Loe raamatut: «Todas están locas»
TODAS ESTÁN LOCAS
TODAS ESTÁN LOCAS
© Eley Grey
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle
Iª edición
© Editorial La Calle, 2016.
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ISBN: 978-84-16164-47-9
Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.
ELEY GREY
TODAS ESTÁN LOCAS
Idea original: Daris Great
Editorial La Calle
ANTEQUERA 2016
Índice de contenido
Portada
Título
Copyright
Índice
Dedicatoria
PRÓLOGO DE MILA MARTÍNEZ
JUEVES, 8 DE MAYO DE 2015
VIERNES, 9 DE MAYO DE 2015
LA CENA
LA SOBREMESA
EL ENCIERRO
LA MERIENDA
EPÍLOGO — AGRADECIMIENTOS
A todas las locas. Porque ellas consiguen dibujar la cordura de los demás. Gracias por vuestro sacrificio diario.
Por intentar entender el mundo.
A mi familia, a todas las familias.
PRÓLOGO DE MILA MARTÍNEZ
Tengo que agradecer a Eley Grey y a la Editorial La Calle la inesperada proposición para que elaborara este prólogo, especialmente porque Todas están locas ha traído hasta mí, más que un soplo de aire fresco, vendavales de emociones.
Sus páginas han recuperado recuerdos que creía perdidos; han devuelto a mi memoria el olor a pan recién horneado y la textura de la miel. Me he saturado de olor a tierra, he cerrado los ojos y ha llegado a mis oídos el sonido del viento acariciando los juncos que nacen a la orilla del río. He sentido de nuevo el temblor en mis labios de ese primer beso torpe, de tan deseado. La narración me ha transportado a la época en que escuchaba el canto de los gallos en la madrugada, al lugar donde las palabras eran habladas con acentos entrañables. Todas están locas me ha extraído del subconsciente consejos olvidados, pero también ha removido sufrimientos antiguos que nunca debieron existir.
En este sentido, el libro es un canto a la libertad, al derecho a ser uno mismo, a la aceptación, al amor. Y en esta historia, más que ninguna otra cosa, el amor es un asunto de piel, como sus propias líneas gritan. Y también, en ocasiones, lo único que te puede salvar.
La fuerza de la novela es la misma que percibo en Eley Grey, una escritora reivindicativa, auténtica, ingenua y a la vez madura, que destila verdad y frescura. Este es un libro que se toca, se huele, se escucha, que tiene su punto de misterio, que te hace reír a carcajadas y a la vez te duele. Es crudo, en ocasiones amargo, pero igualmente veraz, divertido y, a un tiempo, elegante.
La escritura de Eley es de una belleza palpable: ella a veces se sentía como el agua, de nadie; o la simple existencia de ese gorro fucsia que aísla a Grisalda del olvido; o también esa imagen de las huellas sobre el barro, las huellas que dibujan el pasado que se deja atrás y se va borrando poco a poco…
Sus escenarios envuelven a unos personajes polícromos cuyo entorno familiar los modela, otorgándoles unos matices imborrables: Grisalda, el gran pilar, Álex y su potente mirada, Laura, bendecida con una sensibilidad tendente al desmayo, Marga, neurótica, sobreprotectora y de físico peculiar, Pilar y su desapego… Todo un mundo de contrastes que muestra su mejor gama en una trepidante y divertida escena en la última parte de la novela. La sensibilidad y el sentido del humor, a veces negro, rezuma en cada una de sus páginas y va in crescendo hasta desembocar en una explosión hilarante, caótica y surrealista hacia el culmen de la obra. Un final vertiginoso e inesperado en el que se mezclan supersticiones, viejas rencillas, celos, deseos incipientes, mala leche y vapores etílicos.
Por último, he de confesar que Todas están locas me ha arrollado con la magia que aportan ciertos fenómenos, sucesos y reacciones inusitadas. Porque este libro está lleno de señales que dan pistas sobre la singularidad de sus personajes y la intensidad de sus emociones, lo cual revela mucho de su autora, Eley Grey.
Pasen y lean.
JUEVES, 8 DE MAYO DE 2015
Grisalda.
— Hola tía, ¡qué alegría que te hayas acordado de venir! — me confesó Salvador.
— ¿Acaso pensabas que me iba a olvidar de mi cita con mi sobrino favorito?
