Loe raamatut: «El Errante I. El despertar de la discordia», lehekülg 2

Font:

Capítulo 3

Aún era temprano cuando Garrett cruzó la aldea de Lignum de regreso a su cabaña. El sol apenas había comenzado a despuntar en el horizonte, pero algunos de los habitantes ya se preparaban para otra jornada de trabajo. Era una localidad pequeña que no contaba con más de diez edificaciones, pero los bosques de los alrededores, que favorecían una producción maderera abundante, la habían convertido en la abastecedora de pueblos y ciudades donde los árboles no crecían tan fácilmente. A excepción del herrero y su mujer y de los propietarios de la posada, todos los habitantes trabajaban en el aserradero, como si se tratase de una tarea ancestral que debiera continuarse con cada generación.

Garrett disfrutaba del aire tranquilo que se respiraba allí. No mantenía tratos con casi nadie además del herrero, al que había acudido alguna vez para herrar al caballo. Los lugareños lo conocían como el solitario de la colina, donde se encontraba la cabaña. No les daba problemas, y ellos no le causaban problemas a él, así que nadie se preocupaba ni molestaba. Si lo veían, algo que no era frecuente, solía ser en la posada o en el camino que atravesaba la aldea, siempre a lomos de su montura.

Después de dejar Lignum a la espalda, jinete y caballo llegaron a la pequeña cabaña de madera situada en una loma desde la que se podía contemplar todo el paisaje boscoso. Garrett ató las riendas a un poste y accedió al interior.

—Hogar, dulce hogar —murmuró. Llevaba varias noches sin pasar por allí, y la última la había pasado en vela.

La habitación contaba con todos los elementos que necesitaba: frente a la puerta había una chimenea de piedra en la que descansaban unos leños listos para arder; a la derecha, una mesa cuadrada pegada a la pared y una silla a su lado, y, a la izquierda, una cama sencilla y un armario. No le hacía falta nada más.

Se acomodó en la silla después de desatarse la vaina del arma y dejarla sobre la mesa. Respiró profundamente mientras observaba la vivienda. No hacía mucho que ocupaba ese lugar. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de tener que irse de allí.

Una voz proyectada en un eco susurrante sonó de pronto en su cabeza:

Y ahora, ¿qué?...

—Dormir y comer —contestó—. En ese orden.

De un bolsillo de su atuendo extrajo una cinta de tela roja, quemada por ambos extremos, manchada y raída con el tiempo. La observó largo y tendido, hasta que los párpados cayeron y el mundo alrededor desapareció.

***

El sol estaba alto en el cielo, y la ciudad ya había despertado por completo. Los habitantes recorrían las calles, ajetreados y ocupados con sus quehaceres. Una plaza redonda con una fuente en el centro alojaba varios de los puestos del mercado, que se prolongaba por una de las calles que descendían desde allí. Numerosas personas acudían diariamente a observar, comparar y comprar los productos que se exponían, y los dueños de los puestos gritaban a pleno pulmón lo buena que era la calidad de sus géneros, en un esfuerzo por atraer más transeúntes.

El chico había alcanzado aquella ciudad amurallada esa misma mañana, después de haber caminado durante al menos una hora desde que abandonara el bosque. Mantenía la mano cerrada con fuerza alrededor de una bolsa pequeña de piel, a la vez que se abría paso con poca autoridad entre la marea de personas. Devoraba con la mirada todas las piezas de comida que encontraba a su paso. Todo tenía un aspecto fantástico: naranjas, manzanas y otras muchas frutas de colores vivos que se habían recogido esa misma mañana, hogazas de pan recién horneadas y pasteles y dulces cuyo olor llamaban la atención de los más golosos. La boca se le hizo agua antes de que se diera cuenta.

Se detuvo frente al puesto de los pasteles. Había clavado los ojos en un pastel de hojaldre horneado, relleno de crema y cubierto con azúcar. La dueña, una mujer de constitución ancha y brazos fuertes, atendía a los clientes con rapidez, de modo que en ese puesto no se acumulaba la gente. El chico extendió la mano para coger el pastel, pero la mujer se la golpeó antes de que lo tocara.

—Niño, no lo toques, que lo manchas —dijo esto sin ni siquiera mirarlo, ocupada en llamar la atención de más clientes.

