Piel de conejo

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Guzmán, David Eufrasio

Piel de conejo / David Eufrasio Guzmán. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019

148 p.; 21 cm. -- (Letra x letra)

ISBN 978-958-720-592-3

1. Cuento colombiano. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

G993

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Piel de conejo

Primera edición: agosto de 2019

© David Eufrasio Guzmán

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No.7 Sur-50

Tel. 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-592-3

Edición: Juan Felipe Restrepo David

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Mentiras, 2015. De la serie A lo que hemos llegado. Llíam Roja, (Medellín, 1982)

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Milord

El secreto del miami

Pecado al tablero

El último vuelo de la Araña

Chicle caliente

Piel de conejo

Un beso a Tyson

De vuelta al matadero

En las barbas de Joseíto

Criatura divina


A Gloria Estrada, mi hogar

Las historias rumorosas

como un río

a orillas de la infancia

Juan Manuel Roca

Milord

Las invitaciones a la finca del tío Fernando siempre fueron un arma de doble filo. Desde una semana antes del viaje mi mamá entraba en un acelere nervioso que trataba de controlar regañándonos por cualquier cosa. La empacada de ropa y demás preparativos se hacían bajo un ambiente tenso donde la cantaleta llegaba al punto de hacernos sentir que no merecíamos el paseo a pesar de habernos portado bien. Viejos traspiés escolares o actitudes perezosas, como hacer siesta después de llegar del colegio, le servían de argumento. Si hubiera sabido que ya tenía puesta la pantaloneta de baño en lugar de los calzoncillos también lo hubiera utilizado en mi contra.

Para tenernos afilados, esa semana previa vivíamos una especie de régimen militar en la casa: nos ponía a lavar platos y a tender las camas, a barrer, trapear, sacudir, acostarnos temprano y cualquier queja del colegio podía suponer el castigo de no ir a la finca del tío. Mi mamá siempre acudía a la frase “ustedes no son hijos de Pablo Escobar” si nos veía a mi hermanita o a mí derrochar algún producto, o si le pedíamos dinero extra para un antojo, pero en el fondo todos sabíamos que donde el tío vivían como príncipes y allí sí nos podíamos dar gusto hasta la saciedad. Al parecer entrar en esa vida, así fuera por un par de días, le generaba estrés y le preocupaba que sus pequeños vástagos –y quizás ella misma– estuvieran a la altura.

La cantaleta se evaporaba con el timbre del citófono. De la portería de la unidad llamaban para avisar que Morcilla, el conductor del tío, había llegado. A veces nos recogían en una van café y mis amigos de la unidad decían que era la versión paisa de la camioneta de Los Magníficos; se acercaban a los vidrios polarizados haciendo visera con sus manos para ver lo que los primos denominábamos “sofá en U con bar”. También veían una mesita, una nevera y todo el interior del carro casa. Otras veces era una Ranger roja y gris, como la de Profesión Peligro. Pero una cosa era lo que decían mis amigos y otra muy distinta lo que comentaban sus madres, que veían subir sendas naves por las callecitas de la unidad.

No recuerdo esa mañana decembrina en qué carro nos recogieron. La noche anterior, mi tía Sofía, esposa de Fernando, le había dicho a mi mamá que iban por nosotros muy temprano, Morcilla tenía que llevar encargos para el desayuno de la gente que estaba en la finca, unas veinte personas, desde los abuelos hasta los nietos más pequeños. Llevaban varios días allá y aunque la comida abundaba, algunos alimentos comenzaban a escasear. En Pakita, llegando a San Jerónimo, fue la única parada. Morcilla sacó un papelito y leyó: quince quesitos y doce paquetes de pandequesos. También pedimos unos chicles Adams de menta para mi mamá. Todo lo pagó Morcilla que siempre administraba un fajo de billetes del tío.

