Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos

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Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos
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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA

RECTORA

Tania Hogla Rodríguez Mora

COORDINADORA DE DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA

Marissa Reyes Godínez

RESPONSABLE DE PUBLICACIONES

José Ángel Leyva


COLECCIÓN: HISTORIA DE LAS IDEAS


Filosofía de la cultura y la transmodernidad: ensayos.

Primera edición 2021

D.R. © Enrique Dussel

D.R. © Universidad Autónoma de la Ciudad de México

Dr. García Diego, 168,

Colonia Doctores, alcaldía Cuauhtémoc,

C.P. 06720, Ciudad de México

ISBN (impreso) 978-607-7798-89-7

ISBN (ePub) 978-607-8692-07-1

publicaciones.uacm.edu.mx

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, archivada o transmitida, en cualquier sistema —electrónico, mecánico, de fotorreproducción, de almacenamiento en memoria o cualquier otro—, sin hacerse acreedor a las sanciones establecidas en las leyes, salvo con el permiso expreso del titular del copyright. Las características tipográficas, de composición, diseño, formato, corrección son propiedad del editor.

Hecho en México.

Índice

PALABRAS PRELIMINARES

Introducción

TRANSMODERNIDAD E INTERCULTURALIDAD (INTERPRETACIÓN DESDE LA FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN)

En búsqueda de la propia identidad. Del eurocentrismo a la colonialidad desarrollista

Centro y periferia cultural. El problema de la liberación

La cultura popular: no es simple populismo

Modernidad, globalización del occidentalismo, multiculturalismo liberal y el imperio militar de la «guerra preventiva»

Transversalidad del diálogo intercultural transmoderno: mutua liberación de las culturas universales poscoloniales

Bibliohemerografía

Primera parte

IBEROAMÉRICA EN LA HISTORIA UNIVERSAL

Bibliohemerografía

CULTURA, CULTURA LATINOAMERICANA Y CULTURA NACIONAL

Introducción

Civilización universal y cultura regional

Cultura latinoamericana

Cultura nacional

Bibliohemerografía

PARA UNA FILOSOFÍA DE LA CULTURA, CIVILIZACIÓN, NÚCLEO DE VALORES, ETHOS Y ESTILO DE VIDA

Medio-animal y mundo-cultural

«Pasaje» a la trascendencia

Civilización, sistema de instrumentos

Núcleo objetivo de valores o valor del mundo

Ethos o sistema de actitudes

Estilo de vida y descripción de la cultura

Los tres niveles interpretativos de la historia universal. Las culturas indoeuropeas y semitas (la protohistoria latinoamericana)

Los indoeuropeos

Los semitas

Bibliohemerografía

ESTÉTICA Y SER

Bibliohemerografía

Segunda parte

CULTURA IMPERIAL, CULTURA ILUSTRADA Y LIBERACIÓN DE LA CULTURA POPULAR

Dependencia cultural

Ciencia, cientificismo y política

Creación y liberación de la cultura popular

Bibliohemerografía

ARTE CRISTIANO DEL OPRIMIDO EN AMÉRICA LATINA (HIPÓTESIS PARA CARACTERIZAR UNA ESTÉTICA DE LA LIBERACIÓN)

Estatuto «económico» del culto

¿Una «teología de la producción»?

Producción, arte y clases sociales

Arte religioso y clases oprimidas en América Latina

Algunos ejemplos de arte religioso de los oprimidos

Estética del pueblo oprimido como arte de liberación

Bibliohemerografía

CULTURA LATINOAMERICANA Y FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN (CULTURA POPULAR REVOLUCIONARIA, MÁS ALLÁ DEL POPULISMO Y DEL DOGMATISMO)

Posiciones críticas alcanzadas

Descripción de la cultura en general

Contradicciones concretas de las culturas

Cultura popular revolucionaria

Conclusiones

Bibliohemerografía

Palabras preliminares

El tema de la cultura me atrajo desde siempre. Quizá por haber nacido y vivido mis primeros años en un pueblito, un oasis en casi un desierto, donde había todavía vestigios de pueblos indígenas huarpes y araucanos, en La Paz, Mendoza. Cuando llegué a París en 1961, procedente de Israel, Paul Ricoeur acababa de publicar La simbólica del mal —donde comparaba la narrativa prometeica y la adánica—, y aparecía en Esprit su famoso artículo «Civilización universal y cultura nacional». Permanecí en la tradición ricoeuriana durante largos años, hasta fines de la década del 60 del siglo XX (cuando hubo de asumirse en un grupo de filósofos la interpretación levinasiana desde América Latina, en lo que llamaríamos la filosofía de la liberación, trabajos incluidos en la segunda parte de este libro).

