El Errante I. El despertar de la discordia

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El Errante I. El despertar de la discordia
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EL ERRANTE I
EL DESPERTAR DE LA DISCORDIA


DAVID GALLEGO

EL ERRANTE I
EL DESPERTAR DE LA DISCORDIA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

EL ERRANTE I EL DESPERTAR DE LA DISCORDIA

© David Gallego

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

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ISBN: 978-84-18230-38-7

DAVID GALLEGO

EL ERRANTE I EL DESPERTAR DE LA DISCORDIA

Prólogo

El carruaje avanzaba por el ancho camino de tierra que discurría entre la linde del bosque y la alta pared de un cementerio, construida con piedras apiladas irregularmente unas sobre otras. El ocupante retiró la cortina de la ventana y asomó la cabeza para escrutar el exterior, nervioso. Tras comprobar que nada nuevo sucedía, volvió a su sitio e instó a acelerar la marcha al cochero, quien azotó con las riendas a los dos caballos que tiraban del vehículo.

El temor de aquel hombre era fundado, pues, al poco de pasar el carruaje, un hombre se puso en pie sobre el muro de piedra, proyectándose su figura en una sombra sobre el suelo por la luz de la luna llena. Su atuendo, tan oscuro como el carbón, se confundía con las sombras, de modo que resultaba invisible frente a unos ojos no entrenados. Observó el vehículo unos segundos, meditabundo, y después se dejó caer de lo alto de la pared sin generar el más mínimo ruido, con la capa desplegada en la caída como las alas de un ave.

El coche acababa de atravesar la entrada de la finca vallada y circulaba por el jardín hacia la vivienda, a través de un camino bordeado por arbustos podados con precisión y esculturas de mármol que representaban animales, cazadores y figuras femeninas. Cuando se detuvo, varios hombres armados se acercaron a él, y el ocupante bajó. Era un hombre mayor y bastante grueso. Sus ropas, confeccionadas con un material que costaba más de lo que otras personas soñaban con tener, habían visto su talla agrandada a la fuerza.

—Todo seguro, señor. Los hombres han registrado el perímetro en varias ocasiones. No hay ningún peligro —comentó el capitán al mando.

—No, no es seguro, capitán. Viene a por mí, lo sé. No se detendrá hasta que esté muerto.

—Tranquilícese, señor. Le garantizo que no sufrirá ningún daño. He dispuesto un hombre armado en cada acceso a la mansión. Nadie saldrá ni entrará sin que nos demos cuenta. Por favor, vaya a sus aposentos a descansar. Estará exhausto después del viaje. Nosotros nos encargaremos de todo.

El hombre entró en la casa, no menos preocupado que antes. Los demás se dispersaron por el patio, cada uno hacia la zona que se le había asignado vigilar. Dentro había más hombres, todos armados y alerta; sin embargo, eso no conseguía calmar al hombre.

El interior de la casa no era menos impresionante que el jardín: un techo alto con una araña colgante, muebles de madera de ébano con decoraciones de oro y plata, un suelo de mármol tan limpio y encerado que parecía un espejo. Subió a la segunda planta, donde un hombre armado le abrió la puerta de su habitación. El soldado permaneció firme junto a la puerta, y el hombre, una vez entró, cerró la puerta con llave desde dentro.

Trató de respirar para tranquilizarse. Estaba agotado. La tensión no le había permitido descansar ni una sola noche aquella semana. Se acercó a la ventana para contemplar el panorama. Las estrellas inundaban el cielo nocturno, y más abajo se veía a los soldados patrullando por el patio, cada uno identificado por el fuego de una antorcha. A pesar de toda la seguridad que había, se sentía muy indefenso.

***

El capitán permanecía frente a la entrada de la vivienda junto a dos de sus hombres, vigilantes ante cualquier movimiento extraño. Con gesto aburrido, echó mano a una caja pequeña de metal, de la que sacó un poco de tabaco de mascar, y se lo colocó en la boca.

—Apuesto a que luchar en la guerra sería más divertido —murmuraba para sí el capitán—. Odio cuando nos toca proteger a algún paranoico que piensa que todos tienen intención de matarlo solo porque posee más riqueza que los demás. Ya me gustaría ver a alguno de estos estirados que se creen nobles trabajando alguna vez. Menos mal que la paga es buena.

