Loe raamatut: «Tradición y deuda», lehekülg 4

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El evento de Sotheby’s tuvo un impacto tremendo en la escena artística local no oficial. Los críticos de arte rusos escriben hoy que “en este momento Sotheby’s entró solemnemente en la historia del arte ruso” y, de hecho, fue el título del catálogo el que anunció al público soviético la llegada de una nueva categoría cultural: “arte contemporáneo”. Aquí uno es testigo de un evento verdaderamente lexicográfico, ya que Sotheby’s transformó la categoría histórica previa del arte –“arte no oficial soviético” o “inconformismo soviético”– en “arte soviético contemporáneo”.28

Si el mercado del arte transformó las distinciones institucionales locales (entre artistas soviéticos oficiales y no oficiales) en la categoría general y “global” de arte contemporáneo, lo hizo al valorar la persistencia de la tradición en la obra. En la subasta se puede encontrar indicios de esto en uno de los éxitos sorpresivos de la subasta: una pintura de Grisha Bruskin, artista hasta ese momento poco conocido en Occidente, que se vendió por £220 000 excediendo dramáticamente el precio estimado (entre £17 000 y £24 000) (figura 1.4). Como escribió Richard W. Walker en ARTnews, “un precio tan extraordinario podría explicarse por la naturaleza inusual de la pintura: una pintura de 220 x 303,84 cm, compuesta por treinta y dos lienzos, cada uno con cuatro de los personajes rusos característicos de Bruskin, pintados como estatuas de mármol blanco al estilo estalinista”.29 En otras palabras, si bien la desregulación de la imagen puede haber sido un instrumento para deshacer la infraestructura artística oficial soviética, también valorizó las características históricas de la tradición de la URSS: en el caso de Bruskin, un pastiche bastante extraordinario entre arte popular ruso y realismo socialista estalinista. Fueron precisamente esas referencias a la herencia soviética las que se convirtieron en “puntos de venta” o marcadores de identidad a medida que el arte de la URSS desarrolló un perfil internacional.

1.4. Grisha Bruskin, Fundamental Lexicon, 1986. Óleo sobre lienzo, 220 x 304 cm. © Grisha Bruskin.

La cuarta exhibición que quiero considerar, el pabellón australiano en la Bienal de Venecia de 1990, reorganizó de un modo similar las categorías estéticas convencionales a través de un recurso a lo contemporáneo. En este caso, las prácticas artísticas occidentales e indígenas se sintetizaron para producir una forma de tradición que buscaba darle al arte australiano un perfil distintivo en el entorno competitivo del amplio espectro de pabellones nacionales de la Bienal de Venecia. La presentación estuvo dedicada a dos artistas de ascendencia aborigen. Rover Thomas y Trevor Nickolls. Mientras las artes aborígenes australianas de carácter turístico –cuya forma, con frecuencia, era motivada por el contacto con antropólogos o docentes occidentales– habían estado disponibles para los extranjeros desde finales del siglo XIX, no fue sino hasta los años setenta y ochenta, tras la incorporación de los artistas de Papunya Tula como corporación en 1971-1972, que las pinturas acrílicas basadas en formas tradicionales aborígenes extraídas de “el Sueño” comenzaron a ingresar a los circuitos internacionales de arte.30 “El Soñar” es un término europeo para los procedimientos o ritos con que los aborígenes australianos establecen contacto con sus ancestros por medio de historias y huellas en el paisaje. Los derechos ceremoniales y territoriales relacionados con el Soñar y sus historias son heredados, pero en la ejecución suele haber variaciones individuales. Las pinturas acrílicas, cuyo contenido sagrado fue modificado para evitar que los no iniciados vieran lo que les estaba prohibido, y cuyas formas, típicamente compuestas por pequeños puntos individuales, parecían abstractas, fueron muy valoradas fuera de las comunidades aborígenes por su belleza y elegancia formal. En 1990 habían alcanzado un perfil internacional, como lo indica la presencia del trabajo de la comunidad yuendumu, Yam Dreaming, en “Magiciens de la Terre”. Sin embargo, es significativo que tanto la pintura de Thomas como la de Nickolls fueran más allá de este modelo tradicional para sintetizar explícitamente la experiencia de los aborígenes euroaustralianos. Thomas, por ejemplo, exhibió una obra titulada Roads Meeting (1987; figura 1.5), que el curador Michael O’Ferrall describió como “un paisaje donde la industria ganadera, la música country, las maniobras militares y el estruendo de los camiones con remolque luchan por imponerse en el silencio de las colinas y las llanuras cubiertas de hierba seca”.31 Y en obras como Dollar Dreaming (1984), Nickolls introdujo explícitamente la experiencia urbana, incluido el consumo, en la pintura aborigen de puntos. En otras palabras, las obras contemporáneas de Thomas y Nickolls refinan y revalorizan las distinciones entre expresiones euroaustralianas y expresiones indígenas australianas. Como escribió O’Ferrall en su introducción:

A medida que Australia entra en la década del noventa, el arte aborigen se considera cada vez más como una parte importante e integral de la práctica artística contemporánea nacional. La expresión individual y a menudo muy indirecta de los artistas aborígenes ha inyectado una nueva diversidad en el arte australiano y le ha añadido una dimensión crítica significativa. [...] La situación, como sugirió el destacado historiador de arte australiano Bernard Smith, es una muestra de la creciente convergencia en una expresión cultural dentro de dos tradiciones estéticas nacionales hasta ahora consideradas como entidades separadas.32

Tal convergencia de dos experiencias distintas de la tradición tenía un fuerte valor político. Durante la mayor parte de la historia australiana hasta la fecha, a los pueblos aborígenes se les han negado los derechos legales sobre sus tierras tradicionales y se los ha marginado económicamente de un modo severo. La celebración oficial del arte aborigen a través de exposiciones de arte como el pabellón de Venecia de 1990 o de espectáculos como los juegos olímpicos de Sídney en 2000, así como el ingreso generalizado de la iconografía aborigen en la cultura popular australiana, es parte de una política nacional de multiculturalismo que parece tener como objetivo cancelar una deuda socioeconómica con los pueblos originarios a través de las “ganancias” simbólicas obtenidas al celebrar su cultura.

1.5. Rover Thomas, Roads Meeting, 1987. Pigmentos naturales y aglutinante sobre lienzo, 90 x 180 cm. © National Gallery of Australia, Canberra / Bridgeman Images. © Rover Thomas / Copyright Agency. Autorizado por Artists Rights Society (ARS), Nueva York, 2020.

Permítanme resumir, entonces, el campo revisionista del arte contemporáneo global tal como se manifiesta en las cuatro exposiciones que he considerado. En “Magiciens de la Terre” los artistas se posicionaron como individuos encantados a los que, debido a su poder trascendental, se les perdona la deuda con la modernidad (o tal deuda se vuelve incoherente). Una economía de la creatividad chamánica –ya estrechamente alineada con las nociones románticas del artista aún vigente en Occidente– desregula los lenguajes estéticos normativos al afirmar una equivalencia entre los diversos actos creativos.

En el caso de la Bienal de La Habana, un grupo diverso de artistas y artesanos del tercer mundo establecieron una forma de solidaridad colectiva con el fin de rechazar su deuda con el primer mundo, del mismo modo en que, en los siglos XX y XXI, en el contexto de la crisis de deuda soberana, un Estado nación puede optar por declarar ilegítima la deuda que tiene con sus acreedores. Estas dos primeras exposiciones abrazaron un modelo de cosmopolitismo como estructura de intercambio global, pero lo hicieron sobre la base de principios de coexistencia muy diferentes. “Magiciens de la Terre” buscó revertir la así llamada subordinación primitivista de las expresiones estéticas indígenas a las formas de vanguardia que se inició a finales del siglo XIX y principios del XX con artistas que van desde Paul Gauguin hasta Pablo Picasso. Esa fascinación por culturas desconocidas y pensadas erróneamente como “primitivas” persistió de maneras multiformes a lo largo del siglo XX; y a pesar de que la revalorización realizada por “Magiciens de la Terre” tenía la intención de colocar las prácticas indígenas en pie de igualdad con las modernistas, muchos críticos condenaron justificadamente una relación imperialista persistente entre el centro metropolitano occidental de París y las llamadas periferias. La III Bienal de La Habana, en cambio, buscó trazar un nuevo mapa estético del mundo reuniendo el arte de las llamadas “naciones no alineadas” justo cuando el orden geopolítico de la Guerra Fría colapsaba. Mientras que “Magiciens de la Terre” dejó implícitamente intacto el mundo del arte occidental, incluso si intentaba subvertir su sistema de valores, la III Bienal de La Habana tenía como objetivo desarrollar una nueva infraestructura para un mundo del arte policéntrico. A pesar de sus diferencias, estas dos exposiciones compartieron el cosmopolitismo como su estrategia amplia, ubicando las expresiones modernistas, indígenas y las de la cultura de masas, unas junto a otras para interrumpir las jerarquías convencionales entre ellas.

