Nadie encontrará mis huesos

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Nadie encontrará mis huesos
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PESTE EN EL BOSQUE

Una mosca grande y verde vuela por el bosque. Huele lo que le gusta, lo que desea todo el tiempo. Así se guía. Pero choca, de todos modos, contra los árboles, sus ramas y hojas llenas de bichos más extraños que ella. El bosque es denso. El bosque es oscuro.

La mosca avista lo que quiere en medio de un claro. Avista la carne. Otros se le han adelantado. Ya se la comen. Ya la desaparecen. La mosca babea, suelta ácido por su probóscide. Pero antes de posarse sobre la carne, una lengua la cubre toda. Le rompe las alas, la jala dentro de un estómago.

El estómago del Rey Sapo.

El Rey Sapo mastica y se traga la mosca verde que nunca llegó a probar el manjar que se encontraba en medio del bosque. El Rey Sapo se soba el vientre y sube una pata para indicarle a su séquito que se detenga. Baja de su silla hecha de musgo y ramas, su silla sostenida por dos de sus esposas de espaldas llenas de hoyos donde crecen sus hijos, los renacuajos.

El Rey Sapo es un sapo grande. Las hojas de pino crujen bajo su peso. Su piel húmeda parece hecha de la misma madera que la de los árboles más viejos. Visto desde arri-ba, parece un montículo más de la vegetación que lo rodea.

El Rey Sapo mira la carne en descomposición. Se preocupa, sus ojos de pupilas rectangulares se entrecierran. Los sapos más pequeños y verdes de su séquito murmuran. Solo una vez lo han visto hacer ese gesto. Por eso saben que el Rey Sapo está muy dentro de sí mismo, piensa una solución, maquina un plan milagroso, para contener lo que se halla frente a él.

Se escucha un crujir de ramas y se revelan unas figuras que entran caminando. El séquito del Rey Sapo huye, se esconde, pero no él porque sigue en sus cavilaciones. Una bota negra lo pisa. Le exprime los ojos y las vísceras. La bota sigue su camino. La siguen otras. Son hombres, aunque los animales y los seres del bosque los llaman de otra forma, imposible de pronunciar para gargantas de dicha especie. Los hombres cargan un cuerpo. Parece un niño. Lo arrojan junto al otro que se pudre, lleno de gusanos y alimañas que se alimentan con su piel, que se dan un enorme festín.

—¡Mira qué bueno! —dice uno de los hombres—. ¡El bosque se los come más rápido que cualquier ácido! Así no tendremos problemas.

Un duende y un hada miran la escena, preocupados. Han visto la muerte de la mosca y el Rey Sapo. Temen acercarse, temen a los hombres que arrojan a los muertos en la profundidad del bosque. Pero no se van porque no pueden dejar de ver, porque tienen que saberlo todo para contárselo al Sátiro. Él sabrá qué hacer, pero primero tiene que saberlo todo acerca de la situación. Los hombres traen otro cuerpo. El hada y el duende sienten presencias a su alrededor. Son más animales que se acercan, que quieren la carne. El hada y el duende no pueden mirar más.

El Sátiro penetra un ciervo. El hada y el duende se hincan ante él y esperan que termine. El hada tiembla. El duende lo nota y la entiende. El Sátiro, después de todo, es el dueño del bosque. O al menos eso se dice. Que por eso los cuida. El duende alguna vez preguntó, entonces, quién cuidaba del Sátiro, pero nadie se lo dijo.

Este los nota y deja que el ciervo huya.

—¿Qué venir? —dice el Sátiro.

—Venir gran problemancia. Corpos aventado in claro —dice el duende.

—Corpos destruyen nosotros. Corpos vuelven insanos —dice el hada.

El Sátiro se agacha, toma un puño de tierra y lo mastica. Lo escupe con asco. La tierra es un bolo que chilla y se retuerce.

—Álfar, cumple tres deseas al liderazgo; Yosei, vini acá —dice el Sátiro.

