El sentido del camino

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El sentido del camino
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David Gómez Fernández




El sentido



del camino












1ª edición en formato electrónico: agosto 2020




© David Gómez Fernández




Diseño de la cubierta: ImatChus





Terra Ignota Ediciones



c/ Bac de Roda, 63, Local 2



08005 - Barcelona



931.73.22.29 - 638.07.85.00





www.terraignotaediciones.com







ISBN: 978-84-122357-4-6





IBIC: FA YFB 2ADS





La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.





Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.



Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).




David Gómez Fernández





El sentido



del camino






Prólogo







Agradecimientos







Notas del autor





CAPÍTULO I


La inquietud



CAPÍTULO II


La decisión



CAPÍTULO III


La Villa de Madrid



CAPÍTULO IV


José el “Kiyo”



CAPÍTULO V


El sabio Osuna



CAPÍTULO VI


La búsqueda



CAPÍTULO VII


Almudena



CAPÍTULO VIII


Pedro: El gitano



CAPÍTULO IX


Bornos



CAPÍTULO X


La inundación



CAPÍTULO XI


Siete bandoleros



Capítulo XII


Los invertidos



CAPÍTULO XIII


El Maestro



CAPÍTULO XIV


Alicante







Prólogo





Con este relato novelado que lleva por título El sentido del camino, su autor, David Gómez Fernández, se presenta ante el público lector de novelas ofreciéndole su primera obra literaria.



Al escribir y decidir publicar El sentido del camino, David Gómez Fernández ha emprendido una tarea no exenta de cierta valentía, pues lo que la obra nos ofrece es, en buena medida, un autorretrato del autor con el que éste pretende presentar ante el público su personalidad al desnudo.



La obra que el lector tiene entre sus manos tiene el estilo literario de una fábula cuya moraleja encierra aquello que su autor desea ofrecer a sus lectores a modo de enseñanza crucial para sus vidas, a saber: que la felicidad es el fin supremo hacia el que la vida humana tiende de forma natural, y que dicho fin último se alcanza a través del conocimiento práctico de las virtudes éticas y morales que capacitan a los seres humanos para saber sostener, de forma permanente y continuada, y sin error o desviación errática alguna, una buena vida.



Los lectores de esta novela fabulosa podrán comprobar en cada una de sus páginas que el autor, el novel escritor David Gómez Fernández, atesora en cada una de ellas la sabiduría necesaria para poder revelarles en qué consiste el secreto guardado en ese maravilloso tesoro que es la felicidad.



Les invito pues a que lean El sentido del camino dejándose guiar por la sabiduría de su autor. Junto a los personajes que protagonizan la historia narrada en el libro hallarán, de la mano de David Gómez Fernández, el camino que les conducirá al conocimiento del significado más profundo que para este autor tiene el sentido de la vida humana.



Andrés González Gómez



En Alicante, a 11 de agosto de 2017.



San Vicente del Raspeig (Alicante)






Silvia, Lidia y Carla. Con vosotras encontré el tesoro…







Agradecimientos





Mis más sinceros agradecimientos a los que compartisteis conmigo uno a uno todos mis capítulos. Vuestros consejos y opiniones me ayudaron a seguir creciendo y a exigirme más en el siguiente.



Entre todos, me hicisteis crecer según avanzaba la historia.



A ti, Nerea Káiser (mi Dimi). Es imposible agradecer tanto en unas líneas. Desde el primer día, hiciste tuyo mi sueño. Pilar fundamental desde el minuto 0. Sobran las palabras…



Silvia, la persona que me ha dado todo cuanto tengo y que me ha hecho sentir el hombre más afortunado del mundo. Gracias por ser mi cómplice y apoyarme desde el primer momento.



Junto a ti, todo ha sido y sé que será posible siempre.




TE QUIERO.




Lidia y Carla, aunque aún no lo sepáis, este libro he podido escribirlo gracias a vosotras.




SOIS MI VIDA







Notas del autor





¿Cuándo y por qué decidiste escribir un libro? ¿Por qué en el siglo XVIII? Quizás sean las tres preguntas más frecuentes que me han realizado familiares y amigos.




