Loe raamatut: «Arcadia»
EMMANUELLE BAYAMACK-TAM
Arcadia
Traducción de Iballa López Hernández
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Arcadie (P.O.L éditeur, 2018)
Primera edición: febrero 2020
Primera edición ebook: agosto 2021
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français
Copyright © Emmanuelle Bayamack-Tam, 2018 © P.O.L. éditeur, 2018
Copyright de la traducción © Iballa López Hernández, 2020
Copyright de la fotografía de cubierta © Ihar Paulau/EyeEm/Getty images 2019
Copyright de la fotografía de solapa © H. Bamberger/P.O.L, 2018
Copyright de esta edición © Armaenia Editorial, S.L., 2020, 2021
Armaenia Editorial, S.L.
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ISBN: 978-84-18994-22-7
Para Célia, Céline y Philippe, miembros del único club que vale
La verdadera comunidad surge como efecto de una ley interior: la más profunda, la más simple, la más perfecta y la primera de todas las leyes es la del amor.
Robert Musil, El hombre sin atributos
1. Y atardeció y amaneció: primer día
Llegamos de noche, tras un viaje agotador en el Toyota híbrido de mi abuela: hemos tenido que atravesar media Francia evitando las líneas de alta tensión y las antenas de telefonía móvil mientras soportábamos los gritos de mi madre, envuelta pese a todo en tejidos blindados. Del recibimiento esa noche y de mis primeras impresiones del lugar no recuerdo gran cosa. Es tarde, está oscuro y tengo que compartir cama con mis padres porque aún no me han preparado una habitación. En cambio, no he olvidado nada de mi primera mañana en Liberty House, del momento en que el alba despuntó entre las cortinas almidonadas sin arrancarme del sueño realmente.
Mis padres, tumbados de espaldas, con las manos ligeramente entrelazadas sobre el pecho y una máscara de satén en sus rostros de cera, me flanquean como dos estatuas apacibles. Nunca he conocido semejante paz con ellos. Tanto de día como de noche, he tenido que soportar los padecimientos de mi madre y los tormentos de mi padre, el nerviosismo constante y estéril de ambos, sus rostros convulsos y sus discursos ansiosos. Por eso, aunque estoy impaciente por levantarme y descubrir mi nuevo hogar, me quedo quieta escuchando sus respiraciones, con cuidado de no hacerme notar para disfrutar mejor de su calor y compartir voluptuosamente sus sábanas. De fuera me llegan unos gorjeos alegres, como si nidadas de gorriones invisibles compartieran mi dicha de estar viva. Es la primera mañana, y yo también soy nueva. Termino por levantarme, vestirme sin hacer ruido y bajar la escalera de mármol, notando al hacerlo el desgaste de los peldaños por el centro, como si la piedra se hubiera fundido. Me agarro con respeto a la barandilla de roble, oscurecida y pulida a su vez por los miles de manos sudorosas que la han asido, sin contar con los miles de muslos juveniles que se han deslizado por ella triunfalmente en una rápida propulsión hasta el vestíbulo. En el preciso momento en que rozo la madera barnizada, me asedian visiones sugestivas: Mädchen in Uniform, faldas escocesas subidas mostrando unas piernas enfundadas en lana opaca, cabelleras trenzadas, risas agudas entre chicas. Hay en todo ello algo atribuible al propio lugar, al siglo de histeria pubescente y amistades sáficas que lo impregna todo. Pero solo comprenderé la razón pasado un tiempo, cuando me entere de la función original del caserón al que acabo de mudarme. Por ahora me conformo con bajar la escalera pasito a pasito y aspirar ese olor como a religión que flota en el amplio vestíbulo de baldosas bicolores. Sí, huele a encáustico, a pergamino, a cera derretida y devoción, pero eso me trae sin cuidado: ¡deprisa!, a mí la libertad, el vivificante aire de fuera, la evaporación del rocío, la alborada solo para mí.
Arcady me sorprende en la majestuosa escalinata, bajo la intrincada marquesina de hierro forjado, inmóvil, atónita ante tanta belleza: el pinar en suave pendiente, los arándanos, el sol que se filtra a través de los árboles en haces polvorientos, el reclamo velado de un cuco, la huida furtiva de una ardilla sobre un manto de musgo y hojarasca.
—¿Te gusta?
—¡Sí! ¡Un montón!
—Adelante, es tuyo.
