Loe raamatut: «Vigencia de la semiótica y otros ensayos», lehekülg 4

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Enunciación/Enunciado

Otro de los aportes fundamentales para el análisis del discurso consiste en la teoría de la enunciación, tanto si se la considera como algo acabado, como algo que puede inferirse del discurso realizado, como si se la considera en el movimiento mismo del discurso en acto, del discurso en devenir. En cualquier caso, la semiótica nos ha enseñado a separar claramente las instancias de la enunciación de las del enunciado, instancias que la teoría literaria, y la artística en general, se ha empeñado tercamente en confundir. Ya Greimas, hace algunos años (1974), alertaba sobre este grave problema:

Toda la confusión surge del hecho de que el sujeto de la enunciación, que es un sujeto lógico, es considerado por los lingüistas, y sobre todo por los literatos y por los filósofos, como un sujeto ontológico. La confusión, sin embargo, se disuelve fácilmente; pues si yo, en carne y hueso, como ser existente, digo: La tierra es redonda, entonces dicen que Greimas es el sujeto de la enunciación del enunciado La tierra es redonda. Pero, lingüísticamente, postular la existencia de Greimas significa postular la existencia de un referente exterior al lenguaje. Eso es antisaussuriano, y al hacerlo, toda la semiótica se derrumba. Pues eso es como decir que existe una realidad extralingüística que podemos conocer con métodos lingüísticos. Y por consiguiente, la principal conquista de la semiótica queda abolida y regresamos a la psicología del autor, a la biografía. Y ya conocen ustedes las consecuencias de esas posiciones. (…) El sujeto de la enunciación jamás puede ser captado directamente, y todos los “yo” que podamos encontrar en el discurso enunciado no son sujetos de la enunciación verdadera; sólo son simulacros. (…) Los diferentes “yo” que aparecen en el enunciado son ya “yo” hablados y no “yo” que hablan. Porque el “yo” de la enunciación permanece siempre oculto, es siempre sobreentendido (Greimas, 1974).

La enunciación se presenta, pues, bajo dos estatutos diferentes: la enunciación enunciada (simulacro) y la enunciación implícita, efecto de sentido del enunciado. Según Greimas y Courtés, autores del Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, la enunciación enunciada se produce cuando, por medio de la operación semiótica del desembrague, los actantes de la enunciación (enunciador/enunciatario) son proyectados en el enunciado, asignándoles competencias enunciativas: se les otorga la palabra, la capacidad de decisión y de elección, y las demás competencias de la instancia enunciativa.

La enunciación implícita también está contenida en el enunciado, pero como un efecto de sentido del mismo. No podría estar en otra parte, ya que lo único que tenemos ante nosotros es el enunciado, con su particular estructura semiótica. Y es esa particular estructura la que nos permite (re)construir la instancia de la enunciación como un efecto del enunciado.

La instancia de la enunciación es muy compleja, y por medio de diferentes desembragues proyecta en el enunciado sus diferentes roles. Uno de ellos, y de los más importantes, es el narrador. El narrador es un “personaje” (en términos rigurosos, un actante) creado por el enunciador por medio del lenguaje. La presencia del narrador se aprecia de inmediato, pues el autor, el que Greimas identifica como “de carne y hueso”, no puede encontrarse en el lugar y en el tiempo de los acontecimientos que narra. Incluso cuando narra en primera persona, uno es el que narra y otro el que hace. Como consecuencia, el sujeto que ve, y que viendo narra, es un sujeto construido por el enunciador e instalado en el discurso por desembrague. Alguna vez señaló Mario Vargas Llosa que el “personaje” más difícil de construir en un relato, es el narrador.

Como vemos, ni el narrador ni el enunciador se pueden confundir con el “autor de carne y hueso”. Desde esa perspectiva, resulta verdaderamente pueril aquello de que la “tristeza” de Vallejo (el de carne y hueso) determina la tristeza (poética) de sus poemas, o aquello otro de que Me moriré en París con aguacero es una premonición de la muerte biológica del poeta en una tarde lluviosa de París. Y otras lindezas por el estilo.

Desde la perspectiva del discurso en acto, la instancia de enunciación es, como hemos dicho, el conjunto de operaciones, de operadores y de parámetros que controlan el discurso. El acto es un acto de enunciación que produce la función semiótica.

