Loe raamatut: «El Errante I. El despertar de la discordia», lehekülg 5

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Capítulo 12

—Duele.

—Lo sé, Melvo, pero estate quieto.

El orfanato era todo cuanto tenía. Todo cuanto había tenido nunca, al igual que los demás niños que vivían allí. Estaba allí desde que tenía memoria, y no había estado en ningún otro lugar ni conocido a más gente que la que se reunía entre los muros de aquel sitio antiguo y estropeado. Y por eso, ninguno de los niños consideraba extraña la forma en que eran criados.

En cuanto los niños alcanzaban los diez años, los encargados del orfanato comenzaban a entrenarlos diariamente. Los hacían correr alrededor del patio exterior varias veces al día, los obligaban a repetir rutinas de ejercicio agotadoras y les enseñaban a pelear.

Tal y como recordaba que le dijeron, Melvo terminó allí en sus primeros años de vida, cuando el orfanato ofreció una suma de dinero a cambio del bebé a los padres, incapaces de mantenerlo por culpa de la miseria en la que vivían. No tenía ni un solo recuerdo de ellos, así que, para él, era como si nunca hubiera tenido padres. El orfanato era su único hogar y, desde entonces, como todos los niños, había sido educado para un único propósito: ser el más fuerte.

Vivían para pelear. Un día tras otro, sin descanso. Entrenar y pelear. Y si se negaban o el cansancio los superaba, eran castigados con la suficiente severidad como para que ninguna de esas dos situaciones se repitiera en los niños. Pero algunos encontraban dificultades para mantener el ritmo impuesto.

Ya te he dicho que duele, Piedra.

Y yo te he dicho que no te muevas —llevó el trapo a la herida de la frente de Melvo—. Esta vez te han dado bien.

Al menos esta vez solo me han pegado puñetazos.

La cara de Melvo estaba llena de moratones e hinchazones. Su cuerpo tampoco reflejaba un mejor aspecto, con múltiples marcas moradas y negras por la piel.

Odio ser así —dijo Melvo—. Ojalá fuera más fuerte. Así todos me tratarían bien. Ser fuerte tiene que ser maravilloso.

No creo que sea para tanto.

Melvo miró a su amigo, ocupado en humedecer el paño en alcohol.

Tú no lo entiendes. Tú ya eres fuerte. Por algo te llaman así.

Al parecer, los encargados del orfanato no encontraban necesario dar un nombre a los niños, pero de esto al final se encargaban ellos mismos. Se asignaban nombres unos a otros en función de la personalidad o la manera de comportarse. De ahí que a su amigo lo llamaran Piedra, por la fuerza de sus puños.

Lo mismo era para él. Los demás niños lo habían bautizado como Muerdepolvo, pero era demasiado largo para llamarlo siempre así, de modo que se quedó en «Melvo».

¿De dónde la has sacado? —Melvo señaló la botella de alcohol.

De la despensa.

Se enfadarán si se dan cuenta. Te pegarán.

La pondré en su sitio antes de que se den cuenta.

Piedra siguió unos pocos minutos más cuidando las heridas de Melvo.

Bien, ya estás. Será mejor que vayamos ya a la habitación, o se darán cuenta de que no estamos.

.

Tan pronto como acabaran la cena, los niños tenían la orden de ir a los dormitorios, situados en el sótano del orfanato, y permanecer allí hasta que fueran levantados temprano a la mañana siguiente. Quebrantar el toque de queda también estaba castigado, pero Melvo nunca había conocido a alguien que lo hubiera hecho. Tras la actividad intensa de cada día, todos agradecían ir a dormir.

Los niños aún estaban despiertos, hablando animadamente entre ellos, y los que se tomaban más tiempo para comer aún regresaban del comedor, por lo que nadie reparó en Piedra y Melvo cuando entraron en la habitación, aun cuando habían sido de los primeros en terminar de cenar.

¡Silencio, niños! —la voz de un hombre se impuso a la de los niños—. ¡A dormir!

Todos ocuparon su lugar en las diferentes literas que llenaban la sala. En la puerta esperaba el hombre que acababa de dar la orden, y, cuando todos los niños estuvieron acostados, otro hombre entró. Tendría unos cuarenta años, con una barba perfilada y cuidada, vestido con un jubón elegante y con una coronilla que mostraba una calvicie incipiente.