En menos de una hora llegamos a la carretera destapada del Tamarindo dejando atrás polvaredas que envolvían a los campesinos que iban y venían por un lado del camino. El portón de la finca estaba abierto. La camioneta entró despacio por el empedrado y desde lo lejos se veía la casona, los jardines, los árboles, las canchas desoladas. Todos dormían a esa hora de la mañana. Mientras el carro avanzaba vi por la ventanilla a Milord, el Lassie de la familia, correteando una mariposa por el césped que rodeaba la piscina. Su pelaje blanco y castaño se doraba con los rayos del sol aún débil; era tan elegante al trotar y de un garbo que una tía dijo que parecía un inglés, y por eso lo bautizaron Milord. El animal, que había sido un regalo de Fernando a su hijo Juanfer, era una alegría más en la familia.

Milord y el tío Fernando eran los únicos despiertos a esa hora, y por supuesto Juaco, el mayordomo, y su señora, que recibió los quesitos y los pandequesos. El olor del chocolate era el mismo de siempre pero era extraño estar tan temprano en la finca: la piscina parecía en obra negra, cubierta por un plástico con piedras en las esquinas. Si no fuera por el reguero de botellas, envolturas de mecato, vasos y copas se podía pensar que no había paseo.

Poco a poco la gente fue saliendo de las piezas. Primero los abuelos y los niños, luego las tías y los primos grandes y al final los camaradas: primos de la misma edad –algunos venidos de Cali y Bogotá que hacía tiempo no veía–, llenos de vitalidad para disfrutar hasta el último recoveco de la hacienda. El hecho de verlos despertar uno a uno somnolientos y despelucados, aún con los brazos desgonzados, atenuó esa desventaja a la que se somete el que llega tarde a los paseos. Otro gallo hubiera cantado si llego y los encuentro despiertos, jugando, con el espíritu en su esplendor: ahí sí hubiera sido comidilla y objeto de su crueldad.


A las diez de la mañana ya todos estaban levantados y desayunados. La piscina en tonos de azul lucía provocativa para devorarla a brazadas, para zambullirse una y otra vez y jactarse con el sonido del agua. Juaco dispuso las sillas bronceadoras alrededor del quiosco y quitó las lonas de cuerina de las dos mesas de billar, una de las pocas cosas que conservaba la finca del anterior dueño. También destapó un juego de sapo que, curiosamente, tenía cada vez más argollas. El empalme con los primos se dio rápido y el día de sol comenzó perfecto. Mi mamá, estresada e intensa en la casa, en la finca se convertía en la madre amorosa y responsable, siempre pendiente de que nos portáramos bien y de que no hiciéramos daños.

Precisamente ese día noté que el paño de una de las mesas de billar estaba rasgado; el primo Jimi lo había roto por tacar massé, pero a Fernando no le importaban los daños, ni que las piedras que les tirábamos de noche a los sapos amanecieran en el fondo de la piscina, ni que cosecháramos mandarinas biches a puñados. Al tío lo que le importaba era que pasáramos bueno, y tener su vaso-termo lleno de hielo y whisky desde las once de la mañana. La grasa que comía en forma de chicharrón y choricitos lo mantenía en pie y con ganas de jugar de manos. Mis tías sufrían para que no nos fuera a lastimar con su brusquedad innata.

Ese día todo salía muy bien. Desde el quiosco, comandado por Fernando con su whisky, los grandes contaban chistes y vigilaban el juego de los chiquitos en los columpios mientras otros primos chapuceaban en la piscina. Juaco y su señora terminaban de recoger los restos del asado y después tenían la orden de ensillar las bestias habituales, que eran un par de yeguas, dos mulas y un táparo bautizado La Rosa. La costumbre de los grandes era hacer cabalgatas por los potreros y recorrer veredas pero después de que los pequeños diéramos algunas vueltas a cabestro dentro de la hacienda. También había carneros, vacas, gallinas, conejos, pavos reales y un mico, Aquiles, un miembro más de la numerosa familia.

