluso si se hubiese dado la información y de todos modos se presentaba el daño padecido, no habría lugar a indemnización alguna, al romperse la relación causal.

Lo anterior demuestra que saber por qué y hasta dónde debe responder el médico ante el paciente es una temática que ha generado diversas posturas jurídicas desde sus inicios, no siendo aún un tema zanjado en estos tiempos.

4. Caso Gray vs. Grunnagle, 1966. En ese año, la Corte Suprema de Pensilvania se pronunció respecto a este caso. A la paciente le fue practicada, por el acusado, una laminectomía exploratoria, generándose una parálisis mayor a la que venía padeciendo, riesgo que no le fue informado al momento de otorgar el consentimiento, pues la formalidad se llevó a cabo al ingresar al hospital en valoración previa, por un facultativo diferente al que realizó el procedimiento días después.

Lo característico de este proceso es que el médico Jerome Grunnagle afirmó que, previo a cualquier cirugía, él informaba oralmente al paciente todos los riesgos. En su interrogatorio dijo no recordar el caso en específico, por el período ya transcurrido —cinco años—, pero aseguró que sí tuvo que haberle dicho el riesgo de aumentar su parálisis. Por su parte, el demandante declara no haber tenido diálogo con el Dr. Grunnagle antes de la cirugía; pensaba y había entendido, por lo dicho de forma general por el primer profesional que lo atendió y lo remitió al Dr. Grunnagle, que era una mera operación exploratoria, para determinar la causa de su mal.

De ese modo, para la Corte se mostraba evidente una clara contradicción entre lo dicho por los sujetos procesales; y frente a esa realidad, optó por darle veracidad al argumento del demandante, dado que la relación de tiempo de los hechos demostraba que el paciente no consintió con conocimiento de causa.

Resulta importante resaltar que el consentimiento otorgado fue dado de manera general: “[a]utorizo a los médicos a emplear cualquier procedimiento quirúrgico que consideren necesario” (Corte Suprema de Pensilvania, Caso Gray vs. Grunnagle, 1966), lo que deja entrever que se trataría de un documento que no revela lo exactamente divulgado y de él no se desprende que el paciente conocía, detalladamente y sin duda alguna, el procedimiento a practicar. Por todo, no podía constituir un aval de prueba a favor del médico.

Por otro lado, en opinión disidente de la sentencia se encuentra la postura del juez Bell, quien manifestó que el consentimiento conferido, al ser amplio y claro, es incuestionable y aplicable a la operación. Expuso que no aceptarlo despeja la puerta al fraude, al basarse en suposiciones, pues hasta que los cirujanos no intervienen el cuerpo humano, no pueden asegurar el procedimiento realmente necesario, y aceptar la nueva regla del consentimiento específico generaría un aumento de reclamaciones por negligencia, independientemente de la autorización que haya dado el paciente.

Por último, en la actualidad, el salvamento de voto es a todas luces un atentado contra el proceso del consentimiento informado, que requiere información clara y específica para facilitar la decisión; además, las autorizaciones abiertas no definen realmente el querer del paciente, puesto que se somete a una incertidumbre y queda en potestad paternalista del médico. Sin embargo, lo expuesto por el juez divergente no resulta extraño para esa época, ya que cambiar de un día para otro siglos de silencio, oscuridad comunicativa y dominio del médico en la relación con el paciente, no se alcanza tan fácilmente.

5. Caso Canterbury vs. Spence and Washington Hospital Center, 1972. La doctrina acogió como hito la sentencia de este caso, originado en la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia. El demandante pretendió la reparación de daños por lesiones personales —incontinencia urinaria, parálisis intestinal y parálisis en sus extremidades inferiores que lo obligaban a usar muletas para caminar—, resultado de una laminectomía efectuada por el Dr. William Thornton Spence, en donde no se le informó el riesgo de 1 % de parálisis inherente a la misma.

También se demandó al hospital, debido a que la persona intervenida quirúrgicamente, un día después de la cirugía, se cayó de la cama al intentar utilizar un aparato para la micción por sí solo, pues no había personal del hospital para ayudarlo. Ello ocasionó un retroceso en la recuperación, que llevó a la realización de una segunda cirugía, pero no se corrigió correctamente su malestar; por eso, los daños reclamados incluyeron dolor y sufrimiento extenso, gastos médicos y pérdida de ingresos.