—Pero tengo hambre.

—Sin dinero no hay comida.

El chico abrió un momento la bolsa que agarraba con tanto celo y sacó una moneda marrón, que mostró después a la mujer.

—Aquí no vas a comprar nada con solo un tronco de cobre, así que vete. Me espantas a los clientes.

A decir verdad, era la primera vez que manejaba dinero, por lo que no fue capaz de entender a lo que la mujer se refirió al decir «tronco de cobre».

En las cuatro naciones que formaban el mundo conocido de Árcanthur, la economía se basaba en el uso de monedas de cobre, plata y oro, pero cada una de las naciones había decidido nombrarlas de manera única, como una forma de hacerlas propias. Así, en Rhydos estaban asociadas a una relación de similitud por color, de modo que las monedas recibían los nombres de troncos de cobre, ríos de plata y trigos de oro. Algo parecido sucedía en Ignavia, donde se las conocía como tierras, lunas y soles. En Orea, por otra parte, las asociaban a su nivel de poder adquisitivo, por lo que recibían las denominaciones de infantes, príncipes y reyes. En cambio, en Caecia preferían referirse a las monedas según el metal con que eran acuñadas, y dedicar el tiempo y la imaginación a otros asuntos.

En ese momento, al chico le rugieron las tripas. Llevaba mucho sin comer y ahora podría hacerlo, así que siguió intentándolo.

—Tengo más —enseñó todo el contenido de la bolsa.

La mujer abrió los ojos de par en par en cuanto la vio.

—¿De dónde has sacado eso? —le arrancó la bolsa de la mano. —Es mío. ¡Devuélvemelo!

—¿Tuyo? —dijo mientras miraba los harapos del niño—. ¿A quién se lo has robado?

—No lo he robado, me lo dio un señor. ¡Dámelo!

—No te creo, sucia rata. ¡Guardia!, ¡al ladrón! ¡Guardia!

El chico giró la cabeza en la dirección en la que apuntaba la mujer, a tiempo de ver a un guardia armado con una alabarda encaminado hacia él. Asustado por lo que pudiera pasarle, abandonó la plaza en dirección a una callejuela. En cuanto se perdió entre el gentío, el guardia abandonó la persecución y regresó a su puesto. La mujer se guardó la bolsa con una sonrisa y continuó como si nada hubiera ocurrido.

De nuevo, había vuelto a quedarse sin comer. El estómago comenzaba a exigirle que calmara su apetito, pero no iba a ser posible. Sentado con la espalda apoyada en la pared de uno de los edificios del callejón, el chico dejó caer la cabeza entre las rodillas. Las lágrimas le anegaron los ojos. Se sentía impotente. Moriría de hambre o de frío, y a nadie le importaría.

—Si solo fuera más fuerte…

Capítulo 4

La oficina del alguacil no era mucho más grande que las típicas viviendas de una habitación de los campesinos. Cabía esperar algo más de alguien que estaba a cargo de la seguridad de toda una ciudad. El alguacil estaba sentado en un asiento de cuero oscuro, detrás del enorme escritorio que ocupaba el centro de la estancia, examinando los papeles esparcidos por la tabla. Era un hombre canoso con abundantes arrugas en la cara, pero presentaba un aspecto físico mejor que el de la mayoría de los hombres a esa edad. Frente a él, al otro lado del mueble, un joven permanecía de pie, firme y ligeramente impaciente, retirándose cada poco tiempo los rizos negros que le caían sobre los ojos.

—Ah, aquí está —el alguacil por fin encontró el documento que buscaba—. Así que tú eres la nueva adquisición. ¿Cuál es tu nombre, novato?

—Teren Rendor, señor —dijo el joven formalmente.

—¿Edad?

—Diecinueve años, señor.

—Dime, muchacho, ¿por qué has ingresado en el cuerpo de la guardia?

—Para mantener la seguridad y el orden, señor —fue incapaz de contener el entusiasmo por más tiempo—, y para arrancar de raíz los parásitos que se alimentan del esfuerzo y el trabajo de las gentes de Alveo, señor.

El viejo sonrió con tristeza al escuchar las palabras del joven. No pudo evitar recordarse a sí mismo cuando tenía una edad cercana a la del chico frente a él.

