Loe raamatut: «El Fantasma De Margaret Houg»

Font:

Elton Varfi

ISBN: 9788873040972

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tabla de contenidos

1  I

2  II

3  III

4  IV

5  V

6  VI

7  VII

8  VIII

9  IX

10  X

11  XI

12  XII

13  XIII

14  XIV

15  XV

16  XVI

17  XVII

© 2012 - 2017 Elton Varfi

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Título original:

Il fantasma di Margaret Houg ©

Traducción de Delia Nieto Sanz

I

Esa mañana Ernest se despertó ya cansado y no quería responder al teléfono, que sonaba con insistencia. Al final se levantó y cogió el auricular. Del otro lado del auricular le llegó la voz de su amigo Roni, que sonaba más rara que habitualmente.

Ese día parecía que su amigo había arrancado quemando rueda, y Ernest no tuvo siquiera tiempo de decir «¿dígame?» antes de verse arrastrado por una avalancha de preguntas.

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Cómo es que no sé nada de ti desde hace una semana? ¡Ni siquiera respondes al teléfono! ¡Se ve que ya no necesitas dinero! ¿Has ganado la lotería?

—No, Roni, no he ganado ninguna lotería y, la verdad, un poco de dinero me vendría bien, pero no sé qué podéis tener en común el dinero y tú —le respondió Ernest con ironía.

—¡Qué buen amigo eres! Yo estoy siempre ayudándote ¿y tú me tratas así?

—¿Qué? —respondió Ernest, que no entendía lo que quería decir su amigo.

—Dentro de media hora estoy en tu casa y te explico todo —dijo Roni, justo antes de colgar.

Ernest se quedó allí, con el teléfono en la mano y una sonrisa en los labios que denotaba la perplejidad por el extraño comportamiento de su amigo. En efecto, le gustaba ver que Roni era su mejor, y, quizá, único amigo, pero la noche anterior había bebido más de la cuenta y estaba hecho polvo, así que decidió darse una ducha.

Extrañamente, se puso de buen humor, aunque no sabía bien por qué. Quizá había sido la ducha, larga y relajante, o quizá la inmediata visita de Roni, que siempre conseguía hacerle sentirse bien. Era el único que había permanecido cerca en los momentos difíciles, animándolo y apoyándolo en sus decisiones. Había estado a su lado cuando había abandonado el equipo de homicidios de Scotland Yard, y cuando Luisa lo había dejado. Ernest no sabía qué habría hecho sin Roni.

Mientras estos pensamientos circulaban por su mente, alguien llamó a la puerta. Era Roni.

—Veo que estás en forma —dijo Ernest a su amigo, el cual, en cuanto vio la expresión de Ernest, comprendió que algo no iba bien.

—Ayer tuviste una noche difícil, ¿verdad? Y no me digas que no, porque te conozco bien. No me puedes engañar —concluyó Roni. Ernest asintió y Roni continuó—: Me apuesto lo que sea a que has visto a Luisa, ¿o me equivoco?

Ernest, que no se esperaba otra cosa, respondió:

—Sí, la vi por casualidad ayer por la noche y me comporté como un auténtico idiota. No pude decirle ni una palabra, simplemente la saludé y ella se marchó. Más tarde la llamé para invitarla a cenar.

—¿Y? —preguntó Roni, seguro de que la respuesta no sería positiva, visto el estado de su amigo.

—Bueno ..., ni siquiera respondió a mi llamada.

—¿Y qué? ¿Cuál es el problema? Si no está en casa no puede responder. No puedes dejar que una cosa así te destruya.

—No intentes consolarme, Roni, es inútil. Está claro que se acabó para siempre. Pero lo que más rabia me da es que todavía no he comprendido qué la hizo marcharse. Pensaba que al dejar mi trabajo como detective podríamos habernos reencontrado, pero en lugar de eso, me dejó.

Tras el desahogo de Ernest permanecieron en silencio durante unos minutos. Después Roni se levantó y le preguntó:

—A propósito, ¿sigues siendo investigador privado o lo has dejado? —y, sin esperar la respuesta de su amigo, continuó—: Tengo un trabajo para ti.

—¿De qué se trata? —preguntó Ernest.

—No lo sé exactamente, pero trabajarías para una persona muy importante.

—¿Y quién sería esta persona importante? —preguntó Ernest, que sentía una gran curiosidad por la oferta.

—James Houg.

Un silbido de aprobación salió de los labios de Ernest.