El hada se acerca al Sátiro. El Sátiro le susurra algo y ella comienza a llorar y se va volando hacia arriba, hacia el cielo. El Sátiro y el duende la miran hasta que ya no se ve.

—Yo estaré con ti —dice el Sátiro y le hace un ademán para que se vaya—. Vamos a arreglar los bosque. Hay que somos pacientes.

El duende ya ha cumplido deseos antes. Por diversión. El órgano en su nuca que le permite materializar los sueños de los humanos se agita y despierta cuando sabe que no habrá más consecuencias para él que el placer de ver sufrir al otro. Pero esto es diferente. Esto es algo serio. Siempre debió haberlo sido. El órgano que concede deseos es su arma. Los suyos, los otros duendes, debían usarlo para que los humanos murieran por sus propias añoranzas y así aquellos pudieran comer la carne. Era su naturaleza. Pero también su naturaleza bromista los hizo utilizarlo nada más para divertirse. Y terminaron usando el órgano nada más para eso y comiendo animales pequeños, con excepción de los días festivos, cuando comían recién nacidos.

El claro está lleno de cuerpos. Infestado. Una marea de moscas se mueve sobre ellos. Un incendio de larvas se revuelve entre los muertos. Ardillas, mapaches y osos se pelean por pedazos que aún tienen carne. El duende ve más criaturas, unas ninfas, agazapadas entre la maleza. Su piel está seca. Su belleza desaparece, envejecen por no estar en el agua, pero parece no importarles. Siente una intranquilidad extraña: no ha visto a ninguno de los suyos acercarse a la alfombra de cuerpos. De hecho, hace tiempo que no ve a ninguno. Eso, sin embargo, no significa que no haga nada por las otras criaturas.

—Especies naturalas, no atreverte a probarla —le dice a la ninfa más cercana mientras la sacude, pero parece que le pide lo contrario, porque ella se lo quita y se abalanza al festín putrefacto. Los demás la siguen. Un par de hadas se unen a la corriente de moscas y bichos. Gnomos salen del suelo para atragantarse también. ¿Todo es culpa del duende?

Y peor: más cuerpos son arrojados al claro. Ya lo desbordan. No paran. Y peor aún: escucha risas. Los humanos se ríen. Se burlan. Señalan a las criaturas que se dejan ver, cosa inusual. Se burlan porque las controlan con los cadáveres. Y se van por más. El duende los sigue. Su órgano concededeseos palpita. Podría interceptarlos y hacer que se destruyan entre ellos. Pero piensa en las palabras del Sátiro. Pacienci. Hemos que ser pacienci.

Los hombres llegan a su campamento, que más bien es una serie de sillas y mesas. Otros hombres están sentados en ellas. Beben y ríen. El duende tiene la impresión de que se encuentra en el límite del mundo. Más allá parece haber humo negro. Pero bien podría ser niebla. Los hombres que el duende sigue caminan hasta el límite del campamento, donde hay una silla más grande que todas las demás. Tiene unos cuernos. En ella está sentado un hombre raquítico. Se ve enfermo. Los sujetos llegan con él y le cuentan sobre las criaturas que salen de sus escondites con tal de probar la carne rancia.

El hombre en la silla comienza a sollozar.

—Muy buen trabajo —dice sonriendo, con lágrimas en los ojos—. Sigan así. Tenemos permiso.

El duende no entiende. Pero espera. Paciencia, le dijo el Sátiro.

El hombre en la silla les pide que sigan llevando cuerpos. El duende quiere seguirlos para ver de dónde los sacan, pero sabe que su prioridad es otra. Cambia de forma, a la forma que los humanos conocen de los duendes. Repta por el suelo y se enrolla en una de las patas de la silla enorme. Tiembla. Nunca ha hecho eso. ¿Se lo tendrá que comer para completar el ritual? Se ve enfermo. ¿Y si también lo contagia de lo que sea que sufre? Pero, como una medicina para su miedo, el duende recuerda a sus compañeros, sus compañeros cambiados por la peste de los cadáveres humanos, los cadáveres que no pertenecen al bosque.