No me hago de rogar y yo también salgo escopetada bajo los altos árboles, hacia el centelleo mágico de la luz, en busca de ese pájaro invisible cuyo arrullo se ajusta perfectamente a mi propia emoción. No tardo en toparme con mi abuela, que contempla perpleja un gran túmulo de tierra mollar al pie de un pino. Apenas me dirige una mirada:
—¿Qué crees qué es? ¿Una tumba? Parece recién cavada. A mí todo esto me da muy mala espina, la casa, el tal Arcady…
No me importaría prestarme a su juego de elucubraciones macabras si no estuviera desnuda como un gusano sobre el follaje. Kirsten tiene alma de nudista y nunca desperdicia la menor oportunidad de despelotarse, aun así, confiaba en que esperaría un poco más antes de quitarse el vestido de lentejuelas. Estoy acostumbrada a verla deambular como vino al mundo. Uno de mis primeros recuerdos es de cuando me di de bruces con su vulva al salir de mi cuarto. Mi mirada quedaba más o menos a la altura del piercing industrial que le perforaba uno de los labios externos, una especie de remache dorado de lo más bonito, así que no pude por menos de acercar la mano y asirlo con tal decisión que provoqué sus comprensibles gritos:
—¡Suelta, Farah, no es un juguete!
Como debía de contar unos tres años, tiré de aquel objeto fascinante con redoblada fuerza. ¡Zas!, primer recuerdo, primera bofetada. Yo también di un grito, lo cual hizo que mis padres irrumpieran alarmados. Al entender la magnitud de la tragedia que acababa de producirse, Marqué me cogió en brazos con una dignidad reprobatoria:
—¡Por el amor de Dios, Kirsten, vaya a ponerse algo, qué sé yo, unas bragas, una camiseta! ¡Es usted cansina!
—¡Estamos en familia! ¡No querrás que me corte delante de mi propia familia! ¡Encima me ha hecho daño la insensata!
—¡Le está bien empleado: la próxima vez evitará provocar a los niños con su chatarra!
Contrita, mi abuela se batió en retirada, pero no ha aprendido la lección y persiste en exhibir una anatomía huesuda y acecinada que, debo reconocer, no resulta en absoluto obscena por la sencilla razón de que ya no tiene nada de humana. Hay que ser muy fantasioso para imaginar que ese pubis calvo, esos tegumentos ocres, esas flaccideces pálidas y ese sistema venoso, que se ha vuelto serpentiforme incluso en su aspecto escamoso, hayan pertenecido no solo a una mujer, sino a una de las más bellas de su generación. Y su pecho… Se ha pasado la vida proclamando que el sujetador era la muerte de los senos y no parece darse cuenta de que los suyos le caen paralelos por el tórax, con los pezones al final, a treinta centímetros de su lugar de nacimiento, agitándose descontrolados a la menor ocasión.
Como es inútil reprender a mi ingobernable abuela, me acuclillo dócilmente delante de la tumba recién cavada y desmenuzo unos terrones de tierra antes de formular una hipótesis:
—¿No habrá sido un animal?
—¿Pero qué tipo de animal? ¿Un topo gigante?
—Voy a preguntárselo a Arcady.
—Sí, eso, pregúntaselo a tu gurú.
Apenas sé qué es un topo y menos un gurú, de modo que no abro la boca, como casi siempre me sucede con Kirsten, que tiene ideas acerca de todo y cada dos por tres te espeta sus opiniones bien arraigadas. De Arcady aún no me he hecho ninguna, pero como ha salvado a mi madre de una muerte segura, de una desaparición gradual en medio del sufrimiento atroz causado por la hipersensibilidad electromagnética, me gustaría que Kirsten le diera una oportunidad, así que me atrevo a preguntarle:
—Entonces ¿por qué has venido con nosotros si no te gusta Arcady?
—Velo por los míos.
Gira sobre sus talones en dirección a la casa. Los años no le han restado ni un ápice de arrogancia a su porte y sigue caminando como si desfilara por las pasarelas, probablemente inconsciente del espectáculo que ofrecen el granuloso bamboleo de sus tríceps y sus posaderas descarnadas. Cuando llega a la vista de la casa, se tapa ligeramente con el vestido de lentejuelas, aunque comprenderé enseguida que no debo preocuparme por la impresión que pueda causar su desnudez entre los muros de Liberty House, cuyos habitantes viven anclados en la nostalgia del paraíso antes de la caída.