—¿El banquero? —preguntó.

—El mismo. Venga, ¿qué dices?

—Dime una cosa, Roni, ¿cómo es que conoces a Houg?

—Es un apasionado de las antigüedades, y viene a mi tienda a menudo —dijo Roni—. Por eso nos conocemos. Últimamente tiene un problema y necesita ayuda para resolverlo. Le he hablado de ti y me ha dicho que eres el hombre justo para su caso.

—Pero, ¿no me acabas de decir que no sabes de qué se trata? —preguntó Ernest, mirando a su amigo a los ojos.

—Sí... sí... no sé nada, pero un poco de publicidad nunca hace daño, y tú eres bueno y yo solo he dicho la verdad. Te digo otra cosa: si decides aceptar la propuesta de Houg, ganarás un montón de dinero.

—Escucha, Roni, me parece que sabes mucho más de lo que dices, querido amigo, y, francamente, no entiendo por qué no quieres decirme la verdad. En todo caso, en este momento me apetece trabajar, y, sobre todo, necesito dinero, así que estoy dispuesto a hablar con Houg y saber en qué consiste ese trabajo.

—¿Entonces aceptas? —preguntó Roni, casi gritando de la alegría—. No te preocupes, yo hablaré con Houg para organizar un encuentro; tú, por tu parte, intenta recuperar la forma y mejorar tu aspecto.

—Eso va a ser muy difícil, visto lo poco generosa que la madre naturaleza ha sido conmigo —respondió Ernest, riendo.

—Me alegro de que tengas ganas de bromear, Ernest. Yo tengo que irme ahora mismo; tengo muchas cosas que hacer —dijo Roni, y, después de despedirse de su amigo, salió.

Ernest se quedó solo de nuevo, pero Roni le había contagiado su optimismo de tal forma que empezó a barajar la posibilidad de llamar a Luisa para invitarla a cenar.

Después de darle muchas vueltas la llamó, pero Luisa no respondió y Ernest se acordó de que trabajaba a esas horas. No sabía qué hacer, pero como tenía ocupar todo el día de alguna manera, decidió ir a verla a la tienda en la que trabajaba. Por el camino iba dándole vueltas a cómo podría tomarse ella su invitación, ya que últimamente había decidido evitarlo. Pero luego pensó que no tenía nada que temer, ya que habían estado casados más de dos años.

Distraído por sus pensamientos no se dio cuenta siquiera de que había llegado a su destino. Permaneció fuera un rato, hasta que se armó de valor y entró.

La vio enseguida, estaba allí, más guapa que nunca, y Ernest comprendió que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer en toda su vida. Podría quedarse allí parado durante horas, mirándola, sin cansarse. Por un momento habría querido dar media vuelta y olvidarlo todo, pero después recuperó su valentía y se acercó.

—Hola, Luisa —le dijo.

Luisa parecía contenta de verlo y esto le hizo sentirse bien.

—Hola Ernest, qué sorpresa; ¿cómo es que estás por aquí? —preguntó.

—Quería disculparme por ayer.

—¿Disculparte? ¿Y por qué? —preguntó Luisa, que, realmente, no entendía nada.

—Bueno..., ayer quería invitarte a cenar y no lo hice, así que querría solucionarlo hoy. ¿Qué te parece?

—Tenía miedo de que fuera algo mucho más grave —respondió Luisa, tranquilizada con la respuesta de Ernest—. Desgraciadamente, esta noche no puede ser, porque ya tengo algo previsto con una amiga. Lo siento de veras, otra vez será —concluyó Luisa, pero Ernest no tenía ninguna intención de aceptar una respuesta así.

—Entonces lo organizamos para mañana —insistió—, tú elijes el restaurante, por mí no...

—Tampoco puedo mañana —le interrumpió ella—, ya tengo algo previsto, pero te prometo que en cuanto pueda te llamaré para que pasemos una velada juntos.

—De acuerdo, no pasa nada. Quería poder disfrutar de tu compañía. Eso es todo. Esperaré tu llamada —dijo Ernest, intentando parecer tranquilo, aunque en realidad se sentía como un gusano pisoteado.

—Bueno... —dijo Luisa—, no quería desilusionarte, pero...

—No es ninguna desilusión, te lo aseguro —la interrumpió Ernest—. Ahora es mejor que me vaya. Tienes que trabajar. Hasta pronto.

