Loe raamatut: «El nuevo gobierno de los individuos», lehekülg 9

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4. El régimen ecológico de realidad

A pesar del indudable vigor contemporáneo de la economía-como-realidad, es posible formular la hipótesis de que asistimos al traspaso progresivo de esta función hacia la ecología y la invención de un nuevo imaginario del límite bajo la forma de catástrofes irreversibles que se producirían una vez superados ciertos umbrales definidos en términos de recursos energéticos, biodiversidad o clima.

Como en los casos precedentes, el mero reconocimiento del carácter imaginario de muchos límites económicos a la hora de trazar la frontera entre lo posible y lo imposible, no constituirá una prueba suficiente para socavar la creencia en la existencia de límites inevitables e infranqueables en el mundo, como lo demuestra, a su modesto nivel, la permanencia de las creencias económicas después de la crisis del 2007-2008 (Lebaron, 2010; Orléan, 2011). La transición, si la transición se produce a nivel de nuestros imaginarios colectivos, solo se concretizará si se consolida un nuevo régimen de realidad capaz de transformar las innegables coerciones ecológicas del entorno (calentamiento global, agotamiento de materias primas, aumento del nivel de los océanos, desertificación, etc.) en auténticos límites imaginarios. Es exactamente a lo que asistimos en el mundo de hoy a través de la construcción de un conjunto de umbrales ecológicos intransitables para la humanidad.

Una vez más, no se trata en absoluto de cuestionar lo bien fundado de la gravedad de los desafíos ecológicos, ampliamente documentados por una ingente producción científica. Pero las coerciones ecológicas en tanto que régimen de realidad, no más que las restricciones económicas (o políticas o religiosas), no imponen un destino. Ellas abren a un conflicto de estrategias.

Desde hace poco más de cincuenta años hemos sido testigos de la construcción de una nueva evidencia sensible y de un nuevo Gran temor. El entorno natural que la modernidad pensó como inagotable en sus recursos, se revela infinitamente más complejo a medida que se reconoce el agotamiento progresivo de ciertas materias primas no renovables, la reducción de la biodiversidad, la importancia de los fenómenos de contaminación, las consecuencias impredecibles del cambio climático o de la falta de agua.

Para dar cuenta de esta situación, y regular y gobernar sobre esta base las conductas sociales y su desmesura, se ha forjado una nueva representación cultural que subraya de manera distinta a como se hizo en un pasado aún reciente una profunda y generalizada interdependencia entre la sociedad y la naturaleza. Si durante mucho tiempo una cierta narrativa de la modernidad disoció los fenómenos sociales de los fenómenos naturales, el pensamiento ecológico impone la idea de una fuerte e irreductible imbricación entre estos dos universos. Para asegurar su futuro, las sociedades humanas deben incorporar la realidad de la Naturaleza y sus límites. El reconocimiento de la necesaria interdependencia entre la sociedad y la naturaleza lleva incluso a una crítica radical de los presupuestos de la mecánica económica que se revelaría incapaz de dar cuenta de los nuevos desafíos ecológicos y de los auténticos límites de la realidad. ¿Cómo pensar que se puede compensar el daño ecológico, muchas veces irreversible en sus consecuencias, a través de un sistema de precios, externalidades o seguros? ¿Cómo se calcula el valor de una materia prima no renovable y que se explota hasta su extinción? ¿Cómo pensar ante la evidencia de la urgencia que todo esto podrá ser resuelto, sin cambios radicales, gracias al desarrollo sustentable y la mera confianza en la tecnofilia? Se trata de controversias señeras de nuestra época en las que se vuelve a jugar, sobre otras bases y por otros actores, los debates decisivos que ayer se dieron entre teólogos y filósofos políticos, luego entre éstos y los economistas, progresivamente ante nuestros ojos entre economistas y ecologistas. El desafío de estos combates entre clérigos siempre es el mismo y decisivo: definir el límite imaginario de la realidad.

Esta controversia en curso sacude en profundidad los cimientos de las sociedades contemporáneas. Progresivamente se consolida un nuevo régimen de realidad que se estructura en torno a un nuevo imaginario de choque con la realidad que se construye a través de la noción de umbral. Se impone la imagen de una frontera, en verdad la idea de un umbral cuya superación induciría, incluso si este límite siempre es más o menos difícil de establecer, daños irreversibles y consecuencias impredecibles en las sociedades. A toda costa es necesario permanecer «por debajo» de estos umbrales (por ejemplo, evitar el aumento cada vez más probable de más de 2°C en la temperatura a fines del siglo XXI) a riesgo de exponer a las sociedades a consecuencias indeseables, dramáticas e irreversibles para la vida humana. Frente a este nuevo límite, y en su nombre, se forjan nuevos principios de acción, todos más o menos relacionados con lo incierto: el principio de responsabilidad, el principio de precaución, la cultura del riesgo, el catastrofismo ilustrado (Jonas, 2009; Beck, 1998; Dupuy, 2002; Diamond, 2005). Para algunos, el peligro es tal que la implementación de inevitables y necesarias medidas para evitar exceder los umbrales ecológicos permitidos justificaría incluso el recurso a muy preocupantes gobiernos despóticos, bajo la consideración de que serían los únicos capaces de hacer cumplir los límites ecológicos.