En primer lugar, contestaré al “por qué”.




Desde muy temprana edad, siempre me gustó leer una noticia. Si era deportiva y del Barça, mucho mejor, pero nunca le hice ascos a leer cualquier artículo, entrevista o lo que fuera que me enriqueciera. Soy de los que piensa que el saber no ocupa lugar.



Fue pasando el tiempo y, a los dieciocho años, tuve la suerte de comenzar a trabajar en Librería Compás. Sin duda alguna, una de las más afamadas y con más reputación de Alicante, mi ciudad. Durante los doce meses que duró aquel periplo, descubrí por completo el maravilloso mundo de los libros. Era capaz de leer dos manuscritos en tan solo una semana.



Muchos fueron los autores y autoras que me atraparon con sus historias, pero sin duda, los dos que más me marcaron fueron John Grisham con sus tramas de abogados y Mary Higgins Clark con sus intrigantes novelas de suspense. Eso sí, nunca cerré la puerta a ningún género.



Durante mucho tiempo, y más que tiempo, años, me preguntaba si yo sería capaz de escribir un libro. Ni bueno ni malo, ni corto ni largo. Un libro. Con sus descripciones, sus diálogos y sus personajes. Todo bien hilvanado, para que mis lectores (no sé cuantos conseguiré), cuando estuvieran leyendo mi historia, disfrutaran con ella.



Poco a poco fui construyendo aquella historia en mi mente. El conjunto de una sucesión de ideas y pensamientos que día a día crecía y que comencé a anotar en una libreta ocupaban mis pensamientos por completo, y llegó un día en el que tuve la imperiosa necesidad de comenzar a exteriorizar todo aquello. Desde el primer momento, mi historia tenía principio y final. El resto llegó solo…




El “cuando” fue algo que nunca tuve previsto. Muchas veces me repetía:




«Mañana empiezo».




Y después de no sé cuantas intentonas fallidas, una fría mañana de enero, decidí que había llegado mi momento. Me veía capaz de plasmar todo aquello…




¿Por qué en el siglo XVIII? Creo (y es mi humilde opinión), que hoy en día tenemos o queremos más de lo que necesitamos. En aquel tiempo y en épocas anteriores, tenían poco donde elegir y daban más valor a las cosas. No había opción y con suerte, podías echarte un mendrugo de pan duro a la boca. Soy gran amante de la Historia y me apetecía, como he conseguido, conocer más del pasado de mi país. Elegí el siglo XVIII, como podía haber sido cualquier otro.



Tardé año y medio en terminarlo. No es fácil para un padre de familia trabajar, entrenar al fútbol y conciliar vida familiar y social con la tarea harto difícil de escribir un libro. Fueron muchas horas de insomnio, pero puedo decir en mayúsculas QUE HA MERECIDO LA PENA.



Esta historia me ha hecho ver la vida de otro modo. Me ha enseñado a valorar más todo. He conseguido ver siempre el vaso medio lleno y disfrutar de cuanto tengo, sin pensar en que podría tener más. En definitiva, ha conseguido que sea más FELIZ.

 



Aunque leer libros siempre me resultó fascinante, escribirlo es mágico. “Mi historia”, me ha permitido ensalzar el trabajo de mi padre. Una persona que trabajó duro para que no nos faltara de nada. También, cómo no, resaltar la importancia de la figura de una madre, en este caso la mía. La que siempre ha estado ahí cuidando de nosotros. Gracias por todo, mamá y papá.



He podido reencontrarme y disfrutar de personas importantes a las que nunca volveré a ver, que nos dejaron hace tiempo, pero jamás olvidaré. En especial a ti “Orejitas”, mi tío del alma. TE QUIERO.



También quise rendir mi humilde homenaje a dos personas a las que por diversos motivos y sin ser nada mío, siempre les tuve cariño:



Juan José Moreno Cuenca “El Vaquilla” (clan Moreno) y José Monge Cruz “Camarón” (clan Monge). Para vosotros mi humilde recuerdo.



