Loe raamatut: «Vigencia de la semiótica y otros ensayos», lehekülg 5

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ENUNCIADOR

El “enunciador” es una instancia semiolingüística, de nivel noológico, siempre implícita, presupuesta siempre, que solo puede ser inferida a partir del enunciado. La producción del enunciado produce al mismo tiempo la instancia de enunciación. El enunciador solamente existe en la medida en que profiere enunciados. Dicho de otro modo, el enunciador es un “efecto de sentido” del enunciado (Parret, 1983). Ante un enunciado como “La tierra es redonda”, tenemos la imperiosa necesidad de postular una instancia que lo profiera, pues el enunciado no se dice a sí mismo; requiere una instancia que lo produzca. Esa instancia es la instancia de enunciación: enunciador/enunciatario.

La instancia de enunciación está constituida por la deixis: [Yo-aquí-ahora]. El que habla es siempre “yo”, y lo hace siempre “aquí” y “ahora”. “La tierra es redonda” supone siempre un [“Yo digo aquí, ahora”] que “La tierra es redonda”. Ese “yo” que dice, ¿es el autor? Sí y no: es el autor en la medida y solamente en la medida en que dice, en la medida en que profiere el enunciado; pero no es el autor en cuanto persona. El enunciador no tiene rostro, no se puede “ver” ni “oír”, ni “tocar”. El enunciador es siempre implícito. Incluso en este momento, cuando me escuchan decir “La tierra es redonda” escuchan a una persona, con una identidad reconocida, con un determinado timbre de voz, pero lo único que llega a sus oídos de enunciatarios es el enunciado, que presupone irremediablemente un enunciador: un [“Yo digo que”]. “Yo” es una matriz lingüística vacía, que se llena en cada caso con enunciadores diferentes. En ese sentido, el enunciador no es el autor. Si así fuera, nadie más podría decir “yo”, un solo autor acabaría con todos los enunciadores del mundo. Por el contrario, si no hay acto de enunciación, no existe enunciador, aunque, obviamente, el autor como persona puede seguir existiendo.

El enunciador, pues, es una categoría semiótica; es, como dice Benveniste (1971), una “instancia”. Esa instancia designa el conjunto de operaciones, de operadores y de parámetros que controlan el discurso. El acto de enunciación produce la función semiótica, que es aquella función mediante la cual la instancia de enunciación (el enunciador, primero, y luego, en la lectura, el enunciatario) opera un reparto entre el mundo exteroceptivo (cosmológico), que le suministra los elementos del plano de la expresión, y el mundo interoceptivo (noológico), que le ofrece los elementos del plano del contenido.

El primer acto de la instancia enunciadora es el de la toma de posición en un campo de presencia: enunciando, la instancia de enunciación enuncia su propia posición. Aparece dotada de una presencia, que servirá de hito para el conjunto de las demás operaciones discursivas. Por consiguiente, “enunciar es hacer presente cualquier cosa con la ayuda del lenguaje” (Fontanille, 2001: 84). De cualquier “lenguaje”. Y como el primer acto de lenguaje consiste en “hacer presente” alguna cosa, no se puede concebir más que en relación con un cuerpo susceptible de sentir esa presencia.

El operador de ese acto primordial de enunciación es el cuerpo propio, un cuerpo sintiente, que es la primera forma que adopta el actante de la enunciación. Una vez cumplida la primera toma de posición, ya puede funcionar la referencia: a partir de ahí, podrán ser reconocidas otras posiciones y podrán ser puestas en relación con la primera. Ese es el segundo acto fundador de la instancia de enunciación: la operación de desembrague es la que realiza el paso de la posición original a otra posición cualquiera, mientras que el embrague se esfuerza por retornar a la primera posición.

El desembrague es de orientación disjuntiva. Gracias a él, el mundo del discurso se distingue de la simple “vivencia” personal, inefable, de la presencia: nuevos espacios, nuevos momentos pueden ser explorados, y otros actantes pueden ser puestos en escena, entre ellos el narrador. En cambio, el embrague es de orientación conjuntiva. Bajo su acción, la instancia de enunciación se esfuerza por volver a la deixis original [Yo-aquí-ahora]. Sin poder lograrlo jamás, porque el retorno a la posición original sería un retorno a lo inefable, al simple presentimiento de la presencia, y el discurso en ese caso se extinguiría. Pero puede al menos construir su simulacro. Para ello, la instancia de enunciación está en condiciones de proponer una representación simulada del momento [ahora], del lugar [aquí] y de los actantes de la enunciación [Yo-Tú]. El discurso donde mejor se aprecia ese esfuerzo del embrague por refugiarse en la posición original es el de la poesía lírica. Pero está igualmente presente en todos aquellos discursos en los que la instancia de enunciación proyecta en el enunciado los actantes de la enunciación: relatos en primera persona con todas sus variedades, desde la autobiografía hasta el intercambio de diálogos en el relato desembragado. El discurso queda siempre sembrado de marcas de la instancia de enunciación: deícticos, valoraciones, restricciones y ampliaciones discursivas, modalizaciones y aspectualizaciones diversas, así como la orientación predicativa y la asunción de esa predicación.