Este nuevo imaginario del límite es un desafío fundamental para la modernidad. Desde la revolución industrial, más allá de las desigualdades sociales o de los conflictos, la promesa del crecimiento económico ininterrumpido en un mundo infinito ha sido la base y la garantía de las sociedades abiertas. La transformación histórica en curso obliga, por primera vez, a pensar el futuro de las sociedades abiertas en un mundo finito.

Si este régimen de realidad ecológico llegara a establecer su hegemonía en lugar del régimen económico, entraríamos en un nuevo horizonte colectivo de la incertidumbre. Hasta la fecha, todas las sociedades han externalizado el límite y tras él la fuente última de lo imposible del lado de los dioses, los reyes o el dinero. En apariencia, en la sociedad actual se da un proceso similar con la naturaleza. Pero la analogía es engañosa: si el límite se deposita en un factor externo a la sociedad (en la naturaleza), la nueva imagen del choque con la realidad –el umbral– se basa en un tipo particular de conocimiento que, por científico que se presente, se basa en escenarios más o menos probables (aunque mal no sea por el hecho de que el principal factor de incertidumbre sea la propia acción humana –cuándo y cómo se corregirán sus efectos ecológicos deletéreos). El desafío es mayúsculo. Se trata nada menos que de diseñar un nuevo límite imaginario, un nuevo imposible, sobre la base de un conocimiento sujeto a discusión y abierto al juego estratégico de diversos actores sociales.

* * *

La evocación rápida, sin duda demasiado rápida, de los regímenes de realidad que acabamos de llevar a cabo no tiene otra función que llamar la atención sobre un problema fundamental en el gobierno de los individuos, casi podría decirse relativo al autogobierno de la humanidad. Independientemente de las maneras por las cuales en cada sociedad se organizaron las desigualdades sociales y la gestión del poder, cada una de ellas tuvo y tiene que enfrentar, como colectivo, la problemática de la ilimitación humana.

Si los límites de la realidad han revelado ser una de las más durables defensas contra la desmesura humana, se trata al mismo tiempo de una preocupante certeza histórica. El principio de realidad es siempre un límite indispensable para separar lo real y lo ficticio, pero su traducción estratégica en términos de lo posible y de lo imposible se revela infinitamente más compleja a medida que queda claro que se trata más de un miedo imaginario y de una idea reguladora que de una verdadera experiencia directa del mundo. Todos los límites societales de la realidad se revelan, tras examen, mucho más elásticos e inciertos de lo esperado.

Esto plantea un desafío particular y casi inédito en el mundo contemporáneo. A diferencia de lo que han propuesto al unísono los tres grandes maestros de la sospecha –Marx, Freud y Nietzsche–, las acciones en la vida social no se enfrentan a un orden de realidad intangible que regula de inmediato y sin desmayo nuestros desvaríos e ilusiones. Las acciones se despliegan por el contrario dentro de una vida social marcada por las constantes maleabilidades resistentes del entorno. En medio de una experiencia en donde se articulan permanentemente coerciones reales y límites imaginarios. Para abrir los horizontes de la acción es preciso liberarse, no desde luego de la realidad (¿qué es lo que esto podría significar?), sino de su traducción subproblematizada en forma de un principio (representación) intangible de la realidad.

Si este problema ha sido común a todas las sociedades, ha tomado características específicas en la modernidad. Frente a la contingencia de los colectivos humanos, frente a la representación de un universo desprovisto de toda necesidad fundamental, la realidad ejerce una fascinación innegable en las sociedades actuales. Se trata del último gran mito de la modernidad. Cuanto más se generaliza la representación de una historia o de un mundo carente de significado más se impone el recurso a la realidad como el gran tribunal supremo gracias al cual las sociedades contemporáneas creen posible instituir lo imposible.

Si la apelación a la realidad es tan convincente y seductora, es porque, más allá de la cuestión de la verdad, hace posible contrarrestar, en nombre de los hechos y gracias a ellos, la turbación de sociedades sujetas con una fuerza inusitada a los estragos de la ilimitación humana. Presas en medio del vértigo de un mundo social en el que siempre es posible actuar de otra manera, las sociedades han tratado de establecer constantemente, sobre bases históricas diferentes, límites imaginarios infranqueables y siempre más o menos infructuosos en los hechos22.