El pensamiento en voz alta del capitán se vio interrumpido por un alarido procedente del interior de la vivienda. Tan pronto como llegó a ellos, los soldados del exterior corrieron hacia el lugar de origen, con la carrera iniciada por el capitán. En el interior todo seguía como antes y, en la planta superior, el soldado que vigilaba la habitación golpeaba la puerta con el hombro una vez tras otra.

—¡Aparta! —el capitán lo empujó, y abrió la puerta con otro juego de llaves.

No había signos de violencia. La ventana estaba herméticamente cerrada, y la puerta también lo había estado, pero definitivamente el cliente no iba a poder pagarles por aquel trabajo.

—Imposible —murmuró alguien.

El hombre, que tanto había temido por su vida, estaba tendido en el suelo sobre un charco rojo. Tenía la carne de la frente quemada, y, al acercarse a él, el capitán reconoció un símbolo en la quemadura: una estrella de tres puntas.

Capítulo 1

Aquella era una noche fría. La luna estaba alta en el cielo, y su luz se colaba entre las copas frondosas de los árboles, iluminando vagamente el suelo del bosque y formando un espectáculo de luces y sombras que se agitaba con cada racha de viento.

—¡Más vale que corras, crío, porque te cortaré las manos si te agarro!

El chico se adentró entre los árboles, perseguido por tres hombres que, aunque no estaban en forma, serían capaces de alcanzarlo sin demasiada dificultad. La carrera lo estaba fatigando, y el frío hacía mella en él. Los harapos que llevaba apenas le cubrían el cuerpo. Tenía las piernas cansadas y los dedos entumecidos, pero no por ello tenía intención de detenerse, y mucho menos de soltar la manzana que había conseguido y que con tanta fuerza agarraba, como si, en cualquier momento, alguien fuese a tirar de ella para arrebatársela. El estómago le reclamaba algo de comida.

Pronto se dio cuenta de que correr por el bosque resultaba una tarea incómoda y muy complicada. Tropezó con algunas raíces que asomaban del suelo y que le frenaron la marcha, y, en una ocasión, se le hundieron los pies en un charco de barro, lo que provocó que perdiese el equilibrio y cayese sobre él. Apenas le tomó unos instantes levantarse y continuar, sintiendo más cercanos los gritos de sus perseguidores.

Cuando llegó a un claro y no había riesgo de chocar con ningún tronco, giró la cabeza unos segundos para saber cuánta ventaja tenía. Las siluetas de sus perseguidores se revolvían a su espalda, cada vez más cercanas. Al volver la cabeza, se encontró de bruces con el hocico de un caballo pálido, lo que lo pilló desprevenido y terminó por sobresaltarlo, haciéndolo caer de espaldas al suelo.

Una vez se hubo recobrado del susto, comprobó que el caballo contaba con un jinete: una figura sombría que llevaba una sencilla armadura confeccionada con cuero negro, y que se cubría la cabeza con una capucha y la cara con una prenda, de modo que lo único que se veía de él eran los ojos, apenas distinguibles en la oscuridad. Aparte de eso, lo que más destacaba era el mango de una espada que asomaba por encima de su hombro derecho. Eso asustó aún más al muchacho, que retrocedió a rastras, olvidando la manzana que lo había llevado hasta allí. Pero sus perseguidores casi habían llegado al claro. Estaba acorralado.

Los hombres alcanzaron el lugar entre risotadas e improperios, fantaseando acerca de todo lo que pensaban hacer con el chico, pero se callaron en cuanto se percataron de la presencia del otro hombre. Estuvieron unos segundos observándolo y murmurando, hasta que uno se atrevió a hablar:

—Eh, tú. ¿Quién eres? —dijo el que parecía ser el cabecilla de los tres.

El jinete ladeó la cabeza, pero permaneció en silencio. El chico se sintió aliviado al ver que el cuarto hombre no tenía ninguna relación con los otros, pero, aun así, seguía tenso, dispuesto a salir corriendo en cualquier momento.

—¿Qué haces aquí? —siguió sin obtener respuesta, lo que comenzó a ponerlo histérico—. Oye, inútil, ¿me estás escuchando?