Recuperación de la retórica

La noción de isotopía y sus dispositivos operativos arrojan nueva luz sobre los procedimientos retóricos. Los dos grandes campos de la retórica están constituidos por la metáfora y por la metonimia. La metáfora trabaja por condensación; la metonimia, por desplazamiento.

Cuando, en un discurso cualquiera, se trunca la línea isotópica clasemática, se producen efectos de sentido que van desde el chiste y el juego de palabras hasta la metáfora. La ruptura de la isotopía constituye una operación de producción de sentido que genera la irrupción de lo inesperado en el discurso. Cuando esa irrupción degrada el nivel isotópico del sentido, se produce el chiste. Así por ejemplo:

Vecino, lo siento; pero mi gata ha matado a tu perro.

No puede ser, hermano; mi perro es un doberman.

Sí, pero mi gata es hidráulica.

La línea isotópica iniciada por “gata animal” se trunca inesperadamente para ser sustituida por el semema “gata mecánica”. La sustitución, no obstante, no es completa, pues la segunda “gata” conserva en memoria la primera; por eso surge el chiste, precisamente. Se ha producido una condensación de las dos isotopías, pero la irrupción inesperada de la segunda se ha impuesto sobre la primera, sin anularla por completo. La instancia de discurso ha actualizado la segunda y potencializado la primera.

En un afiche publicitario de Luz del Sur, se lee:

Todos los días

de 6:30 a 10 de la noche abusan de ella; y en tu propia casa.

Fotografía

en la que se

aprecian rayos

y haces luminosos.

Este abuso puede oscurecer tus días.

No desperdicies luz, especialmente entre las 6:30 y las 10 de la noche.

La isotopía que dirige la lectura del texto comienza apoyándose en el clasema sexual: el abuso del que se habla conduce a pensar en un “abuso sexual”, puesto que en ese contexto el pronombre “ella” es, salvo indicación contraria, un pronombre personal; por tanto, el abuso es un abuso de persona, y de persona femenina. Con el agravante de que el abuso se produce en la propia casa del enunciatario.

Pero, en ese momento, la imagen se encarga de truncar la isotopía sexual, introduciendo el clasema /energético/ y con él una nueva isotopía, que se impone igualmente sobre la primera. Este juego de palabras es muy utilizado en el discurso publicitario.

En los dos casos comentados, podemos observar que la línea de lectura (=isotopía), de un nivel considerado superior, /animal/ en el primer ejemplo, /personal/ (= /humano/) en el segundo, pasa a un nivel considerado inferior, /mecánico/ en el primer caso, /energético/ en el segundo. Graficando:


En la metáfora, en cambio, la ruptura de isotopía se produce generalmente hacia arriba:

La luna vino a la fragua con su polisón de nardos.

F. García Lorca

En este caso, la condensación es completa; casi no nos permite imaginar la isotopía que ha sido sustituida, y el enunciado nos ofrece solamente la isotopía sustituyente. La luna se nos presenta ataviada con vestidos de mujer: el polisón o miriñaque adornado de flores. La fuerza expresiva de la metáfora consiste precisamente en eso: en crear una condensación casi total entre los clasemas /astronómico/ y /vestimentario/, que arrastra tras de sí el clasema más genérico /femenino/. La luna, destacando en la bóveda celeste, tachonada de estrellas, se convierte de golpe en una dama con polisón de nardos. En este caso, la segunda isotopía es más noble que la primera, y trasunta la materia original en una figura elegante y enérgica:


Sin embargo, por la condensación producida, las dos isotopías trabajan juntas y enriquecen la densidad de la significación, con los efectos estéticos correspondientes.

La metonimia, en cambio, se acoge al esquema discursivo (III), según el cual la isotopía se apoya en la redundancia de los semas nucleares. Por la yuxtaposición de dos núcleos sémicos, se produce un desplazamiento de sentido entre uno y otro, manteniendo el mismo clasema organizador del contexto.

En el socorrido ejemplo de metonimia…

Te invito a tomar una copa,

… la contigüidad existente entre el núcleo sémico de “copa” (/continente/) y el núcleo sémico de “vino” (/contenido/) permite desplazar el rol actancial /objeto/ de “vino” a “copa” y de “copa” a “vino”. El /objeto/ “copa” es actualizado pero no asumido por el enunciador, mientras que el /objeto/ “vino” es asumido aunque está potencializado; el /objeto/ “vino” es actualizado y asumido por el enunciatario, mientras que mantiene al /objeto/ “copa” en estado virtualizado.