La subasta de Sotheby’s en Moscú y el Pabellón de Australia en Venecia proponen un marco geopolítico diferente para mapear el arte global contemporáneo. En lugar de cosmopolitismo, encontramos el nacionalismo. De hecho, la era posterior a la Guerra Fría experimentó un resurgimiento del nacionalismo en todo el mundo, en regiones tan diversas como África, Oriente Medio y Europa del Este, que a menudo condujo a la creación de nuevos Estados nación como en la desintegración de Yugoslavia y Checoslovaquia, por no hablar de la Unión Soviética. En la práctica del arte, esos impulsos nacionalistas estaban estrechamente ligados a la tradición. Como he mostrado, en contextos tan diferentes como la URSS y Australia, los marcadores de la tradición nacional, que van desde referencias al estalinismo hasta la incorporación del arte aborigen australiano, funcionaron como características distintivas que podrían facilitar el ingreso de ciertos circuitos artísticos, anteriormente marginados, en los circuitos globales de exhibición y venta. Si, en los mundos cosmopolitas, la deuda con las tradiciones occidentales se neutraliza al establecer una equivalencia entre obras de arte basadas en un creador trascendente o igualitario –la excepcionalidad del artista (como chamán) o la solidaridad política entre artistas del Sur Global–, desde una perspectiva nacionalista el objetivo del arte es establecer un perfil nacional fuerte, que está estrechamente ligado a la tradición. Como modelos de circulación global, el cosmopolitismo y el nacionalismo también difieren en una cuestión de énfasis: el primero se basa en una equivalencia multicultural quizás ilusoria, mientras que el segundo se basa en la competencia. En cualquier caso, la capacidad de dar visibilidad en estas condiciones implica la reactualización de la tradición como un recurso para rechazar el endeudamiento con las formas de arte occidentales. De hecho, debido a que la genealogía modernista globalmente aceptada del arte contemporáneo se originó en Occidente, las formas modernistas que se han desarrollado en otros lugares habitualmente se consideran epigonales, literalmente en deuda con las tradiciones metropolitanas extranjeras. La tradición parecía tener la capacidad de pagar esta deuda... con intereses.

Esta dinámica indica una crisis historiográfica. A pesar de las críticas generalizadas al historicismo –a la tendencia a contar la historia como una narrativa evolutiva lineal–, los relatos dominantes sobre el arte contemporáneo siguen enraizados en los valores del progreso y la innovación. Esto puede parecer paradójico dado que estrategias estéticas como la repetición, la cita y la apropiación –que son epigonales por definición– han ganado tal prevalencia entre los artistas occidentales desde la década del ochenta. Pero la paradoja colapsa fácilmente: este tipo de repetición se vuelve “progresista” y susceptible de canonización historicista en el relato de sus innovaciones conceptuales, es decir, en su contribución teórica o filosófica a cualquier historia del arte sostenida en el avance constante. Se podría decir que mientras el arte moderno innovó en la forma, el arte posmoderno y contemporáneo innovó en la estrategia. Es por eso que “crítico” se ha convertido en uno de los términos principales para elogiar al arte desde el surgimiento del conceptualismo a fines de la década del sesenta y setenta. En lugar de inventar un lenguaje visual único (como lo hicieron las vanguardias del siglo XX con el cubismo, el constructivismo, De Stijl, el dadaísmo, el surrealismo, etc.), la crítica estética analiza los códigos visuales existentes exponiendo su estructura ideológica; la novedad en este caso es inherente al ingenio de su estrategia. Artistas agrupados bajo la etiqueta de “apropiacionismo” a finales de los setenta y en los ochenta, por ejemplo, reencuadraron, refotografiaron y reeditaron contenidos existentes con el objeto de manifestar las dimensiones ideológicas y no reconocidas de sus propiedades sociales, políticas y económicas. Richard Prince volvió a tomar fotografías del “hombre de Marlboro”, basadas en cowboys estadounidenses que aparecían en anuncios de cigarrillos, y Barbara Kruger introdujo fotografías antiguas en sus obras de gran escala que combinan imagen y texto para imitar la retórica seductora de los diseños de revistas. Dara Birnbaum reeditó imágenes de video tomadas de la televisión y Sherrie Levine hizo sus propias “ilustraciones” del trabajo de “maestros” modernos como Egon Schiele o Walker Evans, dibujando o refotografiando. Estos actos de apropiación estaban al servicio de recontextualizar varios códigos visuales para develar sus valores ideológicos (el anuncio de Marlboro parece un arte romántico barato que glorifica la masculinidad del vaquero; las viejas fotografías utilizadas por Kruger y el video editado por Birnbaum a menudo revelan roles sexistas de género; y la miniaturización de Levine de los maestros modernos desinfla su primacía histórica). En otras palabras, cada uno de estos artistas utilizó estrategias literalmente epigonales para exagerar aspectos de la imagen de la que se apropiaban y que solían pasar desapercibidos.