Porque es el enunciador el que maneja los hilos del discurso, el que decide el destino de los “personajes”, sus conjunciones y disjunciones con los objetos de valor, sus modalidades y sus competencias, así como los valores a los que aspiran. El enunciador es responsable igualmente de la orientación en que se desarrollan los programas narrativos, de la forma en que los actantes son asumidos por los actores, de los roles temáticos que identifican a los actores, de los tiempos y espacios de la acción, de la manera como los valores se transforman en temas y de cómo los temas son asumidos por los actores del discurso y cómo son figurativizados.

Por otro lado, aparecen en el enunciado ciertos efectos de sentido que pasan directamente del enunciador al enunciatario sin afectar en nada a los “personajes” del enunciado; más aún, efectos de los que los actores ni siquiera se enteran: son esos efectos a los que denominamos efectos de la escritura: el punto de vista, la perspectiva narrativa, las descripciones, las figuras del discurso en su totalidad, y en general todos los efectos de la predicación.

El sujeto del enunciado puede seducir, influenciar, persuadir, ordenar a otro sujeto, pero no puede predicar la seducción, la influencia, la persuasión o el mandato, a no ser que el enunciador le ceda la palabra. Pero se trata entonces de una delegación de funciones, de un simulacro de enunciación: enunciación enunciada.

La predicación es el acto propio y exclusivo de la instancia de enunciación (Fontanille, 2001: 232). En un primer momento, el enunciador aserta el enunciado: algo está ahí; algo tiene lugar; algo sucede; algo cambia… La aserción es el acto de enunciación por el cual el contenido de un enunciado adviene a la presencia y aparece en el campo diseñado por el discurso. Luego, el enunciador asume la aserción: lo que aparece en el campo de presencia afecta de algún modo a la instancia de discurso y la obliga a tomar partido frente a esa nueva presencia: la acepta o la rechaza, la acoge o la excluye, la atrae al centro o la relega a la periferia.

La aserción conduce a una predicación existencial por medio de la cual se hacen presentes los enunciados en el discurso y se modifica su campo de presencia. Al mismo tiempo, esa misma predicación atribuye al enunciado un modo de existencia, es decir, un grado de presencia. Jugando con la intensidad y con la extensidad de esa presencia, la predicación existencial presentará cada enunciado como realizado [S ∧ 0] o virtualizado [S ∨ 0], como actualizado [S 0] o potencializado [S 0].

La asunción es autorreferencial: para comprometerse en la aserción, para tomar la responsabilidad del enunciado, para apropiarse de la presencia asertada, la instancia de enunciación tiene que relacionarla consigo misma, con su posición de referencia y con el efecto que produce sobre su cuerpo. El acto de asunción es el acto por el cual el enunciador hace conocer su posición [existencial, ética, ideológica, política, estética y demás] en relación con lo que tiene lugar en su campo de presencia: es agradable o desagradable, es bueno o malo, es bello o feo, es correcto o incorrecto, es justo o injusto, es útil o inútil…

Tanto la predicación existencial como la predicación asuntiva son actos metadiscursivos: la enunciación es la propiedad del lenguaje que consiste en manifestar la actividad discursiva. La predicación existencial “Ahí hay un árbol” aserta la presencia de la figura del árbol en el campo de discurso en cuanto ser de lenguaje. La presencia del “árbol” en el campo discursivo es siempre semiolingüística, nunca “real”. De la misma manera, la predicación asuntiva hace referencia a la presencia de la instancia de enunciación en el campo de discurso, pero a su presencia en cuanto ser de lenguaje, y nunca a la presencia del autor, que queda siempre fuera del texto.