—Psst, psst —dice el duende al oído del hombre, quien se sobresalta y mira hacia todos lados.

—¿Quién es? ¿Quién es? —dice el hombre desesperado —. ¿Es un duende?

¿Cómo lo supo? No importa, el órgano del duende ya palpita, ya vibra. Lo está logrando despertar a pesar del miedo.

—Te he visto —dice el duende—. Te veo: tan poderoso, tan inmenso, pero te falta algo, líder, genio sentado en la cima del mundo. Te falta algo imposible. Y yo…

—Me lo puedes dar, sí. En tres deseos, ¡sí! ¡Desearé lo que yo pueda desear! ¡Sí! —dice el hombre de la silla adivinando el discurso del duende—. ¡Quiero otro par de brazos para mis hombres para que puedan cargar aún más cuerpos!

—Con… cedido —dice el duende mientras chasquea sus pezuñas.

Los hombres del campamento dejan de hacer lo que están haciendo. El duende se emociona. La tragedia va a suceder. Los hombres del campamento se tiran al suelo y se retuercen. Gritan de dolor mientras unos nuevos brazos les nacen del torso, mientras se abren paso entre las costillas y la piel.

Cuando todo termina, los hombres se levantan y se miran asombrados. Están contentos. Son más fuertes. Hacen piruetas. El hombre en la silla aplaude. El duende está horrorizado. Eso no debería suceder. Lo que tenía que pasar es que los hombres se convirtieran en bichos, en bestias de cuatro brazos, y que atacaran al hombre de la silla, que lo hirieran, pero no lo suficiente para matarlo; lo suficiente, más bien, para que el hombre de la silla pidiera otro deseo, uno más fatal que el anterior. Y así hasta el tercero, que lo destruiría por completo.

Pero el duende ya no puede parar. Su órgano está muy excitado. Si se detiene, podría resultar más fatal para él. Paciencia, le dijo el Sátiro. El duende se aferra a esa palabra. Algo pasará.

—Quiero a un doble mío, quiero tocarme, quiero sentirme, quiero un doble para lo que quiera —dice el hombre de la silla, interrumpiendo los pensamientos del duende.

 

—Así… será —. Tiembla y chasquea los colmillos.

Al lado del hombre de la silla aparece otra silla con un hombre sentado en ella, idéntico al primero. Ambos se miran, se levantan, se caen, se encuentran y se besan apasionadamente. Cuando terminan, regresan a la silla del primero tomados de la mano. El duende se esconde entre las sombras, debajo de la silla. No puede soportar lo que ve. No puede soportar lo que está pasando. Se pregunta lo mismo: ¿por quoi? ¿Por quoi desgracia no arrivado?

El hombre se agacha y se encuentra frente a frente con el duende. Lo mira a los ojos.

—Mi último deseo es este: quiero deseos infinitos, deseos que no dañen a mis aliados —dice el hombre de la silla enardecido por sus propias palabras.

El duende, por fin, se tranquiliza. Eso no lo puede pedir. El Sátiro los protege de ese deseo con su magia. Porque, de ser así, todos los duendes ya estarían esclavizados por los humanos, cumpliéndoles todos sus caprichos, encadenados de por vida a ellos. Así, la magia fuerte se revierte a los hombres, destruyéndolos.

El duende abre bien los ojos para presenciar, ahora sí, el espectáculo, la desgracia.

Pero no sucede nada. O sí: siente cómo su verdadera forma se revela. Su naturaleza se desnuda, se deja ser.

Y siente cerca al Sátiro. Detrás. El Sátiro lo toma y lo mete en una jaula. El hada que hace horas voló al cielo llega rápida, como un bólido, y choca con la tierra. Se estrella como un huevo que cae del nido de un árbol alto.