Ernest estaba seguro de que Luisa no tenía ningún compromiso como decía, pero no podía comprender la razón por la que no quería salir con él. Sin pensárselo dos veces se paró delante de un bar, entró y se ventiló unas cuantas cervezas.

II

Habían pasado tres días durante los cuales no había tenido noticias de Roni. Ernest estaba confuso; no se acordaba de cuántos litros de cerveza había bebido, pero seguro que eran muchos, porque se sentía fatal. Estaba sentado, sus ojos miraban al vacío y no tenía ganas de hacer nada, no quería ni siquiera moverse y, de hecho, permaneció inmóvil cuando se abrió la puerta y entró Roni.

—¡Pero qué es esto! ¡No había visto nunca tantas botellas de cerveza vacías en una sola habitación! —exclamó Roni, impresionado por la escena que tenía ante sus ojos.

—¡Finalmente aparece mi amigo Roni! ¿Dónde demonios has estado durante todo este tiempo? —preguntó Ernest, mientras intentaba poner un poco de orden en el caos en el que se encontraba.

—Tenía cosas que hacer, pero veo que tú tampoco has perdido el tiempo y has estado buscando un sentido a tu vida.

—Por favor, Roni, estoy suficientemente avergonzado como para tener que oír tus estúpidos comentarios. En estos tres días he estado solo como un perro y he pensado...

—Has pensado que tenías que beber hasta perder el sentido —le interrumpió Roni, y, sin dejarle tiempo para responder, continuó—: En cualquier caso no estoy aquí para juzgarte, sino para decirte que tenemos que ir a ver a Houg en menos de dos horas. Ahora levántate y, lo primero de todo, aféitate y date una ducha. ¿Vale?

Ernest obedeció sin decir nada.

Mientras estaba en la ducha oía los reproches de Roni.

—Y mira que te había dicho que mejoraras tu aspecto. Cuando te he visto me has parecido un zombi, y me has dado una impresión horrible. Menos mal que yo te conozco, porque, si te hubiera visto un desconocido, habría pensado que acababas de escaparte de un manicomio.

Ernest se vestía lentamente y en silencio, sin dar ninguna importancia a lo que decía Roni, porque no tenía ganas de discutir con él. Cuando acabó de vestirse le dijo simplemente que estaba listo. Roni parecía más tranquilo; se comportaba así porque se preocupaba por su amigo y no le gustaba verlo en ese estado.

Salieron los dos en silencio y solo cuando entraron en el coche Roni dijo:

—Houg vive fuera de la ciudad, en la mansión de su familia en las colinas. Te lo ruego, Ernest, escúchale bien y luego decidirás si aceptas o no.

—No te preocupes, no te haré quedar mal. Escucharé atentamente a tu amigo Houg y luego veremos qué pasa.

Había algo de ironía en las palabras de Ernest y Roni comprendió que era mejor no decir nada más, al menos hasta llegar a casa de Houg.

Ernest había intentado imaginar cómo podría ser la casa de un millonario, pero en cuanto vio la mansión se quedó maravillado. Esa casa parecía un castillo, rodeado por un prado perfectamente cuidado. Ernest se dio cuenta de que Roni no estaba sorprendido, por lo que dedujo que había estado allí varias veces. Atravesaron la verja, que estaba abierta, y continuaron hasta la casa. Desde la entrada hasta la casa había una distancia de unos quinientos metros, y los dos amigos caminaron por un camino estrecho que era lo único asfaltado en medio de todo ese verdor. Cuando llegaron a la puerta Roni llamó al timbre y alguien abrió. Apareció una mujer que, a juzgar por cómo estaba vestida, debía ser la sirvienta.

En cuanto vio a Roni, la mujer exclamó:

—Buenos días, señor Ewin, entren por favor, voy a avisar inmediatamente al señor Houg.

—Veo que se te conoce aquí —dijo Ernest a su amigo en cuanto entraron.

—Sí, últimamente he venido a menudo —respondió Roni.

Entraron, y Ernest seguía impresionándose más y más por la belleza de aquella casa. Su atención se centró en un enorme cuadro colgado en una de las paredes que representaba a una mujer bellísima con pelo negro y largo; llevaba un vestido blanco y tenía una rosa roja en las manos, pero lo que más le sorprendía era su mirada, tan intensa y penetrante que no podía dejar de mirar la obra.

—Es el retrato de mi difunta esposa —dijo una voz a su espalda.

Ernest se giró y vio a un hombre alto, con pelo y barba blancos, vestido con mucha elegancia.

