Loe raamatut: «Bangladesh, tal vez»

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ERIC NEPOMUCENO BANGLADESH, TAL VEZ

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2012 Eric Nepomuceno

© 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

México, D.F.,

C.P. 11800.

RFC: AED140909BPA

© De las traducciones:

Santiago Kovadloff: “Cosas que sabemos”, “Cuarenta dólares”.

Maricela Terán: “El último”, “La Suzanita”, “El hombre del abrigo” (con Eric Nepomuceno).

Eduardo Galeano: “La ceremonia”, “Antes de que el invierno llegue”, “Noviembre”, “Contradanza”, “Un gusto amargo en el cuerpo”, “Bangladesh, tal vez”.

Héctor Tizón: “Zapatos tristes”.

Eric Nepomuceno: “Historia de padre e hijo”, “El hombre del abrigo” (con Maricela Terán), “La promesa”, “La palabra nunca”, “Cosas de la vida”.

José Luis Sánchez: “La incompetencia del destino II”.

Fernando Alegría: “Las cartas”.

Omar Prego Gadea: “Un barón no miente, envejece”.

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@Almadía_Edit

Edición digital: agosto de 2020

ISBN: 978-607-8667-93-2

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

ERIC NEPOMUCENO BANGLADESH, TAL VEZ


Almadía

Este libro es para Martha y Felipe, para siempre, como siempre

… pero yo sé guardar y usar lo triste y lo barato en el mismo bolsillo donde llevo esa vida que ilustrará las biografías.

JULIO CORTÁZAR

COSAS QUE SABEMOS

COSAS QUE SABEMOS

Ahora ya no pienso tanto en eso, pero todos sabemos cómo fue.

Lo sabemos muy bien. La gente que estuvo ahí en ese entonces sabe lo mismo que tú y yo. Y los que después estuvieron ahí también. Es imposible no saberlo.

Aquello fue algo único y hasta la fecha, en las noches que no puedo dormir, imagino los gritos y el estruendo de piedras siendo partidas. En las noches que no puedo dormir escucho ese estruendo como si ocurriese ahora.

No podíamos hacer nada y todos lo sabíamos. Lo sabía yo y lo sabías tú. No podíamos hacer nada.

Por las noches, en toda la ciudad, se escuchaban gritos y aquel estruendo de piedras partiéndose. Era una cadena de fuertes detonaciones y yo imaginaba el camino recto y breve de aquel fuego nocturno como el masticar de un bicho enorme. Los muchachos disparaban desde los tejados mientras todos sabían que no podíamos hacer nada. Pero ellos estaban dispuestos a todo: ya no pensaban.

En los días siguientes aparecieron los cuerpos en el río. Los traía la corriente, hinchados y violáceos. La gente se asomaba sobre el murallón de los puentes y contaba los cadáveres. Algunas mujeres lloraban y gritaban; y ése es el grito que escucho las noches que no puedo dormir.

Algunas mujeres contaban en voz alta los cuerpos que venían. Era como una antigua letanía alucinada.

Una tarde, entre los cuerpos, vino flotando el de un perro hinchado. Había también pedazos de una cama. Entonces la mujer señaló el perro y comenzó a reír bajito; después esa risa fue creciendo hasta transformarse en un aullido infinito. Ella estaba allí, en el puente, contando cadáveres desde hacía tres días y dos noches.

Cuando el cuerpo del perro apareció rondando en el agua, la mujer comenzó a reír. La cabeza del animal golpeaba los pedazos de la cama. El sonido de la cabeza hinchada contra la madera mojada parecía el de una fruta madura que cae en el barro blando. Era muy divertido. No había nada más divertido. Nada en el mundo podría haber sido más gracioso.

Con el tiempo, los cadáveres comenzaron a desaparecer. Poco a poco, la gente fue abandonando los puentes: la esperanza se fue. Pero la mujer siguió allí durante muchos días más, incluso cuando ya no se veían más cadáveres y el río había vuelto a ser un simple río sucio.