En un spot publicitario de la firma Pfizer, aparecen tres encuadres sucesivos: En el primero vemos en primer término unas cuerdas o barras que cruzan la pantalla de lado a lado, horizontalmente; y empezamos a escuchar un tintineo metálico particular en off, sobre un fondo difuminado, en el que se mueven unas masas informes. En el segundo encuadre, se aprecia la cabecera de una cama, de la cual cuelga una correa cu ya hebilla golpea suavemente sobre el catre, produciendo, ahora en in, el sonido que antes percibíamos, mientras que al fondo las masas amorfas siguen moviéndose. En el tercero, aparece una joven pareja terminan do de hacer el amor, con sonrisas de satisfacción. La hebilla ya no se oye. Pfizer es la firma que fabrica el producto viagra, que favorece la función eréctil y por tanto proporciona un acto sexual satisfactorio. Modelo, sin duda, de metonimia visual. Por la contigüidad entre los núcleos sémicos de “correa” y “cuerpo humano” (masculino), el sentido se desplaza de unos a otros, sin abandonar el clasema /sexual/. Desde el punto de vista de la profundidad existencial, el movimiento y el sonido de la hebilla están realizados en la puesta en escena, pero no son asumidos por la instancia de discurso, pues la “mira” está puesta en el movimiento y sonido de los cuerpos, los cuales, a su vez, se encuentran actualizados y asumidos como causa del movimiento de la hebilla. En un avance más de la yuxtaposición, la plenitud de felicidad, realizada en los rostros sonrientes de la pareja de la última secuencia, es asumida por el enunciatario, destinatario final del mensaje publicitario. El desplazamiento de sentido se apoya igualmente aquí en el traslado de roles actanciales: el movimiento del cuerpo se traslada a un accesorio del cuerpo.

Como en el primer caso, la energía de sentido corre de lo /material inerte/ [hebilla] a lo /corporal/ [acto sexual] para terminar en lo /espiritual/ [satisfacción]. El juego semiótico ha sido consumado.

En todos los casos, la fuerza de la asunción y el modo de existencia que la instancia de enunciación [enunciador/enunciatario] otorga a las unidades semióticas del discurso, determina la morfología y la sintaxis de la estructura de significación.

Diálogo entre culturas

A partir de los estudios de I. Lotman sobre la semiosfera, Fontanille (2001) ha elaborado un modelo semiótico que permite explicar el diálogo entre las culturas. El porvenir de un aporte exterior que ingresa dentro de las fronteras de una cultura establecida, puede seguir los siguientes recorridos:

a) El aporte exterior es percibido como brillante y singular. En consecuencia, se beneficia de una axiología ambivalente: positiva en cuanto a la sorpresa o al interés que suscita, negativa en cuanto a su fuerza subversiva en relación con la cultura que lo acoge.

b) El aporte exterior es imitado, reproducido y transpuesto en términos de lo “propio”, de “lo nuestro”, lo cual le permite ser difundido e integrado por entero en el campo interior, de suerte que pierde todo brillo, y en consecuencia deja de ser sorprendente e inquietante.

c) El aporte exterior no es reconocido como extraño; su origen es incluso discutido, se le retira todo lo que tenía de específico, se lo oculta para asimilarlo mejor a la cultura que lo ha acogido.

d) El aporte exterior, irreconocible como tal, es erigido en norma universal, y es propuesto de retorno, no solamente en los límites del dominio interior sino también en los dominios exteriores, como parangón de toda cultura, como signo de la civilización por excelencia.

La explotación que la semiótica tensiva hace de esos recorridos se apoya en las propiedades del campo que pone en evidencia: los movimientos de actualización y de potencialización de las formas, en el recorrido que efectúan por la semiosfera, afectan principalmente la intensidad y la extensidad (cantidad) de su recepción y de su difusión.

El paradigma de las formas de diálogo entre campos semióticos conlleva las tensiones siguientes:

• Tensiones entre la abertura del campo [casos B y D] y el cierre del campo [casos A y C].

• Tensiones entre una intensidad afectiva fuerte (intensidad de percepción y de recepción) [casos A y D] y una intensidad débil [casos B y C].

• Tensiones referidas a la extensión y a la cantidad, importante y en expansión en los casos B y D, restringida y en concentración en los casos A y C.