Por ello estos ensayos y artículos, aparecidos durante los últimos cuarenta años, van mostrando el proceso inter-pretativo del problema de la cultura a medida que Amé-rica Latina transitaba, de decenio en decenio, por nuevas etapas de su reciente historia, a la que he ido siguiendo paso a paso, como protagonista en ciertos niveles, como observador siempre, y como expositor ante grupos y movimientos que igualmente se comprometieron con nuestro pueblo latinoamericano. Es decir, el problema de la «cultura latinoamericana» como «cultura popular» fue creciendo y anudándose lentamente.

La introducción de estos ensayos, «Transmodernidad e interculturalidad (Interpretación desde la filosofía de la liberación)», es una colaboración reciente, escrita en 2004, que recoge mis últimas intuiciones sobre el problema. Es fruto de debates sobre la modernidad, la globalización, el diálogo intercultural y sobre el concepto de «transmodernidad» que venimos fraguando para superar los malentendidos de la posmodernidad. Es un horizonte que permite comprender los ensayos restantes y, al mismo tiempo, es un proyecto hacia el futuro.

 

En la primera parte, los ensayos responden a posiciones que aunque críticas seguirán teniendo rasgos eurocéntricos, en especial por las tesis acerca de los pueblos originarios, los amerindios. El mestizaje no es la solución indígena.

El segundo ensayo, «Iberoamérica en la historia universal», apareció en la revista fundada por José Ortega y Gasset, Revista de Occidente (número 25, Madrid, 1965), estando yo mismo en Maguncia (Alemania) en ese momento, e inter-nándome en el conocimiento de la historia latinoamericana. En él se presagia mucho de lo que vendrá después.

El tercer ensayo, «Cultura, cultura latinoamericana y cultura nacional», es fruto del aterrizaje en América Latina después de diez años de estudios en Europa e Israel. En ocasión de un seminario en la Universidad del Nordeste (Resistencia, Argentina), en 1968, expuse este trabajo con toda la pasión del que llega a su propio terruño e intenta comenzar a pensar lo propio. La influencia ricoeuriana es evidente, junto a la incorporación de nuestra historia, fruto de los años anteriores de mi trabajo en historia latinoamericana para mi tesis en La Sorbonne (París), que me permitía la apertura a lo concreto. Es verdad que iba a contracorriente. La mayoría de mis colegas en la academia no soportaban esos «aires latinoamericanos» que intentaba impulsar. El eurocentrismo campeaba, y sigue campeando por desgracia cuarenta años después en nuestras universidades.

El cuarto ensayo, «Para una filosofía de la cultura, civilización, núcleo de valores, ethos y estilo de vida», es una síntesis de la posición de Paul Ricoeur, con componentes de inspiración alemana, transformados cuando se los aplicaba a nuestro continente. Pretendía proponer categorías analíticas para comprender de una manera más ordenada los diversos niveles constitutivos de la cultura. Por mi experiencia en Israel y Europa, contra el helenocentrismo vigente, siempre oponía la experiencia semita de la existencia —de allí mi primer libro en filosofía: El humanismo semita, publicado en 1969— a la grecorromana1. En ese momento había dictado y escrito ya, en la indicada Universidad del Nordeste, un curso que tuvo por título «Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal», de manera que me encontraba manejando muchos datos históricos que había recabado para dichas clases universitarias2.

El quinto ensayo, «Estética y ser», responde a una ponencia presentada en un simposio sobre arte en la Academia de Bellas Artes (Mendoza, Argentina), y que de alguna manera significa también los primeros pasos hacia una estética que tendré que abordar en el futuro. Evidentemente era todavía una estética ontológica —en el ensayo séptimo se dará el salto hacia una estética de la liberación —. Todavía era una primera época de la filosofía de la cultura.

En la segunda parte, el tema de la cultura popular se desdobla desde la dialéctica del opresor/oprimido, siendo que la oposición de centro/periferia ya se había bosquejado en los ensayos anteriores, pero todavía sin demasiada claridad.

