Loe raamatut: «Así escribo»
Así escribo
Delia Juárez G.
Compiladora
Confidencias
“Escribir es como una droga. Se empieza por puro placer y acabas organizando tu vida como los drogadictos, en torno a tu vicio.” Esta frase del escritor portugués Antonio Lobo Antunes me llevó a reunir los testimonios de más de cincuentaescritores de diferentes épocas y países sobre su quehacer literario en Gajes del oficio. La pasión de escribir.
A partir de esa experiencia y de esas lecturas se me ocurrió pedirle a varios escritores mexicanos que contaran cómo era su proceso creativo. La respuesta fue entusiasta y amable. Creció entonces como una corriente de confidencias la sección “Así escribo”, publicada mensualmente en la revista Nexos de 2009 a 2013.
Algunos de esos escritores como Eliseo Alberto, Daniel Sada, José María Pérez Gay y Federico Campbell ya no están entre nosotros, pero nos queda su voz hablando de lo que fue su pasión en la vida.
El lector dispone ahora de estas confesiones en forma de libro, páginas por las que pasan la decisión de dedicarse a la literatura, el deseo de narrar una historia, el miedo al fracaso, la obsesión ante el papel en blanco y, en fin, los demonios interiores que suelen perseguir a los escritores. En estas páginas se encontrarán coincidencias entre unos y otros, pero también una experiencia única y original del quehacer literario, todo un abanico de temperamentos: el obsesivo, la solitaria, el divertido, la hedonista, el atormentado, en fin.
Lo que revelan todos estos textos es el esfuerzo, el desvelo, el rigor, la disciplina, la paciencia que subyacen a toda obra importante: poetas, cuentistas, novelistas, dramaturgos se enfrentan a la oscuridad y, al mismo tiempo, a la extraña luz de la creación literaria, ese momento feliz y simple en el que se encuentra la palabra precisa, o aparece un tema o se atraviesa en la vida el rasgo de un personaje. No por nada Somerset Maugham decía que el escritor siente la urgencia de escribir pero, además, el deseo de presentar al lector el resultado de su trabajo y el deseo de ganarse el pan.
Leer las confidencias de Así escribo nos revela que dedicarse a la literatura no representa, como la gente comúnmente cree, una vida de libertad y placer. El escritor tiene que luchar continuamente con su voz interior.
Delia Juárez G.
Eliseo Alberto
Mientras sueño
Eliseo Alberto (1950-2011) es autor de los libros: Esther en alguna parte, Informe contra mí mismo y La vida alcanza, entre otros libros.
Una ventana. Necesito tener delante una ventana para sentarme a escribir. Prefiero hacerlo temprano, aún a oscuras —sobre todo si estoy trabajando en una nueva novela. Los amaneceres me tientan más que los crepúsculos. Suelo llegar cansado al atardecer, con la mirada fastidiada por las malas noticias del día y con un saco de palabras vagas al hombro: voces de piedra, vocablos rocosos, adverbios derretidos. A la noche, sólo tengo fuerzas para decir sí. “No tomes decisiones por las noches”, me aconsejaba mi abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda. Cada ventana es, para mí, como una pantalla de cine donde voy proyectando obsesiones, una a una. Hay algo en el paisaje citadino que me seduce, me tranquiliza. Tal vez sean las otras ventanas, siempre cerradas a esa hora. ¿Quiénes viven detrás de aquella persiana? ¿Estarán dormidos o desvelados? ¿Se aman? ¿Qué desayunan? ¿Verán mi lamparita encendida en el cuarto piso del edifico azul, el de los balcones largos? ¿Mi silueta encorvada, a contraluz, la candelilla del cigarro, mis bostezos? Jamás pienso en las respuestas: sólo formulo las preguntas —que se van disolviendo en el ascendente humo del tabaco. Hago café negro, caliente. Me abriga el silencio de mis vecinos. Repaso los titulares de los periódicos, gracias a internet. Las frívolas crónicas de la farándula van acomodándome, preparándome de atrás hacia delante, de la risa a la mueca, hasta que comienzan a estallarlos bombazos de primera plana (en El Edén y en mi terraza) y ruedan los cráneos humanos por los boliches de Michoacán (rebotando entre mis macetas