Allí estaba ella de pie, sola, dejando oír a ratos aquella risa de la primera vez.

Allí estaba ella de pie, sola, cuando los soldados vinieron a llevársela.

EL ÚLTIMO

Para René Villegas

1

Antes yo pensaba: “Cada vez que sienta el olor a pasto y meada de vaca, cada vez que sienta frío y hambre, me preguntaré: ‘¿De quién fue la culpa?’”

Después me di cuenta de que llevaba en mí el olor a pasto mojado y meada de vaca, y el frío y un poco de hambre a donde quiera que fuese. Y supe entonces que la pregunta que habría de hacerme, donde fuera que estuviese, vendría de una mezcla de culpa y olor a sudor y sangre; que siempre me encontraría con aquellos ojos duros y fríos como dos faroles viniendo al encuentro de los míos, penetrando mi boca y mi garganta; esos ojos duros y fríos siempre estarían ahí, atravesándome.

Tal vez si Emilio fuera menos valiente, o menos loco. Tal vez si yo no hubiera confiado tanto en Enrique y en todos los demás. Si no hubiera llovido tanto aquella noche, la primera. Si nunca hubiera salido de casa para ir a defender aquello que decían que debía ser defendido.

Otra vez siento mis botas pisando el pasto. De nuevo tengo que atravesar esa reja. El teniente manda a dos hombres para abrirla, y a otros dos más para cubrirlos. Caminamos casi sin parar desde hace una tarde y una noche. No hay señal del enemigo, desde hace mucho tiempo. Hay quien empieza a preguntarse si el enemigo existe.

Emilio y yo vamos a abrir la reja, Enrique y El Negro Raúl nos cubren. Mis botas pisan el pasto. El alicate en la reja; alambre de abajo, alambre de en medio, alambre de arriba: el camino es nuestro. Frente a nosotros el pasto continúa, verdoso, desierto. Allí, adelante hay una arboleda. “Vamos a esperar entre los árboles”, dice el teniente.

¿Esperar qué? Corremos agachados, de dos en dos, hasta los árboles. “Mis valientes veintidós”, dice el teniente.

Emilio siempre fue parlanchín, y siempre fue valeroso. De los veintidós del teniente, el único valiente era él. Enrique era más flaco, más pobre y menos bigotón. Hasta la fecha nos seguimos viendo, de vez en cuando. No me cae bien. Emilio me da miedo. A los otros nunca más los volví a ver.

Empieza a llover, de nuevo, justo después de que llegamos a la arboleda. Nos dieron la orden de esperar ahí. Yo, por segunda vez en la vida, uso zapatos: las pesadas botas de soldado.

2

Llovió durante todo el día, la noche y el día siguiente. Es tarde, el teniente dice: “Algo sucedió. Vamos a investigar. Se quedan diez aquí, y el resto viene conmigo. El soldado Emilio se encarga de los que se quedan. Esperen hasta el amanecer. Si no volvemos, los que se quedan deben irse. Sigan la vereda de abajo, la que va bordeando el pasto y la colina. El enemigo está cerca”.

Esta noche llovió mucho más. Mis botas pisan el lodo, mientras Enrique maldice a Dios, al cielo y a todos los santos que recuerda, e insulta también al padre Villegas, de Cochabamba, a quien tanto había elogiado antes, por un sermón que le había escuchado tres años atrás.

El Negro Raúl permanece en silencio. Enrique mira el pasto a través de los árboles y la lluvia. En la mañana, cuando salimos a buscar la vereda de abajo, la que bordea la colina, hace mucho frío.

3

A medio día deja de llover y todos nos damos cuenta de que la vereda no nos conducirá a ningún sitio. “El enemigo está cerca”, recuerda Emilio. El enemigo está en todas partes, y nosotros sin saber a dónde ir.