El sexto ensayo entra de lleno en el tema descubierto por la filosofía de la liberación. En el encuentro de 1973 de los que organizábamos las Semanas Académicas de la Universidad de El Salvador (Buenos Aires), ante un entusiasta público de más de ochocientos participantes, dicté la conferencia «Cultura imperial, cultura ilustrada y liberación de la cultura popular». Allí estuvieron Augusto Salazar Bondy y Leopoldo Zea, entre muchos otros. Fue el fin de una experiencia —ya que meses después atentaron con bomba mi casa, grupos de extrema derecha, y en 1975 comenzó el exilio de Argentina a México—. Ciertamente este tipo de conferencias irritaban a los militares y otros grupos antidemocráticos.

El séptimo ensayo, «Arte cristiano del oprimido en América Latina (Hipótesis para caracterizar una estética de la liberación)», es un segundo trabajo en la línea de la indicada estética de la liberación, aquí desarrollada desde el arte religioso, dado que la revista Concilium (que se edita en siete lenguas) me había pedido colaborar sobre este tema en un número especial sobre estética cristiana.

El octavo ensayo, «Cultura latinoamericana y filosofía de la liberación (Cultura popular revolucionaria, más allá del populismo y del dogmatismo)», se encontraba en una doble encrucijada. En primer lugar se trataba de meditar sobre la experiencia nicaragüense de los sandinistas, que gracias a Ernesto Cardenal, un viejo amigo, abría nuevos cauces a una creación artístico-popular. Pero por otra parte, mi alumno de Mendoza, Horacio Cerutti, había escrito un libro (La filosofía de la liberación latinoamericana) en el que me atacaba directamente, y en mi opinión de manera injusta. La cues-tión de fondo era la acusación de que la filosofía de la liberación que yo practicaba, por recurrir a la categoría «pueblo», caía inevitablemente en una posición populista. Este ensayo me daba la oportunidad de clarificar la categoría «pueblo», «cultura popular», etcétera, de dos maneras: de defensa de la acusación y de desarrollo de una filosofía de la cultura popular. Hoy, en 2006, creo que el tema del «pueblo» se ha ido aclarando; creo que tuve razón en no abandonar dicha categoría; el uso dogmático de «clase» (y más en el sentido althusseriano de mi oponente) hace tiempo que ha sido superado. El tema de aquella disputa no ha dejado de tener actualidad, en especial hoy gracias al Foro Social Mundial de Porto Alegre que ha lanzado a los nuevos movimientos populares y sociales a un protagonismo particular.

En los últimos años he trabajado sobre la modernidad y el diálogo intercultural, específicamente la cuestión de la cultura: un fenómeno que empezó en el siglo XVI y demuestro que, contra el juicio de la filosofía centroeuropea y norteamericana actual3, España fue la protagonista fundacional de la modernidad. Estos ensayos se incluyen en un diálogo que vengo desarrollando con I. Wallerstein, Aníbal Quijano, W. Mignolo, Boaventura de Sousa Santos, Ramón Grosfoguel, Nelson Maldonado, Eduardo Mendieta y muchos otros amigos con los que formamos un equipo de mutua discusión.

En la década del 70, cuando comenzamos un diálogo fecundo con pensadores de África y de Asia (la primera reunión fue en Tanzania en 1976), se nos acusaba a los latinoamericanos de exagerar desde Marx las estructuras socioeconómicas internacionales y nacionales. Era difícil mostrar a mis interlocutores los trabajos que habían sido mis primeras intuiciones no tanto en el nivel económico —que posteriormente gracias a mis comentarios a las cuatro redacciones de El capital pude emprender—, sino en el nivel cultural. Pienso, además, que el nivel cultural es justamente el que viene a enriquecer la antigua abstracción del análisis puramente de «clase», y la necesidad de anticipar la revolución con una declaración de ateísmo —esta última no advirtiendo que el imaginario popular latinoamericano se mueve dentro de una narrativa religiosa que hay que saber entender y movilizar políticamente, antes que negar abstracta y eurocéntricamente con un secularismo reaccionario—. La revolución sandinista avanzó mucho más allá que la cubana en ese aspecto; y el zapatismo dio nuevos pasos superando muchas tesis político-culturales de los mismos nicaragüenses.