de flores) y se des-prenden tajadas de Polo Norte en la descongelada nevera del Planeta y salta, corre, vuela, huye, deserta, escapa el último o penúltimo o antepenúltimo guepardo de la Humanidad, perseguido por un cazador desconocido que acabo siendo yo mismo —al apagar mi tercer cigarro de sobrevida. Sólo entonces me siento a escribir. Escribo. Mis personajes acuden al llamado: son altivos y obedientes. Algunos vienen desnudos, temblando de frío; otros se atornillan sus cabezasen las tuercas del cuello o mascan panes viejos: también son criaturas en peligro de extinción, como el veloz y mudo guepardo, que nunca aprendió a rugir. Han pasado la noche en el disco duro de mi computadora o en el borrador de su novela, que ya no es tan mía o sólo mía sino también de ellos, que me dictan la historia. Yo no entiendo una novela sin personajes memorables, singulares, lo cual no quiere decir que no disfrute con la lectura de libros herméticos, difíciles, de erudita hondura, donde la palabra misma es la protagonista principal de la trama, de tal manera que el autor acaba atrapándonos en sus redes de oraciones bien tejidas: insecto en telaraña. Los disfruto como lector pero no los redacto. Yo necesito tener a mi lado una tropa de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas gillipollas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas ¿ciudadanos o animales? Ellos, mi manada, van conmigo a todas partes. Me acompañan durante un tramo del camino: me cuentan sus vidas en intensas y no siempre amenas confesiones. Les creo verdades y mentiras, sin distingos —que a fin de cuentas, todo cuenta: la realidad y la fantasía, lo evidente y lo oculto, lo legal y lo prohibido, el resplandor y lo sombrío, el valor y el miedo, la bilis y los suspiros. Antes, hace siete novelas atrás, todos eran cubanos, habaneros y habaneras. Será acaso que yo también lo era. Con el tiempo, y el exilio, fueron tirando las banderolas y (despeinados, hambrientos) tocaron a mi puerta rusas pianistas e italianos tenores, españoles marineros, mexicanos extraviados, un búlgaro con su contrabajo, gringos pacifistas, mendigos bolivianos, y puestos a hablar nos entendimos por señas, en extraño lenguaje de mudos. Me gusta escucharlos con atención, seguir el hilo de sus aventuras. Y si se dejan, si me dejan, prestarles mi silencio o mi discurso. En verdad, todo sucede mientras sueño: desde allí los voy conociendo. Luego desaparecen, se van a lo suyo, a sus guaridas —cementerios de elefantes. Agujero negro en el cosmos de una página en blanco: una salpicadura de tinta. Sombras risueñas, en retirada. Me dejan molido, vacío, más solo que nunca. Los extraño. Los busco desde mi ventana y sólo encuentro a mis vecinos, que se van avivando, recién se despabila la mañana. Se encienden las claraboyas de los baños, las luciérnagas de los tragaluces. Las noticias. Por el cristal cruza el destello de un guepardo. Así escribo: me cazo.
Enrique Serna
A capella
Enrique Serna (1959) es autor de los libros: El seductor de la patria, Amores de segunda mano y La ternura caníbal, entre otros.
Odio la vida ordenada pero he tenido que sucumbir a ella para encontrar en las palabras una evasión de la realidad mucho más radical y efectiva que el alcohol o las drogas. La escritura es el arte de convertir la tensión nerviosa en estilo, pero esa tensión es tan difícil de soportar que muchas veces derrota a la inteligencia. Hace un cuarto de siglo, cuando empecé a escribir con regularidad, fumaba dos cajetillas diarias, tomaba seis o siete tazas de café al día y después de entregar mi artículo semanal en el suplemento sábado me corría una larga parranda con mi novia, bebiendo cubas sin parar en mis tugurios de cabecera. Necesitaba excederme en todo para aplacar las tensiones, porque nunca he sido un escritor a quien los textos le salgan bien a la primera y cada victoria sobre mis limitaciones ameritaba un gran festejo. En aquellos felices tiempos las crudas sólo me duraban un día, una penitencia bastante benigna comparada con los beneficios que me reportaban mis adicciones.