Mención especial al “Maestro”. Amigo Fran, gracias por emocionarte conmigo. Nunca podré olvidar aquella llamada, cuando, como de costumbre, te pasé uno de mis capítulos y descubriste que eras tú. ¡Sí! ¡Tú eres el “Maestro”! Sé que te he hecho muy feliz.



Hay dos ciudades muy importantes en mi vida que no podían faltar en este entramado. Mérida, de la cual, tengo la gran suerte de conocer todo gracias a mi familia. Una familia que me ha demostrado que no es necesario tener la misma sangre para querer y ser querido.



Y, cómo no, ALICANTE. Si algo tenía claro es que mi tierra sería parte esencial de “Mi historia”, y, por supuesto, el Barrio de Santa Cruz y sus gentes. Estrechas y viejas callejuelas que esconden grandes momentos y recuerdos desde mi niñez a mi adolescencia.



Allí, y después de subir las empinadas escaleras de la calle San Rafael, se encuentra la ermita, donde cada Miércoles Santo, junto a mi primo Juan Carlos, tengo el honor de cargar sobre mis hombros al Cristo de la Fe, el “Gitano”, en la (que nadie se sienta ofendido) procesión más popular de Alicante. La procesión de SANTA CRUZ.




Esto es por ti, que me cuidas desde el cielo…







CAPÍTULO I




La inquietud





La luna iluminaba su cara. Majestuosa, sobre las tranquilas aguas del río Guadiana en una calurosa noche de julio en la ciudad de Mérida.



Sentado en una de las murallas del puente romano, David seguía absorto en sus pensamientos, solo interrumpidos por Pocha, su perra, su fiel amiga, que olisqueaba y daba vueltas sobre los restos de un hueso carcomido y desgastado.



Cerca de él, la estatua de la Loba Capitolina, aquella que amamantó a Rómulo y Remo, lo miraba con ojos imperturbables, penetrantes, buscando respuesta a aquellos pensamientos.



Cada noche, desde el comienzo de la primavera y la llegada del buen tiempo, recorría el puente silbando, otras veces canturreando alguna canción, hasta llegar allí, a su lugar predilecto, a aquella parte de la muralla donde se acostaba, y donde, su mente y su cuerpo tomaban diferentes caminos.



Recordaba todo lo que había dejado atrás, su pueblo, sus amigos, aquellos paisajes que adoraba… Era su lugar, su momento, donde sentía la paz que necesitaba, ya que, podía dejar volar su imaginación y sentirse más cerca de todo lo que añoraba, hasta que, un ladrido de Pocha indicándole que era el momento de regresar, lo devolvía a la realidad.



Hacía un año de su partida, ya no era aquel chico alegre y risueño, dicharachero y parlanchín. Sus ojos, reflejaban lo que ocurría en su interior, algo invisible, que desconocía, pero que a la vez le hacía sentir diferente a como era él.



Pero esta noche, nada de todo eso recorría su mente ni sus pensamientos, había algo que centraba toda su atención, aquella conversación que escuchó días atrás y que lo tenía intrigado.



―¡La Felicidad! ¿Qué es La Felicidad?



La reflexión en voz alta, hizo que Pocha lo mirara por unos segundos, sorprendida, levantando las orejas en señal de sorpresa, ya que, David, siempre se sumía en un silencio imperturbable por nada y por nadie hasta el momento de volver a casa.



Aquella mañana, David había ido al mercado de Santa Eulalia, como otras tantas, a comprar ciruelas para su madre. Desde que nació Miguel, su hermano pequeño, sufría grandes dolores de tripa debido a las complicaciones durante el alumbramiento, las cuales, le provocaban una difícil digestión que en ocasiones la tenían encamada durante varios días.



Contaban las curanderas que la ciruela era una fruta que ayudaba a solucionar este tipo de problemas, y aprovechando la época estival, llevaba semanas comiéndolas.



―Dos por la noche, durante treinta noches, y que tome brotes de alfalfa al alba, hervidos en agua. Con esto, los problemas desaparecerán ―le había dicho Eufrasia, la vieja curandera que vivía sola alejada de la ciudad, en la aldea del Peri, la noche que Ginés, padre de David, subió desesperado ante los gemidos de dolor de Ana.