La praxis enunciativa juega en dos dimensiones esenciales: la intensidad y la cantidad. Su campo de ejercicio, la semiosfera, acoge los diferentes aportes y los transforma en cuatro fases, definidas con ayuda del esquema siguiente:


Un ejemplo típico del recorrido descrito por Lotman y modelado por Fontanille, lo encontramos en el destino de esa forma de vida que conocemos como democracia, cuyos orígenes modernos se remontan a la Carta Magna, suscrita por Juan Sin Tierra. La noción de “democracia” penetra las fronteras de la cultura francesa, y…

1. Los franceses la reciben como algo innovador y deslumbrante, aunque, por otro lado, la consideran como una amenaza para el sistema feudal instalado.

2. Más tarde, con los humanistas, esa noción se va difundiendo entre la burguesía emergente. Durante la época de la Ilustración, ya se considera como una noción propia, y se va instalando en las mentes de los franceses, que no se sienten ya amenazados por sus propuestas.

3. Con la Revolución Francesa, la democracia es considerada como algo originado en su propia cultura, su origen no es discutido, porque no tiene nada de extraño. Se convierte en el motor de la revolución.

4. Finalmente, con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la cultura francesa propone a todas las naciones la forma de vida en democracia como un valor universal indiscutible.

II
Autor, enunciador, narrador

Los tres términos que figuran en el título de este ensayo han sufrido lamentables confusiones a lo largo del desarrollo de la teoría y de la crítica literarias, y de la crítica de arte en general. Las modernas ciencias del lenguaje han empezado a desmadejar sus interferencias.

AUTOR

Durante muchos siglos, el autor fue prácticamente desconocido. La mayor parte de las obras de arte eran anónimas, sobre todo en los campos de la pintura, de la arquitectura, de la historia y de la música. Pero también en el ámbito literario sucedía lo mismo. ¿Sabemos acaso quién fue el autor (o quiénes los autores) de los Vedas, del Ramayana, del Génesis, de los Salmos, del Cantar de los cantares? Hasta es dudosa la existencia de Homero y, en todo caso, sigue siendo dudosa su participación en la composición de la Iliada. Y eso no tiene la más mínima importancia a la hora de captar su significación y de apreciar su belleza. Porque la significación y la belleza de una obra no radican en el autor, sino en la estructura de la obra.

Dicho de otro modo, tanto la significación como la belleza son inmanentes, surgen de la obra misma y no del autor de la obra. En tal sentido, la obra vale por sí misma, y es la obra la que da valor al autor (“Por sus obras los conoceréis”) y no el autor el que le da valor a la obra. No es en absoluto necesario conocer al autor para captar el sentido de la obra. Habría que tomar en cuenta a este respecto la observación de Lévi-Strauss cuando dice: “No iríamos muy lejos en el análisis de las obras de arte si nos atuviéramos a lo que sus autores han dicho o incluso a lo que han creído hacer” (Lévi-Strauss, 1976: 596). O aquella otra, más radical, de Umberto Eco: “El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto” (Eco, 1985: 14).

El Humanismo del siglo XV centró la mirada en el hombre, y a partir de entonces comenzó a erigirse el mito del “autor”: el autor empezó a valer más que su obra; la vida del autor se impuso a la “vida” de la obra. La historia y la crítica literarias, así como la crítica de arte en general, se dedicaron a rebuscar los más secretos escondrijos de la persona del autor y olvidaron casi por completo la obra literaria. Con el estructuralismo, la obra volvió a ponerse en el centro de la consideración analítica. El punto de partida fue el análisis que hicieron conjuntamente Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss del poema Los gatos de Baudelaire.

El “autor” se inscribe en la categoría antropológica del homo faber: él fabrica la obra indudablemente. Para hacerlo, pone en marcha su experiencia vital y sus competencias culturales. La experiencia humana del autor, en la que se incluyen lo vivido y lo soñado, lo sentido y lo adivinado, lo observado y lo contado, lo pensado y lo imaginado, lo realizado y lo fantaseado, lo hecho y lo sufrido, constituye la “arcilla” con la que va a fabricar la obra: o sea, la materia. Las competencias culturales le darán las técnicas narrativas y discursivas para dar forma a esa materia vital. Las principales competencias consisten, sin duda, en el manejo del lenguaje.