El tema de la filosofía de la cultura, como capítulo interno de la filosofía de la liberación, se enriquece en nuestros días desde un diálogo intercultural que no debe olvidar todo lo ganado en estos últimos cuarenta años. El diálogo debe presuponer la clara conciencia de la asimetría entre los que intentan la comunicación, ya que la cultura imperial occidental, que tiene en las corporaciones trasnacionales sus grandes medios de expansión, acosa, intenta aniquilarlas a las grandes culturas universales (y particulares) de la periferia mundial, que deben definir su estrategia de resistencia, de retorno crítico a su identidad que no es sustantiva sino procesual, y que deben formular proyectos futuros transmodernos que hay que saber crear desde la memoria de los pueblos. Una nueva civilización, una nueva cultura más allá del capitalismo y la modernidad se está forjando lenta y ocultamente en los nuevos movimientos populares y sociales que van estableciendo redes mundiales y que emergen lentamente para quien tiene ojos para verlos.

N.B. La primera edición de este libro apareció, por decisión del entonces responsable de publicaciones, con el título Filosofía de la cultura y la liberación (2006); en esta nueva edición recupero el título original, más apegado al contenido temático del libro.

ENRIQUE DUSSEL

Introducción

Transmodernidad e interculturalidad (Interpretación desde la filosofía de la liberación)
En búsqueda de la propia identidad Del eurocentrismo a la colonialidad desarrollista

Pertenezco a una generación latinoamericana cuyo inicio intelectual se situó a finales de la llamada Segunda Guerra Mundial, en la década de los 50. Para nosotros no había en la Argentina de esa época ninguna duda de que éramos parte de la «cultura occidental». Por ello, ciertos juicios tajantes posteriores son propios de alguien que se opone a sí mismo.

La filosofía que estudiábamos partía de los griegos, a quienes veíamos como nuestros orígenes más remotos. El mundo amerindio no tenía ninguna presencia en nuestros programas y ninguno de nuestros profesores hubiera podido articular el origen de la filosofía con ellos1. Además el ideal del filósofo era el que conocía en detalles particulares y precisos las obras de los filósofos clásicos occidentales y sus desarrollos contemporáneos. No existía ninguna posibilidad siquiera de la pregunta de una filosofía específica desde América Latina. Es difícil hacer sentir en el presente la sujeción inamovible del modelo de filosofía europea (y en ese tiempo, en Argentina, aún sin ninguna referencia a Estados Unidos). Alemania y Francia tenían hegemonía completa, en especial en Suramérica (no así en México, Centro América o el Caribe hispánico, francés o británico).

En filosofía de la cultura se hacía referencia a Oswald Spengler, Arnold Toynbee, Alfred Weber, A. L. Kroeber, Ortega y Gasset o F. Braudel, y después un William McNeill. Pero siempre para comprender el fenómeno griego (con las célebres obras como la Paideia o el Aristóteles, de W. Jaeger), la disputa en torno a la edad media (desde la revaloración autorizada de Etienne Gilson), y el sentido de la cultura occidental (europea) como contexto para comprender la filosofía moderna y contemporánea. Aristóteles, Tomás, Descartes, Kant, Heidegger, Scheler eran las figuras señeras. Era una visión sustancialista de las culturas, sin fisuras, cronológica del Este hacia el Oeste como lo exigía la visión hegeliana de la historia universal.

Con mi viaje a Europa —en 1957, en mi caso, cruzando el Atlántico en barco—, nos descubríamos «latinoamericanos» o no ya «europeos», desde que desembarcamos en Lisboa o Barcelona. Las diferencias saltaban a la vista y eran inocul-tables. Por ello, el problema cultural se me presentó como obsesivo, humana, filosófica y existencialmente: «¿Quiénes somos culturalmente? ¿Cuál es nuestra identidad histórica?» No era una pregunta sobre la posibilidad de describir objetivamente dicha «identidad»; era algo anterior. Era saber quién es uno mismo como angustia existencial.