No necesité esperar su respuesta. Me había soltado del brazo de Laura y, sin esperar una invitación formal, me había plantado en mitad del pasillo.
— ¿No tendrás un vasito de agua para tu tía? Estoy seca, parece mentira que todavía estemos a mayo. Cualquier día pega un petardazo todo y nos vamos a freír espárragos. Dichoso cambio climático. Por cierto, esta chica tan mona es Laura — no me giré para ver sus reacciones porque ya estaba acomodándome en el sillón del salón.
Escuché cómo Salvador y Laura se saludaban con dos besos. A veces no hace falta conocer mucho a alguien para saber si te va a caer bien o mal. Sentí que en aquella ocasión la primera impresión fue positiva para ambos.
Salvador no me preguntó por Álex, pero intuí que ocultaba las ganas por saber de su prima. Hacía tiempo que no hablaban por teléfono, o al menos hacía tiempo que yo no les escuchaba hacerlo. Tampoco sé si conocía los detalles más personales de Álex, no podía exigírselo, ni tan siquiera yo los conocía. Me hubiera gustado saberlos, pero no podía obligarle a hablar. Lleva rara desde hace tres meses. Algo le ha hecho estar enferma y triste. Aunque lleva semanas de mejor humor, sigo notando un resentimiento en ella, como si un dolor profundo se hubiera instalado en cada rincón de su cuerpo.
Salva nos ofreció una bebida a Laura y a mí y a los pocos segundos comenzamos la conversación.
—Ay, hijo, tienes que ir a ver a tu prima. Ella no me cuenta mucho, pero yo creo que te echa de menos. Y con su madre otra vez aquí… no sé, creo que le está afectando. ¿Has probado a llamarla? — le pregunté.
—Sí, tía, varias veces. Pero no da señal. Puede que tenga el móvil estropeado. Además, he estado muy liado con los encargos, pero justo esta semana voy un poco más tranquilo, me pasaré una tarde.
—Muy bien, hijo. ¿Y tú cómo estás? ¿No hay novedades?
—Pues la verdad es que no, tía. Sigo con lo mío. Casi todos los días tengo faena, así que no me puedo quejar.
— ¿Y tus padres? ¿Qué se cuentan? — La madre de Salvador, Marga, es mi única cuñada—. No he podido pasarme a verlos en semanas. Desde que ha vuelto Pilar tengo que estar más pendiente que nunca en casa. Me da más miedo que un trueno. Y además hemos estado arreglando la parte de abajo para que se instale.
—Claro, es lógico. No te preocupes. Mi madre está como siempre, con sus achaques y sus cosas, ya la conoces. Y para mi padre parece que no pase el tiempo, sigue saliendo todas las mañanas bien pronto para arreglar el campo de alcachofas. Ahora dice que va a plantar tomates. Por mí como si planta mangos. Todavía está empeñado en que vaya con él a ayudarle. ¡Pues sí señor, con lo cansado que vengo de trabajar... ni harto de vino, vamos!
—Es normal que tenga ilusión, el pobre. Toda la vida ha querido compartir contigo ese trozo de tierra y no has hecho más que menospreciarlo.
—Eso no es cierto, tía. Sabes que me he pasado veranos enteros levantándome con él para acompañarlo. ¡No sabes cómo lo odiaba! — Mi sobrino se ha sentido incomprendido siempre—. ¿Has trabajado tú alguna vez en el campo? —preguntó a Laura, quien no esperaba ser interrogada.
—Ehhh… mmm… pues no, la verdad —contestó vacilando.
Como parecía que no tenía nada más que añadir, Salvador y yo seguimos hablando un poco más, sobre sus compañeras de piso, los vecinos y lo caro que se ha puesto todo últimamente.
Después de bebernos el té y compartir los últimos cotilleos, nos levantamos para despedirnos de él.
—Álex estará a punto de llegar y quiero calentar la comida para que esté lista —Miré por última vez a Salvador y volví a insistirle—. Por favor, ven a verla, creo que le vendrá bien desahogarse, a mí no me cuenta nada.
Laura me acompañó hasta casa e inició su despedida. Antes de terminar su intervención tuve una idea y, sin pensármelo dos veces se la propuse:
—Oye, Laura, ¿por qué no vienes hoy a merendar? En el horno de la esquina hacen unas milhojas buenísimas y voy a comprar unas cuantas. Es el pastel favorito de Álex. Será bueno que conozca a alguien, lleva demasiado tiempo sin salir. ¿Qué me dices?