 

De repente, en medio de las carcajadas y el tastás de las bolas, uno de los niños gritó. Era el llanto de Juanfer, sentado en el césped. Fue un momento eterno en el que el niño enrojeció, mudo, con los ojos rasgados y la boca abierta, seco en llanto. En medio de la confusión se escucharon varias frases.

—¡El perro le tiró al niño, lo mordió! –vociferó la tía Uge desde el quiosco.

—¡Le rayó la carita! –gritó indignada la tía Sofía lanzándose hacia su pequeño para auxiliarlo y mirarlo de cerquita. Como el niño seguía seco en llanto sin emitir sonido, Sofía lo sacudió para que reaccionara mientras todos sentíamos que iba a morir ahogado. Milord, con la trompa clavada al piso, iba y venía como enjaulado en campo abierto. Su comportamiento evidenciaba cierta culpa.

Juanfer se estaba demorando para volver en sí, para soltar el aire hecho berrido. Durante ese instante eterno, el tío Fernando reaccionó: la imagen congelada de su hijo llorando en seco, aterrorizado, con una herida leve en el cachete era muy fuerte, y eso sumado a las frases de mis tías, terminaron por despertar sus genes primitivos y decidido se paró de su poltrona, cosa que era difícil que ocurriera. ¿Qué pudo pasar por su mente en esos segundos en que la ebriedad placentera se convirtió en un caos familiar? ¿Milord, el tal perro inglés, era en realidad un peligro para el niño? Fernando puso su termo en una mesita que siempre llevaba consigo, al lado de una diminuta llanta de camión acostada que funcionaba como cenicero, repleto de cuscas de Marlboro rojo. Cuando el niño por fin volvió a emitir sonido, Fernando ya había llamado a Juaco con un grito desgarrado, y mis tías, que conocían muy bien las furias del tío, presintieron lo peor. Sin éxito intentaron calmar al pequeño.

Juaco llegó apresurado con la mano en el sombrero y Fernando le dijo que matara a Milord.

—¡Matá a ese hijueputa perro traicionero! –le insistió vocalizando mal, embombado por el efecto del licor, y el miedo se apoderó de todos porque hablaba en serio. Juaco se quedó estupefacto y quiso hacerlo recapacitar.

—¡Si no lo matás, te mato yo hijueputa! –lo interrumpió Fernando. Nadie sabía cómo reaccionar, los más allegados trataban de calmar al tío, pero la sangre le estaba corriendo muy rápido y muy caliente, como gasolina.

Cuando Joaquín llegó con un rifle, Milord seguía por ahí confundido con su trompa alargada y sus ojos pequeños y redondos. Mi mamá alcanzó a llevarse a mi hermanita y a unos primitos y los dejó encerrados llorando en una pieza. Otros primos mirábamos sin saber qué hacer y también sollozamos y chillamos cuando Juaco cargó la escopeta y apuntó. Milord se movía despacio, huía sin querer, volvía noble, y Joaquín equivocaba el tiro a ver si Fernando desistía, pero no. En su borrachera no le perdonaba a Milord que hubiera atacado al príncipe Juan Fernando, el heredero, su único hijo, sietemesino y de parto delicado.

Joaquín disparó unos cartuchos rojos que parecían tubos de vitamina C. Fueron dos escopetazos aturdidores que mataron a Milord. Y mientras el mismo Juaco fue a enterrarlo a orillas del río, el horror y la tristeza nos invadieron a todos, acurrucados en los rincones de las piezas, espantados. Ese día no volvimos a salir al aire libre y después de un rato nos pusimos a jugar Hágase Rico. Tiramos los dados hasta la madrugada en medio de un silencio sepulcral, haciendo la compraventa de inmuebles sin importar quién iba a ganar, sin ánimos de acumular las mansiones rosadas, sin remilgos para adquirir los tugurios de la zona marrón.