Estas prácticas de apropiación fueron prominentes dentro de lo que llamo el lenguaje estético modernista / posmodernista, estrechamente alineado con los mundos del arte occidental. Si bien la crítica no fue inherentemente ajena a las otras dos expresiones que he considerado –realismo / cultura de masas y popular / indígena– los modelos historicistas no comprenden correctamente el modo en que la tradición reactiva el pasado para señalar futuros alternativos.

En otras palabras, para acomodar las interacciones globales entre deuda y tradición es necesario un nuevo tipo de historia del arte que opere desde una concepción diferente de la relación entre pasado, presente y futuro. Las teorías posmodernas, que fueron dominantes en los mundos del arte metropolitano de Occidente durante la década del ochenta, reconocieron esta crisis historiográfica, aunque desde una perspectiva fundamentalmente occidental. De hecho, el posmodernismo mismo surgió en gran medida como respuesta a condiciones específicas de desregulación de la imagen y al esfuerzo por combatir la especificidad tanto del medio como de la expresión que eran endémicos para el mundo desarrollado de finales del siglo XX, debido a una debilitación o incluso un colapso de la distinción entre las bellas artes y las formas de la cultura de masas como la publicidad, la televisión y el cine. Como sostuvo Fredric Jameson en su canónico ensayo “La lógica cultural del capitalismo avanzado”, surgió una fascinación por el “paisaje ‘degradado’ del trash y el kitsch, de las series de televisión y la cultura del Readers Digest, de la publicidad y los moteles”.33 A pesar de su actitud condescendiente hacia el “paisaje ‘degradado’” de la cultura de masas, el análisis de Jameson es una herramienta invaluable para elaborar una descripción adecuada del arte contemporáneo global. Para él, el colapso de la superioridad jerárquica del arte moderno, que lo volvió incapaz de servir como estándar para la producción de arte a nivel mundial o incluso en el propio Occidente, condujo a la “heterogeneidad sin norma”.34 En otras palabras, desde un punto de vista estético, la subordinación jerárquica de las expresiones estéticas del realismo / la cultura de masas y de lo popular / indígena a lo moderno / posmoderno ya no podía sostenerse. De hecho, las cuatro exposiciones que he examinado proponen respuestas a tal “heterogeneidad sin norma”, especulando sobre nuevas normas: el artista como mago, la solidaridad del tercer mundo, el poder del mercado y la puesta en escena estratégica del biculturalismo para promover agendas nacionalistas.