A principios de los noventa el cuerpo me pasó la factura por la sobredosis de irritantes nerviosos. Comencé a padecer insomnio crónico y tuve mis primeros síntomas de neuritis: inflamaciones dolorosas de los nervios en las articulaciones. Una tarde, cuando luchaba por perfeccionar el primer párrafo de un cuento, tuve una baja de presión con principios de taquicardia. En el cenicero había una montaña de colillas y descubrí con espanto que en menos de dos horas me había fumado una cajetilla entera de Marlboro. Esa noche vi por televisión a Carlos Salinas de Gortari, rebosante de salud, corriendo en Agualeguas con su hermano Raúl. Detestaba a los dos atletas por haber participado en las protestas por el fraude electoral del 88, y al verlos en un estado físico tan envidiable sometí mi vida bohemia a una severa autocrítica. Los truhanes con voluntad de poder cuidaban al máximo su salud, mientras que yo, su enemigo ideológico, estaba hecho una piltrafa por jugar al poeta maldito. A partir de entonces decidí buscar ayuda médica para no malograr mi voluntarioso talento. Un neumólogo me advirtió que si no dejaba pronto el cigarro tendría enfisema antes de los 40 años y un especialista en problemas de insomnio me prohibió el café. Ambos hábitos eran parte de mi rutina creativa y temí que sin ellos no podría volver a hilar tres palabras. Me resigné con relativa facilidad al café descafeinado, pero vencer el hábito de fumar ha sido un calvario, porque padezco una tremenda compulsión oral y no puedo ordenar las ideas sin meterme algo a la boca, como si succionara la teta invisible de la que brota el lenguaje.
Aunque dejé el tabaquismo en 1992, hasta la fecha sigo siendo un fumador virtual y necesito buscarle sustitutos al cigarro cuando me siento frente a la computadora. Durante mucho tiempo masqué chicles Trident con un denuedo neurótico, al extremo de aflojarme varias muelas. Como el dentista me estaba saliendo muy caro, sustituí los chicles por unos caramelos dietéticos brasileños, Splum, que compraba por toneladas en Liverpool. En una jornada de trabajo podía ingerir diez o doce caramelos sin perjudicar mi dentadura. El problema era que el Splum me provocaba gases, y cuando tenía una comida social después de haber escrito por la mañana no me daba tiempo de expelerlos en privado. Mi experiencia más angustiosa en materia de flatulencias ocurrió en casa de María Félix, cuando la entrevistaba para recabar los testimonios recogidos en su libro Todas mis guerras. Después de haber ingerido una docena de dulces tenía los intestinos al borde del colapso, pero ¿cómo tirarme un pedo delante de la Doña, que me imponía un respeto rayano en el terror? Con oportunas toses logré disimular la sonoridad de los misiles. Supongo que a su provecta edad María ya tenía un poco atrofiado el olfato, pues de otro modo me hubiera echado a la calle.
Harto de pasar vergüenzas, hace cuatro años logré vencer la adicción al Splum y desde entonces escribo a capella, tragándome las tensiones con un rigor espartano. No he logrado, sin embargo, vencer a mi peor enemigo literario, el insomnio, a pesar de haber reducido drásticamente mi ingesta de alcohol. Aunque sólo beba tres whiskies cada quince días, el síndrome abstinencia que todo ex borracho arrastra consigo me quita el sueño, y cuando amanezco atarantado después de una noche en blanco la frase más inocua me cuesta sangre. Para salir de ese círculo vicioso escribo sólo por las mañanas. Después de comer procuro distraerme con otras ocupaciones, pues de lo contrario seguiría corrigiendo mentalmente el texto cuando me voy a la cama. Si dejara de beber por completo quizá dormiría mejor y escribiría más. Pero tampoco me entusiasma ser una gallina ponedora que se desvive por abultar su bibliografía, como ciertas glorias nacionales embalsamadas en vida, que tendrían un público más fiel y agradecido si por cada tequila hubieran escrito diez páginas menos.
José Agustín
Administrar la energía
José Agustín (1944) es autor de los libros: De perfil, La tumba, Armablanca y Vida con mi viuda, entre otros.
Toda mi vida he escrito de noche. Hola, oscuridad, vieja amiga, de nuevo te saludo. Empecé a los once años de edad, y mi madre se escandalizaba al descubrirme tecleando a las cuatro de la mañana. Bueno, en realidad, yo escribía a todas horas, por lo general a mano, con mi pluma fuente Esterbrook de puntas intercambiables y tinta morada, en cuadernos sin raya y de forma “francesa”; o en la Olivetti de la casa. Era como un juego que además podía practicar en parques, cafeterías, autobuses, en la escuela, o en mi casa, donde me instalaba en la sala entre gente que entraba y salía. Me daban ganas de escribir y lo hacía, por el puro gusto, sin esperar nada; a menudo se me borraba la realidad y yo me ubicaba en una especie de estado de trance. Qué maravilla. Mi fertilidad parecía inagotable, aunque, claro, como casi todos, después tuve que escribir mis ondas en medio de los empleos y robándome tiempo. Quizá por eso me volví night tripper. En 1967, a los veintidós años, me prometí no aceptar nunca más chambas de ocho horas para tener la libertad de elegir mis propias limitaciones.