Me quedo sola con el misterio sin resolver del túmulo y el gran misterio que supone para mí este gran arpende de bosque meridional, sus troncos escamosos, su frondosidad susurrante, su olor a resina y su fauna, atenta al más mínimo de mis movimientos. Este bosque es mío, me lo ha dado Arcady. Ignoro por completo que solo se trata de una extensa finca: para mí es una jungla inexplorada cuya gestión me tomo muy en serio. Señalizo mis veredas, marco mis árboles, censo a mis súbditos: los murciélagos enanos, los escarabajos longicornios, las carcomas, los herrerillos, las orugas, los zorros, los luciones… No pasa un solo día sin que realice un descubrimiento feérico: champiñones rojos con lunares blancos, conejos petrificados por la sorpresa, arándanos y fresas silvestres, una nube de pequeñas moscas suspendidas en el aire del camino, una pluma de arrendajo de perfectas rayas azules y negras que me meto en el bolsillo como si de un talismán se tratase.
El misterio del túmulo se esclarece al cabo de varios días, cuando a mi familia y a mí nos invitan a colocar una estela bajo el gran cedro, pues los perros de Liberty House tienen derecho a recibir sepultura. Lástima, me habría gustado investigar por mi cuenta, proceder a una exhumación nocturna, desenterrar huesos humanos o, en su defecto, un cofre repleto de doblones de oro. No obstante, en Liberty House todavía quedan demasiados misterios por resolver como para que pierda el tiempo lamentando que me hayan dado la clave de este. Mi infancia acaba de tomar un giro inesperado y fascinante, lo presiento, y encima de la tumba de ese perro desconocido me invade una sensación de júbilo y de gozosa expectativa. Además, no hay más que ver el rostro de mi madre, liberada al fin de sus velos de apicultora y de sus tics de dolor, para reafirmarme en mis grandes esperanzas.
2. No tengáis miedo
Ya iba siendo hora: mi madre sufría jaquecas, lagunas mentales, dificultades para concentrarse y fatiga crónica. Mi padre estaba como un roble, pero, por empatía, todo ello le afectaba tanto como a su Cariñito e hizo lo imposible para encontrarle un refugio, un sanatorio, una guarida donde pudiera escapar de las ondas y de su proverbial hipersensibilidad. Soy consciente del desdén que suscita dicho diagnóstico y de que yo misma doy la impresión de ironizar sobre sus síntomas, pero puedo dar fe de que antes de su primera cura en la zona blanca su vida era un infierno.
En los recuerdos que guardo de esa época tan dura, siempre viste una especie de mono de apicultor, una capelina de protección, un pañuelo contra las radiaciones y guantes de alambre de cobre trenzado. Su atuendo estrambótico genera todo tipo de suspicacias mientras que yo atraigo las miradas enternecidas y compasivas de la gente, yo, hija de una madre que se ha convertido a un islam tan rigorista que ya ni siquiera muestra un tranquilizador centímetro cuadrado de piel o cabello. Y quién sabe si no acabará radicalizándose y volándose en pedazos, cargada de TATP y de pernos listos para acribillar a los infieles, abundantes en el vecindario. En otras palabras, nuestros infrecuentes paseos suelen terminar en psicodrama y con el regreso precipitado a casa de una Cariñito que llora desconsolaba bajo el niqab, en vista de lo cual, deja de salir, yace sobre los cojines de su sofá Mah jong, habla con voz estremecida y agita unas manos dolientes hacia su personal: Marqué, Kirsten y yo, respectivamente esposo, madre e hija de la elegante piltrafa.
Vivimos encerrados. Nuestras hermosas cortinas de terciopelo han sido sustituidas por unas opacas y metalizadas que no dejan pasar las ondas y dividen el campo electromagnético por tres, lo cual no impide que Cariñito note una quemazón intensa cada vez que pasa junto a una ventana. A favor de Marqué, debo decir que se ha desvivido por aislar nuestro domicilio, empezando por el dormitorio parental: papel pintado blindado, biointerruptores, generadores de campos vitales que supuestamente transforman la contaminación electromagnética en efectos beneficiosos, plantas que purifican el ambiente, todo ello a fin de que Cariñito pueda descansar un poco. Pero resulta inútil: solo duerme tres horas por noche y casi siempre en la bañera, abandonando el lecho conyugal, equipado sin embargo con un dosel antirradiación. Huelga decir que ya no tenemos ordenadores, móviles ni placa de inducción. Hasta la cafetera eléctrica figura en la lista negra. Hemos vuelto al teléfono alámbrico, la cafetera italiana de acero inoxidable y las bombillas LED. Sí, pero resulta que seis de cada diez vecinos tienen wifi. Eso sin mencionar que, cómo no, vivimos cerca de una antena de telefonía móvil. Por más que Marqué haya convertido nuestro piso en un santuario, Cariñito se debilita y la lista de los síntomas no cesa de aumentar: cefalea, dolores articulares, acúfenos, mareos, náuseas, pérdida de tono muscular, picazón, cansancio ocular, irritabilidad, trastornos cognitivos, ansiedad incoercible, por citar solo algunos.