Hola, mis pequeños. Confío en que os estéis portando bien.

Papá Oslo, el responsable del orfanato, los visitaba con frecuencia. Los observaba mientras entrenaban, y varias veces a la semana acudía por la noche a su habitación para hablarles. Y casi siempre les dedicaba las mismas palabras:

«El mundo fuera es peligroso. Tenéis que haceros fuertes.

»Aquí estáis a salvo, fuera todo son enemigos.

»Es matar o morir. Debéis aseguraros de matarlos primero.

»Soy vuestro único aliado, los demás son enemigos.

»Solo podéis confiar en vosotros mismos».

Y, después de pasearse entre las camas mientras recitaba las palabras con la voz afable de quien cuenta un cuento, se despedía de los niños hasta el día siguiente.

Buenas noches, Papá Oslo —contestaban todos al unísono.

Melvo estaba tendido en la cama, con la mirada perdida y un único pensamiento en la cabeza: si quería tener una oportunidad de sobrevivir, tenía que hacerse más fuerte.

Eh, Melvo.

El chico se dio cuenta de que había otro junto a él. Era su compañero de litera, que dormía encima de él.

Hay una gotera que cae encima de mi cama, así que te toca dormir arriba. Quita de aquí.

Obedeció sin decir nada. Sabía que era eso o recibir una paliza y terminar durmiendo arriba igualmente. Se tumbó en su nueva cama. Una gota de agua le cayó en la mejilla. Apartó la cabeza y no la movió en toda la noche, mientras las gotas humedecían la almohada a un ritmo constante. Y así pasaron muchas noches más.

El orfanato estaba en un lugar apartado. O al menos eso le parecía a Melvo. Apenas salían del recinto amurallado, salvo en las ocasiones en que los llevaban a un bosque cercano a entrenar, siempre bajo la estricta vigilancia de los encargados.

Aquella mañana los niños fueron pasando uno a uno por una de las habitaciones del edificio. Era pequeña, y no había nada dentro además de un barril lleno de agua. Cuando Melvo fue conducido allí, ya sabía a qué le tocaba enfrentarse.

No aguantes el dolor.

Las palabras llegaban distorsionadas por el efecto del agua. Los pulmones le pedían a gritos una bocanada de aire, pero la mano que ejercía fuerza sobre su nuca no le iba a conceder ese regalo.

Aguanta el miedo. No tengas miedo. ¡Resiste!

Al mediodía, los niños eran reunidos en el patio y colocados por parejas, y entonces el lugar se llenaba de patadas, puñetazos, agarres, arañazos, mordiscos, golpes bajos y estrategias de todo tipo. Lo que hiciera falta para ganar.

Haciendo honor a su nombre, Melvo acabó en el suelo, pero no por ello su rival decidió terminar. Lo pateó en el estómago y luego en la espalda, y decidió continuar con varios puntapiés más. Con la excusa del entrenamiento, el abuso solía ser habitual, sobre todo en aquellos como Melvo.

Eh —sonó cerca de ellos. El chico que estaba de pie se giró y se encontró con Piedra, con gesto intimidante en el rostro—. Déjalo.

El chico escupió al suelo y se fue.

Y, cuando el sol empezó a ponerse, todos comenzaron a correr alrededor del perímetro del patio rectangular bajo la mirada de los encargados.

Melvo sentía cómo el sudor le inundaba el pecho y la espalda. Le provocaba escozor en los ojos. Las piernas le temblaban y sentía un dolor en el pecho que parecía decir que los pulmones estuvieran a punto de estallar. Aunque se esforzó para que no sucediera, Melvo cayó, lo que generó las risas y las burlas de los otros. Uno de los encargados se dirigió hacia él con un palo grueso en una mano, pero se detuvo a mitad de camino, cuando otro de los chicos cargó en la espalda con el que acababa de caer y continuó la carrera.

¿Estás bien? —preguntó Piedra mientras corría con su amigo a la espalda.

Sí —respondió Melvo con un hilo de voz.

Y de nuevo la noche. Después de terminar pronto de cenar, los dos amigos se escabulleron hacia un rincón del patio, donde Piedra volvió a tratar las heridas de ese día.

¿Te duele?

No.

Si te duele, puedes llorar.

Sentía ganas de hacerlo. Muchas. Pero no lo hizo. Iba a ser fuerte, costara lo que costara.