Al otro día, como si estuviera planeado, casi todo el mundo se organizó para bajar a Medellín. El 24 de diciembre estaba cerca y a la finca llegaban y salían amigos cercanos, allegados y conocidos todo el tiempo. Mi mamá, mi hermanita y yo nos devolvimos en el Renault de mi primo Gustavo. Fernando, cargando a Juanfer toda la mañana como un escudo, no se refirió a Milord. La tragedia estaba latente y dolía tanto que el mutismo parecía su apéndice. Quizás los grandes no sabían cómo manejar ese trauma que se estaba gestando en la mente de los pequeños. Un trauma muy diferente al de otras veces cuando dejábamos la finca para regresar al colegio y a la vida en Medellín.

Antes del mediodía salimos por el empedrado, muy despacio porque el carro era bajito; atrás quedaban la piscina, el quiosco, el sapo, los billares, el césped donde jugaba Milord... El tembleque de las ventanillas y de toda la carrocería desapareció cuando llegamos a la carretera pavimentada. El viaje de regreso pintaba silencioso pero con la diplomacia de alguien que es y no es de la familia, la novia de Tavo puso el tema: que en la noche habían dicho que Juanfer le pisó la cola al perro sin culpa y que el perro por naturaleza había reaccionado. Así como la naturaleza violenta y alcoholizada de Fernando lo había llevado a dar esa orden ciega. Cuando pasamos Pakita estábamos otra vez en silencio. Con Milord se fue la fantasía, esa vida de príncipes nunca se volvió a mencionar en la casa.

El secreto del miami

El chocolate del desayuno, las gaseosas y los bolis de los descansos, el jugo o la leche de la media mañana, el agua que bogaba de la llave, todo líquido que ingería en el transcurso de la jornada se iba asentando silenciosamente pero una vez el viejo bus del colegio arrancaba con sus brincos y frenazos, mi vejiga se inflaba y empezaba a sacudirse como una claraboya en el mar picado.

Las ganas de orinar, si bien las controlaba, me impedían disfrutar la ciudad a través de la ventanilla. Era nuevo en el transporte y no tenía la costumbre de hacer pipí a la salida del colegio, pero debía incorporarlo si no quería seguir siendo víctima de una vejiga a punto de explotar. Así sentía su ferocidad cuando descendía del bus y cruzaba la puerta de la unidad, como si el cuerpo supiera que el baño estaba cerca y por eso acosaba de mala gana amenazando con expulsarlo todo si no arribaba de inmediato al sanitario.

Bajaba las escaleras de la portería dando patadas hacia atrás, contrayendo los genitales, empuñándolos, y llegaba al bloque con la respiración contenida. Apenas comenzaba a subir las escalas la sensación era incontenible. Desde mi debut en la ruta 6 tuve que orinar en una matera frente al apartamento 302. A duras penas llegaba hasta ahí, era el límite, la mata de doña Mirian, la mamá de Ángela, una peladita de mi edad con una belleza muy extraña: su lindo rostro estaba infestado de pecas.

Aunque los primeros días llegaba con la intención de subir un piso más y orinar en la casa como un niño educado, en el tercer piso la claraboya me doblegaba. Desesperado, desabrochándome la bragueta, debía arrimarme a la matera, que hospedaba un miami amarrado a una estaca, sacar mis partes y dejar que el líquido represado y caliente fluyera con libertad. Soltar el aire, respirar, sentir el peso del morral, los taches de los guayos tallando la espalda. Nada importaba, en esos momentos me estaba solazando en el paraíso.

Al cabo de una semana noté que el miami estaba más frondoso y sus hojas, verdes oscuras con pintas verdes claras, habían adquirido un tono más intenso alrededor del nervio principal. Lo confirmé un domingo por la mañana que bajé a jugar fútbol. Doña Mirian estaba conversando con la vecina del 301 mientras trapeaban entre las dos el pasillo y las escalas.

—Como tenés de hermoso ese miami, está divino –le dijo la vecina.