El jinete descendió de la montura, lo que hizo que los matones se pusieran alerta. Observó al niño, que se había hecho a un lado mientras trataba de recobrar el aliento, y después a la fruta manchada de barro que estaba en el suelo. Por su apariencia, supuso que el chico tendría unos quince años.

 

—Deben de gustaros mucho las manzanas —la voz del jinete sonaba tranquila—si os habéis molestado en perseguirlo por un bosque a estas alturas de la noche solo por una.

—Esto no tiene nada que ver contigo, así que harías bien en largarte —dijo el cabecilla.

El hombre misterioso se quedó inmóvil en el sitio, de nuevo en silencio.

—¿No le has oído? Ha dicho que te largues —repitió otro de los matones.

—¿Nadie te ha dicho que no hay que entrometerse en los asuntos de los demás? —siguió el cabecilla—. ¿No? Vaya, parece que alguien necesita que le enseñen modales. Vamos, chicos, dadle una lección que no pueda olvidar.

Los otros enseñaron unos dientes ennegrecidos en una sonrisa al recibir esa orden. Desenvainaron sus armas: un puñal y dos porras de madera con refuerzos metálicos en el extremo. El cabecilla, que portaba el puñal, se acercó rápidamente a su objetivo, confiado. Sabía que, a la distancia a la que estaba, su oponente sería incapaz de desenvainar la espada a tiempo.

—Deberías saber que, cuando se te ordena algo, debes obedecer.

Asestó un tajo horizontal, pero el ataque se vio interrumpido cuando su adversario se apartó, a la vez que le agarraba la muñeca con una mano. Le propinó un rodillazo en el abdomen y le arrancó el puñal de la mano. Con un giro rápido, clavó el arma en la nuca de su dueño, que cayó pesadamente al suelo.

—Lo siento, pero no se me da bien obedecer.

Los otros dos corrieron hacia él con las porras en alto, más asustados que valientes, pero rabiosos por la muerte de su compañero. El primero trató de golpear a su rival con un ataque descendente, pero recibió un codazo en la sien que lo tumbó antes de finalizarlo. El siguiente encadenó una serie de ataques torpes, todos esquivados fácilmente por el jinete, que, aprovechando un fallo en la defensa de su atacante, se colocó tras él y, con un movimiento rápido y seco, le giró la cabeza hasta una posición antinatural, con el acompañamiento del quejido de las vértebras. El que había caído antes se levantó, dispuesto a caer sobre el rival con todo lo que tenía, pero, al ver el resultado de los otros dos, se vio disuadido de seguir peleando, y echó a correr tan rápido como le permitieron las piernas.

El miedo del niño había pasado al asombro. Nunca había visto a nadie desenvolverse así en una pelea. Mientras terminaba de asimilar todo lo ocurrido, el hombre se acercó al cuerpo del cabecilla y, después de un breve examen, arrancó una bolsa pequeña de piel que llevaba atada al cuello con un cordel. La palpó antes de abrirla y descubrir el contenido suculento de varias monedas de cobre y algunas de plata, que relucían cuando la luz de la luna incidía sobre ellas directamente. Su primera intención fue guardarse el dinero, pero entonces reparó en el chico, que aún seguía allí, y en los andrajos que vestía. Suspiró, y tras rebuscar en el monedero, se quedó con un par de monedas. Después tiró la bolsa a los pies del chico, lo que produjo un sonido metálico que le llamó la atención.

—Procura que no te lo roben. Y ahora, vete.

El muchacho, después de comprobar el contenido, se ató la bolsa al cuello y se marchó corriendo. El hombre recogió la manzana, la restregó contra su atuendo para quitarle el barro y se la ofreció al caballo, que la aceptó después de olfatearla.

El bosque se quedó tranquilo. Lo único que se oía era el rumor del viento entre las ramas y el canto de los grillos. Los cuerpos se quedaron adornando el suelo del claro, como un elemento más del bosque.

—Bien —dijo, como si hablara con la montura—, vamos a seguir con lo nuestro. Cuanto antes acabemos, mejor. Me ha entrado hambre.

Capítulo 2

—Con tranquilidad, señoritas. Hay suficiente para las dos.