Gracias. Si he llegado hasta aquí, ha sido gracias a ti. Algún día me haré fuerte y nos iremos de aquí. Juntos.

Piedra sonrió.

Pues mientras te haces más fuerte, yo seré fuerte por los dos.

Los dos amigos sonrieron. En cuanto terminaron de cuidar las heridas, regresaron a la habitación. Melvo siguió acompañado de las gotas de agua sobre la almohada.

Y entonces llegó uno de esos días. Un día en que, de pronto, el orfanato recibía varias visitas de personas bien vestidas. Un día en que los niños debían demostrar de qué estaban hechos. Cada cierto tiempo, al orfanato llegaban personas interesadas en adoptar niños, por lo que era habitual que, después de aquellas visitas, algunos de los niños dejaran de ser vistos por allí. Papá Oslo convocaba a algunos de los chicos en una de las habitaciones del sótano, siempre guarecida bajo llave y donde los niños no tenían permitido pasar a menos que fueran reclamados.

Aquella tarde, Melvo descubriría qué se escondía tras esa puerta. No había visto a Piedra en todo el día. Se preguntaba dónde estaría.

Adelante —dijo uno de los encargados a dos del grupo de niños.

Los niños obedecieron y la puerta se cerró tras ellos. Los demás pasaron varios minutos a la espera, hasta que el encargado volvió a hacer entrar a otros dos, y así cada cierto tiempo. Melvo no lo entendía: por más gente que pasara, nadie volvía a salir por allí. Los tiempos de espera tampoco parecían regulares, a veces sentía que se eternizaban y otras veces apenas debían pasar unos pocos minutos antes de la siguiente pareja. Llegó su turno, pero le hicieron entrar solo.

Caminó por un túnel corto poco iluminado, acompañado por un encargado, hasta dar a una sala circular, al interior de un recinto precintado con barrotes. Sobre él había una grada que rodeaba el círculo central, donde varias personas sentadas lo observaban al otro lado de los barrotes. En el otro extremo del recinto circular había otro acceso. Melvo se fijó en el suelo de piedra gris, manchado en diferentes partes. Algunas, las más secas, presentaban una tonalidad amarronada, y otras tenían un aspecto más rojizo. Eran las más recientes.

Toma —dijo el encargado junto a Melvo—. Cógelo.

Melvo abrió los ojos de par en par cuando vio el cuchillo que le ofrecía. Lo tomó, no sin vacilar ni preguntarse qué era aquello. El encargado se marchó por donde había venido mientras la puerta al otro lado se abría.

Ah, y ahora uno de mis mejores chicos —Melvo escuchó la voz de Papá Oslo sobre su cabeza—. Estoy seguro de que no os dejará indiferentes.

En la puerta frente a Melvo apareció otro chico más alto, con los músculos de los brazos ligeramente marcados y con el pelo negro recogido en varias trenzas pequeñas que le caían por detrás hasta la nuca.

Acababa de encontrar a Piedra. También llevaba un cuchillo.

Muy bien, chicos —dijo Papá Oslo—. Ya sabéis cómo va: es matar o morir.

Piedra avanzó con paso firme hacia el centro, con la respiración visiblemente agitada. Melvo sintió cómo el ritmo cada vez más acelerado del pulso le taladraba la cabeza.

¿Piedra?

Pero no dijo nada. Levantó el cuchillo y lo descargó sobre Melvo, lo que le provocó un corte superficial en el hombro poco después de apartarse del sitio.

Pelea —dijo Piedra rabioso.

No, ¿por qué? No quiero pelear. No contigo.

¡Pelea!

Piedra atacó de nuevo. Melvo antepuso un brazo por instinto. El metal le provocó otro corte poco profundo. Hacía lo posible por mantenerse alejado de Piedra.

Esto solo puede acabar de una forma, Melvo, y yo voy a salir de aquí. No pienso perder, así que ¡pelea!

Arrojó el cuchillo y se abalanzó sobre Melvo a la vez. Pudo esquivar el arma, pero no los nudillos que encontraron su sien. El golpe hizo que soltara el cuchillo.