Lo mismo sucede con los sentimientos, afectos y estados de ánimo que aparecen en el campo discursivo. Todos ellos no son otra cosa que efectos de sentido producidos por la organización textual y nada tienen que ver con los estados de ánimo, con los afectos y con los sentimientos del autor. Es obvio que el autor ha trabajado, ha fabricado esa estructura textual, pero no es nada obvio que sus estados de ánimo hayan si do la causa de esa organización. El lenguaje no es transparente; por el contrario, es siempre opaco; no copia la realidad, construye su propia realidad. Y con esos materiales están fabricados los “sentimientos” textuales: son, por tanto, igualmente sentimientos de lenguaje.

¿Y la autenticidad, entonces? La autenticidad y el temple de ánimo emergen única y exclusivamente del texto mismo, y no de las “vivencias” del autor. El bello libro de J. Pfeiffer (1936) lo hacía ver ya con toda claridad hace bastantes años. En todo caso, las vivencias del autor, por más sublimes que sean, no son pertinentes para la valoración del texto.

Tampoco son pertinentes las “intenciones” del autor empírico, de esa persona de carne y hueso que se llama X o Z. La intención es de naturaleza psíquica, inaccesible si no es puesta en discurso, si no es desembragada. Tan pronto como está desembragada, adquiere carácter fenomenológico y puede ser descrita con métodos semiolingüísticos. Esa intención textualizada se conoce como intencionalidad. La intención es una cualidad del espíritu, la intencionalidad es una cualidad del discurso, y se manifiesta en las diversas operaciones de la instancia de enunciación: orientación predicativa, predicación existencial y asuntiva, perspectiva narrativa, punto de vista, modalización y aspectualización, así como muchas más. De ahí que la pregunta ingenua que se oye con tanta frecuencia, “¿Qué quiso decir el autor?”, carezca por completo de sentido. Jamás sabremos “lo que quiso” decir el autor. Porque eso que “quiso” decir, o está en el texto o no está en ninguna parte. Existe una célebre ocurrencia que ilustra ejemplarmente esta tesis: el poeta español Luis Cernuda, exiliado en México, participaba en un recital poético. Después de leer su poema, un oyente levantó la mano y le preguntó: “Señor Cernuda, ¿podría decirnos qué quiere decir con el poema?”. “Con todo gusto”, respondió Cernuda. Abrió la cuartilla y leyó de nuevo el poema. Y añadió: “Eso es lo que quiero decir”. Así de sencillo.

NARRADOR

El “narrador” es un “personaje” del discurso narrativo. Es el primer actante desprendido por desembrague de la instancia de enunciación. En ningún caso es el autor. Vargas Llosa (1983) ha señalado con penetrante sagacidad esa diferencia: “la operación de inventar a alguien que narre lo que uno quiere narrar, es acaso la más importante que realiza el novelista”. Y refiriéndose al autor de Los miserables, señala: “Como sus personajes, quien los cuenta es un simulacro, una transformación imaginaria y remota de alguien real: el Víctor Hugo que escribía obras maestras, convocaba espíritus en mesas giratorias, se propasaba con sus sirvientas y mantenía correspondencia con medio planeta”. Por otro lado, Vargas Llosa es consciente de la importancia de esa categoría narrativa en el conjunto de la obra: “Este personaje es siempre el más delicado de crear, pues de la oportunidad con que este maestro de ceremonias salga o entre en la historia, del lugar y momento en que se coloque para narrar, del nivel de realidad que elija para referir un episodio, de los datos que ofrezca u oculte, y del tiempo que dedique a cada persona, hecho, sitio, dependerá exclusivamente la verdad o la mentira, la riqueza o pobreza de lo narrado” (Vargas Llosa, 1983).

En la crítica literaria se ha confundido, y se sigue lamentablemente con fundiendo, al narrador con el autor. Incluso se organizan frecuentemente “Encuentros de narradores”. Solamente por metonimia se puede aceptar un sintagma como ese. La narratología de los años 60 y 70, cuyo principal representante es Gerard Genette, inició la elucidación sistemática entre ambas categorías. Existen sin duda dificultades teóricas para abordar la instancia productora del discurso narrativo. Las vacilaciones –señala Genette (1972: 226)– se centran en el reconocimiento de la autonomía que debe atribuirse a la instancia narrativa, pues con harta frecuencia se confunde con la instancia de “escritura”; el narrador se identifica con el autor y el destinatario del relato con el lector de la obra. Genette hace, no obstante, algunas concesiones cuando señala: “Confusión tal vez legítima en los casos del relato histórico o de una autobiografía, pero no cuando se trata de un relato de ficción, donde el narrador cumple un rol ficticio, aunque sea directamente asumido por el autor, y en el que la situación narrativa puede ser muy diferente del acto de escritura”. Nada de eso. Cuanto más “legítima” parezca la confusión, más tramposa es. Ni el narrador de un relato histórico ni el de una autobiografía se pueden confundir con el autor. Puesto que ambos son actantes proyectados por el enunciador en el enunciado, y tienen en todos los casos la misma autonomía que Genette reclama para el narrador de ficción. Los actos de lenguaje son todos de la misma naturaleza y producen los mismos efectos de sentido. Es una pura ilusión considerar que el “yo” que aparece en la autobiografía es más “real” o más “histórico” que el “yo” que figura en un relato de ficción. Los dos son entidades de lenguaje y uno no está más cerca del autor que el otro.