Laura pareció dudar durante unos segundos. Quizá tenía faena, siempre me habla de sus trabajos para la universidad y pensé que esta vez también estaría ocupada. Sin embargo, tras parpadear unas cuantas veces, aceptó la invitación con una sonrisa de oreja a oreja. Es un encanto de chica, me alegré de que aceptara.
— ¡Qué bien! Pues nos vemos a las seis aquí mismo —le dije.
Miré el reloj mientras movía por última vez el guiso, antes de apagar el fuego. Eran las dos y media y estaba segura de que Álex ya estaba bajando del metro y se dirigía de vuelta a casa por las intrincadas calles del casco antiguo del pueblo. Alguna vez me ha contado que, cuando era más pequeña, le fascinaban los muros de las casas en esa zona. Me confesaba que cuando los veía no podía evitar pensar en las historias de las que habrían sido testigos aquellas piedras.
Seguramente de camino para casa Álex iría pensando en la clase de repaso del próximo lunes. Había sido todo un descubrimiento para ella. Cuando la señora Matilde me habló de los problemas que su nieto tenía con las matemáticas enseguida pensé que Álex podría ayudarle. Lógico, ¿quién mejor que ella que está terminando la carrera de matemáticas? Pero, como siempre, Álex se enfadó conmigo porque hablé por ella sin consultarle. Recuerdo perfectamente sus palabras aquel día:
— ¿Cómo se te ocurre decirle que yo le daré clases particulares? Por lo menos podrías habérmelo preguntado, ¡vamos, digo yo!
El cabreo le duró poco, menos mal, porque con la fuerza que tiene, no podría soportar una bronca como las que tiene con su madre. Yo ya no estoy para esos trotes.
Fue toda una suerte conocer a la señora Matilde, a quien se le iluminaron los ojos cuando el nieto llegó con un ocho en el siguiente examen. Desde entonces se dedicó a hablar del milagro que Álex había conseguido con su nieto a todas las vecinas del barrio. Yo pienso que a ella le gusta este trabajo, parece que se siente útil y tener esa responsabilidad le ayuda a valorarse más. Creo que ayudar a otros niños puede venirle bien. La pobre, con lo que ha tenido que pasar.
— ¡Ya estoy en casa! —escuché el gritó Álex, al tiempo que cerraba la puerta de la calle tras de sí.
— ¡Sube a comer que la mesa ya está lista! —siempre intento tenerlo todo preparado para cuando ella llega. Por fortuna, esta vez no se me había quemado la olla con la comida dentro. A veces pasan esas cosas.
—Hola, yaya —se acercó y me dio un beso en la mejilla—. ¿Y mi madre? ¿Ya ha comido?
— ¡Qué va! Si todavía no ha venido. A saber dónde está. Algún día nos llevamos otro susto, ya verás. Estoy en un sin vivir con ella, parece que no escarmienta. Yo ya no sé qué hacer, seguro que llega borracha. ¡Y todavía es jueves… !
—Por favor, yaya, no me apetece escuchar ese tipo de comentarios, ¿vale? —me reprochó mientras acercaba su silla a la mesa, acomodándose frente a mí.
—Está bien, disculpa —pinché un trozo de tomate de la ensalada y seguí con la conversación—. ¿Cómo ha ido el día, cariño?
—Pues bien, muy bien. Tengo un poco de sueño, pero el día ha ido de maravilla, la verdad.
—Me alegro mucho. Después de comer te acuestas y descansas un rato. Yo coseré un poco —seguí comiendo el estupendo guiso. Realmente me había quedado buenísimo—. ¡Ah, por cierto!, madre mía cómo tengo la cabeza, casi lo olvido. Esta tarde he invitado a Laura a merendar. Voy a comprar milhojas, ¿te apetecen?
Álex guardó silencio. Pensé que no me había escuchado y le volví a preguntar:
— ¿Te apetecen o no?
—Sí, yaya, me apetecen mucho las milhojas, pero, ¿se puede saber por qué has invitado a esta chica? No la conozco de nada y ya sabes que yo con la gente nueva no…
No la dejé terminar la frase:
—Te he hablado mucho de Laura. Es casi como si ya la conocieras, Álex.