Por la ciudad, entre los lugareños, corría el rumor de que era bruja, que por las noches encendía hogueras e invocaba al diablo, al cual, había entregado su alma años atrás. Se decía que era inmortal.



Las pocas veces que se dejaba ver por la ciudad, las gentes no se atrevían a mirarle a la cara, se apartaban despavoridas y con temor de que esta, les lanzara una maldición por el solo hecho de fijarse en ella. Fue por eso que Ginés, subió acompañado de dos de sus hombres de confianza, y llenos de temor ante la idea de encontrar a Eufrasia en cualquier tipo de invocación demoníaca.



El mercado de Santa Eulalia estaba enclavado en la calle que le daba su nombre, verdadera arteria vital de la ciudad, que perpetuaba el que fuera eje de la colonia romana, el Decumanus Maximus. Esta vía seccionaba la urbe de oeste a este, desde la puerta del puente sobre el río Guadiana hasta donde comenzaba el mercado y donde, en otro tiempo, estuvo ubicada otra puerta, de ahí que esta plaza recibiera el nombre de Puerta de la Villa.



En la actualidad ya no había puerta, sino una estatua femenina de bronce, representando a la arqueología como una mujer, vestida a la usanza romana, portando un ramo de laurel en una de sus manos.



El mercado ocupaba toda la calle hasta desembocar en la entrada opuesta, donde se accedía también por la denominada Plaza de España.



Era un mercado rico en frutas, legumbres, especias, vinos. Los mercaderes de los pueblos cercanos aprovechaban la gran afluencia de gente que este tenía para lucir sus mejores galas, dejando las mercancías de menor calidad para otros que no podían permitirse estos alimentos por su elevado coste.



El puesto de las ciruelas se encontraba a mitad de la calle. Era una mañana muy calurosa, el calor era tan asfixiante que penetraba en la garganta produciendo en ocasiones una respiración dificultosa. David y Pocha, como cada día que visitaban el mercado, bajaban a la carrera desde la entrada hasta el puesto de la señora Lupe, que siempre los recibía con la mejor de sus sonrisas, la cual disimulaba una cara de arrugas castigada por los años.



―¡Buenos días, doña Lupe! ―saludó David casi sin respiración.



―¡Hola, hijo! Enseguida te doy lo tuyo ―dijo Lupe a la vez que se giraba hacia una hilera de cestas de color verde, donde en lo alto, anudada en una de sus asas se encontraba la bolsa con las catorce ciruelas que semanalmente desde hacía ya quince días, recogía David.



―Aquí tienes. ―Lupe le entregó la bolsa, a la vez que acariciaba cariñosamente a Pocha, la cual le devolvió el gesto lamiéndole la mano en señal de agradecimiento.



David le entregó dos monedas y casi sin decir adiós, desapareció a la carrera, tal y como había llegado.



El puesto de Lupe se situaba en un marco privilegiado, justo a su espalda, imponente, señorial, se ubicaba el Arco de Trajano. Un arco de quince metros de altura, con un núcleo de hormigón y base revestida de lastras marmóreas, de un solo vano, con dos aberturas laterales de medio punto.



Un conjunto de palmeras en uno de sus laterales, ofrecían sombra y daban tregua para poder resguardarse del sofocante calor.



En las ocasiones que David iba al mercado, siempre por norma general, volvía a casa cruzando el arco, le gustaba contemplarlo y alzaba la vista preguntándose, cómo y quién había podido construir algo tan alto y con esa forma redondeada.



Una de las mañanas en las que regresaba, encontró a un grupo de abuelos que, sentados alrededor de una palmera, charlaban distraídamente contando anécdotas e historias de sus vidas, de su pasado. Hablaban del campo, de las primeras cosechas que recogieron con sus padres o abuelos, del tiempo, del mar… David desataba su cantimplora de hojalata del cinto, «parece de legionario romano», le había dicho su padre, y mientras bebía y se refrescaba los escuchaba atento, en muchas ocasiones sin entender incluso nada de lo que allí se decía.