—Permítame que me presente: James Houg. Usted debe ser el señor Devon, si no me equivoco.

—Por favor, llámeme Ernest —respondió el investigador.

—Muy bien. Entonces, Ernest, es un placer conocerlo —dijo Houg, y le dio la mano.

Para Ernest era una situación embarazosa y solo consiguió balbucear algo así como «placer mío». Houg se giró hacia Roni y le dijo:

—Aquí está mi querido y buen amigo Roni. Veo que está en forma.

—Sí, afortunadamente estoy bastante bien, gracias. Como puede ver, he mantenido mi promesa y he traído a Ernest. Estoy seguro de que será de enorme ayuda para usted.

—Yo también lo espero, sinceramente —dijo Houg—. ¿Les puedo ofrecer algo de beber?

—Para mí nada, gracias —respondió Ernest, que todavía estaba de pie apreciando esa casa tan extraordinaria.

Houg cogió una botella y llenó dos vasos, uno para Roni y otro para él. Solo después se dio cuenta de que Ernest todavía estaba de pie, y lo invitó a sentarse.

—Por favor, siéntese. Necesito hablar con usted.

—Para eso he venido —dijo Ernest, que sentía mucha curiosidad por saber de qué se trataba.

—Bueno... es una situación un poco extraña, la verdad, pero, más que nada, es peligrosa para mi hijo —comenzó Houg, y, después de beber un sorbo del vaso que tenía en las manos, continuó—: Hace casi un mes, exactamente la noche del trece de octubre pasado, mi hijo fue ingresado de urgencia en el hospital, en un estado catatónico. No dijo ni una palabra durante varias semanas. Hasta hace algunos días. La primera persona con la que habló después de lo sucedido fui yo, y cuando supe el motivo por el que mi hijo había quedado en ese estado me quedé estupefacto. En fin... parece ser que hay un fantasma.

—¡¿Un fantasma?! —exclamó Ernest, que no podía creer lo que oía.

—Veo que nuestro amigo no le ha dicho nada al respecto —infirió Houg, dirigiéndose a Ernest, que seguía estando incrédulo por lo que acababa de oír.

—No, efectivamente Roni no me ha dicho absolutamente nada —replicó Ernest, confirmado la suposición de Houg.

—Si no he dicho nada es para evitar que empiecen a circular rumores otra vez, visto lo que sucedió hace un año —dijo Roni, mirando a Houg a los ojos.

—Sí, pero no veo el motivo por el que Ernest, que es tu mejor amigo y, además, el hombre que puede ayudarnos, no deba saberlo —rebatió Houg con un tono de reproche.

—Para ser sinceros, no veo cómo podría ayudarle —intervino Ernest, que no conseguía entender qué pintaba en esa historia.

Houg permaneció por un rato en silencio; después, dirigiéndose a Ernest, dijo:

—Usted me puede ayudar porque soy una persona muy racional y no creo en fantasmas, así que, o la imaginación le ha gastado una broma pesada a mi hijo, y le ha hecho creer que ha visto el fantasma de su madre, o hay algo que desconocemos. En todo caso, pienso que hay una explicación lógica para todo esto, y me gustaría que usted descubriese cuál es.

—Entonces, ¿su hijo dice haber visto el fantasma de su madre? —preguntó Ernest, impresionado por esa frase dicha sin tomar aliento.

—Sí, así es. Le ruego me excuse por no haberlo dicho antes, casi lo había olvidado —replicó Houg.

—Y, sin embargo, no debería poder olvidar tan fácilmente que se trata del fantasma de su mujer —remarcó el investigador con tono provocador, e instintivamente sus ojos volvieron al cuadro que representaba la mujer de Houg.

Hubo un momento de silencio, y el banquero bajó los ojos, aunque era Ernest, que parecía muy seguro de sí mismo, quien sentía en el fondo un gran malestar frente a aquel hombre tan imponente que incluso cuando hablaba de fantasmas parecía que hablase de la cosa más natural del mundo.

—Tiene razón, pero es que esta historia me incomoda y no veo la hora en que usted acepte mi propuesta y resuelva el misterio —dijo Houg, como para justificar su incomodidad y su comportamiento extraño.

—En primer lugar, no he recibido todavía ninguna oferta y, en segundo lugar, no creo poder resolver todo como si tuviera una varita mágica —respondió Ernest.

