Muertos sin saberlo

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Muertos sin saberlo
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A mi hermano,

por sus ideas para la conclusión de este libro

Inmolación











Nombre: Nohemí Santos

Dicen que me llamo Nohemí, que así aparece en la fe de bautismo. Pero que para las leyes no existo porque no hay registro de mí en ninguna parte. Eso complica las cosas, pues no pueden hacerle nada a un fantasma que respira y los ve a los ojos. Se pasean de un lado a otro, llaman por teléfono, intentan a toda costa saber de qué parte de las profundidades emergí, a qué infierno de este mundo pertenezco. Yo no les digo nada: lo único que sé es que no necesito nombre para ser lo que soy. Y ellos, ante mi mudez, se desesperan. Pronto amanecerá y tendré frío.

Lugar y fecha de nacimiento: Barranca de los Muertos,

1º de noviembre de 1945

Bajo los naranjos parió mi madre. No me esperaba aún cuando el aguacero de sus entrañas se precipitó sobre el cobre del piso. Mi madre no se sorprendió: ya a otras les había pasado. Desde que el hombre es hombre, le habían dicho, estas cosas han sucedido. Se levantó, pues, y fue en búsqueda de mi padre, que por esas horas regresaba de los campos. Era la época de la cosecha. Ella no alcanzó a llegar siquiera al camino. Yo empujé con todas mis fuerzas y la obligué a tumbarse junto a los naranjos. En medio del olor dulce de la fruta, mi madre esperó a mi padre durante una hora. Qué más daba regresarse a casa, si el fruto ya había florecido.

Estado Civil: Casada

Conocí a Abraham en el año de la matanza y las revueltas. En los periódicos y en el radio todos decían que los movimientos no eran sino producto de terroristas, de gente que buscaba la inestabilidad y que no le preocupaba el daño que provocaban sus pérfidas acciones contra un sistema que se erguía a la fuerza. Llegó a Barranca huyendo de sus pasos. Se quedaría un par de días y luego se internaría en la sierra. Mi padre lo encontró en la labor. Hablaron poco, a pesar de que no era necesario: mi padre, desde que lo vio, supo a lo que venía y, aun cuando no conocía bien a bien qué sucedía en los argüendes del mundo, no podía negarle hospedaje al muchacho que podría ser su hijo. Abraham y mi padre llegaron a la casa. Yo ya daba clases en la primaria del pueblo y esa tarde al regresar vi que alguien estaba sentado cerca de la ventana. Al entrar, mi madre nos presentó. Ésa y muchas noches más cenó con nosotros, mi padre lo convenció de que ya nadie lo buscaba y la sierra era muy peligrosa para que anduviera solo, sobre todo siendo él de la ciudad. Y Abraham se quedó. Como supo que yo daba clases, le pareció buena idea enseñar a las nuevas generaciones la verdad de la historia, mostrarles a esas cabecitas vírgenes el mundo de mentiras que los rodeaba y pudría a nuestro país. Todo eso me lo confesó Abraham acostados entre los maizales. Esa tarde nos unimos y Abraham comenzó a platicarme de sus andanzas, tratando de hacerme ver que una revolución ocurriría muy pronto gracias a nuestros hermanos franceses, iniciadores como siempre de todo lo nuevo. Después de las olimpiadas y del mundial Abraham no volvió nunca a tocar el tema.

Domicilio: Av. Niños Héroes número 1900

Desde que nos vinimos a la ciudad, Abraham comenzó a beber alcohol todas las tardes. No es que no lo hiciera antes, ya en casa de mis padres, el primer día que estuvo como invitado, demostró su gusto por el tequila. Una vez casados, su gusto lo extendió al whisky, luego al brandy y después a la cerveza. Él aseguró que no era alcohólico, y si algún día se le pasaban los tragos estaba dispuesto a irse a una clínica y esto y aquello. Pero mi madre ya me lo había advertido, ten cuidado con Abraham, así empiezan los hombres: primero para desahogar su frustración y al rato nadie les saca la botella de la boca. Lo entendí perfectamente, estaba decidida a abandonarlo en cuanto perdiera el control. Total, me acostumbraría a vivir de nuevo sin caricias. Tardó en suceder. Nos habíamos venido de Barranca porque según Abraham en la ciudad podía hacer más cosas, estar con la gente, ayudar a la causa de manera más comprometida. No había perdido los contactos que, si bien durante tres años no supieron nada de él, estaba seguro que lo recordaban. Ya las aguas se habían calmado un poco y, aunque se rumoraba de una guerrilla, eso no lo afectaba pues el nuevo movimiento estaba en el centro, así que él y sus compañeros formarían un partido político y desde las filas del poder, cambiarían las cosas. No puedo negar que el entusiasmo de Abraham me contagió. Nos despedimos de todos. En la ciudad, Abraham encontró palmaditas de hombro de sus antiguos amigos y obstáculos de sus compañeros de milicia. Tuvo que conformarse con un puesto en educación, alto sí, pero burócrata al fin y al cabo. Con cientos de promesas, vio desfilar sus ideales como soldaditos oxidados.