Pero en esta ocasión fue diferente; a medida que iba acercándose a ellos, fue observando gestos, miradas e incluso un tono de voz distinto al que estaba acostumbrado a oír en días anteriores.



Uno de ellos, bajo y tripón, que portaba un pañuelo anudado en la cabeza y un gorro de paja para protegerse del incesante sol, se levantó. Hablaba con excitación:



―¡Dicen que La Felicidad es un tesoro! ―comentó mientras los otros lo miraban atónitos―. ¡Me lo ha dicho un mercader de lana que viene de aquellas tierras!



―Un tesoro, ¿de qué época? ―preguntó dando un respingo de la piedra donde estaba sentado un viejo escuálido que mostraba, con cara de codicia, el único diente que conservaba de su dentadura.



―Yo nunca había oído hablar de La Felicidad, ¿qué más sabes! ¡Cuéntanos! ―dijo otro que se había levantado colocándose a su lado.



Todos se acercaron al viejo del pañuelo para poder escuchar aquello que este iba a decirles; sus caras eran de nerviosismo y expectación. Aquellos hombres de tan avanzada edad habían oído muchas historias de batallas, reyes y reinas, imperios o reinados grandes en los tiempos. Y aunque sí de otros, no de este tesoro al que llamaban Felicidad.



Cuando quiso darse cuenta, David y Pocha, estaban formando parte del círculo que rodeaba al viejo, con los ojos abiertos como platos, esperando el momento en el que comenzara a hablar….







CAPÍTULO II




La decisión





Un año antes…




Bastaban un par de troncos para calentar la casa donde vivían. Era pequeña, de un solo piso. Totalmente cuadrada, el comedor era la estancia principal, solo un dormitorio, donde dormían sus padres. David junto a su hermano Víctor, lo hacían juntos en un gran jergón de paja de dos metros por dos metros para protegerse de los fríos inviernos.



Una alambrada metálica delimitaba la superficie exterior, fuera un pequeño huerto el cual les servía de abastecimiento de tomates, patatas, coles y alguna fruta.



Contaban también con un pequeño cobertizo donde criaban gallinas para después vender los huevos recolectados a los vecinos del pueblo. Ana se dedicaba a esos menesteres: cuidar del huerto y vender los huevos.



Su padre, maestro constructor, estaba finalizando las obras de la pequeña capilla del pueblo, encomendada por Fray Joaquín, a través del arzobispado de La Coruña. Las gentes de Ézaro, profundamente religiosas y creyentes, ansiaban, desde tiempos antiguos, un lugar de culto donde rezar y honrar al creador. Tras años de obras interminables, por fin, estaban a punto de lograrlo.



David y sus padres vivían en Galicia, en Ézaro, un pueblo muy pequeño de la Costa da Morte situado a muy poca distancia del pueblo de Pindo.



Admirado en toda Galicia por su cascada en el mar y por su playa de arena blanca, Ézaro era un pueblo de pescadores donde se vivía en paz y armonía, y donde David había crecido feliz y despreocupado. Todo esto iba a cambiar y su mundo daría un giro de ciento ochenta grados… Tras veinte años de matrimonio habían concebido dos hijos, David de 16 y Víctor de 13. Ahora, de nuevo se encontraba encinta del que iba a ser su tercer retoño.



Ana, una mujer menuda de metro sesenta y apenas cincuenta kilos, mostraba un poderío físico nada acorde a su complexión. Desde muy niña, junto a sus padres trabajó en el campo, donde aprendió a convivir con el frío intenso y el calor más sofocante, desde las primeras horas del alba hasta la caída del sol.



Esto le hizo ser una niña y posteriormente una mujer fuerte mentalmente, que valoraba todo lo que había conseguido a lo largo de su vida.

 



Ginés era diametralmente opuesto en el aspecto físico. Hombre fornido, alto, de tez morena con manos grandes y un bigote grueso que otorgaba a su rostro un aspecto de seriedad que nada se ajustaba a su jovialidad.



También trabajó desde muy joven con su padre, del cual heredó su profesión como maestro constructor, tras unos comienzos harto complicados debido a su impaciencia y celeridad por querer aprender el oficio.