—Ojalá todo fuese así de fácil —musitó el alguacil mientras bajaba la cabeza. Después de unos segundos de silencio, se levantó del sillón—. Ven conmigo. Veamos si estás preparado para esto.

Salieron de la oficina a una plazoleta apartada de la ciudad, cercana a la muralla. El alguacil lo condujo a otra estructura, adosada al edificio de la oficina. En cuanto un vigilante abrió la puerta metálica de rejas que daba acceso al interior, accedieron a un tramo de escaleras iluminado por antorchas que descendía varios metros bajo el nivel del suelo.

—¿Los calabozos, señor?

—Así es. Debes estar preparado para afrontar todo lo que te aguarda en este trabajo.

El muchacho estaba intrigado a la par que confuso. Una vez terminaron de bajar escalones, el alguacil recogió la antorcha de uno de los soportes de la pared.

—No te alejes de mí.

Se adentraron en la oscuridad de los calabozos. Las celdas eran espacios cuadrados formados por paredes de barrotes, de modo que el interior de ellas quedaba a la vista, y estaban dispuestas de tal forma que formaban pasillos entre ellas. Perderse en ese entramado de paredes de rejas metálicas sería algo sencillo.

Aquel lugar era enorme, o al menos así se lo pareció al joven. Allí abajo la atmósfera era calurosa y asfixiante, y la iluminación, escasa, de modo que lo poco que se diferenciaba de la oscuridad era gracias al fuego de la antorcha. Mientras el alguacil recorría los pasillos en silencio, el soldado lo seguía de cerca, observando el interior de las celdas. Creyó reconocer bandidos y matones que amenazaban con rajarle el cuello cuando pasaban junto a ellos, y mendigos tan desnutridos que eran un conjunto de piel y huesos.

Pero, mientras más se adentraban, los presos tenían un peor aspecto. Vio a una mujer que tenía pústulas en la nariz y los párpados. Tardó en reconocer que la mujer sostenía un bebé y, en cuanto la luz alumbró también su rostro, comprobó que padecía el mismo mal que su madre. En la misma celda había un hombre al que le faltaba parte de la piel de la cara, lo que dejaba a la vista sus músculos faciales.

Todo a su paso eran gemidos y lamentaciones ininteligibles. Seguían con el recorrido cuando algo se abalanzó contra las rejas de una de las celdas. Mientras el soldado retrocedía asustado, el alguacil acercó la antorcha hacia el lugar para alumbrar a un niño. El novato lo examinó con un gesto de horror en la cara. Al niño le faltaba el labio inferior, y en su lugar había una herida sangrante que no parecía cicatrizar. Varios arañazos le recorrían la cara, y parecía que los ojos se le fueran a salir en cualquier momento de las cuencas. Pero lo más extraño de todo era que sonreía. Sonreía tan abiertamente que dejaba expuestos unos dientes sanguinolentos. La sonrisa dio paso a una carcajada. La boca estaba llena de heridas, y parte de la lengua había desaparecido. Paró la risa de repente, y entonces el novato se dio cuenta de que lo miraba fijamente. Con un movimiento brusco, el niño tendió una de las manos. Unos muñones ocupaban el lugar donde estuvieron los dedos. El novato miró al alguacil, aterrado.

—Lo encontramos en una calle mientras se comía los dedos. Hace todo lo posible por herirse. Está poseído —el alguacil estaba serio mientras hablaba.

El niño se había alejado de la reja y saltaba y giraba por toda la celda, a la vez que gritaba y reía. Sin previo aviso, se derrumbó y pegó la cara al suelo. Emitía ruidos extraños, semejantes a los de un animal.

—Lo ejecutarán en pocos días. Pobre diablo.

El novato volvió a mirar al niño, que se golpeaba la cabeza contra el suelo. El alguacil abrió la marcha de regreso a las escaleras, donde el aire parecía escasamente más ligero. Mientras subían los escalones, el joven preguntó:

—¿Qué crímenes han cometido?

—Vivir. Están enfermos, y eso los convierte en un peligro para la seguridad de los demás. A veces, ni siquiera es necesario un robo o un asesinato para condenar a alguien a la muerte, y estoy seguro de que ninguno eligió acabar así.

De regreso al despacho, el alguacil se detuvo en la plazoleta.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Teren, señor.