En lo que sí avanzó la narratología fue en la descripción de las funciones del narrador y en la clasificación de sus posiciones en relación con la historia narrada. Es de todos conocido el cuadro de doble entrada con el que culmina Genette su estudio sobre el “discurso del relato”. Haciendo trabajar simultáneamente las categorías de “nivel narrativo” (extradiegético/intradiegético) y de “relación a la historia” (heterodiegética/homodiegética), obtiene cuatro tipos fundamentales de narrador.

1. Extradiegético-heterodiegética, paradigma: Homero, narrador de primer grado que cuenta una historia de la que está ausente;

2. Extradiegético-homodiegética, paradigma: Gil Blas, narrador de primer grado que cuenta su propia historia;

3. Intradiegético-heterodiegética, paradigma: Scherezada, narradora de segundo grado que cuenta historias de las que está por lo general ausente.

4. Intradiegético-homodiegética, paradigma: Ulises (en los cantos IXXII de la Odisea), narrador de segundo grado que cuenta su propia historia.

Es evidente que esa tentativa de clasificación, como todas las demás, es siempre reductora. La historia de la literatura está llena de narradores que rompen los esquemas y desarrollan su propia actividad narrativa con absoluta libertad, pasando de uno a otro, mezclando dos o más tipos, y no pocas veces confundiéndolos expresamente. Existen, por otro lado, maneras muy diversas de asumir los diferentes tipos de narrador: narrador que escribe, narrador oral, narrador que piensa (monólogo interior, corriente de conciencia). Así mismo, no se habrá de confundir –precisa Genette– el carácter extradiegético con la existencia histórica real, ni el carácter diegético con la ficción.

La semiótica greimasiana ha llevado más lejos el análisis de la categoría de “narrador” inscribiéndola en la dimensión del saber. Todo discurso comporta un “saber”, el cual supone al menos un informador y un observador. Se trata de una interacción mínima de carácter cognitivo entre sujetos. En ese dispositivo, el observador es el centro de la asunción y de la identificación. Con frecuencia, el observador no corresponde a ningún “personaje”, a ningún actor; es un puro actante semiótico; es solamente el efecto de sentido de diversas focalizaciones, selecciones y distorsiones que se le atribuyen en el texto. En torno de ese centro noológico, puede desarrollarse toda la problemática de la subjetividad semiótica: las variaciones del espacio observado, las variedades de las figuras que entran en el campo de presencia, los diversos roles pasionales y pragmáticos que asume el observador, las modalidades de su competencia y hasta las condiciones de la reapropiación de esa competencia por el enunciatario.

El “observador” es el simulacro desembragado mediante el cual el enunciador manipula la competencia de observación del enunciatario. La problemática del observador se plantea de manera particular en el campo de la narratología. En primer lugar, en razón de la materia de la expresión, un enunciatario real (empírico), de carne y hueso, considera obvia la existencia de un observador en un cuadro de pintura o en un filme, puesto que la mirada (real) del enunciatario (el espectador) coincide con la mirada (ficticia y simulada) del observador. En cambio, el lector real, empírico, no está acostumbrado a identificar su actividad perceptiva de lectura con la actividad cognitiva (ficticia y simulada) del observador en el texto literario. En función de esa diferencia de las materias de la expresión, se infiere alegremente una diferencia en la forma del contenido, y se incurre con ello en un craso error.