No obstante, creo que siempre he visto a mi madre neurasténica y abúlica. Por otra parte, los médicos a los que ha consultado no han dudado en sugerir que el déficit motor y la disminución de sus facultades mentales eran fruto de la depresión y no de una sensibilidad a la contaminación electromagnética. Pero para Cariñito, la depresión es un diagnóstico ofensivo, por lo que le lanza una mirada de lirio roto al estudiante de medicina, porque no en vano es la doble de Lillian Gish, y aunque la mayoría de la gente lo ignora todo de esa estrella del cine mudo, ahí está ella para perpetuar su recuerdo.
Hay que tener en cuenta que Lillian Gish murió centenaria, y probablemente le ocurra lo mismo a Cariñito, como sucede con todas las princesas frágiles y demasiado protegidas. Que conste que lo digo sin ninguna acritud, pues quiero muchísimo a mi madre y se merece con creces ese amor, ya que su belleza solo es comparable a su bondad. Resultaría incluso graciosa y alegre si la depresión o la EHS, como se quiera, se lo permitiese. Sí, más vale habituarse a esas siglas que han invadido nuestra vida familiar, porque además de ser hipersensible a las ondas electromagnéticas, mi madre padece una MCS, hipersensibilidad química múltiple, y una ICEP, neumonía eosinofílica crónica idiopática —sin mencionar que sufre el síndrome del intestino irritable—, pero, bien mirado, todo ello no es más que una única y misma patología: la intolerancia a todo. Bien sabe Dios que en eso no sale a su madre, la insumergible Kirsten, que, según ella misma ha reconocido, en setenta y dos años de vida jamás ha tenido un solo segundo de melancolía, y no entiende en absoluto lo que le pasa a su Cariñito. Y, ya puestos, es mejor que también nos acostumbremos a los apodos, porque al entrar en Liberty House todo el mundo debe renunciar al nombre que figura en su partida de nacimiento.
—Pues sí —dice Arcady con voz tonante—, esto es como la Legión: ¡da igual quiénes erais antes! ¡Lo que importa es en qué os convertirá Liberty House!
De modo que Arcady ha rebautizado a casi todo el mundo, multiplicando los diminutivos y los motes. Mi padre pasó a ser Marqué, que él insiste en escribir sin «s» a causa de una disortografía severa; mi madre es Cariñito; Fiorentina, la señora Danvers; Dolores y Teresa, Dos y Tres; Daniel, Nello; Victor, unas veces el Sr. Perra y otras el Sr. Espejo; Jewel, Lázuli, y un largo etcétera. Yo no tuve derecho al rito de iniciación; es probable que debido a mi corta edad ese renacimiento simbólico resultase superfluo. Aunque, en honor a la verdad, debo puntualizar que por lo general Arcady dobla mi nombre con palabras incomprensibles: Farah Facette, Farah Diba, Princesa Farah, Farah emperatriz, etcétera. Por supuesto, esos títulos me halagan, pero no entiendo qué ve en mí que sugiera la más mínima nobleza o supremacía.