Piedra lo agarró por el cuello de la camisa y lo acercó con un tirón fuerte, que terminó con un impacto de rodilla en el estómago de Melvo. Se dobló, y Piedra lo agarró por la nuca, lo levantó unos centímetros del suelo y lo tumbó de espaldas con un trato poco delicado. Melvo nunca se había percatado de lo muy acertado que era el nombre de su amigo. Se había colocado sobre él y había empezado a descargarle un golpe tras otro. Las mejillas le ardían con cada nuevo impacto, al igual que los huesos de la cara. Sentía la humedad de la sangre procedente de la nariz en los labios, y su sabor le inundaba las papilas.

En los ojos de su amigo solo podía ver rabia. Rabia y desesperación. No mentía al decir que no tenía intención de perder. Su amigo le estaba pegando de verdad. Iba a matarlo de verdad.

Melvo vislumbró un brillo de reojo después de uno de los golpes. Comprobó que realmente estaba allí antes del siguiente golpe. Estiró el brazo. La mano. Los dedos. Lo tocó con la yema y lo arrastró hacia el interior de la palma. Realmente era matar o morir, y Melvo no quería morir, así que no le quedó más remedio que recurrir a la otra opción. Piedra detuvo los golpes cuando sintió la carne abrirse bajo sus costillas. Observó el lugar que le empezó a doler de repente, y vio un cuchillo hundido hasta la empuñadura. Se incorporó con torpeza, con los nudillos cubiertos de sangre. Miró hacia Papá Oslo y los demás en la grada, que compartían el gesto de sorpresa. Miró a Melvo una vez más, que se levantaba con un gesto de horror desfigurado por los golpes. Se miró las manos, marcadas con arañazos y cicatrices.

Voy a salir de aquí —la voz apenas le salió en un susurro de los labios.

Y cayó, sin más, como una piedra arrojada al fondo de un lago.

El silencio se adueñó de la sala. Nadie pujó por él. Es cierto que había vencido, pero quien de verdad era un buen candidato había sido el otro. Era una verdadera lástima que no volviera a respirar nunca más. Al final, uno de los asistentes lo compró por un precio reducido. Compró, y no adoptó, como Melvo descubrió, del mismo modo que descubrió que no todos los que abandonaban el orfanato era porque encontraran un hogar.

Esa misma noche fue llevado a la residencia de su propietario. Lo alojó en una de las cuadras del establo. Durante los días siguientes, lo puso a prueba en diferentes contiendas, pero, tras la pelea con Piedra, Melvo se mostraba retraído y muy distante, lo que provocó que terminara por ser tratado a palos. Hasta los perros de caza recibían mejor trato que él. No hablaba cuando se le preguntaba ni obedecía las órdenes que recibía, por mucho que le pegaran para que lo hiciera. Era una herramienta que no cumplía su cometido, así que, al final, su dueño decidió abandonarlo en el bosque, como la basura que era.

Capítulo 13

—Estuve todo el día en el bosque. Tenía mucha hambre. Por la noche encontré un campamento y vi que tenían comida, así que intenté acercarme sin hacer ruido y coger algo, pero me pillaron. Tuve que correr, y así fue como nos encontramos.

El silencio habló cuando el chico terminó su historia. Garrett se quedó mirándolo, con las palabras del muchacho aún en la cabeza.

—Así que Melvo, ¿eh?

El chico asintió despacio.

—Qué nombre más horroroso, no me gusta nada. Si he de cargar contigo, tendrás que llamarte de otra forma —levantó los ojos, como si se esforzara en pensar en un nombre—. Azael. Te llamarás así. Tanto si te gusta como si no.

El chico levantó la cabeza. Los ojos le brillaban.

—¿Quiere decir… que me aceptas?

—Supongo que sí —Garrett meneó la cabeza—. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? Sabes que, si no estás a la altura, te podrían matar en cualquier momento, ¿verdad?

—No tengo ninguna duda.

—Muy bien. Puedes llamarme Garrett.

Azael dio un respingo y comenzó a retirar el trapo que envolvía el libro que llevaba con él. Desdobló el papel que había sacado de entre las páginas y se lo tendió a Garrett, que lo agarró con curiosidad.

El papel contenía el retrato de una persona de la que solo se veían los ojos, y una recompensa por su entrega ante las autoridades de la República de Rhydos, con o sin vida.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Garrett con gesto serio.

—Han colocado varios por la ciudad. Escuché a unos hombres decir que vendrían a por ti. Saben dónde estás, así fue como me enteré yo también —el recién bautizado como Azael se mostraba preocupado—. ¿Qué vas a hacer?