Desde la perspectiva de Jameson, lo que llamo desregulación de la imagen desafió la estructura evolutiva del historicismo. Jameson sostiene que

con el derrumbe de la ideología del estilo del alto modernismo –aquello que es tan peculiar e inconfundible como las huellas digitales, tan incomparable como el propio cuerpo– [...] los productores culturales no tienen hacia dónde volverse más que al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global.35

Para Jameson, esta promiscua “imitación de estilos muertos” asume la forma del pastiche, al que considera un género apolítico donde la escoria de muchos períodos –los “estilos muertos”– flota desvinculado de cualquier marco histórico sintético. Y mientras que la parodia, al retener una norma como objeto de burla, puede seguir funcionando como crítica, el pastiche pone en cortocircuito el historicismo al producir el colapso completo de las jerarquías mediante la evacuación total de cualquier norma reguladora. Como dice Jameson,

El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo peculiar o único, idiosincrásico [...], pero es una práctica neutral de tal imitación, carente de los motivos ulteriores de la parodia [...], despojada de risas y de la convicción de que junto a la lengua anormal, de la que se ha echado mano momentáneamente, aún existe una saludable normalidad lingüística.36

Quisiera argumentar que, si bien gran parte del arte contemporáneo global puede parecer un pastiche, esto no significa que esté “despojado de convicción”. Por el contrario, en su capacidad de pulverizar las jerarquías establecidas por el “alto modernismo”, el llamado pastiche puede incorporar y recalibrar el valor relativo de los tres lenguajes estéticos que he comentado, incluyendo el realista / de la cultura de masas y el popular / indígena. El pastiche establece una relación abierta y especulativa entre diversas expresiones; aborda el debilitamiento de la norma global no con la melancolía de Jameson, sino con un esfuerzo estridente por negociar nuevas relaciones interculturales a partir del colapso de las viejas. Como lo define Jameson, en lugar de pivotar sobre una estética estándar única como lo hace la parodia, el pastiche permite la producción de nuevas formas de poética a partir de las imágenes de las que se apropia; de hecho, es precisamente la forma de esas articulaciones lo que produce sentido en el pastiche. Dicho de otro modo: en el pastiche, la significación yace en la relación entre los diversos bienes culturales. Entonces, en términos geopolíticos, la parodia encarna un modelo de centro-periferia porque sigue centrada en una norma, mientras que el pastiche establece relaciones horizontales análogas a las de las redes del Sur-Sur que se articulan en la III Bienal de La Habana. El crítico literario brasileño Roberto Schwarz capta el potencial político del pastiche en su análisis del rol que desempeña la imitación en las élites decimonónicas del Brasil poscolonial. Dice que “nuestro deseo de autenticidad tiene que expresarse en un lenguaje extranjero”,37 y “a medida que pasa el tiempo, el sello ubicuo de la ‘inautenticidad’ puede ser visto como la parte más auténtica del drama nacional, su marca misma de identidad”.38 Lo que Schwarz identifica aquí son las prácticas culturales en las que otros códigos visuales –en este caso, normas hegemónicas europeas– se adaptan a necesidades y condiciones locales imprevistas. En lugar de verlo como una forma servil de mímesis, Schwarz reconoce que el contenido del material imitado es menos importante que la forma que toma su articulación en estos nuevos lugares. Tales modalidades culturales específicas de apropiación son, de hecho, únicas de cada lugar y por eso constituyen, de un modo genuino, tal como lo sostiene Schwarz, una expresión de identidad y autenticidad. Lo que importa entonces no es la cuestión del original versus la copia, sino más bien las luchas por la autorización –literalmente la autor-ización provisional– de contenidos existentes por parte de nuevos autores. Como dice Schwarz con respecto a los ideales políticos liberales de libertad e igualdad que fueron adoptados por las élites brasileñas en contradicción con la persistencia de la esclavitud en el Brasil del siglo XIX, “no ayuda insistir en su obvia falsedad. Más bien deberíamos observar su dinámica, de la que esta falsedad fue un componente verdadero”.39 Los dos ensayos de Schwarz que he citado se publicaron en 1973 y 1988 y, por lo tanto, son más o menos contemporáneos de “La lógica cultural del capitalismo tardío” de Jameson, publicado por primera vez en 1984. Pero estos dos teóricos ofrecen modelos bastante distintos respecto del pastiche: para Jameson es inauténtico debido a su contenido prestado o “muerto” y a su falta de una estructura historicista o norma, pero para Schwarz el pastiche puede desplegar materiales “inauténticos” (o copiados) para expresar una identidad auténtica, cuyo carácter reside en un dinámica específica de apropiación: una dinámica caracterizada por la mezcla de temporalidades más que por el establecimiento de una narrativa lineal única. En otras palabras, Schwarz está interesado en cómo las normas establecidas por otros pueden adaptarse a los propios propósitos.