—Perdona, yaya, permíteme que discrepe. La experiencia me demuestra que tus comentarios no son siempre de fiar.
Ahogué un gemido de disgusto por la mala intención de sus palabras, aunque ella pareció no notarlo porque siguió con sus acusaciones sin fundamento:
—Vamos, yaya, no sería la primera vez que pasa.
— ¿Qué quieres decir, cariño? —traté de tranquilizarme.
— ¿Tengo que recordarte cuando me contaste que Vicentica, la de la calle Teulellat, se había roto la cadera?, en realidad se había tropezado y se había torcido un tobillo, la mujer estaba de maravilla. ¿O cuando me juraste que el nieto de doña Blasa estaba en el Clínico por una infección de "plumón"?, a los días me enteré de que había tenido un constipado de lo más común y ni siquiera había visitado el ambulatorio. ¿O cuando, rebosante de orgullo, clamabas a los cuatro vientos que yo, tu única nieta, había sacado la mejor nota de toda la comunidad en el examen de selectividad? —En este punto me miró torciendo los labios, se me antojó una niña pequeña—, pero si te lo tuve que escribir en un cartel y colgarlo en el espejo del baño porque me cansé de repetirte que no, que tan sólo estaba entre los diez primeros del instituto.
Guardé silencio ante semejantes acusaciones. Cualquiera que la hubiera escuchado podría haber pensado que yo era una mentirosa, o cuanto menos, una exagerada. Me sentí indignada y seguí comiendo. A los pocos segundos, Álex pareció arrepentirse de su actitud, por fortuna, y me repitió que sí, que le apetecían mucho los pasteles y que tenía muchas ganas de merendar conmigo. Le sonreí y seguimos con la comida en el silencio y la calma que otorga el amor de las personas que se entienden sin hablar.
Los golpes en la puerta de la calle me devolvieron a la pantalla de la televisión que, como en susurros, me enviaba las palabras del periodista que estaba dando las noticas. Álex había subido a su habitación a descansar y yo estaba cosiendo los botones en una de las chaquetas que había rescatado del baúl de la ropa de Manolo. Estaba segura de que a Álex le encantaría. Pilar gritaba desde la calle. Ese acento latino que se le había pegado tras su estancia en Estados Unidos era inconfundible. Deshizo el momento de paz en el acto. Con suerte, se iría a hacer la siesta después de comer. Tuve que bajar a abrirle porque mi hija es capaz de romper la cerradura a golpes, la muy burra.
Tras los últimos seis años en la cárcel ha vuelto con nosotras y aún estamos tratando de adaptarnos a la nueva situación. Recuerdo el día que me llamaron los abogados para decirme que la soltaban. Me puse tan nerviosa que no sabía cómo decírselo a mi nieta:
—A tu madre le han dado el alta.
—Querrás decir que la sueltan, yaya —me replicó casi en un susurro.
—Bueno, eso. Tú me entiendes. Que va a salir de la cárcel.
—No sé si alegrarme o no.
—Buen comportamiento, me ha dicho el abogado.
—Ya, claro. ¿Y tú te lo crees?
—Hombre, tu madre no es mala persona. Es una fresca, pero no es mala persona, Álex.
—Claro, ahora va a resultar que es una santa, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso, cariño.
Hace tres semanas de aquella conversación, pero es que mi pobre Álex ha tenido que pasar tantas cosas, ha tenido que ver a su madre tantas veces bebida y drogada que en ocasiones entiendo su mal humor.
Era sólo una niña cuando se vino a vivir conmigo, doce años es una edad complicada. Parecía tan indefensa y tan vulnerable que daba miedo hasta tocarla por si se rompía. En aquel momento mi hija Pilar acababa de ingresar por primera vez en prisión. Le cayeron dieciocho meses. La condenaron por tráfico de estupefacientes y robos menores.
Cuando en marzo de 2007 le concedieron la condicional, tuvo que venirse a vivir con Álex y conmigo. La liberación de su madre fue recibida por la niña con una alegría inmensa. Estaba muy ilusionada por volver a tenerla cerca. Aún tenía la esperanza de que permanecería siempre aquí, junto a nosotras, y seríamos una familia normal, como las familias de sus amigas. Aún se reflejaba la esperanza en su mirada, mi pobre niña. Habían pasado casi dos cursos completos y Álex estaba entrando en la adolescencia casi como una niña más. Quise creer que Pilar intentaba ganarse la confianza de su hija, de veras que quise creerlo. Pero a los tres meses de su puesta en libertad, una noche cenando, Pilar comentó:
—He conocido a un hombre y estamos saliendo desde hace unas semanas.