—Si aceptara mi propuesta, usted mismo pondría el precio; eso no es ningún problema para mí. Espero sinceramente que usted acepte, porque tanto su amigo como yo confiamos plenamente en usted —concluyó Houg.

Ernest estaba a punto de responder cuando entró una muchacha en el salón. A juzgar por su uniforme debía ser una camarera. Era una muchacha muy guapa, con el pelo rubio y corto. En cuanto vio a los dos hombres que estaban hablando con Houg dio un paso hacia atrás, casi asustada.

—Dime, Rebecca, ¿qué sucede? —preguntó Houg.

—Oh... perdónenme. Pensaba que estaría usted solo. Dejo de molestarles inmediatamente —dijo la muchacha, y salió de la estancia rápidamente.

—Es la niñera; fue ella quien encontró a mi hijo en el estado del que le hablé antes —dijo Houg—. El resto de la información se la daré solo en caso de que acepte mi propuesta.

—En ese caso, le haré saber —respondió Ernest, e hizo un gesto a Roni para señalar que la visita había acabado.

—Espero tener noticias suyas sin tardar —dijo Houg mientras les acompañaba a la puerta.

Ernest hizo un gesto con la cabeza para asentir, y salió, yendo directamente hacia el coche. Por el contrario, Roni se quedó atrás, hablando con Houg.

—Todo esto es un poco extraño —comentó Ernest en cuanto Roni se reunió con él.

—¿El qué? —preguntó Roni.

—Todo. La historia del fantasma, Houg que quiere contratarme para resolver el problema. ¿No te parece extraño a ti también?

—No, personalmente no veo nada raro. Solo espero que no estés molesto conmigo por no haberte dicho nada —respondió Roni.

—Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo es que una persona con la influencia y el poder de Houg me quiere contratar justamente a mí para resolver este caso? Si lo quisiera, podría tener un ejército de investigadores, por no hablar de que podría contar con la total disponibilidad de Scotland Yard. ¿Por qué solo un hombre? ¿Por qué? —se volvió a preguntar Ernest, hablando consigo mismo, a pesar de lo cual Roni sintió que tenía que responder:

—Tus preguntas son muy razonables, pero si has prestado atención te habrás dado cuenta de que tuvo una experiencia muy desagradable hace un año, cuando murió su mujer. La mayor parte de la prensa trató el tema durante mucho tiempo, y algunos periódicos publicaron incluso que la culpa de su muerte era justamente suya, de Houg.

—¿En qué sentido podía ser culpa de Houg? —preguntó Ernest con curiosidad.

—Bueno..., es difícil de entender. Solo sé que su mujer pasó los últimos meses de su vida en un hospital psiquiátrico porque sufría una depresión profunda. Parece ser que se volvió violenta y peligrosa y no podía seguir viviendo con ellos en la casa. La versión oficial de su fallecimiento es que murió como consecuencia de una fuerte crisis de nervios que le provocó un paro cardíaco. En algunos artículos se decía que se trataba de un suicidio y que Houg la había ayudado.

—En otras palabras, un homicidio —le interrumpió Ernest, que después preguntó—: ¿Y cuál habría sido el motivo?

—Nadie lo sabe. Alguien escribió que tener una mujer en un estado así podría haber sido un motivo de vergüenza, al ser un hombre tan conocido.

—A mí no me convence. ¿Cómo puede un hombre querer matar a su mujer solo porque le puede causar situaciones embarazosas? —murmuró Ernest sacudiendo la cabeza.

—Bueno, eso es lo que se estuvo rumoreando. Un poco más tarde no se habló más del caso y Houg, por su parte, declaró que iba a querellarse contra todos los periodistas que habían insinuado ese tipo de cosas. Además, todo el mundo sabía que él amaba a su mujer.

—Esto también es muy extraño —dijo Ernest, y continuó—: ¿Por qué dijeron los periódicos que se trataba de un simulacro de suicidio?

—No lo sé —dijo Roni.

—¿Es posible que una crisis de nervios pueda provocar un infarto?

—No lo sé, Ernest, para eso es mejor que hables con un médico, yo no puedo decirte nada. ¿Por qué te interesa tanto esta historia? —preguntó Roni, que no entendía a dónde quería llegar su amigo.

—Nuestro señor Houg es un hombre lleno de enigmas, ¿no te parece? —consideró Ernest.