—Eres sido pacientes, Álfar. Felicitación —dice el Sátiro, quien camina con la jaula más allá del campamento, con los hombres de las sillas a su lado. Este es mi duende más fuerte, más audaz —dice a los hombres de las sillas—. Era el último que faltaba por capturar. Su empresa ahora podrá ser completada. Les pido que recuerden el trato. Lo que me toca.

¿Lo que le toca? ¿Qué habrá sido más importante para el Sátiro que el mismo bosque, su gente, sus hijos?

El duende mira el horizonte que se aleja de él mientras avanzan. Desborda cuerpos. Seguramente ya todo está inundado de ellos, de su peste.

El rostro natural del Sátiro se interpone en su paisaje.

—Paciencias, Álfar —dice el Sátiro—. Paciencias.

Y avanzan y avanzan. Y se alejan.

EL ATOLLADERO

Leda escuchó el grito de una mujer. Venía de la casa de junto. Fue breve. Buscó una reacción en los demás, pero Miguel y los trabajadores continuaron moviendo y acomodando cosas de la mudanza, como si nada hubiera sucedido.

Esa noche, la primera en su nuevo hogar, Leda y Miguel durmieron sin sueños. Leda, sin embargo, despertó varias veces en medio de la oscuridad. Le era raro a su instinto dormir en un cuarto diferente. Se trataba de otra atmósfera que, sin embargo, también prometía volverse íntima. Pero faltaba para eso. Primero tendrían que vaciar sus pertenencias de las cajas y acomodarlas en los cuartos y repisas. Tendrían que realmente adueñarse del lugar. El solo pensamiento la hizo sentirse más extraña.

Salió a correr por la mañana y pasó junto a la casa de donde creía haber escuchado los gritos la tarde anterior. Era una ruina: su jardín estaba tan descuidado que parecía un pequeño pantano. El pasto estaba alto y revuelto. Denso. Entre la maleza se dejaban ver pedazos de tierra convertidos en lodazales y charcos llenos de mosquitos. En su fachada tenía unos arbustos mal cuidados y enredaderas que fracturaban la pintura de por sí ya en deterioro. De no ser por la luz que salía de un cuarto y el evento del día anterior, Leda habría asegurado que ese lugar estaba abandonado. No lo recordaba así. La última vez que visitaron el vecindario antes de mudarse, era una casa normal. Eso había sido dos semanas antes. Tal vez hasta habría pensado dos veces moverse junto a eso. Se lo contaría a Miguel. Tenía que hacerlo.

Regresó al mediodía. El sol mataba las sombras. Leda estaba cansada y satisfecha. Sudaba mucho y sentía la piel ardiendo. Entonces se encontró de nuevo frente a la casa descuidada. Esa otra perspectiva le permitió ver más detalles: el patio trasero, a diferencia del frente, tenía solo tierra. Lodo. Y hongos de todos los tamaños. Leda se preguntó si eran cultivados o crecían solamente por las condiciones de la tierra. Sintió ganas de explorar todo de cerca. Pero una cortina se movió en un cuarto donde, a pesar de la hora, una luz se veía encendida. Creyó ver la figura de una persona. Leda se sintió sucia y observada. Regresó a su casa llena de escalofríos.

Miguel desempacaba las cosas de la cocina. Había terminado con los cubiertos. Estaba con los platos. Leda, sin decir nada, lo besó y empezó a abrir la caja de las ollas y sartenes.

—Tenía hambre, por eso empecé por aquí —dijo Miguel animado.

—Yo hago el desayuno y tú la comida, ¿sale? —contestó Leda.

Miguel asintió. Sacaron las cosas en silencio. Leda limpió rápido lo que iba a necesitar y tomó huevos del refrigerador. Pensó en hacer un omelette. Buscó las especias que necesitaba para su receta personal. Hizo entonces una conexión inusual: las plantas le recordaron los jardines de la casa de junto.

—Oye, ¿ya viste la casa de al lado? ¿Qué onda? —dijo Leda mientras, para disimular sus nervios, preparaba la comida.

—¿Qué tiene?