—Bueno, eso está bien, ¿no? —después de hablar no pude evitar mirar de reojo a Álex.
—Me ha ofrecido viajar con él a Florida la semana que viene.
— ¡Pero Florida está en Estados Unidos, mamá! —se notaba la ansiedad en sus palabras. Se tensaba ante la más mínima sospecha de abandono.
—Sí, Álex, está en Estados Unidos. Abelardo es un hombre de negocios y tenemos —pronunció esta última palabra paladeando la primera persona del plural como si fuera un manjar— unas reuniones importantes allí. Me lo paga todo y encima voy a ver mundo. Es una oportunidad, ¿no crees, madre? —Pilar buscaba mi apoyo.
— ¿Tenemos? —protestó Álex.
—Hombre, visto así, es una oportunidad, la verdad —sentí la necesidad de interrumpir. Para suavizar los ánimos, más que nada.
— ¡Ni oportunidad ni hostias! —gritó Álex—. Lo que pasa es que te vas a ir y ni siquiera sabes si volverás. Te vas a marchar como hizo papá. Me vas a dejar aquí otra vez y no te importa una mierda lo que yo piense o cómo me sienta. No puedo fiarme de ti. ¡Eres la peor madre del mundo!
Tras su intervención, Álex se levantó sin terminar la cena y se encerró en su habitación. Seis días después, Pilar cogió un avión hacia Florida con su nuevo amante. Álex se despidió de ella en el aeropuerto como si nunca jamás fuera a volver a verla, pero sin derramar una lágrima. Su mirada parecía cruzada por el intento de odiarla, por la intención de dejar de quererla. Después de los años parece que se ha dado cuenta de que con su madre no funciona así: por mucho que se haya esforzado, por más energía que haya puesto, nunca la ha odiado del todo. Quizá se ha dado cuenta de que con las madres nunca funciona así.
A los cuatro meses de aquella despedida sin llanto en el aeropuerto recibí una llamada desde la cárcel del condado de Dade, en Florida. Quien me hablaba al otro lado tenía acento mexicano, como el de las telenovelas que a veces echan en la tele. Me decía que Pilar y el tal Abelardo habían tenido un accidente de coche en el viaje de camino a México. Cuando colgué, Álex ya estaba sentada a mi lado tratando de entender qué había pasado.
— ¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a mi madre? Por favor, dime que está bien —casi pude sentir cómo el pánico se apoderaba de ella.
—Está bien, tranquila. El problema es que tras el accidente tuvo que intervenir la policía porque el chulo con el que viaja tu madre no tenía los papeles del coche en regla, y ahora viene la peor parte…
— ¡Por el amor de Dios, deja de hacer propaganda y cuéntame de una puta vez qué le ha pasado!— Por aquel entonces estaba empezando a utilizar un vocabulario poco apropiado para una niña de su edad, y yo no sabía si reñirla o dejarla hacer.
—Pues que haciendo una inspección del coche han encontrado droga, Álex, mucha droga.
—No puede ser… ¡¿pero es que esta mujer no va a madurar en la vida?! ¿Y ahora qué? Supongo que otros dos años en la cárcel, claro. Por lo visto no ha tenido bastante con la cárcel de España y quiere conocer otras.
—No, cariño. Lo siento mucho, pero las leyes allí son distintas. Va a pasarse una buena temporada encerrada. Con suerte, si intervenimos desde aquí, puede que le reduzcan la condena. Pero los cinco años no se los quita nadie.
— ¡¿Qué?! ¡No me lo puedo creer! —casi no vocalizaba. No sé cómo se sintió en aquel momento, pero imagino que deseó que todo fuera una pesadilla. Quizá le pasaron por la mente todas las imágenes que seguro todavía le quedaban de su madre intentando ser una buena madre. Imágenes de los últimos meses de convivencia con nosotras, quizá, antes de su viaje. A lo mejor quería creer que había habido un error con los datos, que en breve nos llamaría Pilar para decirnos desde algún bar de carretera que estaba bien, que no tenía ni idea de lo que le decíamos sobre la cárcel, y que por supuesto no sabía dónde puñetas estaba el condado de Dade.