—No es la primera vez que ponen precio a mi cabeza, y me temo que no será la última. Gunthar debe de estar detrás de esto —maldijo para sí, y después empezó a pensar en alto—: al asesinar a un miembro del Consejo, ha quedado un cargo libre. Querrán ocuparlo pronto y buscarán al mejor candidato para ello, y probablemente se trate del hombre que contrató a Gunthar para la tarea. Tengo que averiguar quién es.

—¿Cómo?

—Iré mañana a Alveo y descubriré de quién se trata. Tú esperarás aquí.

—Pero todos te buscan.

—Que me busquen no quiere decir que me vayan a encontrar.

Pasaron lo poco que quedaba de la tarde y la noche entera sin salir de la cabaña, acompañados todavía por el sonido de las gotas al caer. Azael se quedó dormido frente a la chimenea, recostado en el suelo. Garrett lo colocó en la cama y lo cubrió con la sábana. Después, se sentó en la silla a observarlo mientras escuchaba cómo amainaba el aguacero. En la mano sostenía la cinta roja.

Así que esto es lo que vas a hacer…

—Eso parece —resopló—. Ya podría haber traído una cama propia.

Aún era temprano cuando Garrett abrió la puerta de la cabaña la mañana siguiente. Aunque amaneció más tranquila que la tarde anterior, el sol seguía sin conseguir abrirse paso entre unas nubes densas y grisáceas. Echó un último vistazo al interior, hacia la cama, donde Azael dormía abrazado a la almohada.

Tras montar a lomos del caballo, emprendió el camino a Alveo. En el trayecto se cruzó con un campamento improvisado, situado a un lado del camino y ocupado, a juzgar por los cuatro caballos que descansaban cerca, por cuatro personas, de las cuales solo una, un hombre, estaba fuera de las tiendas, sobre un tocón, mientras daba cabezadas con una espada desnuda en el regazo.

En cuanto las murallas de la ciudad estuvieron lo suficientemente cerca, Garrett desmontó y apartó a Resacoso del camino que atravesaba el bosque entre Lignum y Alveo, y ató las riendas a la rama de uno de los árboles. Le sorprendió que la entrada a la ciudad no estuviera vigilada, igual que la poca cantidad de personas que pululaban por las calles, aun cuando no era demasiado temprano como para que la actividad en la ciudad hubiera comenzado.

Se dirigió hacia el distrito superior, a la Asamblea del Consejo, y allí descubrió a una multitud de personas, congregada en la pequeña plaza redonda frente a las puertas de la Asamblea. Las voces sonaban unas sobre otras, generando una cacofonía de conversaciones ininteligibles.

Si bien los edificios de ese distrito destacaban por la riqueza de su construcción frente a las estructuras del resto de la ciudad, la Asamblea contrastaba incluso con ellos. Era una edificación robusta enteramente de mármol, con la fachada adornada por numerosas figuras esculpidas dispuestas en un arco sobre una puerta doble de madera de ébano tan alta como un árbol, y f lanqueada por relieves y estatuas adosadas a la pared.

Agazapado, Garrett observaba la escena desde la seguridad del tejado de una de las casas cercanas a la Asamblea, al otro extremo de la plaza. Escrutó todo el lugar en busca de amenazas y posibles rutas de escape, por si surgía algún contratiempo y la situación se complicaba.

Se había desplegado un amplio efectivo de guardias, tanto a lo largo de la calle principal que recorría el distrito hacia la Asamblea como en la plaza, frente a las puertas y rodeando la misma. Pero nadie había pensado en vigilar los tejados.

«Punto para mí».

Las grandes puertas se abrieron, lo que silenció a la multitud. Del interior aparecieron cinco hombres. Garrett, al igual que las demás personas, permanecía atento a los hombres que acababan de salir. Debían de ser los miembros del Consejo. Y ya había cinco, lo que quería decir que el nuevo miembro ya había sido elegido. Quizá el hecho de que se hubiera congregado allí esa gente se debiera a que los consejeros querían presentar a la nueva incorporación.

Para Garrett, toda esa situación era habitual: alguien con demasiada ambición y pocos recursos para progresar contrataba a alguien que asesinara a la competencia y lo ayudara en ello. El nuevo miembro debía de ser el contratista y, si descubría al contratista, quizá podría encontrar al hombre al que pagó para el trabajo. A Gunthar. Y de él obtendría la información que necesitaba. Y luego lo mataría.