Yo seguí como si nada pero escuché que doña Mirian le respondió algo así como que en el balcón no le estaba dando buena sombra. Salí del bloque estimulado con ese universo de las matas, tan ajeno para mí, pero a la vez tan presente. Neli, la empleada que trabajaba con mi mamá desde que yo nací, brillaba las hojas con cáscara de banano, las bañaba con agua jabonosa para quitarles las plagas, las cambiaba de lugar con frecuencia y las podaba en ciertas noches de luna. ¿Sabría ella que el orín podía darles un buen aspecto? No sé, ni le quise preguntar, pero al ver tan bonito el miami de doña Mirian pensé que también podía embellecer las matas de la casa.

Las matas eran de mi mamá pero yo también me pondría contento de verlas vitales, para mí cada una tenía carácter y personalidad. Las más elegantes eran tres miamis que colgaban de un mueble de la sala; por el amor que mi madre les profesaba al tocarlos o al hablarles, invitaban a respetar lo de ella, sus cosas, sus actos. Una palmera muy grande para un apartamento, con las puntas chuzudas, me intimidaba como si quisiera que llegara a hacer las tareas. Por ningún motivo quería verme jugando por ahí en la sala. Había unas maticas chistosas, de hoja gorda, no sé si por pequeñas pero parecían pícaras y alcahuetas, como si pensaran que la vida es corta y hay que disfrutarla. Un cafeto, el que brillaban con cáscara de banano, era mediano y aburrido, no me decía mayor cosa, como si estuviera en un velorio a toda hora. Me gustaba un helecho que llamaba a la necedad, al desorden con su melena: como sus puntas se quemaban cada tanto lograba que lo estuvieran cambiando de lugar.

Una opción fácil era aprovechar un rato a solas en la casa para aportar mi abono bajo dos modus operandi: el salvaje, pipiciar directamente sobre el sustrato, o el civilizado, orinar en una coca y luego regarlas como hacía Neli. El día llegó y aunque hice pipí en una conservadora que mantenían en el balcón, sentía que la magia era estar reventándome después de subir escalas, con el susto de ser descubierto y al mismo tiempo el placer de estar compenetrándome con la tierra. Pero aguantar un piso más nunca fue posible y tampoco pude orinar un poco en el miami de doña Mirian, contraer esfínteres y suspender el chorro para terminarlo de irrigar en las plantaciones del hogar, no me atrevía, no sé si por pereza a interrumpir lo que ya estaba en curso o por miedo a sufrir algún daño en los conductos del miembro. Así las cosas, mi única posibilidad era hacerlo como había comenzado: en casa, a solas. Eso significaba que el acumulado del colegio seguiría siendo exclusivo del miami que adornaba el frente del 302.

La segunda vez que aboné las matas de la casa me serví de una coca para alcanzar las más altas, en especial los miamis. Mis intenciones eran buenas pero me sentía mal por algún motivo. No sé si a los ojos de mi mamá y Neli sería bien visto lo que estaba haciendo, a veces veía que tildaban de asqueroso al que orinaba en los arbolitos o en los postes, y en últimas esas matas eran testigos de las intimidades familiares, habitaban la casa con estoicismo mientras se desarrollaban nuestras vidas como para que de pronto se sintieran humilladas. Debía estar muy atento a posibles olores o a reacciones inesperadas al mismo tiempo que el aspecto del miami de doña Miriam, piropeado por la vecina, me iba dando la pauta, como una especie de conejillo de indias que alimentaba y monitoreaba.