—¿No la has visto? Parece abandonada.

—No me acuerdo que estuviera así.

—Porque no lo estaba.

—Al rato que salga la checo.

—Y ayer como que alguien de ahí gritó, ¿no escuchaste?

—Cierto, creí escuchar algo, pero pensé que solo había sido yo. Luego voy a checar qué pasa.

No hablaron más sobre el tema. Desayunaron, se bañaron y Leda se fue a su trabajo. Miguel se quedó en su computadora.

Ya de noche, la luz de la casa en ruinas continuaba encendida. Leda se molestó. La sensación empeoró cuando, justo al abrir la puerta de su casa para entrar, Miguel la abordó.

—¡Conocí al vecino! —dijo sonriendo.

—Ah, ¿fuiste a ver la casa? —preguntó Leda más molesta.

—No, no. Él vino a presentarse.

—¿Qué?

—¡Sí! Se llama Jonás. Tiene 28, casi nuestra edad. Vive solo. Se disculpó por cómo la tiene. Te descubrió mientras la veías feo. Dijo que está atravesando por cambios duros en su vida y no tiene tiempo para darle mantenimiento. ¡Pero es muy amable! Un día deberíamos comer con él o algo. Me cayó muy bien. Hasta nos dio un regalo, ¡mira!

Miguel salió corriendo y regresó con un hongo. Era negro, la luz se perdía en su sombrero. Tenía unas escamas doradas y púrpuras. En la tierra donde estaba su tallo había una especie de baba que soltaba brillos plateados. Leda dio un paso hacia atrás. Olía raro. No mal. Lo miró con asco. Miguel no hizo caso a su reacción.

—Dice que ayuda a limpiar el aire de malas vibras y a que soñemos mejor.

—¿Tú crees que sí? Parece venenoso…

—No te preocupes. Se ve que él sabe lo que hace. Lo voy a dejar de mi lado de la cama.

Se fue y volvió de nuevo sin el hongo. Sus manos brillaban y tenían manchas negras. Pero no era tierra. Se las sacudió en su ropa. Leda notó que el color no se fue.

—¿Y te dijo algo de los gritos?

—¿Qué gritos?

—Los de ayer de cuando llegamos…

—…

—…

—Ah, sí. No, no le pregunté. Se me olvidó. Yo creo que no eran de esa casa.

Lo eran. Ella lo sabía.

Leda tomaba las manos de Miguel. Bailaban en círculos. Reían. Se besaban apasionadamente. Estaban en el fondo de un lago. A pesar de la oscuridad, podía ver las algas, rocas y peces extraños que vivían en el fondo. Miguel la acostó en el suelo. Detrás de ellos, el vecino los miraba excitado. Era más una presencia, pero Leda sabía que era él. Lo escuchó jadear. Leda sintió asco de sí misma. Se puso nerviosa y se dio cuenta de que estaba tragando agua cada vez que inhalaba. Se ahogaba. Quiso nadar hacia la superficie, pero Miguel se había convertido en una roca que cubría su cuerpo. Estaba atrapada. Moría. El vecino caminó hacia ella. Se agachó sobre su cabeza, mordió su cabello y arrancó un mechón grande. Se fue piel con ese jalón. Leda luchó por escaparse, pero Miguel la estrujaba. Y el agua no dejaba de metérsele. Todo la aplastaba. El vecino le arrancaba pelo y carne con más violencia.