—Bien, Teren, ¿sigues queriendo mantener el orden y la seguridad?

El joven se puso firme antes de contestar:

—Sí, señor —dijo sin vacilar.

Capítulo 5

El hambre sacó a Garrett de unos sueños intranquilos. Un sudor frío le inundaba la frente. Se tomó unos segundos para calmarse mientras recordaba dónde estaba. Tenía los músculos ligeramente agarrotados por haberse quedado dormido en la silla. Se observó la mano y vio que la cinta había caído al suelo. Después de recogerla, la guardó en el mismo bolsillo del que la había sacado. Tuvo que caminar un poco por la habitación para desperezarse por completo. Una vez lo hizo, volvió a colocarse la vaina a la espalda y se encaminó a la posada de la aldea.

Era una estructura sencilla de una sola planta. Un par de escalones conducían al interior de una amplia estancia cuadrada en la que había repartidas varias mesas redondas. En el lado derecho estaba instalada una barra de madera que recorría toda la habitación, donde un hombre entrado en años y con los ojos hundidos bajo unas cejas pobladas limpiaba unas jarras.

A esas horas de la mañana, la mayoría de los habitantes de Lignum seguían ocupados con sus respectivos trabajos, por lo que apenas había personas en la posada cuando Garrett apareció. El posadero lo observó mientras se sentaba en una mesa que había en un rincón, cerca de la puerta.

Poco después, a la mesa acudió una chica joven con una sonrisa radiante, con un plato de guiso de ternera, y se lo sirvió a Garrett sin mediar palabra. Aunque pasaba pocas veces por allí, Garrett siempre pedía lo mismo, por lo que llegó el punto en que le servían sin necesidad de preguntarle.

La chica que le había servido la comida se llamaba Lis, una muchacha que había comenzado a convertirse en mujer. El pelo, de una tonalidad dorada, lo llevaba recogido en una cuidada trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Era amable con todos los que pasaban por la posada, pero también era capaz de ser estricta con ellos cuando bebían más de la cuenta, y todos allí la respetaban, aunque fuese tan joven. O, al menos, así solía ser.

Aquel día un grupo de tres hombres escandalosos ocupaba una de las mesas. Reían a carcajadas y eructaban sin reparos, indiferentes al desprecio que se apreciaba en las miradas de los demás presentes hacia ellos. Por su manera de comportarse, no parecían ser de allí. Garrett les dedicó una mirada, pero sin dejar de devorar la comida en ningún momento.

—¡Oye, moza, tráenos más vino! —gritó uno de ellos.

Lis no parecía cómoda teniendo que atenderlos, pero lo hacía diligentemente, con la esperanza de que se marcharan pronto. Se acercó a la mesa con otra jarra de vino y comenzó a servirlo. Mientras, uno de los hombres le subió la mano por una de las pantorrillas. Lis se sintió avergonzada, pero no supo cómo reaccionar, así que no dijo nada cuando el hombre llegó a la nalga. Solo deseaba que desaparecieran y no regresaran nunca.

Garrett, aun ocupado con la comida, no les quitaba el ojo de encima a los hombres ni se perdía un solo detalle, como la mano juguetona de uno de ellos. Lis se retiró de la mesa, pero el hombre que había empezado a tocarla, moreno y con el pelo recogido en una coleta corta, la apresó por la muñeca.

—Ven aquí, muchacha. No me dejes así.

—Por favor, señor, suélteme —Lis comenzaba a preocuparse. Nunca le había ocurrido algo semejante.

—Qué educada —bajó el tono de voz—. ¿También eres así en la cama?

Lis estaba cada vez más nerviosa. Consiguió liberar su muñeca y se alejó de la mesa, pero el hombre, que no esperaba encontrar resistencia, la siguió. El posadero dejó las jarras para intervenir.

—Déjala —se puso delante del hombre con la mano en alto.

—Aparta, viejo —agarró al posadero con ambas manos y lo empujó con fuerza—. Oye, perra, ¿qué estás haciendo?

Lis estaba asustada frente a la actitud tan agresiva del hombre. Los otros dos observaban la escena mientras bebían.

—Señor, por favor, déjeme en paz —Lis no era capaz de mirarlo a los ojos.