No sé qué pasó un día en el colegio, si disminuí la ingesta de bebidas, pero descendí del bus con la vejiga a medio llenar. Bajé tranquilo las escalas de la portería y me dirigí al bloque observando los palos de mango, los balcones con matas de otras vecinas, consciente de la luz fuerte sobre la acera, las sombras definidas y hasta los pájaros que ignoraba cuando llegaba haciendo maromas. Subí las escalas y en el segundo piso sentí unas leves ganas de orinar, como si el miami de doña Mirian ya funcionara como el dispositivo del cuerpo que acosa los esfínteres cuando detecta la cercanía del baño. Tenía tiempo de llegar a casa pero para no perder la costumbre hice pipí en la planta. Al exhalar y provocar el chorro sentía que también un poco de maldad contenía este acto. Orinar en su miami me daba cierto poder ante doña Mirian, me hacía sentir superior cuando la veía por ahí, quizás por tener el poder de la información. No era cosa menor que su planta lactara mis nutrientes.

Ese día sentí cierto olor a chichí viejo. Me detallé el miami y busqué algo extraño en sus hojas, en sus tallos, en la tierra, pero lucía saludable, con sus dos tonos de verde. Ya en la casa me pregunté cuánta agua le echaría doña Mirian y con qué frecuencia. O si le daba nutrientes, o si la luz y la sombra influían y en qué se diferenciaba un miami de otro o una planta de otra. Podían no asimilar de la misma forma mis riegos. Hubiera quedado en la ignorancia si no es porque una mañana converso con Víctor, el jardinero del colegio. No se me había ocurrido hablar con él ni con la profesora de ciencias pero ambos me podían ayudar. En el primer descanso lo vi podando los arbustos que amurallaban la rectoría. Lo saludé y le pregunté qué les gustaba más a las matas. Con sus tijerotas en la mano, me respondió que el agua y la luz principalmente, y que muchas cosas podían ser su alimento. En un momento dijo que la boñiga, el estiércol y la gallinaza eran buenos abonos y ahí vi mi oportunidad.

 

—Víctor, ¿y si uno se orina en una mata? —pregunté sin tapujos, como si se me hubiera acabado de ocurrir la idea.

Víctor me escarbó con la mirada buscando alguna motivación oculta pero solo encontró mi interés genuino.

—Pues depende de la mata, Richi, lo cierto es que los orines son buenos, tienen nitrógeno, fósforo, minerales –contestó ya con cierto entusiasmo por verme interesado en su oficio–, el peligro es que si es mucha cantidad, la planta puede sufrir y quemarse –me advirtió.


Perdí casi todo el descanso hablando con Víctor pero salí con un par de datos importantes. Ya tenía claro que las matas se me podían quemar y una opción para evitarlo era diluir el orín en agua. Al final me regaló una bolsa de tierra de capote y musgo para que llevara a la casa y abonara las matas. Recibí el regalo como si fuera un botín de lujo, Neli sufría cada tanto para conseguirlos y a veces correteaba cuadras enteras al campesino que pasaba los viernes vendiendo tierras, musgo y penca de sábila.

Los conocimientos aportados por Víctor invitaban a no excederse pero a diario seguía haciendo pipí en el miami, casi siempre obligado por la vejiga pero otras veces por pura obstinación. Lo importante era estar pendiente de cualquier alteración y, aunque las matas de la casa estaban radiantes, lo mejor era reducir al mínimo mis riegos; a veces me alertaba un olor dulzón que mi mamá y Neli le adjudicaban a la jaula de mis hámsters, ubicada en una esquina del balcón.

Por esos días, encariñado con el miami que me servía de orinal, como si sintiera que fuera un poco mío, le dije a mi mamá que le pidiera a doña Mirian un piecito. No sé qué la sorprendió más, que usara la palabra piecito para ese efecto, como le decía Neli a la rama que cortaban de una mata madre para duplicarla, o la propuesta en sí.

—Oigan a este bobo con lo que sale –se apresuró a contestarme.

El hecho de haberme dicho bobo significaba que estaba desconcertada y prevenida. Ella tenía sus miamis dentro de la casa, en la sala, y para ella eran más hermosos que el de las escalas, y no tenía por qué ir a pedir piecitos de miamis a nadie y menos a la vecina. Mi mamá desconfió de mi hombría por estos intereses inesperados, por haber llevado tierra de capote y musgo a la casa, pero en vista de que mi relación con las matas era secreta muy pronto dejó de vigilarme.