A partir de entonces produje mucho, un tanto caóticamente, sin horarios fijos, entre estrepitosos reventones y múltiples trabajos: di clases, escribí en periódicos y revistas, hice teatro, televisión y sobre todo guiones de cine, que también me apasionaban. Hasta la fecha nunca he escrito por obligación ni por compromisos. Acepto encargos, pero si los proyectos no me prenden, no los hago. En verdad, para bien o para mal, he podido hacer lo que me gusta. Así fue hasta que di clases en universidades gringas y tuve que ajustarme a otros tiempos, lo cual no se me dificultó, pues en realidad se trataba de empleos nobles, con cómodos y ajustables horarios. De cualquier manera, se reforzó mi sentido de la disciplina y de la responsabilidad. Aprendí muchísimo en la vida académica. Durante los años 1980, de nuevo en México, ya sólo trabajé en la televisión, con mi propio programa “Letras Vivas”, y cada vez tuve más tiempo para escribir literatura. Ya en la década siguiente, a casi treinta años de mi primera publicación, las regalías me dieron una base ecónomica que cubría mis necesidades más apremiantes y era suficiente para dedicarme tan sólo a los libros. Qué maravilla poder vivir, al fin, de escribir, de mi único y verdadero trabajo.
Para entonces se asentó en mí otro modo de vivir y nuevos sistemas para trabajar. En las mañanas atendía cuestiones de la casa o me ponía a leer. Dormía una siestecita después de comer y escribía a partir de las cinco o seis de la tarde; le paraba a las ocho, hacía yoga y meditaba, mientras mis hijos le daban a sus tareas y veían tele; después cenaba y regresaba a la máquina. A la medianoche me hallaba mejor que nunca, así es que me seguía, metidísimo, sin sentir el tiempo, hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana. Con frecuencia veía amanecer.
Este vuelo me duró hasta que cumplí sesenta años, justo al concluir mi novela Vida con mi viuda. Comprendí entonces que la edad me pesaba y que cada vez aguantaba menos las desveladas. Tenía que dejar la escritura nocturna y aprender a trabajar de día. Se trataba de un cambio sustancial, que me obligaba a modificar los hábitos de toda la vida. Me resultó dificilísimo. Además, en los últimos años había producido mucho y quizás pateé a la musa más de la cuenta. Después de Armablanca, otra novela “nocturna”, en 2006 varios problemas de salud me enfrentaron a la realidad del inicio de la vejez y, claro, obstruyeron mi escritura. De cualquier manera, tenía varios proyectos en mente y me propuse realizarlos.
En los últimos años no he parado, y lo mismo me he visto como un cazador dispuesto, bien equipado, sólo que por desgracia se situó en un lugar donde no hay nada que cazar; o como quien da alcance a la caza y obtiene presas para su propia alimentación, para compartir con los demás y para ofrendar a los dioses. La perseverancia trae buena fortuna, de cualquier manera, y ahora estoy a punto de concluir una obra en la que aposté mi vida, pensando que en esta fase debo dar todo. Escribir no ha acabado conmigo, o quizás es un “suave que me estás matando”. O de plano me revitaliza. El cuerpo, renuente, a veces ya no quiere, pero no impide que mi espíritu siga intacto, incluso más enriquecido.
De alguna forma creo que puedo rebasar esta crisis de iniciación a la vejez y emprender un nuevo ciclo, otro ring of fire, y seguir vivo, es decir, escribiendo. Mi gran problema ahora es administrar la energía. Aún no lo logro enteramente, pero ahí la llevo. Si ya no puedo, no me quejo, escribir me ha colmado de plenitud, recompensas y un surtido rico de experiencias “fuertecitas”. He vivido otras vidas, tiempos diversos, distintos universos. Sin embargo, quisiera seguir, aunque me consuma. La idea de que la literatura me lleve a la muerte no me desagrada en lo más mínimo, así sería como un gran erotómano que fallece en un orgasmo, o como Huxley, que se fue entre los misterios transfigurantes de la mescalina.
Carmen Boullosa
Entre la cacería y la introspección
Carmen Boullosa (1954) es autora de los libros: Antes, De un salto descabalga la reina, El complot de los Románticos, El Velázquez de París, La patria insomne y Cuando me volví mortal, entre otros.
Si puedo, escribo en la cama, a mano, desde que despierto hasta la hora de la comida. Empiezo sin acabar de salir de la batalla nocturna, que es bastante farragosa por el insomnio. Cuido celosamente mi fragilidad matutina, la utilizo, uso la resaca de la noche. Rumio entre sueños y des-sueños. Voy con las sombras, los silencios, los mensajes del otro lado, los hijos bastardos de la obsesión.