—Venga, cielo, ¿no quieres divertirte? Lo pasaremos bien —notó una mano que le atenazó el hombro de repente—. Viejo, ya te he dicho que no te metas.

Pero la sorpresa del hombre fue enorme cuando, al darse la vuelta, recibió un puñetazo en la nariz que lo tiró al suelo. Garrett se sacudió la mano. Los otros dos, que tardaron en reaccionar por la cantidad de vino que llevaban encima, se levantaron de su sitio, desafiantes.

—¿Le damos una paliza, Reimus?

Reimus levantó una mano para calmarlos mientras se llevaba la otra a la nariz, de donde comenzaba a brotar sangre. Sus compañeros se acercaron a él y lo ayudaron a levantarse.

—Esto no se ha acabado —dijo señalando con el dedo a Garrett, que permanecía impasible—. Salgamos de aquí, muchachos.

Nadie abrió la boca mientras los alborotadores se dirigían a la puerta, gruñendo y murmurando.

—¿Estás bien? —preguntó Garrett en cuanto se hubieron ido.

Lis asintió, todavía asustada e incapaz de articular palabra. El posadero agradeció a Garrett su intervención.

—Era necesario —dijo—. No me dejaban comer tranquilo.

Capítulo 6

Alveo era la ciudad más grande y la capital de la República de Rhydos. Estaba situada en el curso medio del río Antis, lo que proporcionaba abundantes terrenos fértiles en los alrededores para el cultivo. Fuera de las murallas de la ciudad era todo un conjunto de aspas de molinos y campos dorados donde los campesinos trabajaban cosechando el trigo bajo el sol apremiante del mediodía.

El río Antis dividía la ciudad en dos partes, conectadas por numerosos puentes de piedra lo suficientemente amplios para permitir el tránsito de personas, caballos y carruajes. La ciudad estaba ligeramente en pendiente, y ese desnivel físico se había tomado como referencia para distribuir los distintos estamentos en la ciudad.

La mayoría de las viviendas estaban en el distrito inferior, pertenecientes a los campesinos y a los comerciantes con poca riqueza. Era una zona donde las casas se colocaban con el único criterio de ocupar los espacios que estuvieran disponibles, y el suelo ni siquiera había llegado a adoquinarse, por lo que solía ser el distrito más sucio y polvoriento de los tres.

Por encima estaba el distrito medio, que contenía la zona comercial, donde se encontraban la plaza del mercado, las calles de los artesanos y las distintas posadas y tabernas. El cuartel, la oficina del alguacil y los calabozos estaban ubicados también en ese distrito. Allí los edificios se distribuían con más orden, y el suelo de las calles ya era de piedra, aunque con algún que otro desperfecto.

El distrito superior era el más reducido de los tres, y el más grandioso. Lo ocupaban las viviendas de los comerciantes más ricos y de las personas más inf luyentes, y el punto más alto estaba dominado por la Asamblea del Consejo, responsable del gobierno de Rhydos. En ese distrito también se encontraba una de las parroquias de la Capilla. El paisaje allí era un regalo para la vista, con fuentes labradas cada pocos pasos y zonas ajardinadas, y, en los espacios que quedaban libres entre unas edificaciones y otras, se habían formado patios interiores con abundante vegetación f lorida y bancos de piedra. Eran unos lugares que invitaban a los habitantes del distrito superior al descanso y a compartir veladas íntimas.

En Alveo, a medida que descendía el río, también lo hacía la riqueza de los habitantes. A Teren se le había asignado patrullar el distrito superior. Vestía una cota de malla sobre la que llevaba el uniforme propio de la guardia de Alveo, un sobreveste de tela tintada de azul y amarillo, con el símbolo de cinco espigas de trigo colocadas en círculo sobre el corazón. Vigilaba las calles del distrito con una amplia sonrisa en la cara y una sensación de orgullo que le inundaba el cuerpo, mientras apretaba con fuerza la empuñadura de la espada que llevaba atada a la cintura, la misma que había pertenecido a su padre. Continuó con la patrulla, apartándose los rizos de los ojos cada poco tiempo.

***

El estómago ya no le iba a conceder tregua. El chico deambulaba por las calles cercanas al mercado, con la esperanza de encontrar cualquier pieza de comida que alguien hubiese perdido o desechado, pero no había encontrado nada en el tiempo que llevaba dedicado a esa tarea.