Por su parte, el galeno justificó su actuación aseverando que comunicar el riesgo leve de parálisis pudo impedir la aceptación y producir reacciones psicológicas adversas que hubiesen afectado el éxito de la operación. Afirmación que es un claro reflejo del clásico pensamiento paternalista.

La Corte reafirmó que el objetivo de informar es proteger al paciente contra las consecuencias que, de conocerse, se habrían evitado, al renunciar al tratamiento; por tanto, todos los riesgos que puedan afectar la decisión del paciente deben ser revelados,24 teniendo en cuenta que la peligrosidad de una técnica se mide por la incidencia de la lesión y el grado del daño amenazado.

Para la Corte, el alcance de la divulgación debe ser examinado mediante un estándar común razonable —criterio de la persona razonable— de lo que es fundamental para la decisión del paciente; esto implicaba valorar sus antecedentes y situación actual, en lugar de emitir un juicio profesional. De este modo, distó de lo expuesto por el juez del caso Salgo (Estados Unidos, Corte de Apelaciones de California, 1957), al afirmar que la costumbre médica no puede proporcionar la prueba de su corrección y apenas da un criterio legal, que permite medir la responsabilidad del médico.

Así, se anotó en la sentencia, en el análisis de la responsabilidad por este factor, que para que se generaran consecuencias legales, era necesario que un riesgo que debió relevarse se materializara. De lo contrario, la omisión, aunque reprochable, no generaba responsabilidad,25 al requerirse una relación causal entre la falla del médico y el daño.

De acuerdo con las consideraciones del juez, esa relación causal no debe basarse en una determinación subjetiva de lo que el paciente hubiese decidido si previamente conociera los riesgos, en virtud de que, cuando se investiga la causalidad en un ambiente posterior a la lesión, hacerle la pregunta al paciente de si hubiese declinado o no al tratamiento de haber conocido las consecuencias negativas es algo puramente hipotético, que ya no obedecerá a la verdad de los hechos, pues será una suposición quizás matizada por las circunstancias acaecidas.

Por tal motivo, se definió por el tribunal que la mejor forma de resolver la cuestión era sobre una base objetiva, en términos de lo que una persona prudente en la posición del paciente habría decidido.

6. Caso Cobbs vs. Grant, 1972. Siguiendo lo dispuesto en el caso Canterbury (Estados Unidos, Corte Suprema de California, 1972), en octubre de 1972 fue debatido este nuevo caso en California, basado en los hechos de que el paciente fue intervenido quirúrgicamente por una úlcera duodenal péptica, en donde si bien le explicaron la naturaleza de la operación, no se revelaron los riesgos inherentes de la cirugía, y luego se materializaron lesiones en el bazo, evolución de una nueva úlcera, gastrectomía y sangrado interno.

La Corte insistió en que la battery debe mantenerse en postulados de ausencia de consentimiento, y la negligencia, cuando se dio el permiso para el procedimiento, pero no hubo una divulgación de la información pertinente y razonable. En estos casos, la causalidad surgía entre la falta de información y la lesión, lo cual se da siempre y cuando, de haber hecho la revelación, de todos modos se habría consentido. Sin embargo, como en Canterbury, no podía ser el paciente quien testificara sobre ello, ya que su credibilidad estaba afectada; por eso, se debía medir con el estándar de una persona prudente puesta en el lugar del paciente.

En esta instancia, la Corte puso de presente que los médicos debían tener en cuenta que el paciente, al no ser instruido en las ciencias médicas, no esperaba un curso especializado, puesto que, de ser así, estaría preocupado es por el riesgo de muerte, los daños corporales y los problemas con la recuperación. Con relación a los riesgos de muy poca incidencia, el Alto Tribunal señaló que el profesional debía analizar si, de acuerdo con la condición del paciente, el mismo estaba o no contraindicado, pero no se requería ninguna advertencia más allá de esto.

Para concluir, en la sentencia se establecen varios postulados que actualmente, de una u otra forma, siguen dirigiendo el proceso de la toma de decisiones: los conocimientos del paciente y del médico no son paritarios; el paciente, adulto y capaz, tiene derecho a ejercer control sobre su cuerpo; el consentimiento, para ser efectivo, debe ser informado, y al ser el paciente indocto en la medicina, tiene una confianza implícita en su médico, lo que eleva la obligación profesional en el proceso de toma de decisiones.