Para ilustrar cómo la dinámica de la apropiación puede activar la aparente pasividad del pastiche, permítanme considerar dos pinturas comparables, una realizada antes y otra después de la liberalización económica o colapso de los dos países más poderosos del llamado segundo mundo: China y la URSS. De una manera no muy diferente de las obras estadounidenses orientadas a la apropiación que he mencionado, cada lienzo yuxtapone una imagen de la “tradición” comunista, con la marca comercial global de una corporación estadounidense. La Serie de grandes castigos: Coca-Cola (1993) del artista chino Wang Guangyi está dominada por tres potentes trabajadores que se encuentran lado a lado, representados a la manera de una xilografía (figura 1.6). Sus musculosos brazos izquierdos están extendidos en formación, como si los tres constituyeran un solo organismo social. El hombre del primer plano parece agarrar el librito rojo de Mao, mientras todos sostienen una pancarta en un gesto de unidad. Este fragmento, que hace referencia explícita a la propaganda de la era de la Revolución Cultural, se yuxtapone a la marca registrada Coca-Cola pintada en blanco sobre rojo en el cuadrante inferior derecho de la imagen, como si fuera una segunda franja en perspectiva forzada. La Lenin-Coca-Cola de 1980 de Alexander Kosolapov ya había utilizado un dispositivo sorprendentemente similar (figura 1.7). El perfil blanco del líder soviético Vladimir Lenin, parte de un pasado comunista heroico que había perdido su poder de convencer para 1980, se combina con la marca registrada de Coca-Cola por encima del eslogan publicitario “It’s the Real Thing” [es lo auténtico, literalmente “la cosa real”], todo en un fondo rojo uniforme. La analogía entre el producto y el líder se confirma con humor a través de la inscripción “Lenin”, bajo el eslogan de Coca, como si esas palabras fueran suyas (o como si se refirieran a la autenticidad de él como “cosa real”).

1.6. Wang Guangyi, Serie de grandes castigos: Coca-Cola, 1993. Óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm. © Wang Guangyi Studio.

Las pinturas de Kosolapov y Wang se ajustan a la definición de pastiche de Jameson al desplegar el “estilo muerto” de dos formas de propaganda comunista junto con una de las marcas más ubicuas y duraderas en el mundo. Pero la ostensible pasividad del pastiche se activa, dando lugar a la dinámica de lo “auténtico” identificada por Schwarz, a través de la sincronización de las diferentes historias que implican estos códigos visuales. El estado comunista se basó en un modelo historicista por el cual la clase obrera o el proletariado le arrebataría el modo de producción industrial a sus propietarios capitalistas, reclamando así la plusvalía de su propio trabajo. Este modelo fuertemente evolutivo se contrapone a la difusión ubicua del capitalismo de consumo, ejemplificado por Coca-Cola. Según lo señalaron teóricos posmodernos como Jameson, la desenfrenada mercantilización de la cultura desde la década del sesenta condujo precisamente a la caída del historicismo en el pastiche. Otros, ubicados a la derecha, fueron más lejos hablaron del “fin de la historia” a través del dominio de la democracia estadounidense y la sociedad de consumo con la que está estrechamente ligada. De hecho, el deseo de acceder a productos de consumo comparables a los que estaban disponibles en Occidente fue una de las contribuciones al colapso de la URSS, así como del giro de China hacia una liberalización de la economía después de 1978. En otras palabras, el imaginario del realismo socialista y el de la marca registrada Coca-Cola yuxtapuestos en las pinturas de Wang y Kosolapov representan no sólo dos códigos visuales distintos, sino dos modelos históricos, dos visiones del mundo que divergieron dramáticamente durante la Guerra Fría, pero que estaban en proceso de derrumbarse uno en otro a principios de la década del noventa hasta la difusión mundial del neoliberalismo. Al reunir estas imágenes en el espacio y el tiempo únicos del lienzo, los artistas sincronizan dos modelos históricos claramente diferentes. Sincronizar es hacer que ciertas imágenes o acciones ocupen el mismo momento. La sincronización está políticamente más cargada que la mera contemporaneidad: es la reconciliación forzosa de temporalidades e historias divergentes.40 En otras palabras, la sincronización a menudo conlleva una apuesta por el dominio, por la sujeción de historias alternativas a una normativa. Como lo sabían muy bien aquellos que estaban sujetos a la racionalización del trabajo fabril y a la estandarización de la jornada laboral durante la revolución industrial del XIX, la sincronización puede ser una forma de poder altamente opresiva capaz de afectar todos los aspectos de la vida cotidiana. La globalización opera a través de modos de sincronización acelerados, por ejemplo alineando complejos modos de producción en los que los componentes se producen en una región del mundo, se ensamblan en otra y se venden en otro lado. Es la sincronización de la producción y las finanzas en diversos mercados mundiales lo que caracteriza a la globalización, y es la sincronización de diversos lenguajes estéticos –que encriptan diferentes modelos históricos– lo que caracteriza al arte contemporáneo global.