Sea como fuere, hemos sido felices en Liberty House. En ella hemos vivido exactamente la existencia pastoral que Arcady nos prometió, con el propio Arcady en el papel de su vida, el del buen pastor que lleva a pastar a su ingenuo rebaño. Lo afirmo con tanta más fuerza cuanto que hoy en día esa felicidad se encuentra seria, si no fatalmente amenazada. Pero hace quince años, mientras inaugurábamos aquella estela absurda bajo el cielo azul de junio, nos sentíamos tranquilos, liberados de nuestras angustias y optimistas respecto al futuro por primera vez en mucho tiempo, y, en mi caso, por primera vez en la vida, pues siempre había visto a mis padres atrincherados en torno a sus preocupaciones e incapaces de enfrentarse al mundo exterior. Con solo seis años, yo era el pilar de mi pequeña familia nuclear; aquella a la que se mandaba a serpentear entre peligros reales e imaginarios: ir a por el correo, bajar la basura, comprar el pan o la prensa. Kirsten se encargaba de hacer la compra de la semana y de los trámites administrativos, y desde luego lo menos que puede decirse es que recibiera nuestra decisión de mudarnos a Liberty House con circunspección:
—Eso de las zonas blancas está muy bien, pero tarde o temprano instalarán antenas de telefonía móvil en los alrededores. ¡E igual hay líneas de alta tensión! O una central nuclear cerca y ni siquiera lo sabéis… Además, el caserón ese debe de tener por lo menos ciento cincuenta años: ¡entre el plomo, el amianto y el moho, no aguantaréis ni tres años!
Tres años, esa era, en la mente de mi abuela, nuestra esperanza de vida entre todos aquellos compuestos orgánicos volátiles. Porque, aunque no compartía las fobias de su hija y de su yerno, coincidía con ellos en que éramos una especie en vías de extinción. Teníamos miedo y nuestros miedos eran tan diversos e insidiosos como las propias amenazas. Teníamos miedo de las nuevas tecnologías, del cambio climático, de la radiación electromagnética, de los parabenos, de los sulfatos, del control digital, de la lechuga en bolsa, de la concentración de mercurio en los océanos, del gluten, de las sales de aluminio, de la contaminación de las capas freáticas, del glifosato, de la deforestación, de los lácteos, de la gripe aviaria, del diésel, de los pesticidas, del azúcar refinado, de los disruptores endocrinos, de los arbovirus, de los contadores inteligentes y de muchas cosas más. En lo que a mí respecta, aunque seguía sin entender qué quería acabar con nosotros, sabía que su nombre era legión y que estábamos contaminados. Cargaba con miedos que pese a ser ajenos se mezclaban sin dificultad con mis propios terrores infantiles. De no ser por Arcady, habríamos muerto tarde o temprano, porque la angustia superaba nuestra capacidad para padecerla. Él nos ofreció una alternativa milagrosa a la enfermedad, a la locura, al suicidio. Nos puso a salvo. Nos dijo: «No tengáis miedo».
3. La adoración perpetua
Estoy hecha para la adoración. Es el ambiente en el que alcanzo mi plenitud. Y nadie merece más la adoración que Arcady. Si no lo hubiera conocido, quizá me habría pasado la vida idolatrando a gente mediocre y, al hacerlo, la habría desperdiciado. He tenido la suerte inestimable de que nuestro salvador sea asimismo un hombre excepcional, mil veces digno del culto que le profesé de manera inmediata y definitiva. Antes de conocerlo, yo ya mostraba una manifiesta tendencia a la veneración, pero no encontraba en qué emplearla: mis padres, si acaso, me inspiraban lástima y un vehemente afán de protegerlos; en cuanto a mi abuela, la quería mucho, aunque no la soportaba. En Arcady cristalizaron de inmediato mi fervor y mi afán desmesurado por obedecer y servir a fin de olvidarme de mí misma en esa servidumbre. Desde nuestros primeros días en Liberty House lo seguía a todos lados.
—¿Qué haces, Farah Facette?
—Voy contigo.
—Vale, como quieras.
Pronto se habituó a mi compañía y me obsequiaba con las mismas caricias distraídas que a su tropel de gatos y perros, lo cual no le impedía prestar atención a mi desarrollo personal como nadie lo había hecho hasta entonces, ni mis pobres padres, ni mi abuela ni mis enseñantes de infantil o de primaria. Estos últimos se habían limitado a advertir mi fealdad y el ostracismo del que era objeto por parte de mis compañeros, ostracismo que parecían considerar inevitable cuando no lógico: no se puede ser tan fea sin merecerlo, debían de decirse.