Ambos vivían felices, y aunque nunca hablaron de volver a procrear, esperaban con gran ilusión la llegada de su tercer hijo.



Aquella noche, Ana se notaba extraña. Después de la cena –sopa de calabacín y una hogaza de pan untada con tomate– notaba ardores y algún que otro retortijón, que achacó a los tomates recogidos aquella misma tarde, los cuales, estaban un poco verdes.



Sin decir nada, después de arropar a David y a Víctor y darles un beso de buenas noches como siempre hacía, se fue al lecho, donde ya llevaba un largo rato Ginés, tras un día de trabajo agotador.



Al levantarse, notaba los mismos síntomas. Ginés había marchado como cada día antes de que el sol saliera, las obras se encontraban bastante avanzadas y el arzobispado deseaba verlas finalizadas lo antes posible ante la “amenaza” de quedarse sin fondos para el pago de las mismas.



―Ginés, las obras no pueden demorarse en demasía. Las arcas del arzobispado comienzan a resentirse y son muchas las peticiones de pueblos y aldeas de la comarca que solicitan ayuda. El arzobispo está muy contento con tu labor, por ello, quiere ver finalizada la capilla y poder hacerte entrega de los honorarios restantes a la mayor brevedad― le había dicho fray Joaquín una de las muchas mañanas que visitaba las obras.



―No se preocupe fray Joaquín. Comunique a su excelencia que, en el plazo máximo de dos meses, la capilla de Ézaro será una realidad.



Después de aquella conversación, se intensificaron esfuerzos y cada jornada se hizo más larga y duradera con el fin de poder cumplir con el plazo prometido.



Ana llenó un cuenco de leche y lo tomó frente a la puerta mirando un cielo gris que amenazaba tormenta, a la vez que observaba a sus hijos como corrían de aquí para allá jugueteando distraídamente.



―¡Chicos!, ¡venid! ―los llamó de forma enérgica―. El cielo está muy gris y el aire ha parado, creo que se acerca una tormenta. Recoged las patatas y tomates que estén listos, si no se echarán todos a perder.



―¡Vale, madre! ―contestaron ambos al unísono―. David y Víctor eran dos chicos serviciales que siempre estaban dispuestos a ayudar a sus padres en todo. Cogieron las cestas de mimbre donde colocaban la cosecha y comenzaron a recolectar las piezas que a su juicio estaban listas para comer.



Cuando hubieron terminado de recoger, guardaron y apilaron en hileras la cosecha: tomates por una parte y patatas por otra.



Era mediodía y Ana ya tenía preparada la comida, una cazuela de habas con tomate (la preferida de sus hijos), como premio al gran esfuerzo que habían realizado durante toda la mañana.



―¡David!, ¡Víctor!, la comida está lista. ¡Asearos y pasad a comer!



―¡Enseguida, madre! ―contestó Víctor mientras le acercaba a su hermano la última cesta de patatas para que este la colocara en su lugar.



Dieron buena cuenta de todo, con un hambre tan voraz que parecía que llevaran un par de días sin probar bocado. Acabaron con todas las habas e incluso rebañaron del fondo de la cazuela los restos de tomate restantes.



Ana no probó bocado, los observaba con ternura y orgullo, hasta que un fuerte dolor le devolvió a la realidad. Comenzaba a preocuparse, ya que los síntomas iban intensificándose a medida que transcurría el día, aunque no quería alarmar a sus hijos. Esperaría hasta el regreso de Ginés.



Al terminar se acostaron en el jergón, se taparon y girándose cada uno hacia un lado se quedaron dormidos. Comenzaba a notarse el frío, Ana preparó una manzanilla, agarró el cuenco de barro con fuerza para calentarse las manos y se acercó a la ventana que había junto a la puerta, justo donde se encontraba la mesa con las tres sillas de las que disponían.



«No hay duda, se acerca una fuerte tormenta», se dijo para sí misma, mientras daba sorbos al cuenco―. Terminó de beberla y se acostó en su dormitorio con la esperanza de que al levantarse pudiera encontrarse mejor.