Sintió frío. Suavidad en los pies. Dolor en la mandíbula: mordía nada con todas sus fuerzas. Abrió los ojos. Era el jardín de su casa. Aún era de noche. Estaba desnuda y Miguel, frente a ella, también. Miró alrededor. Nadie los había notado. Alcanzó a ver la luz del vecino encendida. Tomó a Miguel de la mano e intentó llevarlo dentro, pero se negó. Su cuerpo se puso tenso y la jaló hacia ella, como si no quisiera que se movieran del lugar. Leda forcejeó con él varias veces hasta que cedió. Corrió con él hacia su casa. Encendió las luces de los cuartos mientras pasaba por ellos. Miraba a todos lados como si fuera más vulnerable dentro que fuera. Llegó a su cuarto. Miguel no respondía. Sus ojos estaban cerrados. Realmente estaba dormido. Lo sacudió para despertarlo. De su nariz brotó un hilo de san-gre. Lo acostó y vio que de su lado de la cama estaba el enorme hongo. Palpitaba. Leda fue por unos guantes, lo tomó, abrió la ventana y lo arrojó hacia la casa del vecino. Se deshizo en el muro. Lanzó también los guantes.

Fue con Miguel. Su cuerpo tenía manchas negras, pero dormía como si nada hubiera pasado. Leda no supo qué hacer. Se sentó en el borde de su lado de la cama. La impresión volteó sus sentidos y pensamientos a sí misma. Únicamente llegaba una cosa a su mente: el vecino. Así estuvo hasta que los primeros rayos del sol llegaron a su cuarto y ella ya no pudo con el insomnio y el estrés. Se quedó dormida. Solo por unas horas.

Las cajas de su cuarto estaban abiertas y las cosas que guardaban en ellas se encontraban esparcidas por todo el piso. Miguel ya no estaba junto a ella. Lo buscó, angustiada. Lo encontró leyendo en la sala junto a una pila de libros. Sintió miedo de verlo así, normal.

—Al rato acomodo las cosas del cuarto. Andaba buscando esto —dijo Miguel mientras señalaba el libro que tenía en las manos.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí, ¿por? —contestó Miguel extrañado.

—En la noche desperté y los dos estábamos afuera, sin ropa.

—¿En serio? No me acuerdo de nada… ¿No fue un sueño?

—No —contestó molesta—. Y estoy segura que fue por la cosa que nos regaló el tipo de junto.

—¿El hongo?

—Sí. Y ya me deshice de él.

—No lo hubieras tirado, se veía que era una especie rara.

—Y venenosa, ya te lo dije.

—No creo. ¿Para qué nos hubiera dado algo así? Jonás no se ve del tipo de gente que hace daño.

—¿Entonces de qué tipo de gente se ve?

—Pues, no sé; alguien agradable.

—No sé, Miguel, en serio me dio mucho miedo lo que nos pasó ayer. Tú estabas como en trance o algo. ¿Ya te viste el cuerpo? Tienes algo en la piel. Por favor, aunque te haya caído bien, intenta ya no tener contacto con el vecino.

—Es tierra de cuando moví el hongo al cuarto, ¿no? Pero está bien. Si te sientes más segura, así será.

—Gracias...

A veces Miguel le parecía tan estúpido, tan manipulable por impresiones superficiales. Él le mandó un beso. Cuando ella regresó, Miguel estaba acostado en un sillón. El libro descansaba boca abajo sobre su pecho. Dormía porque, Leda lo sabía, no había descansado en toda la noche. Su cuerpo, aunque no su conciencia, sintió el estrés de todo lo sucedido. Notó que tenía una mancha negra en el cuello. Salió preocupada.

Intentó no fijarse en la casa de Jonás, el vecino, pero justo la puerta de su casa se abrió. Lo conoció al fin. Estaba parado en medio de la oscuridad. Era viejo. Tenía el pecho descubierto, infestado de vellos grises y un enorme estómago que parecía a punto de estallar. Su rostro estaba enmarañado por una barba descuidada, de pocos días. Su nariz y las mejillas estaban enrojecidas, como si hubiera bebido mucho alcohol. Se lamía los labios. Miraba directo hacia Leda. Ella sintió ganas de llorar y continuó su camino hacia la parada del camión.

Pensó en él todo el día. Pidió un taxi que la dejara frente a su casa para no tener que pasar sola por ahí. Entró. Miguel trabajaba.

—Ya escuché los ruidos que decías del otro día. Pero más que gritos de dolor, me parecieron… de placer —dijo Miguel con tono jocoso—. Yo creo que Jonás tiene una novia y le gusta presumirlo.