Mi vida siguió común y corriente. Como sabía que el olor en la sala podría no ser culpa de los hámsters, abandoné la idea de abonar las matas de la casa mientras que al miami de la vecina le entregué todo. Ahora no solo lo orinaba cuando llegaba del colegio, sino en cualquier subida si tenía un mínimo de ganas. Así pasaron varios días hasta que, sumergido en mis cosas, cometí la falla de no prestar atención a dos hechos que me hubieran podido alertar: uno, que cada vez era más frecuente ver a las vecinas del tercer piso trapeando el pasillo, y dos, el olor a jaula de mico perfumado que viajaba entre los pisos dos y cuatro.

Un día que estaba chichiciando normal en el miami, doña Mirian abrió la puerta intempestivamente. Había estado toda la mañana vigilando por el ojo mágico, esperando el momento con el puñal en la boca. A través de ese pequeño monóculo desenfocado en los bordes me vio llegar bien enfocado allá al fondo, en realidad cerquitica de su puerta y de su mata, desabrocharme el pantalón, bajarme el cierre y empapar sus reinos que también eran los míos. El sonido de la puerta me hizo brincar y me alcancé a orinar una mano.

—¡Maldito culicagado, vos sos el que me está miando la mata! –gruñó doña Mirian mientras yo seguía evacuando mi agüita amarilla. La falta de práctica no me permitía detener la orinada con soltura. Lo único que pude hacer fue encorvarme un poco para tener más privacidad. Para que la situación no se hiciera muy eterna, se me ocurrió abrir la boca.

—Abonando la matica, doña Mirian –dije apenado y me apresuré a terminar. Al mirarla, pude ver el rostro pecoso de Ángela asomado en la puerta.

—¡Descarado, ¿por qué no va y orina en las matas de su casa?, puerco! –vociferó la doña y siguió echando cantaleta pero yo ya estaba viajando en la memoria. Que madre e hija me vieran orinando frente a su casa me recordó la vez que, enfermo de varicela, una vecina llegó de visita con una niña de mi edad. Por falta de previsión de Neli, entraron hasta las piezas y me vieron desnudo parado en la cama de mi mamá mientras ella me echaba una pinta de pomada en cada roncha. Ahora estaba igual de acorralado y tan descubierto que me tuve que escabullir escaleras arriba. Nunca más volví a hacer pipí en el miami de doña Mirian. Sufrí como nunca a partir de entonces para entrar o salir del apartamento, del bloque o de la unidad. Tuve que obligarme a orinar al salir del colegio hasta que a los dos meses me sacaron del bus para meterme a otro transporte más barato con un señor de la unidad. A veces me comía un banano y le entregaba las cáscaras a Neli para que brillara el cafeto y una vez probé a pasar yo mismo las cáscaras por sus hojas, pocas caricias que cambiaron mi relación con él: ya no parecía en un entierro, sino un buen estudiante con zapatos Verlón.

De pronto, cuando estaba jugando en la unidad, hacía pipí en cualquier arbolito pensando en que le estaba dando un bocadillo de fósforo y nitrógeno, y otras veces, motivado por la maldad, me metía a otros bloques para buscar miamis y matas paralelas para mearlas y desquitarme del embarazo que me había dejado el tropiezo con doña Mirian y la pecosa. Era terrible darles la cara pero me tocaba porque me saludaban formales y complacidas. La emboscada me había servido de escarmiento. Solo pude superar el episodio al año siguiente cuando nos trasteamos para los bloques de abajo de la unidad. Separados por una colina, ya casi no me encontraba a doña Mirian. A Ángela sí la veía con sus amiguitas por ahí. Si coincidíamos me miraba con la fuerza del que tiene la información. Sonreírle cada vez era tener preservado nuestro secreto.

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