La liga fue desintegrada y muchos fueron evaporados como el agua. Nadie supo qué pasó con exactitud y Abraham se empinó en una sentada, la botella de vodka que guardaba para ocasiones especiales, o cuando de plano la impotencia lo corroía de más. Sin embargo, tampoco ese día perdió el control. Yo no sé como lo conseguía, pero lo cierto era que a pesar de tanto alcohol no se embriagaba. Yo, que había prometido dejarlo a la primera, comencé a rezar todos los días porque sucediera y es que Abraham, año tras año, se volvía más violento, más grosero con todos, hasta llegó a reprocharme el no haberle dado hijos, a sabiendas que el del problema era él. De nada valieron sus lamentaciones: yo no se lo dije para no agrandar más el asunto, pero otro desplante de esos y me iría, Barranca era mi hogar y allá todavía tenía una casa que me esperaba.

Teléfono: No tiene

Llamé a Barranca para saber de mi padre. Nadie me supo dar razones. Se había caído del caballo mientras iba a revisar la siembra y se había golpeado la cabeza. Fue lo poco que logré saber. En la madrugada volví a llamar. La voz llorosa de la mujer me confirmó lo que Abraham había sospechado: «tu padre ya está viejo y cualquier golpe así es muy peligroso, hasta puede ser mortal.» El golpe hizo caer a mi padre en coma y le acarreó la muerte. La mujer lloraba amargamente, conocía a mis padres desde antes que yo naciera y los quería bien. Mi madre se había quedado en la clínica para hacer los trámites, continuó, y ella preparaba el velorio. Abraham nunca quiso que nos pusieran teléfono, para qué, dijo, salvo mis padres y sus hermanos, nadie tenía por qué llamarnos, por qué molestarnos. Había hecho de nuestra casa una prisión. Por eso cada vez que llamaba a Barranca, aprovechaba al máximo los minutos. Colgué esa noche la bocina y sin decirle nada a Abraham me fui a Barranca. Él entendería, pensé. En efecto, comprendió meses más tarde, a base de rumiar mis excusas que le desbordé durante semanas.

Observaciones: No aparece ningun registro

de la inculpada

En Barranca no se necesitan más papeles que la fe de bautismo y la memoria del sacerdote para casarse. Abraham y yo nos casamos sin problemas, mi madre conservaba la fe de bautismo y el anciano cura se acordaba perfectamente de mi primera comunión y de mi fiesta de quince años. Solamente nos hizo unas cuantas preguntas, por cumplir con cierto protocolo. Después de la boda, a Abraham le ofrecieron el puesto de maestro. En Barranca bastaban las recomendaciones de algún vecino respetable para enseñarle a los niños. Mi padre era uno de esos vecinos y, sabiendo la revoltura que Abraham traía en la cabeza, habló con el presidente municipal y éste aceptó. Debo reconocer que Abraham fue de gran ayuda: los niños cada vez eran más y ya no podía con tantos. Sobre mi educación, tampoco hubo necesidad de trámites: mi madre me enseñó todo lo que sabía. Ella fue la que me corrigió la letra, la que me tomaba las lecciones de civismo y religión, la que me preguntaba dónde quedaba tal país o en dónde se hacían los mejores rebozos. Aprendí, pues, lo suficiente para convertirme a mi vez en maestra y allí tuve menos problemas todavía: Nohemí era más que conocida por la gente, y respetada. Trabajamos tres años y, cuando se le metió la idea de vivir en la ciudad, pues finalmente la pasividad del pueblo acabó por asfixiarlo, sus conocidos facilitaron las cosas para que yo trabajara. Al fin era la esposa de uno de los delegados. Mi cheque, sin embargo, salía con mi nombre de soltera, pues nunca se nos ocurrió casarnos por lo civil.

Delito: Homicidio calificado

No sé si fue después de mi regreso de Barranca, la segunda vez —cuando mi madre murió— o ya desde antes, que Abraham comenzó a gritarme. Al principio pensé que esa era su borrachera: no era necesario que vomitara y se quedara dormido con la baba colgante para que estuviera borracho. No. Él no se tambaleaba físicamente, sino moralmente. Por dentro se convulsionaba en estertores de rabia. Después de veinte años no había podido pasar de Delegado de Educación. Sus conocidos, a quienes incomodaba porque les recordaba sus ideales de juventud no cumplidos, preferían mantenerlo lejos, pero tranquilo. No fuera a ser que un día se le pasara la lengua y contara a medio mundo sus incursiones rebeldes. Por eso lo calmaban con frases tan estúpidas que ya Abraham no creía, se las tragaba porque al final de cuentas también sabía que ya no había remedio: sus propuestas de reformas educativas seguirían archivadas. Y Abraham, mientras tanto, seguía bebiendo. Comenzó por insultar, después un grito y luego, como por inercia, las interminables peleas por cosas mínimas hasta desesperarse y aventar cosas en medio de la sala.

 

Un simple comentario sobre el trabajo lo volvió loco: tomó los adornos de la mesa y los estrelló contra la puerta. Desesperado, entró a la recámara y sacó del buró la pistola que en su juventud comprara para protegerse de los agentes del gobierno. Le grité y él no se atrevió a detonar el arma a un costado de su cabeza. Como niño, lloró sin consuelo durante horas. Desde aquel día se irritaba cada vez más hasta que le dije: «ahí te quedas con tu tomadera y tus frustraciones.» Lo último en realidad le dolió. Se levantó enojado, de tal manera que comprendí que nos estábamos jugando la existencia: uno de los dos tenía que seguir. Claro está que eso ya estaba decidido: Abraham había muerto treinta y cuatro años atrás. Así que hice lo que la justicia no pudo hacer en aquel año, y lo que el alcohol tampoco había logrado hacer. Al verlo venir hacia mí con los ojos encendidos y los puños temblorosos tomé la pistola.

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