El sujeto, un hombre feo y rechoncho que estaba semidesnudo, manoseaba los pechos descubiertos de ambas mujeres mientras les dedicaba miradas cargadas de deseo y lascivia. Le sudaban las manos, así como todo el cuerpo graso. Desprendía un olor a sudor y a cuadra que era un ataque para cualquier nariz, pero, como profesionales de su oficio, las tiernadamas se esforzaban por disimular la repulsión que les generaba.

Siguiendo con los procedimientos habituales, lo sentaron a los pies de la cama ancha que ocupaba la mayor parte de la habitación. Posaron las manos sobre las rodillas del cliente y las fueron subiendo suavemente, hacia el bulto de más arriba.

—¿Queréis ver mi arma secreta?

***

El caballo se detuvo junto a las escaleras de madera que daban acceso al interior del edificio, f lanqueadas por antorchas encendidas, cuyas llamas permitían conocer la ubicación de los escalones. El jinete desmontó después de examinar la estructura, una construcción sencilla de madera que contaba con dos plantas. Había visto lugares más lujosos que ese, y le resultaba curioso que alguien hubiera decidido instalar un negocio como ese en un lugar tan poco transitado.

A aquellas altas horas de la noche, lo único que quedaba en el salón de la planta baja eran hombres borrachos, algunos sentados junto a las mesas redondas distribuidas por la sala y otros tirados en el suelo, y tiernadamas aburridas y cansadas, puesto que, una vez que los clientes habían pagado, estaban obligadas a acompañarlos hasta que el servicio se considerara finalizado, aunque ese servicio fuera permanecer sentadas y observarlos mientras caían víctimas del sueño causado por el alcohol.

Sin embargo, muchas preferían aquello a tener que acostarse con cualquiera de ellos. La mayoría de los hombres que frecuentaban el lugar, y la idea de mantener relaciones sexuales con ellos, no resultaban agradables a ninguna de las chicas, pero su sustento dependía de ello, así que no podían exigir mucho más. Por eso, cuando el jinete entró al salón, las mujeres desviaron la atención hacia él, agradeciendo la visita de un hombre con un aspecto mejor que el de cualquier otro que hubiera pasado por allí. Algunas se desabrocharon los cordones de sus corsés, invitando al recién llegado a descubrir más, otras jugueteaban con las piernas, insinuantes, y hasta hubo alguna que otra tiernadama que se acercó a él y le preguntó directamente cuáles eran sus mayores deseos.

—Ahora mismo, dormir y comer. En ese orden —fue su única respuesta.

Se detuvo a reconocer el rostro de todos los allí presentes, pero no encontró el que buscaba. Las mujeres desistieron del intento de llamar su atención al comprobar que las ignoraba por completo, y volvieron a sus anteriores posiciones junto a los clientes ordinarios.

El hombre subió a la planta superior, donde encontró cuatro habitaciones. Tres de ellas vacías y con la puerta abierta, pero una estaba cerrada.

—Aquí es.

***

Cuando las mujeres se disponían a retirarle las calzas al cliente, alguien abrió la puerta de una patada.

—Pero ¿qué…? —gritó el hombre, furioso por la interrupción.

—Hola, Gist.

El cliente tardó unos segundos en asimilar lo que estaba viendo.

—¿Garrett?, ¿eres tú?

—Pareces sorprendido. Supongo que yo también lo estaría si me reencontrara con alguien a quien daba por muerto. Si tantas ganas tenías de librarte de mí, al menos haber contratado a alguien capaz de hacerlo.

Gist palideció.

—Garrett, te juro que no sé de qué estás hablando.

—Señoritas —Garrett adoptó un tono de voz más cordial—, ¿serían tan amables de permitirnos conversar en privado?

Se apartó de la puerta a la vez que describía una ligera reverencia, y las tiernadamas, cubriéndose con sus ropas, abandonaron la habitación tan rápido como pudieron. Una vez salieron, Garrett cerró la puerta.

—¿Dónde está mi dinero, Gist?

—Puedo explicártelo —Gist echaba miradas nerviosas al saco de piel que estaba sobre una mesa de noche, pegada a una de las paredes de la habitación.

—Estoy deseando escucharlo —dijo Garrett mientras se cruzaba de brazos.

—Verás, resulta que mis contactos me dijeron que habías desaparecido, así que decidí invertir el dinero en futuros negocios.

—Y también en un par de tetas, por lo que veo.