En España y en Israel (donde estuve desde 1957 a 1961, buscando siempre la respuesta a la pregunta por «lo latinoamericano») mis estudios se encaminaban al desafío de tal cuestionamiento. El modelo teórico de cultura seguirá siendo inevitablemente el mismo por muchos años todavía. El impacto de Paul Ricoeur en sus clases a las que asistía en La Sorbonne, su artículo tantas veces referido de «Civilización universal y cultura nacional», respondía al modelo sustancialista, y en el fondo eurocéntrico2. Aunque «civilización» no tenía ya la significación spengleriana del momento decadente de una cultura sino que denotaba más bien las estructuras universales y técnicas del progreso humano-instrumental en su conjunto (cuyo actor principal durante los últimos siglos había sido occidente), la «cultura» era el contenido valorativo-mítico de una nación (o conjunto de ellas). Éste fue el primer modelo que utilizamos para situar a América Latina en esos años.

 

Con esta visión «culturalista» inicié mis primeras inter-pretaciones de América Latina, queriéndole encontrar su «lugar» en la historia universal (a lo Toynbee), y discerniendo niveles de profundidad, inspirado principalmente en el nombrado P. Ricoeur, pero igualmente en Max Weber, Pitrim Sorokin, K. Jaspers, W. Sombart, etcétera.

Organizamos una Semana Latinoamericana en diciembre de 1964, con latinoamericanos que estudiaban en varios países europeos. Fue una experiencia fundacional. Josué de Castro, Germán Arciniegas, François Houtart, y muchos otros intelectuales, incluyendo a P. Ricoeur3, expusieron su visión sobre el asunto. El tema fue la «toma de conciencia» (prise de conscience) de la existencia de una cultura latinoamericana. Rafael Brown Menéndez o Natalio Botana se oponían a la existencia de tal concepto.

En el mismo año publiqué un artículo en la revista de Ortega y Gasset de Madrid4, que se oponía a las «reducciones historicistas» de nuestra realidad latinoamericana. Contra el revolucionario, que lucha por el «comienzo» de la historia en el futuro; contra el liberal que mistifica la emancipación nacional de España al comienzo del siglo XIX; contra los conservadores que por su parte mitifican el esplendor de la época colonial; contra los indigenistas que niegan todo lo posterior a las grandes culturas amerindias, proponía la necesidad de reconstruir en su integridad, y desde el marco de la historia mundial, la identidad histó-rica de América Latina.

Respondían estos trabajos filosóficos a un periodo de investigación histórica-empírica (de 1963 en adelante) paralela (por una beca que usufructué en Maguncia durante varios años) en vista de una tesis de historia hispanoamericana que defendí en La Sorbonne (París) en 19675.

Un curso de historia de la cultura en la Universidad del Nordeste (Resistencia, Chaco, Argentina) —durante cuatro meses de febril trabajo, de agosto a diciembre de 1966, ya que dejando Maguncia en Alemania regresaba a fin de ese año nuevamente a Europa (mi primer viaje en avión sobre el Atlántico) para defender la segunda tesis doctoral en febrero de 1967 en París—, me dio la oportunidad de tener ante mi vista una visión panorámica de la «historia mun-dial» (a la manera de Hegel o Toynbee), donde por medio de una reconstrucción («destrucción» heideggeriana) intentaba siempre ir «situando» (la location) a América Latina. En ese curso, «Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal»6, intentaba elaborar una historia de las culturas a partir del «núcleo ético-mítico» (noyau éthicomythique de P. Ricoeur) de cada una de ellas. Para intentar el diálogo intercultural había que comenzar por hacer un diagnóstico de los «contenidos» últimos de las narrativas míticas, de los supuestos ontológicos y de la estructura ético-política de cada una de ellas. Se pasa actualmente muy pronto a teorizar el diálogo, sin conocer en concreto los temas posibles de tal diálogo. Por ello, ese curso de 1966, con una extensa introducción metodológica, y con una descripción mínima de las «grandes culturas» (teniendo en cuenta, criticando e integrando las visiones de Hegel, N. Danilevsky, W. Dilthey, O. Spengler, Alfred Weber, K. Jaspers, A. Toynbee, Teilhard de Chardin y muchos otros, y en referencia a las más importantes historias mundiales de ese momento), me permitió situar, como he dicho, a América Latina en el proceso del desarrollo de la humanidad desde su origen (desde la especie homo), pasando por el paleolítico y neolítico, hasta el tiempo de la invasión de América por parte de occidente7. Desde Mesopotamia y Egipto, hasta la India y China, cruzando el Pacífico se encuentran las grandes culturas neolíticas americanas (una vertiente de la protohistoria latinoamericana). El enfrentamiento entre pueblos sedentarios agrícolas con el indoeuropeo de las estepas euroasiáticas (entre ellos los griegos y romanos), y de éstos con los semitas (procedentes del desierto arábigo, en principio), me daban una clave de la historia del «núcleo ético-mítico» que, pasando por el mundo bizantino y musulmán, llegaba a la península ibérica romanizada (la otra vertiente de nuestra «protohistoria latinoamericana»).