El autor, sin embargo, nunca puede aparecer en la obra que produce. La obra es un objeto de lenguaje, y el lenguaje crea siempre una realidad virtual, completamente distinta de la realidad del autor. Todo lo que aparece en la obra como figura del autor es un puro y simple simulacro, un “personaje” del mundo representado, que es siempre “otro” mundo. Cuando el texto dice:

César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada;…

… crea un personaje llamado “César Vallejo”, cuyo contenido consiste exclusivamente en los atributos que le asigna el texto: “ha muerto”, “le pegaban todos…”, “le daban duro con un palo”… De ese “César Vallejo” no sabemos más que lo que dice el texto. Ese “César Vallejo” no es ni real ni figuradamente el autor llamado César Vallejo. El “César Vallejo” del texto es una entidad semántica construida por el lenguaje, cuya existencia adquiere los límites que le fija el texto. Lo que a él le suceda, lo que él piense y sienta no tiene nada que ver con lo que piense y sienta el autor César Vallejo. En todo caso, lo que el autor César Vallejo piensa y siente no es relevante para desentrañar el sentido del poema, que es, en definitiva, lo que realmente importa, y no lo que piensa o siente el autor César Vallejo. Si el autor del poema fuera desconocido, el sentido del poema sería el mismo, y ese sentido emerge de las relaciones textuales establecidas por el lenguaje.

El simulacro del autor en el texto puede ir desde el nombre propio hasta el simple pronombre de primera persona: “yo”. El caso más extremo es el de la autobiografía, género que exige la presencia del autor en la estructura del texto literario. También en ese caso, el “autor” representado en el texto es un simulacro del autor empírico, extratextual, y la vida contada es una vida construida, radicalmente distinta de la vida vivida. Porque el que escribe su vida “inventa” su vida.

Pero la noción de autor se inscribe también en otra dimensión teórica, como la que aparece en sintagmas como “mundo del autor”, “universo del autor”, “política de autores”, expresión esta última introducida en la crítica cinematográfica por la revista Cahiers du Cinéma, bajo la autoridad de André Bazin, allá por los años de 1950.

En esos sintagmas, el término “autor” cubre un campo semántico diferente. Por lo pronto, “autor” no se refiere ahí a la persona del autor; si así fuera, desaparecido el autor-persona, desaparecería “su mundo”. Y no es eso lo que ocurre. “Autor”, en ese caso, es una categoría semiolingüística, que se encuentra únicamente en el conjunto de la obra que se le atribuye, o en una sola de sus obras, como es el caso de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El “mundo del autor”, el “universo del autor”, es una construcción del analista, elaborada a partir de determinadas “constantes” temáticas, narrativas, figurativas, pasionales y estilísticas. La coherencia discursiva de las diversas “constantes” tomadas en cuenta, configurarán un “universo” u otro.

La configuración de esos universos dependerá del punto de vista adoptado por el análisis, del nivel de pertinencia elegido, de la jerarquización que se atribuya a los diferentes elementos discursivos considerados, etc. Son muchos los modelos de configuración que pueden surgir de cada discurso o conjunto de discursos: configuración concéntrica en expansión o en retracción, configuración escalar de dependencias internas, configuración vectorial por ampliaciones sucesivas, etcétera.

Los universos así construidos serán válidos en la medida en que se apoyen en datos atestiguados directamente por el texto, o en datos evocados o reclamados por el texto para su adecuada lectura. Toda lectura es válida si no atenta contra la cohesión textual ni contra la coherencia discursiva. Porque no existe una sola lectura del texto, como tampoco existen todas las lecturas. Hace ya muchos años que Roland Barthes postulaba la pluralidad de lecturas. Pero existen evidentemente límites para la interpretación (Umberto Eco).

La “política de autores”, promovida por Cahiers du Cinéma, no hacía otra cosa: consiste en descubrir en una película, o en el conjunto de las películas de un autor, las líneas de articulación del “mundo” en ellas representado. Se ha hablado, así, y con gran profusión, del mundo de Buñuel, del mundo de Rossellini, del mundo de Fellini, del mundo de John Ford, del mundo de Eisenstein, y así. Esos “mundos” son siempre mundos representados en el discurso de cada filme. Por tanto, hablar del “universo” del autor, o del “mundo” del autor, es, a lo más, una metonimia: ese “mundo”, ese “universo”, se encuentra en la obra y no en la persona del autor. Eso es claro.

Y para cerrar este primer acto del presente ensayo, dejo la palabra a Fernando Ampuero, quien, como de pasada, escribía: “La poesía derrota el olvido, incluso desde el anonimato, desde todos los bellos versos sin dueño” (Ampuero, 2003).