—¿Qué?, ¿esto? —tartamudeó—. No, amigo, esto es una invitación. El cliente de mi último encargo decidió pagarme así.

—Gist, tu contacto no tenía información sobre la persona que busco, y, además, has intentado librarte de mí para ahorrarte mi parte. Te lo advertí antes de aceptar el trabajo: si intentas jugármela, te arrepentirás.

—Por favor, Garrett, ¿no podrías hacer una excepción esta vez? ¿Acaso crees que echarás el dinero tanto de menos?

En un abrir y cerrar de ojos, Garrett desenvainó la espada a su espalda y colocó la punta bajo la entrepierna de Gist, que dio un respingo al sentir el contacto del acero frío en la piel a través del tejido fino de las calzas.

—¿Qué me dices de esto? ¿Crees que lo echarás tanto de menos? —amenazó Garrett—. Quiero mi dinero, y lo quiero ahora.

Gist tragó saliva.

—Está bien. Tú ganas. Lo tengo en ese saco. Déjame cogerlo —se rindió al fin, a lo que Garrett respondió retirando el arma lentamente.

Se acercó despacio a la mesa donde estaba el saco, y rebuscó en su interior hasta que encontró lo que buscaba, ocultándolo con su cuerpo. Garrett se apoyó en la pared junto a la ventana de la habitación, frente al lugar donde estaba Gist.

—¿Sabes? Quizá tengas razón y te subestimé. Pero esta vez será diferente —dicho esto, se giró y echó a correr hacia Garrett con una daga en la mano.

Sin sorprenderse por la estratagema de Gist, Garrett dio un paso hacia delante y le hizo tropezar, sin que la daga que llevaba llegara a ser siquiera una amenaza. Aprovechando el desequilibrio de su rival y el impulso que llevaba, lo sostuvo por debajo de los hombros y lo envió contra la ventana, que se rompió sin resistencia cuando el cuerpo impactó contra ella. Garrett bajó la cabeza y suspiró.

—¿Por qué siempre tienen que hacerlo tan difícil?

Registró el saco y encontró dinero dentro, aunque no todo el que le correspondía. Después, se encaminó hacia las escaleras para continuar fuera, observado atentamente por las mujeres que habían escuchado la conmoción de la pelea.

Gist estaba boca abajo en el suelo de tierra, sobre una alfombra de cristales rotos que se le clavaban en la piel como agujas. Trató de incorporarse, pero soltó un alarido en cuanto sintió algo que le perforaba el gemelo. Giró la cabeza y vio a Garrett de rodillas junto a él, con la daga que había utilizado para intentar matarlo.

—Oh, perdona. ¿Te duele? —soltó Garrett con tono burlón.

—¡Demonios, Garrett! Déjame en paz. Esta iba a ser una noche tranquila.

—Lamento haberte fastidiado los planes, pero me debías esto —le mostró la bolsa con el dinero.

—Ya tienes el dinero. ¿Qué más quieres?

—Asegurarme de que esto no se repita.

Se colocó sobre Gist y lo agarró por el pelo para obligarlo a levantar la cabeza. Le puso la hoja del arma en el cuello, dispuesto a cortarlo.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es todo este alboroto?

Una persona había aparecido del interior del edificio. Se trataba de una mujer, visiblemente mayor que las demás tiernadamas de la casa de placer, vestida con un atuendo elegante que denotaba una mayor riqueza que ellas. Debía de tratarse de la madame de aquel lugar.

Garrett maldijo para sí. Aquella noche estaba sufriendo más interrupciones de las deseadas.

—¿Quién ha destrozado mi ventana? ¿Quién va a arreglarla?

—¡Cállate, vieja loca! —vociferó Garrett.

La mujer trató de disimular su humillación con indignación. El insulto de aquel hombre había tocado una fibra mucho más sensible de lo que imaginaba.

—¿Quién te crees que eres para hablarme de esa forma?

Garrett, cansado de todo aquello, tiró la daga al suelo y se acercó a la oreja de Gist:

—Esta vez te has librado, pero la próxima vez que te vea serás hombre muerto, así que harías bien en desaparecer.

Sin mediar más palabra, montó en el caballo y se marchó, ignorando a la mujer, que no paraba de pedir explicaciones. Le había costado demasiadas molestias recuperar menos del dinero que le correspondía, pero al menos ya había terminado.