Uno de los hombres, cuyo pelo largo y canoso lo denotaba como el mayor de los cinco, había comenzado a hablar. Aunque estaba lejos, Garrett distinguía sus palabras con claridad:

—Hace algunas noches, nuestra gloriosa república sufrió una enorme pérdida: dos de nuestros miembros del Consejo fueron asesinados por obra de un vil asesino. Aún lloramos sus muertes, pero hemos tenido que actuar con rapidez para ocupar sus lugares. No podemos mostrar debilidad en ningún momento ante unos enemigos que esperan una oportunidad para atacarnos. Debemos mantenernos fuertes para dejarles claro que no lograrán vencernos…

—¿Dos consejeros asesinados? —Garrett estaba confuso—. ¿Y cuál de los dos nuevos contrató a Gunthar?

Parece que al final no va a ser tan fácil…

—Cállate.

Y ahora, ¿qué?... Parece que vas un paso por detrás, como siempre…

—¿Acaso te importa?

No, pero tus planes absurdos me divierten...

Mientras, el consejero seguía hablando:

—En mi poder tengo esta carta. En ella están escritas las órdenes que acabaron con los dos anteriores consejeros, y está sellado con el símbolo de la familia real de Orea. Es pronto para sacar conclusiones, querido pueblo, pero, si al final se confirmara que el rey de Orea está tras el ataque, entonces plantaremos batalla a nuestros vecinos cobardes y engreídos del norte. Llevaremos la guerra a sus puertas, acabaremos con el último oreano que se interponga en nuestro camino y le demostraremos a ese rey que no importa cuántos asesinos mande contra nosotros, porque nunca conseguirá debilitarnos.

Siguió con el discurso entre vítores y aplausos, pero Garrett se distrajo con sus pensamientos. La búsqueda de Gunthar se había complicado, y además ahora el Reino de Orea entraba en juego.

—¿Gunthar trabaja para Orea? ¿Desde cuándo? —los pensamientos bullían en su cabeza—. Parece que tendré que viajar para averiguarlo.

Garrett volvió a prestar atención al discurso que aún tenía lugar abajo:

—…y su acto no puede quedar impune, de modo que todo aquel que tenga información sobre el asesino será gratamente recompensado, y recibirá mucho más si además trae con él la cabeza de este criminal sin escrúpulos.

De repente, y casi por instinto, Garrett levantó la cabeza, justo a tiempo de ver situado en el tejado de otro edificio a un arquero soltando la cuerda tensada de su arma en dirección hacia él. Sin apenas tiempo, se vio forzado a maniobrar de forma rápida e imprecisa. La f lecha silbó sobre su cabeza mientras él se dejaba caer del tejado. Unos segundos más tarde y el resultado habría sido muy diferente.

Por desgracia, la precipitación con la que tuvo que esquivar el proyectil no le permitió calcular bien el descenso, de modo que cayó de forma estrepitosa, lo que llamó la atención de los ciudadanos y guardias que estaban cerca de él.

Al darse cuenta del alboroto y del responsable que lo había causado, el miembro del Consejo que hablaba se alarmó.

—¡Es él!, ¡es el asesino! ¡Ha venido a acabar con nosotros! ¡Acabad con él!

De modo que el vil asesino del que hablaban no se trataba de Gunthar. Se referían a él.

—Genial.

Los ciudadanos abandonaron la plaza en desbandada, y los miembros del Consejo se ocultaron en la Asamblea. Por otra parte, los guardias de la plaza empezaron a formar, a la vez que acudían más procedentes de la calle principal, alertados por el revuelo generado. Garrett pronto se vio atrapado entre las alabardas de los guardias que custodiaban las puertas de la Asamblea y las de aquellos que llegaban desde abajo.

La has hecho buena… Quizá no deberías haber venido…

—¿Tú crees?

Los dos grupos de soldados comenzaban a acercarse el uno al otro despacio y con las armas apuntando al hombre ante ellos. La única opción de huida era descender por la calle principal y buscar la primera vía alternativa que lo condujera hasta la muralla, pero, para ello, debía superar al grupo que ya bloqueaba la bocacalle.

Esto va a ser divertido…

—No sabes cuánto.