 

Ella iba a decir algo, pero los gritos comenzaron de nuevo. Ahora fueron diferentes. No le parecieron de placer en lo más mínimo. Pero. No duraron mucho. Y terminaron con uno más largo y agudo. Después no se escuchó nada. Miguel rio.

—¿Ves? —dijo sonriendo—. Se está divirtiendo.

Al prepararse para dormir, Leda cerró con seguro las ventanas y la puerta del cuarto.

En la madrugada escuchó unos golpes en la ventana. Abrió los ojos y no vio nada en la oscuridad. Intentó despertar a Miguel, pero dormía profundamente. Respiró hondo. Al inhalar, sintió que algo se le metía. Estornudó. En su mano quedaron restos de sangre. Cayó al suelo. Mientras se desvanecía alcanzó a ver el suelo debajo de la cama infestado de hongos parecidos al que el hombre les había regalado. Y entendió: el hongo había soltado esporas, se reprodujo. Ahora toda su descendencia hacía lo mismo. Cientos de escamas doradas flotaban en el aire. Y entraban en Leda, la envenenaban. Se escuchó un golpe y el vidrio de la ventana se rompió. Una sombra cubrió su cuerpo. Leda se rindió ante el sueño.

Miguel era una babosa que reptaba por el cuerpo desnudo de Leda. Dejaba un camino viscoso y negro. El vecino se aparecía en forma de un sapo negro y dorado. Decía cosas que ella no alcanzaba a entender. Miguel entonces se metía en su boca y se seguía hasta todos sus adentros.

Despertó. Jonás la cargaba sobre un hombro y arrastraba a Miguel por el suelo. Ella estaba muy débil, aún intoxicada. Todo era oscuridad hasta que pasaron junto a una luz. Estaban dentro de la casa de Jonás; el cuarto era el que siempre vio con la luz encendida. Una lámpara enorme lo iluminaba. En el suelo había cuerpos de lo que parecían mujeres. Dos se veían más frescos que los demás. Todos estaban cubiertos por setas de diferentes tipos. No pudo

observar más detalles porque Jonás los siguió arrastrando hasta llegar a unas escaleras que bajaban. Notó que Leda estaba despierta.

—Mucho gusto —dijo Jonás. Su voz era una cloaca—Al fin te puedo tocar. La otra vez casi pude hacerlo, pero mi niño aún no había preparado sus cuerpos lo suficiente. Seguían fuertes como para estar de pie.

Leda intentó hablar, pero no pudo. Su cuerpo le hormigueaba. Jonás bajó con la pareja.

—No puedo creer mi suerte. Llegaron en el momento justo. Me quedaban solo tres raciones. Me escucharon trabajar con ellas, ¿no?

Las escaleras terminaron. Jonás soltó a Miguel y prendió unas velas. El lugar era pura tierra húmeda. Dejó a Leda con cuidado cerca de Miguel. Escuchó que Jonás escarbaba en el suelo detrás de ella. Después caminó hacia Miguel, se agachó y le metió un puñado de tierra en la boca. Miguel cambió de color. Las manchas negras cubrieron su piel por completo.

—Con esto ya no se va a mover mientras trabajo contigo —dijo mientras le metía tierra ahora por los oídos—. Tengo que aceptar que él me ayudó a que vinieran. Casi te trae, ¿te diste cuenta? No sabía qué efecto tendría mi niño con dos personas. Con un hombre, sobre todo. No llevo tanto tiempo en esto, aunque no lo parezca.

Jonás la cargó hacia un extremo del lugar. Ahí había un pozo, no era profundo; contenía un líquido negro, como brea, como el hongo. Jonás se metió con ella.

—Voy a tener resultados increíbles contigo —le susurró y la besó y la lamió.

Y comenzó su trabajo. Entonces los sentidos de Leda despertaron. Empezó a gritar. Como todas las anteriores. Como todas las que vendrían.

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