Así es, mi nacimiento puso fin a un largo linaje de individuos de notable belleza y exentos de taras. En mi familia materna, a falta de otras virtudes y recursos, se transmite la hermosura en herencia. Por parte de mi padre, la cosa es menos sensacional, pero en tres generaciones de fotografías amarillentas solo he hallado contexturas armoniosas y rostros afables, nada remotamente parecido al espectáculo que ofrezco con mi hipercifosis dorsal, mis ojos caídos, mi nariz chata, mis labios poco definidos y ese aire animal que me da la línea del nacimiento del pelo. Con la pubertad las cosas no han hecho más que empeorar: me he vuelto corpulenta, de huesos anchos y abundante vello, y los pechos, en lugar de salirme con el descaro esperado, se han extendido por el torso en una suerte de gelatina vacilante, apenas asalmonada en las areolas. En caso de competencia sexual, estaría perdida, descalificada de antemano. Por suerte, Liberty House acoge sobre todo a marginados del gran desfile y los sustrae de la despiadada dureza de la sociedad. De todos los huéspedes de Arcady, disto mucho de ser la menos agraciada: entre los obesos, los que sufren de despigmentación, los maniacodepresivos, los electrosensibles, los depresivos crónicos, los politoxicómanos, los enfermos de cáncer y los ancianos con demencia senil, no salgo tan mal parada. En cualquier caso, cuento con mi juventud y una buena salud mental. Es lo que en esencia me dice Arcady el día que me vuelvo hacia él para salir de dudas:
—¿Te parezco bonita?
Supongo que es la clase de pregunta que una chica le hace a su madre, pero ¿cómo planteársela a la mía, cuyo incontestable esplendor es alabado desde su más tierna infancia? Al acercarse a los cuarenta y presagiar el declive de su propia carrera como modelo, Kirsten decidió capitalizar los encantos de su única hija convirtiéndola a una edad muy temprana en un animal de certamen, algo así como una minimiss precoz. Está claro que mi madre tiene demasiados problemas por resolver para presumir de sus cautivadores atributos o envanecerse de ellos, pero tratándose de una evaluación de mi físico, prefiero dirigirme a Arcady, que me intimida menos en ese sentido. Debo reconocer que se toma la pregunta muy en serio, y nos situamos de concierto delante de un espejo de cuerpo entero moteado de óxido. Mientras me hace dar vueltas para observarme sucesivamente de cara, de perfil y de medio perfil, recobro un poco la esperanza: Arcady es un mago capaz de escamotear mis defectos o de transformarlos en una baza inesperada. Pero no estoy teniendo en cuenta su honradez y su implacable franqueza:
—Eres un poco… gruesa. Y tus ojos parecen huir el uno del otro. Además, tienes la línea de la implantación del cabello demasiado baja, eso te da un aspecto obtuso. Abre la boca. Sí, los dientes podrían estar bien, los tienes sanos, ya es algo. Qué pena que los incisivos…
—¿Qué pasa con los incisivos?
—Los tienes montados. Y eres un poco prognata.
—¿Cómo dices?
—Bah, no es nada. Prefiero la tuya a todas esas dentaduras hipercorregidas, eso de que todo el mundo tenga la misma sonrisa no me va nada.
Soy consciente de que Arcady está en contra de la ortodoncia, pero no me habría importado que me pusieran aparatos como a todo hijo de vecino. Tampoco me habría molestado llevar corsé porque, tal y como me señala Arcady, tengo chepa, y eso que en Francia no se ven jorobados desde hace décadas.
—Lo de los dientes vale, pero con eso de ahí, con tu espalda, digo yo que tus padres podrían haber…
No termina la frase, más que nada para no culpar a Cariñito y Marqué, y también para no desdecirse, él, que proclama que debemos aceptarnos como somos, con nuestros posibles defectos, una nariz demasiado grande, arrugas, celulitis, los dientes hacia delante, orejas de soplillo, todo lo que un determinado tipo de cirugía se jacta de poder corregir, enmendar, alinear. Entre la incuria de mis padres biológicos y los dogmas de mi padre espiritual, lo de que me enderecen la espalda no tiene visos de suceder por lo pronto, así que me observo con desaliento en el espejo, que, al fin y al cabo, resulta favorecedor debido a su vetustez.
—He salido mal.
Lo llevo claro si pienso que Arcady va a contradecirme:
—Sí, has salido un poco mal. Pero solo un poco, eh, ¡no me hagas decir lo que no he dicho!
Bastante tengo con lo que ha dicho como para encima atribuirle palabras aún más desagradables si cabe. Me limito a apartarme un poco el poblado flequillo de la cara para ofrecerla al implacable escrutinio de Arcady, con quien no puedo estar más de acuerdo: es evidente que algo salió mal durante la embriogenia, y mi ojo derecho acabó demasiado lejos del izquierdo, la nariz se me acható y la mandíbula se me ensanchó. Estuve a dos dedos, por no decir uno, de la fealdad patológica. Al ver que suspiro y me dispongo a dar media vuelta, Arcady me toma del brazo y me atrae hacia sí:
—¿Qué edad tienes?