Llegó a uno de los muchos puentes de piedra de la ciudad. Se asomó sobre la barandilla, y debajo de él, con una diferencia de altura de varios metros, la corriente del río discurría con fuerza en su descenso. Se sintió tentado por la llamada del abundante caudal. Creía que iba a morir de hambre igualmente, por lo que saltar en aquel momento aceleraría el proceso.

Pero pronto abandonó esa idea. Por cobardía o por todo lo contrario, pero no fue capaz siquiera de atreverse a saltar. Rendido, se sentó en el suelo frío del puente mientras contemplaba el ir y venir de los demás. Esperaba que alguien se compadeciese de él, pero todos parecían estar demasiado ocupados como para mirarlo, y los pocos que lo hacían, también pasaban de largo. El niño bajó la cabeza, sin ningún rastro de esperanza.

Y entonces, un pensamiento le surgió en la cabeza. Si nadie le iba a dar comida, quizá podría conseguirla él. La mujer del mercado lo había llamado ladrón. Pues bien, entonces iba a serlo. Se dirigió de nuevo a la marabunta de personas, hasta el puesto de dulces de la plaza, con una determinación que nunca en su vida había reunido. Llegó al lugar con los ojos puestos en la presa. La mujer estaba distraída atendiendo a un cliente, pero alcanzó a verlo de reojo.

—¿Tú otra vez? —dijo con tono despectivo.

Pero el chico no se amedrentó porque la mujer lo viera, y sin dudar ni un instante cogió el pastel que no había podido llevarse antes y echó a correr.

—¡Al ladrón! ¡Me ha robado! ¡Que alguien lo coja!

Corrió con el corazón a punto de estallarle, pero apenas había comenzado la huida cuando chocó con un transeúnte, que a su vez chocó con otro, hasta que el último afectado terminó por caer sobre uno de los puestos de fruta del mercado, quedando destrozado y con la mercancía esparcida por doquier, que se convirtió en una trampa para el equilibrio de aquellos que no esperaban encontrar una naranja bajo el pie.

—Ay, madre —dijo en cuanto vio a media docena de personas tiradas por el suelo por su culpa.

El chico se sintió avergonzado por la metedura de pata, pero no disponía de tiempo para lamentarse.

—¡Lo siento! —gritó mientras echaba a correr de nuevo.

No pasó mucho antes de que alguien le ordenara a lo lejos que se detuviera. El mismo guardia que antes lo había dejado marchar ahora lo perseguía con la intención de alcanzarlo por el revuelo que había armado. Así que el chico tuvo más motivos para correr.

Aprovechaba hasta el más mínimo hueco que encontraba entre las personas para escabullirse entre ellas. Pronto descubrió que a la persecución se unieron compañeros del primer guardia, mientras que la gente se apartaba para no verse implicada, entretenida por el acontecimiento que se estaba desarrollando.

Los pies lo llevaron ciudad arriba, donde el suelo era liso y menos irregular, y donde la multitud comenzaba a aminorar y era menos probable tropezar, pero los guardias no parecían dispuestos a dejarlo marchar sin más. Salieron de entre el tumulto de personas y lo vieron correr hacia el distrito superior. Ellos contaban con la ventaja de que conocían la ciudad, a diferencia del chico, y ahora que no había gente por delante que los obstaculizara alcanzarlo sería un juego de niños.

Estaba cansado, condenadamente cansado. Llevaba varios días sin comer, apenas había dormido, y parecía que huir se había convertido en su pasatiempo favorito, pero no iba a rendirse, no ahora que tenía algo de comida. Solo le faltaba encontrar un momento de tranquilidad para alimentar el cuerpo.

No tardó en darse cuenta de lo conveniente que hubiera sido conocer las calles de la ciudad. Acababa de dar con una calle sin salida, y, si volvía por donde había venido, esquivar a los guardias sería prácticamente imposible. Miró a su alrededor, y tuvo la suerte de encontrar unas cajas de madera, apiladas unas sobre otras, junto a un muro de poca altura que sería alcanzable, y más con ayuda de las cajas. Escuchó las voces de los guardias mientras se encaramaba sobre la torre de cajas. No podía ver qué había al otro lado del muro, pero la suerte ya estaba echada.