Sin embargo, tras el juicio, y a pesar de la intervención de los abogados de la embajada española, a Pilar le cayeron seis años con agravantes por robo y falsificación de documentación. La condena total ascendía a ocho años y seis meses. Pero cuando todavía faltaban dos años para cumplir la condena completa, le aplicaron una reducción por buen comportamiento.
Durante todo este tiempo Álex se ha alejado completamente de su madre. Sé que ha perdido la poca confianza que aún le quedaba en ella. Por segunda vez en su vida la niña ha tenido que sufrir la pérdida y el abandono, pero esta vez ha sido más duro, con diferencia. Mientras Pilar estaba en la cárcel de Estados Unidos hablábamos con ella una vez a la semana, al principio lo hacíamos las dos, pero al poco tiempo Álex empezó a evitar por todos los medios estar en casa a la hora de las llamadas, siempre el mismo día y a la misma hora. Fingía haberse entretenido en el camino de vuelta desde el instituto o haberse quedado hablando con algún profesor. Yo nunca quise echárselo en cara, ¿para qué?
Tras haber recibido la noticia de la liberación de Pilar y el consecuente abandono de las tierras americanas, Álex y yo decidimos acomodar la parte de abajo de la casa. Estaba clarísimo que con sus antecedentes no iba a encontrar trabajo y mucho menos un alquiler.
Cuando llegamos al aeropuerto para recogerla casi no pude reconocer a mi hija. Había cambiado tanto que en lugar de seis años parecía haber envejecido sesenta. Le faltaban algunos dientes y tenía la mirada oscura, pese al color que llevaba en los párpados. Los primeros días intentó comportarse con Álex como si todavía fuese su pequeña, como si alguna vez lo hubiera sido, pensaba yo. Trató de hacernos creer a ambas que había cambiado, que se había reformado y que ni tan siquiera fumaba.
—Lo he dejado todo, Álex. Te lo juro. Soy una persona nueva —me sorprendía el acento latino que se le había pegado. Junto con el aspecto físico, hacía que llegase a dudar de si era realmente mi hija.
—No la creo. Ya no. No hay nada en el mundo que pueda hacerme cambiar de opinión —me confesaba Álex cuando Pilar se marchaba al bar del Chuso.
—Pero Álex, cariño, tenemos que darle un voto de confianza. Lleva mucho tiempo en aquel país, lejos de casa. A saber las cosas que ha tenido que ver o hacer en aquella cárcel. He visto en la tele que las cárceles de mujeres allí son diferentes y puede haber presas muy peligrosas —intentaba hacer de abogado del diablo otorgando una tregua a mi maltrecha hija—. En un programa que vi decían que allí las meten a todas en la misma habitación, y si se matan, pues se han matado.
—Demasiada tele ves tú, me parece a mí —Álex piensa que exagero en todo lo que digo.
Mi nieta siempre ha sido una niña muy madura. Cuando llegó a casa ya se notaba que parecía más mayor de lo que era. Ahora tiene veintiuno y hace mucho que no llora por las noches la ausencia de sus padres. Quiero creer que ha superado el sentimiento de abandono. Intento calmar mi ansiedad cuando la encuentro con la mirada perdida, trato de convencerme de que los años que ha pasado aquí conmigo la han ayudado a crecer con algo de serenidad.
Recuerdos.
—Quiero que sepas que eres muy importante para mí, Álex. No quiero que tengas miedo, mi niña, yo nunca te voy a abandonar —Álex yacía en la cama mientras escuchaba a Grisalda.
— ¿Por qué dices eso, yaya? —le contestó con un hilo de voz.
—Porque en la vida, a veces, es necesario saber que hay alguien a quien le importas de verdad. Hay ocasiones en que el amor es lo único que te puede salvar.
Álex observaba a su abuela, lo hacía en silencio, algo muy habitual en ella. Sabía que cuando empezaba a hablar nada ni nadie podía frenarla.