En marzo de 1967, de retorno a Latinoamérica, cuando el barco pasó por Barcelona, el editor de Nova Terra me entregó en mano mi primer libro: Hipótesis para una historia de la iglesia en América Latina. En esta obra se veía plasmada una filosofía de la cultura en el nivel religioso de nuestro continente cultural. Esa pequeña obra «hará historia», porque se trataba de la primera reinterpretación de una historia religiosa desde el punto de vista de la historia mundial de las culturas. En la tradición historiográfica la cuestión se formulaba: «¿cuáles fueron las relaciones de la iglesia y el estado?» Ahora en cambio se definía: «Choque entre culturas y situación de la iglesia»8. La crisis de la emancipación de España (en torno de 1810) se la describía como «el pasaje de un modelo de cristiandad al de una sociedad pluralista y profana». Era ya una nueva historia cultural de América Latina (no sólo de la iglesia), no ya eurocéntrica, pero todavía «desarrollista».

Por ello, en la conferencia programática que pronuncié el 25 de mayo de 1967, «Cultura, cultura latinoamericana y cultura nacional»9, en la misma Universidad del Nordeste, era como un manifiesto, una «toma de conciencia generacional». Releyéndola encuentro en ella bosquejados muchos aspectos que, de una u otra manera, serán modificados o ampliados durante más de treinta años.

En septiembre de ese mismo año comenzaban mis cursos semestrales en un instituto fundado en Quito (Ecuador), donde ante la presencia de más de 80 participantes adultos de casi todos los países latinoamericanos (incluyendo el Caribe y los «latinos» de Estados Unidos) podía exponer esta nueva visión reconstructiva de la historia de la cultura latinoamericana en toda su amplitud. La impresión que causaba en la audiencia era inmensa, profunda, desquiciante para unos, de esperanza en una nueva época interpretativa al final para todos10. En un curso dictado en Buenos Aires en 196911 iniciaba con «Para una filosofía de la cultura»12, cuestión que culminaba con un parágrafo titulado: «Toma de conciencia de América Latina», se escuchaba como un grito generacional:

Es ya habitual decir que nuestro pasado cultural es heterogéneo y a veces incoherente, dispar y hasta en cierta manera marginal a la cultura europea. Pero lo trágico es que se desconozca su existencia, ya que lo relevante es que de todos modos hay una cultura en América Latina. Aunque lo nieguen algunos, su originalidad es evidente, en el arte, en su estilo de vida13.

Ya como profesor en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina), vertí de manera estrictamente filosófica dicha reconstrucción histórica. Se trata de una trilogía, en un nivel antropológico (en cuestiones como la conceptualización del alma-cuerpo e inmortalidad del alma; o carne-espíritu, persona, resurrección, etcétera) siempre teniendo en cuenta la cuestión de los orígenes de la «cultura latinoamericana», de las obras El humanismo helénico14, El humanismo semita15, y El dualismo en la antropología de la cristiandad16. En esta última obra se cerraba el curso de 1966, que terminaba en el siglo V de la cristiandad latino-germánica, con el tratamiento de Europa hasta su entronque con su expansión en América Latina. Nuevamente reconstruí toda esta historia de las cristiandades (armenia, georgiana, bizantina, copta, latino-germánica, etcétera), describiendo también el choque del mundo islámico en Hispania (desde 711 hasta 1492 d.C.) en otras obras posteriores17.

La obsesión era no dejar siglo sin poder integrar en una visión tal de la historia mundial que nos permitiera poder entender el «origen», el «desarrollo» y el «contenido» de la cultura latinoamericana. La exigencia existencial y la filosofía (todavía more eurocéntrico) buscaba la identidad cultural. Pero ahí comenzó a producirse una fractura.