El gobierno de los individuos, como lo veremos en detalle en los capítulos que siguen, no solo abre por eso a cuestiones de autoridad, dominación, poder; de conflicto o estrategias; a composiciones históricamente distintas entre los controles, las creencias y las jerarquías. Él también reposa, en lo que tal vez sea su vértice fundamental, en una inquietud histórica indesmayable: la necesidad de instituir en torno a la realidad un imposible capaz de regular la desmesura y la ilimitación humana. Va en ello de la gran tragedia de la historia humana y del gobierno de los individuos: la imposible institución de lo imposible.

19 En este capítulo nos limitaremos a una presentación sinóptica de esta problemática. Para un desarrollo exhaustivo de esta hipótesis y sus necesarios matices e interpenetraciones históricas, así como para los indispensables soportes bibliográficos, cfr. Martuccelli (2014a).

20 O sea, tratándose en lo que sigue de ideales-tipos, cada régimen de realidad convivió y se compenetró con los otros, algo particularmente visible a nivel de la religión y la política, o la política y la economía, u hoy entre la economía y la ecología. Pero ello no impide observar que, en cada momento histórico, y desde un punto de vista societal, un tipo de régimen tiende a ejercer una función hegemónica a la hora de definir los límites de la realidad.

21 Para un conjunto de muchos otros análisis críticos, cf. Martuccelli (2014a).

22 A la pregunta por saber cómo es posible que la humanidad haya podido vivir durante tanto tiempo bajo la égida de lo que hoy nos parece un mero error y una fabulación (es decir, creyendo y sobre todo actuando en medio de regímenes de realidad diferentes al actual), la respuesta es de naturaleza plenamente práctica. Es la naturaleza específica de la relación entre la acción y la realidad, y la elasticidad irreductible de vida social, lo que explica en última instancia esta posibilidad.

Segunda parte: Controles

Capítulo 4 El Estado controlador

NINGUNA TEORÍA GENERAL de la dominación ha negado nunca la importancia del control de los Estados en lo que concierne al gobierno de los individuos. Sin embargo, en la casi totalidad de ellas la importancia central otorgada a las creencias, la autoridad, la legitimidad, la ideología, el consentimiento, incluso la violencia simbólica, llevaron sistemáticamente si no a desvalorizar, al menos a darle un rol subalterno y excepcional a sus aspectos represivos ordinarios. La fuerza y el éxito de la definición de Weber (1983) del Estado como un actor poseyendo el monopolio de la violencia legítima, expresa mejor que cualquier otra esta realidad. Bourdieu (2012: 14) fue incluso más lejos al definir el Estado como el detentor del «monopolio de la violencia física y simbólica legítima».

En este marco, el control del Estado y su tarea propiamente represiva son analizadas como una regulación en última instancia, una coacción física que se moviliza solamente cuando otras modalidades de encuadre han fracasado. Al punto de que, en muchas teorías sociales, en la medida en que los análisis se centran en la regulación ordinaria de las situaciones, la represión y la coacción física brillan por su ausencia. Por ello, incluso si no es la única perspectiva que abordó explícitamente esta dimensión, el marxismo constituye en esto una notable excepción. No solo por la importancia que Marx otorgó a la guerra y a la violencia en sus trabajos (acumulación primitiva, revoluciones, colonización) sino también por la presencia, entre muchos de sus seguidores, de la importancia de la represión en el mantenimiento del orden social. Incluso cuando, como en Gramsci o Althusser, la coerción o los aparatos represivos del Estado están subordinados a la hegemonía o a los aparatos ideológicos del Estado, el reconocimiento del rol señero de los primeros contrasta con lo que es habitual en muchas otras teorías sociales.

Por supuesto, muchos trabajos tanto de sociólogos como de historiadores sin olvidar politólogos se han interesado por el papel de la coerción en la formación de los Estados, pero también por el papel de las guerras en la construcción estatal o en la importancia del complejo militar-industrial, o incluso del militarismo y de la vigilancia como grandes componentes estructurales de la modernidad (Tilly, 1992; Mann, 1986; Giddens, 1994a; Joas, 2002). Sin embargo, todo esto no cuestiona la veracidad de la afirmación de la ausencia, notoria y frecuente, de la represión y de las capacidades de control fáctico en varios estudios sobre el gobierno estatal de los individuos.