Jacques Fontanille (1989: 44-50) ha derivado la categoría del narrador del metasemema del observador basado en rasgos sucesivos de especificación muy concretos. En primer lugar, delimita las funciones generales que puede desempeñar el observador: si el rol del observador no es asumido por ninguno de los actores del discurso, si el texto no le atribuye deixis espacio-temporal precisa en el enunciado, se mantiene como un puro observador abstracto, mero “filtro” cognitivo de la lectura, que puede asimilarse a la “mirada” de la cámara cinematográfica (aunque en verdad la mirada de la cámara conlleva una posición espacio-temporal mínima: se coloca en una posición determinada y “mira” siempre en presente). En ese caso, se trata de un actante de discursivización, que podemos llamar focalizador, generado por un desembrague actancial. Se le reconoce únicamente por lo que hace: seleccionar, focalizar, ocultar elementos del campo de presencia del enunciado. Lo podemos descubrir en textos del género “ensayo” o del género filosófico, y en muchos relatos.

Si las competencias del focalizador reciben una determinación figurativa, de tipo espacial y temporal, el observador aparece entonces inscrito directamente en las categorías espacio-temporales del enunciado, como sucede con la perspectiva en la pintura. Se le reconoce entonces como espectador.

Cuando el focalizador es asumido por un actor del enunciado, cuya identidad es reconocida, pero que no desempeña ningún rol pragmático o pasional en los acontecimientos del enunciado, el observador es un asistente, y es el resultado de un desembrague actorial.

Finalmente, el observador que resulta de un desembrague completo (actancial + espacio-temporal + actorial + temático, es un participante. Al rol cognitivo del actor va asociado un rol pragmático o tímico (pasional).

A partir de las categorías clasemáticas precedentes, se generan los diversos tipos de narradores que pueden aparecer en el enunciado:

a) Un focalizador dotado de un rol verbal en el enunciado es un narrador propiamente dicho; es el narrador omnisciente, omnipresente.

b) Un espectador dotado de un rol verbal lo podemos denominar relator. Ése es el caso en que el focalizador se desplaza por los lugares y las épocas de la acción.

c) Un asistente dotado de un rol verbal es un testigo: el narrador que asiste a los acontecimientos, los cuenta, pero no participa en ellos.

d) Un participante dotado de un rol verbal es un narrador participante, que puede ser protagonista o simple participante.

De esa manera, el metasemema del observador da origen a los tipos de narrador siguientes:

Narrador propiamente dicho

Relator

Testigo

Participante

Protagonista

En términos de Genette, el narrador, el relator y el testigo pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre heterodiegéticos; el participante y el protagonista pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre homodiegéticos.

El narrador y el relator podrán utilizar únicamente la tercera persona; el desembrague en ese caso será enuncivo. El testigo, el participante y el protagonista podrán utilizar las tres personas: Yo-Tú-Él, a partir de desembragues enuncivos [Él] o enunciativos [Yo-Tú]. Un caso clásico de protagonista que usa la tercera persona [Él] para referirse a sí mismo es Julio César al relatar sus hazañas en las Galias. En algunos casos, el desembrague enunciativo recae en la segunda persona [Tú]. Los roles actanciales “Yo” y “Tú” pueden ser asumidos por el mismo actor semiótico (por la misma persona). En esa figura, “Yo” se desdobla, constituyéndose en enunciador y enunciatario al mismo tiempo, como en País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez. En la vida cotidiana ocurre ese desdoblamiento con frecuencia: cuando uno se habla a sí mismo [“No debiste decir eso”]. Pueden también ser asumidos por actores diferentes, como en los relatos con formato epistolar, por ejemplo. Pero es evidente que el enunciador es siempre “Yo”; nunca “Tú” puede decir tú; siempre es “Yo” quien dice tú. La literatura contemporánea, a partir de Ulises y especialmente con la obra de Faulkner, nos ha acostumbrado a pasar del “Yo” al “Tú” y al “Él” con toda fluidez. Un texto ejemplar a ese respecto es La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, en la cual el narrador pasa ordenadamente y en forma cíclica de “Yo” a “Tú” y a “Él”. En otros casos, los intercambios de persona del narrador se mezclan incesantemente, como ocurre en Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa. Ni “Yo” ni “Tú” ni “Él” son el autor de carne y hueso: son siempre simulacros, entidades semióticas creadas por el lenguaje.

Y para hacer justicia al autor, terminaremos repitiendo que él es el maestro constructor de la obra, para lo cual aporta sus experiencias y su talento. A él todo honor y toda gloria; pero poniéndolo siempre en su sitio. Y repetiremos una vez más, con Umberto Eco, que lo mejor que le podría pasar sería morirse al terminar su obra, y resucitar, claro, al tercer día, para construir una nueva.

La crítica literaria, si pretende ser rigurosa, tiene que decidirse a distinguir las categorías de autor,enunciador, narrador, y a limpiar de una vez la mente de las telarañas que aún la obnubilan.

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