7. Caso Wilkinson vs. Vesey & Hunt, 1972. En Estados Unidos, en 1972, también se destacó este otro caso, de la Corte de Apelaciones de Rhode Island, mediante el cual se demandó por las consecuencias en la piel derivadas de tratamientos de radiación, luego de que los médicos acusados diagnosticaran a través de una radiografía, sin realizar biopsia alguna, un tumor maligno.

Este es el primer caso en donde la Corte de ese estado aplicó la doctrina del consentimiento informado con el estándar de negligencia, siguiendo el caso Natanson (Estados Unidos, Corte Suprema de Kansas, 1960) en este aspecto. Sin embargo, se separó del mismo en el aspecto probatorio, al acoger lo expuesto en Canterbury (Estados Unidos, Corte de Apelaciones de Columbia, 1972), en el sentido de que el demandante no necesitaba probar, a través de un testigo médico experto, la razonabilidad de la comunicación según la costumbre médica, debido a que la divulgación razonable puede cambiar de un caso a otro, por las necesidades informativas y las condiciones del paciente.

La Corte citó a los autores Morris y Moritz (1971)26 e invitó a que los galenos hicieran una revelación simple, prudente y honesta de los riesgos. Asimismo, a que permitieran que el paciente eligiera los riesgos que deseaba correr, a menos que por razones terapéuticas lo contraindicaran. Dijo que ello, además de ser una buena práctica médica y base para una defensa médico-legal, tenía un valor terapéutico. Así, el paciente en cuyo cuerpo se materializa un riesgo no estará tan conmocionado como aquel que no fue informado y se disminuyen las posibilidades de demandar. La Corte agregó que, más que comunicación entre el médico y el paciente, significaba “menos litigio” entre las partes de la relación.

Esto último revela que la disertación de la Corte se orienta a que el consentimiento garantiza el derecho del paciente a decidir informadamente, como se venía trabajando de manera exclusiva en jurisprudencia anterior; además, es una forma de proteger al médico contra futuras reclamaciones y, de paso, evitar que entre a funcionar el aparato judicial, desgastándolo en litigios innecesarios.

Las tres decisiones de 1972, como lo indicaron Faden y Beauchamp (1986, p. 137), consolidaron la tendencia de esos tiempos, con lo que se incluyó una nueva perspectiva a la negligencia tradicional, al adaptarla a la doctrina del consentimiento informado, pero buscando un equilibrio a nivel probatorio, cuando establecieron el criterio de la persona prudente, basada en las necesidades del paciente en cuestión, para evaluar la información que debió ser suministrada.

Finalmente, el recuento presentado sobre la jurisprudencia estadounidense, destacada hasta los años setenta, da cuenta de que fue la protagonista en marcar el inicio del cambio de perspectiva en la relación médico-paciente, lo que influyó con sus posturas tanto en los jueces de otras latitudes como también, de una u otra forma, en los facultativos, al sentar la pauta para crear una nueva ideología del ejercicio de la profesión.

El auge del consentimiento informado desde la perspectiva ética y legal de alcance internacional

Después de la Segunda Guerra Mundial (1945), dados los aberrantes tratos y prácticas desarrolladas en la experimentación con humanos, se emprendieron movimientos internacionales a favor de los derechos humanos para evitar que las atrocidades del conflicto se volvieran a presentar, dando paso al Código de Núremberg (1947)27 y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por Asamblea General de las Naciones Unidas (1948).

En 1947 se llevó a cabo la Primera Asamblea General de la Asociación Médica Mundial (AMM), por iniciativa de veintisiete médicos de varios países,28 con el propósito de “asegurar la independencia de los médicos y para servir los niveles más altos posibles en conducta ética y atención médica, en todo momento” (AMM), reemplazando así a la Association Professionnelle Internationale des Médecins, creada en 1926. La Asamblea buscó ampliar los adeptos y los lineamientos que gobernaban a la Asociación, dada su preocupación por el estado de la ética médica en todo el mundo y los problemas que se derivaban de la falta de aplicación, con rigurosidad y sentido, del ya histórico juramento hipocrático.