—Solo es un hombre rico, y como todos los hombres ricos, es muy envidiado y, sobre todo, objetivo prioritario de todo tipo de ataques. Naturalmente, puede hacer cometido errores, pero sostener que sea un asesino me parece un poco exagerado —replicó Roni.

—Pero ¿por qué los periódicos escribieron que se había simulado un suicidio? ¿Qué sentido tiene esto? Si el motivo de la muerte fue un infarto, ¿por qué razón habría que hacer que pareciera un suicidio? —preguntó de nuevo Ernest, demostrando no dar ninguna importancia a las palabras de Roni.

Este se estaba poniendo nervioso por la obsesión de su amigo. Para Roni la historia de cómo había muerto la mujer de Houg era agua pasada. Quería cambiar de tema, pero sabía que con Ernest eso era muy difícil. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja no abandonaba nunca.

—Es muy extraño, ¿no te parece? Realmente extraño. Si lo piensas bien, la versión oficial no tiene sentido..., o sea..., en el certificado de defunción de la señora Houg supongo que estará escrito que falleció como consecuencia de un infarto, pero alguien escribió que habían simulado un suicidio. Sigo preguntándome por qué —continuaba Ernest, que parecía que esperase una respuesta de Roni.

—Por favor, Ernest, ¡deja de repetir cien veces lo mismo! Esta historia ya está cerrada y no tiene ninguna importancia y además solo eran rumores, ¡y no hay nada más que hablar! —exclamó Roni, y, para cambiar de tema, preguntó—: ¿Has visto qué niñera más guapa tiene el señor Houg?

—Sí, es realmente una chica muy guapa. Cuando la he visto me ha parecido que la conocía; a lo mejor la he visto en algún sitio y no me acuerdo dónde.

—A mí también me dio esa impresión cuando la vi la primera vez. Pero es porque tiene una cara muy común —dijo Roni, contento de que la conversación discurriese por otros derroteros.

Sin embargo, no había calculado bien la capacidad de Ernest de aferrarse a un tema hasta que no había entendido todo.

—Tú sabes qué periódicos escribieron sobre Houg y la muerte de su mujer, ¿verdad?

—Casi todos. Ahora no recuerdo bien cuáles, porque hace ya más de un año. Dime la verdad, Ernest, ¿por qué estás haciendo todas estas preguntas? ¿Por qué te interesa tanto cómo murió Margaret Houg? —preguntó Roni a su amigo.

—Porque voy a tener que tratar con su fantasma, y creo que sería mejor saber cómo murió, ¿no te parece? —respondió el detective, mirando a su amigo a los ojos.

—¿Estás diciendo que aceptas la propuesta? —preguntó Roni, esperanzado.

—Exacto. ¿Cómo podría rechazar una propuesta así? Ni siquiera tendré que esforzarme mucho, visto que Houg me ha dado ya dos pistas.

—¿Qué pistas? —preguntó de nuevo Roni.

—Una: habrá una explicación lógica. Dos: todo podría estar causado por la imaginación del hijo... —respondió Ernest, que parecía un poco nervioso.

—¿Me equivoco, o no te gusta mucho el señor Houg?

—Más que nada, no me parece muy honesto —respondió de nuevo Ernest, y continuó—: No lo conozco, pero creo que no está diciendo toda la verdad y no soporto su manera arrogante de hablar.

—A mí me ha parecido muy educado —comentó Roni.

—A lo mejor. Pero no me ha gustado nada su intento de condicionarme, diciéndome que a lo mejor todo era fruto de la imaginación del hijo.

—No creo que Houg quisiera condicionarte. Solo está preocupado por la situación y ha querido darte su opinión al respecto. No veo nada malo en esto. ¿Cuándo piensas comunicarle tu decisión a Houg?

—Lo antes posible; aunque la historia que nos ha contado Houg no me convence mucho.

—Si necesitas ayuda, basta con que me lo pidas y estaré feliz de dártela —dijo Roni, pero Ernest estaba pensando y parecía que no lo había escuchado en absoluto—. Vale, lo he pillado, ya no hablo más —volvió a decir Roni, y se quedó en silencio.

En el mismo instante sonó el teléfono y James Houg descolgó.

—¿Entonces? —preguntó una voz desde el otro lado.

—Creo que podremos hacerlo. Te daré una respuesta muy pronto —dijo Houg.

—Muy bien, señor Houg, veo que empieza a comprender —replicó su interlocutor, que colgó bruscamente.

Houg permaneció con el teléfono en la mano por unos minutos, después colgó y salió del estudio.