Saltó por encima de la pared y cayó amortiguado por unos setos, que también lo mantuvieron escondido, pero el ruido que hizo al hundirse en ellos fue notable, tanto que alguien allí miró en la dirección de su procedencia.

Había ido a parar a un pequeño patio ajardinado comprendido entre dos edificios, con vegetación abundante en cada rincón y una fuente en el centro, y donde normalmente se accedía a través de una puerta en forma de arco que comunicaba con una de las calles del distrito superior. Contaba también con dos bancos de piedra en los laterales en los que relajarse, y en uno de ellos había una chica que sostenía un libro abierto entre las manos.

Vestía un sencillo aunque elegante vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos, y llevaba el pelo negro recogido en un pequeño moño coronado con una trenza. Era de una edad similar a la del hambriento fugitivo que la observaba entre las hojas del seto. Pero ella también lo veía a él, después de descubrirlo allí tras su aparición poco discreta. Por la puerta apareció otra persona, una mujer mayor con un vestido oscuro y un trapo que le cubría la cabeza.

—¿Ocurre algo, señorita? —preguntó la mujer al comprobar lo atenta que estaba la chica a los setos.

Pero no llegó a contestar antes de que un guardia irrumpiera también allí.

—Disculpadme —dijo el hombre—, ¿han visto aparecer por aquí a un chico mal vestido, de esta altura, aproximadamente?

La mujer mayor negó, pero la chica volvió a mirar hacia los setos, con una sonrisa divertida y una pizca de malicia en la mirada. El chico juntó las manos y negó suavemente con la cabeza.

—¿Y usted, señorita?

La chica reaccionó. Cambió el gesto a uno más inocente.

—Oh, lo siento. No he visto nada.

—Por favor, si lo ven, avísennos.

—¿Qué ocurre con él? —preguntó con curiosidad la chica.

—Es un ladrón y un alborotador. Ha robado esta mañana en el mercado y ha atacado a muchas personas en su huida.

La chica volvió a mirar hacia las plantas.

—Vaya —volvió a sonreír.

El guardia abandonó el patio, y la mujer y la chica hicieron lo mismo poco después. El chico, por su parte, aprovechó la aparente calma para mordisquear el dulce, cuyo relleno de crema había dejado de ser un relleno y le había manchado toda la mano por haberlo apretado durante la carrera. Pero igualmente le supo a gloria.

No llegó a acabarlo antes de abandonar el patio, vigilante ante la aparición de cualquier guardia. En aquel momento le llamaba la atención otro asunto, uno que encontró caminando calle abajo junto a la mujer de vestido negro, poco antes de entrar en una de las viviendas de la misma calle. Se acercó hasta allí, hasta un edificio de tres alturas levantado con ladrillo y piedra. La fachada estaba cubierta con enredaderas que ascendían por ella, y en la segunda altura había una puerta doble de cristal que daba a un balcón, adornado con f lores de colores llamativos. Se asomó a una de las ventanas de la planta baja, pero los cristales ref lejaban más de lo que permitían ver a través de ellos, de modo que apenas pudo diferenciar nada del interior.

—¿Qué haces, muchacho?

El chico dio un respingo al sentir detrás de él una voz acusadora. El estómago le dio un vuelco al comprobar que procedía de un hombre joven con el mismo uniforme que el de los guardias que lo habían perseguido. Su mano izquierda descansaba sobre la empuñadura de la espada que llevaba a la cintura, y parecía tener problemas en mantener algunos mechones de pelo apartados de los ojos.

Tragó saliva mientras el guardia lo examinaba de arriba abajo. Vio que se detuvo en el pastel mordido que llevaba en la mano.

—Así que tú eres el ladrón que ha alterado a mis compañeros —se puso serio—. Esta vez te dejaré ir, yo pagaré eso, pero tienes que prometerme que nunca volverás a robar, ¿queda claro?

—Sí, señor —el chico asintió aliviado. Las piernas no le habrían agradecido otra huida.

—Y ahora, será mejor que te vayas antes de que alguien te encuentre.

Con un tímido asentimiento, el chico echó a correr calle abajo, alerta aún ante la aparición de más guardias. El joven se quedó atrás, observándolo mientras se alejaba.

—Muy bien, Teren —dijo para sí—. Sigamos con la ronda.