Un fuerte dolor la despertó. Notaba que la tripa iba a reventarle, eran punzadas tan fuertes que le producían náuseas. Había perdido la noción del tiempo, no oía a sus hijos, «¿dónde estarán? », pensaba. Sudaba, sentía escalofríos recorrer todo su cuerpo y un frío intenso que la hacía tiritar.



Se levantó a tientas, estaba oscuro y no veía, tropezó, pero por fin llegó a la puerta. La abrió y sujetándose la barriga grito:



―¡David!, ¡Víctor!, ¡hijos míos, necesito ayuda!



Lo repitió tres, cuatro, cinco veces. Con cada grito, con cada llamada de socorro se sentía desfallecer. Por fin la puerta se abrió.



Los dos hermanos entraron a la casa empapados por la incesante lluvia, estaban jugando en el cobertizo como hacían siempre.



Encontraron a Ana sentada en el suelo, en la puerta de la habitación con las manos rodeando el vientre.



―¡Madre, madre! ¿Qué sucede? ―preguntó Víctor con cara pálida y ojos llorosos.



Sin decir nada, David cogió en brazos a su madre y la volvió a acostar en la cama, mostrando una tranquilidad que en realidad no era tal:



―Madre, ¿qué le ocurre? ―preguntó en esta ocasión David.



Desde ayer siento punzadas y dolores en la tripa que no son normales, pero no he querido decir nada para no alarmaros, quería esperar al regreso de padre.



―¡Madre! ―balbuceó Víctor ya con las lágrimas descendiendo por sus mejillas al tiempo que se acostaba a su lado y le agarraba las manos.



Ana era una mujer fuerte. Sabía que sus hijos estarían asustados, los conocía. Así que, con toda la serenidad que pudo mostrar e intentando no quejarse en demasía para no preocupar y ponerlos más nerviosos, les dijo:



―David, tú ve al pueblo en busca de padre. Si no lo encuentras en la capilla, ve a la venta de don Basilio, se encontrará allí, como hace cada día después de la jornada. Víctor hijo, tú te quedarás conmigo. Llena un cuenco de agua y le echas quince gotas de limón, lo tomaré mientras esperamos a que llegue padre. No te asustes, todo está bien.



Tras escuchar las órdenes de su madre, David salió a la carrera en busca de Ginés. Tal y como había predicho Ana llegó una vigorosa tormenta. La casa donde vivían estaba algo alejada del núcleo principal del pueblo y en la parte opuesta donde se situaba la capilla.



Todo estaba embarrado, una cortina de agua dificultaba su visión, tropezó con una piedra y se dio de bruces contra el suelo. Sin tiempo para quejarse se levantó y continuó corriendo todo lo deprisa que le permitían sus piernas, no quería tardar, recordó el estado en el que se encontraba su madre y un gran miedo recorrió todo su cuerpo. Por fin llegó a la capilla, exhausto, le faltaba la respiración.



―¡Padre!, ¡padre!, ¡soy yo, David, tu hijo! ―gritaba y gritaba, pero no encontraba respuesta alguna.



―¡Maldita sea! ―se maldecía―. Para llegar a la venta tendría que correr otro trecho y se preguntaba como seguiría su madre.



Sin tiempo que perder partió. «Cuanto antes saliera antes llegaría», pensó. La lluvia no cesaba, incluso tenía la sensación de que llovía más fuerte.



Estaba empapado y el peso de su ropa iba en aumento, una capa de barro cubría la suela de las botas, lo que le provocó varios tropiezos que a punto estuvieron de hacerlo caer nuevamente.



La venta de don Basilio era un lugar muy concurrido por viajeros que pasaban por el pueblo, mercaderes que llegaban a Ézaro a vender sus materias primas o lugareños y vecinos de pueblos colindantes que después de sus quehaceres aprovechaban, con el pretexto de sacarse el frío del cuerpo, para beber algún chato de Ribeiro o una bebida procedente del hollejo de uva a la que llamaban orujo y que les hacía entrar en calor de manera inmediata.



Cuando abrió la puerta, no pudo distinguir la figura de su padre. Debido a la fuerte lluvia, la venta estaba abarrotada, la gente bebía y charlaba distraídamente esperando a que amainara la