Traigamos otra vez a colación la frase atribuida a Talleyrand en una conversación con Napoleón: «Se puede, Sire, hacer todo con las bayonetas, menos sentarse sobre ellas». La frase resume, a su manera, la idea, tan fuerte en la modernidad, que la continuidad de un régimen solo es posible desde la legitimidad de las creencias y las jerarquías. Así planteadas las cosas, se termina muchas veces por evacuar la cuestión de la represión. O sea, su posibilidad y su presencia constantes en la vida social. Tal vez la afirmación de Nicolás Maquiavelo (2010) que más le vale al Príncipe ser temido que amado es excesivamente unilateral, pero tiene el mérito, como a su manera la definición del propio Weber sobre el Estado, de recordar el carácter absolutamente central de la dimensión represiva en el gobierno estatal de los individuos.

Ni la dimensión represiva ni la violencia del Estado han estado ausentes en las sociedades modernas. La visita del general De Gaulle a la base militar de la OTAN en Baden (Alemania) en pleno mayo del 68 para cerciorarse de su lealtad antes de lanzar la contraofensiva política que repuso su régimen, no fue en sí misma una excepción. La historia latinoamericana está llena, como todo el mundo lo sabe, de golpes de Estado o de represiones más o menos sangrientas de las luchas sociales, y su recurso no puede en absoluto ser caracterizado como episódico. Aún más, por doquier se observa una habitual y recurrente criminalización de la protesta social, no solo en gobiernos autoritarios, sino también y de manera permanente en los regímenes democráticos pluralistas liberales (Zinn, 2003; Boltanski y Chiapello, 1999). Basta pensar en los arrestos y penas de cárcel (o en su defecto, hostigamiento fiscal) contra activistas sociales; en el permanente trabajo de vigilancia e infiltración de los servicios de inteligencia en grupos contestatarios (incluyendo, como lo demostró una comisión del Congreso de los Estados Unidos, la instrumentalización del tráfico de drogas para desestabilizar a las protestas de los afroamericanos en los años 1970); en las leyes liberticidas que en las últimas décadas se han votado para hacer frente al terrorismo; sin olvidar el establecimiento de estados de excepción y la suspensión de garantías constitucionales durante periodos más o menos largos, etc. Esto no cuestiona las diferencias que existen entre regímenes autoritarios y democráticos, en verdad, entre los distintos Estados en función del respeto que guarda cada uno de ellos respecto del Estado de derecho, algo que se expresa de manera visible, por ejemplo, en el número de periodistas asesinados.

Con la represión y la violencia del Estado ocurre lo mismo que con el uso de las armas en cumplimiento de su función en el caso de los policías. Si los estudios muestran el escaso uso que, durante toda una vida profesional, un policía hace de ella, esto no debe llevar a descuidar la omnipresencia estética y visible del arma (los policías son las únicas personas, con los soldados asociados a procesos de vigilancia y seguridad, que tienen la autorización de exhibirlas en público en las sociedades contemporáneas). Aún más, si, como a veces se resume, el Estado es los impuestos más la represión, es importante entender el papel de los primeros en el mantenimiento de la segunda. La leva del impuesto permite el funcionamiento de la administración, inversiones públicas (y pago de deudas contraídas), gasto social (educación, salud, pensiones), pero también destinar recursos al mantenimiento del orden o la defensa (policía, ejército). Si en algunos países, sobre todo los Estados Unidos, los gastos militares se imbrican con los gastos destinados a la investigación, en muchos otros esta leva sistemática de recursos se organiza y se piensa únicamente como una manera de sostener colectivamente la facultad de represión. En el caso de la América Latina, durante buena parte del siglo XIX, una abrumadora parte de los presupuestos nacionales fueron destinados al mantenimiento de los ejércitos.

Charles Tilly (1998) llamó la atención sobre lo que caracterizó como uno de los grandes rasgos (y tal vez enigmas) de las sociedades modernas occidentales: en fuerte contraste con el pasado histórico, los civiles (desarmados) lograron confiscar el poder a los militares. La observación es justa, y también lo es para América Latina, a condición de no descuidar la presencia constante, y muchas veces gravitante, de los militares dentro de los regímenes políticos modernos, incluidas las democracias pluralistas liberales (como en los Estados Unidos) o durante los periodos de gobiernos democráticos en América Latina (como en Brasil). En breve, el gobierno de los individuos es indisociable de las capacidades de represión de los Estados.

En este capítulo abordaremos esta dimensión por dos grandes razones. La primera: el Estado ha sido y es uno de los grandes actores en la producción y el perfeccionamiento de los controles. La segunda: en el estudio del Estado se ha tendido y se tiende a privilegiar el papel de las creencias y las jerarquías sobre los controles. En lo que sigue abundaremos en ambos puntos. En primer lugar, reevaluaremos la teorización del Estado en la filosofía política moderna. Luego nos centraremos en el equilibrio analítico entre creencias, jerarquías y controles (representación y policía), antes de interesarnos, en un tercer momento, por el incremento de los controles fácticos y las capacidades de represión estatal, y la manera en que esto da forma a nuevas modalidades de Estados controladores.