1.7. Alexander Kosolapov, Lenin-Coca-Cola, 1980. Acrílico sobre lienzo, 107 x 177 cm. Colección Antonio Piccoli. © Alexander Kosolapov.

La sincronización, que se caracteriza por la alineación forzosa de distintas temporalidades asociadas con visiones del mundo diferentes y, a menudo, conflictivas, no puede sintetizarse en una prolija narrativa historicista. Con respecto a la pintura de Wang, por ejemplo, es estética y teóricamente engañoso argumentar que la yuxtaposición, en 1993, de la obsoleta propaganda del realismo socialista con el comercio global demuestra el triunfo del capitalismo sobre el comunismo, en lo que Francis Fukuyama llamó el famoso “fin de la historia”,41 como mínimo porque ambos coexistían en la China de 1993 y continúan haciéndolo hasta el día de hoy. El verdadero logro de Wang y Kosolapov es interpretar la sincronización como una lucha, una suerte de campo de fuerza. La publicidad o el “realismo capitalista” se enlaza de manera antagónica con el “realismo socialista” y, al mismo tiempo, permite que surjan ciertos puntos fundamentales en común, como la necesidad compartida de crear legitimidad a través de la persuasión. Así, estas obras demuestran las fracturas y correspondencias internas del lenguaje estético de la cultura de masas / realismo socialista antes y después de su desregulación. El indecidible enfrentamiento que ellas escenifican es una invitación a habitar el espacio político de la sincronización (en palabras de Schwarz, a evaluar la autenticidad de una declaración inauténtica).

En este capítulo he rastreado la dinámica de la tradición y la deuda en los dos registros distintos en que se desarrolla. En primer lugar, he sostenido que la “desregulación de la imagen” es el correlato visual de la desregulación neoliberal de los mercados y su estrategia concomitante de dominio a través de la deuda y que, como consecuencia, el arte mismo es vulnerable a la mercantilización. En segundo lugar, he demostrado que abordar la tradición como un archivo viviente se ha vuelto una herramienta privilegiada para que los artistas contemporáneos de diversas partes del mundo “cancelen” lo que se percibe como deuda con el modernismo occidental (para neutralizar la acusación de que trabajar fuera de Occidente es epigonal en relación con lo que se hace en los centros metropolitanos euronorteamericanos y para afirmar experiencias alternativas de la modernidad). De hecho, como señaló Jameson, el giro hacia el pasado fue la respuesta –incluso entre los artistas del mundo desarrollado– a la “heterogeneidad sin una norma” que marcó el colapso de los cánones occidentales a partir de la década del ochenta. El desafío de una práctica progresista del arte contemporáneo global es combatir la mercantilización del arte con su capacidad de escenificar formas globales de sincronización en términos de lucha política. La dificultad para llevar adelante esta tarea la articula quizás inadvertidamente el crítico Terry Smith, que señala una analogía financiera entre el arte aborigen y el de los llamados Jóvenes Artistas Británicos (YBAs, Young British Artists) como Damien Hirst, Tracey Emin y Sarah Lucas, quienes adquirieron notoriedad, en parte, al reanimar la cultura de la clase trabajadora inglesa en la década del ochenta:

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