—Te voy a contar una historia —comenzó a narrar Grisalda—. ¿Sabías que mi padre luchó en la guerra? —Álex asintió. No era la primera vez que le confesaba algún secreto del pasado familiar—. Luchó para defender al gobierno legítimo en el 36. Y cuando los exaltados ganaron, lo metieron en la cárcel junto con otros miles de personas. A punto estuvieron de fusilarlo varias veces. Nadie se explica qué milagro se obró para que finalmente no lo hicieran. Cuando ya estaba libre y en casa, un día quiso hablar conmigo y me llamó desde el salón. Lo recuerdo como si fuera ayer: yo estaba pelando patatas para el puré, el pobre tardó tiempo en volver a masticar. Se le habían atrofiado las mandíbulas por no ejercitarlas. Con esa voz grave que tenía, pronunció mi nombre:
—Grisalda, ¿quieres venir, por favor?
—Yo dejé a medias la tarea y acudí a su llamada. Tomé asiento a su lado y siguió hablando, pensativo:
— ¿Sabes cuánto tiempo he pasado sin beber agua y sin comer, hija mía?
—Como comprenderás, yo no lo sabía. Yo era sólo una niña, Álex. Por no tener, ni noción del tiempo tenía.
—Días, Grisalda, he pasado muchos días —me dijo—. Pero así he sobrevivido. He visto a hombres morir alimentándose igual que yo. Bebiendo lo mismo que yo. Pero yo nunca sucumbí.
—No sabía adónde quería llegar con aquella historia, pero seguí escuchando sus palabras falcada en aquel sofá.
—¿Sabes lo que me hacía diferente, Grisalda?
—Que tú eres más fuerte, papá —le contesté yo, henchida de orgullo.
—No, mi niña —me respondió—. Aguanté más que ellos porque sabía que había alguien fuera que me quería. Sabía que mis pequeñas estaban esperando mi regreso para darme todo el amor que habían estado cultivando. Los otros camaradas desistieron desde el momento en que dejaron de sentirse queridos.
—¿Por qué me cuentas esta historia, yaya? —Álex guardaba reposo tras la ruptura con Sandra, pero no tuvo valor para contar a su abuela el motivo real de su convalecencia.
—Es importante que entiendas que el amor puede con todo, mi niña. Sentirse amado puede salvarte de la peor de las muertes: la muerte por abandono y pena. Y creo que es un buen momento para decirte que te quiero y que siempre te querré.
Álex recordaba aquella conversación con su abuela y, aunque sólo habían pasado tres meses, la sentía muy lejana. Esta mañana había iniciado su ritual como cada día: había buscado la tela con la que se vestiría, permitiendo que su brazo derecho disfrutara libremente del recorrido. En la operación sintió el tacto plural en su armario: acarició la placentera seda, apartó la satinada licra y se detuvo a la altura del algodón, donde encontró su camiseta preferida. De unos centímetros más abajo escogió un pantalón corto de estilo desenfado.
Mientras se dirigía a la parada de metro, Álex había recordado la primera etapa de su convivencia con Grisalda, los primeros meses en el nuevo instituto y la ausencia continua de su madre. El vacío en su pecho cada mañana al despertarse, en una cama nueva, en una casa ajena. Había recordado aquella etapa con angustia, como siempre hacía, reviviendo el dolor del abandono. Abrió su mochila para tomar un trago de agua e intentar así que el nudo que se había formado en su garganta bajara por el esófago y desapareciera en algún lugar de su cuerpo, donde no le molestara para respirar.
La mañana soleada prometía un día primaveral caluroso. Miró el papel que envolvía el plástico, le gustaba despellejar las etiquetas de las botellas. Las arrancaba despacio, arrebatándoles el encasillamiento propio de pertenecer a una marca. Pensaba que el agua no podía ser de nadie. Ella a veces se sentía como el agua: de nadie. Sobre todo cuando recordaba, cuando revivía.
Una mañana de sábado, cuando sólo tenía once años, su padre desapareció de su impertérrito sillón rojo, desde el que dejaba pasar los días, impasible. La desidia había sido su rutina ante las borracheras y resacas de su mujer, y también frente a los chismes que deambulaban por el barrio sobre su más que gigantesca cornamenta.
La fábrica de maderas para la que había trabajado durante los últimos quince años había dejado de esperarle tras la reciente baja laboral. Depresión, ansiedad, neumonía, gripe, alergia… Al médico de cabecera ya no le quedaban muchas más opciones que anotar en el parte de Ramón. Los silencios del hombre de la casa habían conseguido convertirlo en una figura invisible.
Aquel sábado su madre le gritaba desde la puerta anunciándole que no la esperara despierta y que, con las monedas del bote de la cocina, se pagara una pizza para cenar.