—Catorce.
—¿Ya te ha venido la regla?
—No.
—Bueno, esperaremos un poco, pero si de aquí a dos, tres años no tienes novio y quieres dar el salto, ven a verme.
—¿Para qué?
—No sé, eso tendrás que decírmelo tú.
—¿Quieres ser mi novio?
—¿Por qué no?
—Pero si ya tienes uno…
Es una objeción que esgrimo por guardar las formas, pues no tengo el menor inconveniente en que Arcady engañe a Victor, máxime si es conmigo. De hecho, al margen de lo de Victor, enloquezco de solo pensar que Arcady y yo podamos tener relaciones sexuales.
—¿Te molesta que ya tenga un amante habitual? —me dice, abrazado aún a mí y mirándome con perplejidad cariñosa.
—¡No, no, qué va!
Que no crea que tengo reparos y se desdiga de la especie de promesa que me está haciendo, ¡por favor!
Tengo catorce años, pero ya sé que lo amo y lo deseo, aunque él tenga cincuenta y sea tan poco agraciado como yo: bajito, fondón, con los ojos claros a flor de cara y una especie de protuberancia simiesca entre la nariz y el labio superior, Arcady no es precisamente un modelo de belleza.
—Farah, siempre podrás contar conmigo, ¿vale? Y haremos lo que tú decidas: nos acostaremos si quieres que nos acostemos, pero no es obligatorio —me susurra al oído mientras me estrecha con más fuerza.
—¿Te gusto?
Se encoge de hombros y abre mucho los ojos, como si la pregunta fuera superflua y la respuesta obvia.
—¡Pues claro que sí!
—Entonces ¿por qué has dicho que he salido mal?
—Porque tienes una cabeza y un cuerpo raros, pero bueno, eso puede arreglarse con el tiempo. Y si no se arregla, da igual, a mí me pareces sexi.
—Entonces ¿por qué no lo hacemos ahora?
—Prefiero que para empezar lo hagas con alguien a quien quieras de verdad.
—¡Pero yo te quiero a ti!
Le da la risa y me agarra la pelambrera a manos llenas, tirando de ella y retorciéndola como si quisiera hacerme un moño. Su mirada ya no expresa cariño, pero me gusta tanto lo que leo en ella que me esfuerzo por que la mía transmita todo mi poder de persuasión. ¿Por qué esperar? Nadie me atraerá tanto como él. Me gustaría hablar, pero desconfío de lo que pueda decirle, mis palabras nunca estarán a la altura de la emoción que suscita en mí. ¿Cómo haces cuando tienes catorce años para convencer al hombre de tu vida de que te ofrezca el inestimable regalo de una desfloración en toda regla? Porque eso es más o menos lo que acaba de proponerme, aunque lo haya dejado para cuando las ranas críen pelo. Por eso, con cierta dificultad, retomo sus palabras:
—¡Nunca tendré novio! Lo sé… Y me gustaría… dar el salto. Ahora.
—Pero si ni siquiera tienes la mayoría de edad sexual. ¿Quieres que me manden a la cárcel o qué?
Pese a que no lo parezca, presiento que le apetece y acentúo la presión de mi pelvis contra la suya. Con un movimiento de caderas, se aparta de mí, pero tengo la impresión de que le cuesta.
—Farah, cielo, ya hablaremos de esto más adelante, ¿vale? Eres demasiado joven, te lo aseguro.
—¡No soy demasiado joven: soy demasiado fea!
A lo tonto, llevo ya nueve años frecuentándolo y escuchando su evangelio con pasión. Sé muy bien que la mejor manera de excitarlo es asumir una fealdad en la que no cree, ni en mi caso ni en el de nadie. Con Arcady todo el mundo tiene una oportunidad: los jorobados, los obesos, los bizcos, las viejas decrépitas o los viejos apuestos.
Suspira.
—Eres perfecta. Tómate tu tiempo para reflexionar en vez de arrojarte en brazos del primero que se te ponga a tiro.
—¡No eres el primero que se me pone a tiro! ¡Te conozco!
—Y es una lástima, sería mejor con un desconocido, sería más excitante.
—¡Pero si tú me excitas!
—¡Qué sabrás tú de la excitación!