En las tardes y noches pienso, tramo, planeo, organizo; hago mapas, trayectorias, carreteras; acumulo imágenes de los museos, las bibliotecas, la red, el cine, el mercado, la calle. Tomo notas. Necesito siempre la tinta y la libreta. Y, como adelanté, libros. Aquí empieza el conflicto. A menudo tengo que dejar la cama e irme a la biblioteca. Si puedo, traigo los ejemplares a casa (me hago pedazos la espalda y el cuello cargando kilos de aquí para allá, subiendo y bajando escaleras del subway, caminando cuadras de Harlem), o me quedo en la biblioteca tomando notas. Pero un libro no se lee igual afuera de la cama. La cama es un espacio sagrado. En la cama vivo la vida literaria. Lo de afuera de la cama es puro formulario y corrección. La cama es mi consejera y crítica. En la cama todo se pone a prueba.
También escribo en los aviones, el asiento aéreo es como una cama portátil, con la ventaja y las desventajas de la comunidad ambiente. Anoto, imagino, me concentro, afoco, resuelvo problemas. Me sé frágil, por esto debo reconstruir todo. Es como estar acabadita de despertar todas las horas que dure el vuelo.
Durante muchos años usé una pluma fuente Cross, plateada y delgada, ligera e infalible. A principios de los noventa ya la tenía conmigo. Un día, en La Biela, en La Recoleta, en Buenos Aires, intercambié crosses idénticas con Bioy Casares. Escribí con su pluma todas mis novelas y poemas desde entonces, hasta que me la robaron en el verano del 2007, en la estación Trastevere, el 20 de junio. Unos cacos se llevaron toda mi oficina portátil, incluyendo nuestros pasaportes y pasajes. Íbamos camino a Sicilia, nuestro vuelo “cayó” en huelga —el único del día—, nos reacomodaron en uno cinco horas después, y yo me ennecié con ir a comer a Roma, fue esto lo que nos puso en el predicamento. En la maletita también venía una libreta florentina que celosamente atesoré hasta que le llegó su hora, traía prácticamente terminado un largo ensayo sobre un pentimento de Gentileschi que también perdí para siempre. Lo del ensayo pasa, me gusta más así, imaginado es impecable, es él mismo un pentimento que me alimenta. En cambio, no me resigno a la pérdida de la pluma, no la supero. Desde entonces mis libretas son cochineros, el optimista diría que parecen hojas de pruebas de papelería.
No encuentro pluma que supla aquella Cross. En 2008 compré una nueva Mont-Blanc en Veracruz, en el Café de la Parroquia, pirata pero auténtica (lo supe después, en la venta me sedujo su aspecto de falsa, con la punta de la tapa hecha de plástico transparente, creí que era chafa, ahora que tengo el modelo bien estudiado juro que no es de verdad pirata, sino una legal tarifa tercermundista). Escribe bien, el punto noble, el peso es adecuado, fluye regular la tinta. Pero a pesar de su estrella flotante, no la quiero. No me acostumbro. Tengo otra Mont-Blanc gordita de cuerpo y punto desde hace mil años, la estimo, mucho, pero tampoco sirve para escribir. No hay reemplazo para la Cross que usé de segunda mano.
La segunda mano es imprescindible para escribir. Se escribe acompañado de otros. Por lo mismo, mientras escribo una novela leo vorazmente poemas, especialmente de los clásicos.
Los objetos para escribir son la antesala del laboratorio, necesito controlarlos, tenerlos bajo total dominio. En cambio, mi atestado estudio es el desorden, sus secretos saltan a mis manos por motu proprio o por mi voluntad, nadie puede desentrañarlo sino yo (si acaso).
Escribo en el punto medio entre la cacería y la introspección. Cazar, perseguir, observar, detener. Disolver. Descartar. Elegir. Ordenar, ordenar.
Me gusta tener a la vista el mar. El mar pueden ser las hojas de los árboles en la ventana. No escribo sin ventana. La del avión es perfecta, es mar puro. La de casa plantea problemas en el invierno: árboles pelados. Un día, vi una bolsa de plástico atorada en una rama, zarandeándose con ritmo frenético, y la pensé favorable, era un mar artificial. Esa bolsa era el movimiento de la muerte.
Durante años escribí de noche. Pero la última década requiero de la luz. Las tinieblas ya están en la materia prima. Busco la luz para adentrarme en las sombras, para contar historias. Cada día me importa más la trama. Ésa es la luz. Es lo único que hace sentido en este mundo idiota.