Tengo hambre y la ropa mojada. El mosquete y mis treinta y cinco balas pesan cada vez más. Las botas están endurecidas. El Negro Raúl reclama, Enriquito gime, Andrés suda cada vez más. Tengo hambre y quiero mandar todo al diablo, a esta guerra de mierda que todavía sigo sin entender, a este mosquete que no he disparado ni una sola vez, y a estos bobos con cara de soldado que tengo como compañeros de gloria.

Hacemos un círculo, nadie dice nada. La lluvia regresará. Entonces oímos una voz que grita: “¡Alto!” Miramos hacia la curva, veinte metros más adelante. El enemigo habla el mismo idioma que nosotros, ¿cómo saber si quien grita es nuestro o de ellos? El gordo Felipe es el primero en apuntar con el mosquete. “¿Quién está ahí?”, grito, casi al mismo tiempo en que Emilio, el valeroso, me da un golpe en la espalda y dice: “Todo mundo callado, carajo”.

4

Tal vez si Emilio hubiera sido menos valiente, o menos loco. Tal vez si yo no hubiera confiado tanto en Enrique y en los demás.

Cuando empezaron los tiros, Emilio y el gordo Felipe corrieron atrás de un hormiguero en forma de torre, y nosotros cuidamos de hacernos a un lado. Ellos dos nos cubrirían. Corrimos, y Enriquito comenzó a dar órdenes en seguida: “¡Por aquí!”, decía; y nosotros: “¡Por aquí, ahora, con cuidado!”

Sólo volví a encontrar a Emilio veinte años después, en Buenos Aires. De Felipe sólo supe que se fue a Perú y después a Brasil. Está más delgado, dicen. Nunca más lo volví a ver.

5

Son cinco meses de agua y frío en aquellas tierras. Cinco. Y hacía tres que yo estaba en la guerra; iba para largo y las lluvias acababan de empezar. “No ha pasado ni una semana de lluvia”, pensé. “Todavía queda mucha guerra y lluvia por delante. Si quien acaba de dispararnos es en verdad el enemigo, para mí la guerra acaba de empezar, ahora mismo, hace media hora. Y no disparé ni una sola vez. Además, en medio de las carreras, casi pierdo este desgraciado mosquete. Estamos en guerra y hay que defender la patria. Los intereses soberanos. ¿Y yo, aquí?”

Tal vez si no hubiese confiando tanto en Enrique y en los demás. Llovía cada vez más, casi era noche. Tal vez si nunca hubiera salido de casa para defender aquello que debería ser defendido.

6

Fue una noche entera de lluvia, frío y hambre. Subimos la primera vereda de la izquierda, y continuamos hasta que alguien dijo: “Caray, ya pasamos por aquí, estamos dando vueltas”.

Hizo frío toda la madrugada. Llovió mucho. Cuando amaneció Enrique dijo: “Renato, El Negro Raúl, Jorge El Flaco, Andrés, tú y yo vamos a subir esta colina. Los otros dos se quedan para ver qué pasa. Vamos a caminar toda la vida hasta llegar a General Álvarez”.

Yo nunca había estado en General Álvarez, y pensé: “Si llego, luego luego me disparo en el pie y la guerra se termina ahí mismo. Lo voy a hacer justo a la entrada de la ciudad. Si llegamos a General Álvarez, la guerra se acaba ahí mismo”.

7

La comida se va acabar en cualquier momento, y llevamos un día y una noche caminando sin parar y sin encontrar ninguna señal de vida. Ni una casa, ningún pasto con animales sueltos y ninguno de esos indios caminadores. Nada. Yo no sabía que la guerra podía llevarme tan lejos, tan al fin del mundo. De vez en cuando nos detenemos para descansar. Es el segundo par de zapatos que tengo en la vida, mis botas de soldado. Mis pies arden, están hinchados. El Negro Raúl tiró su mosquete y a nadie se le ocurrió recogerlo: se quedó en el suelo, allá atrás.

Si el enemigo aparece, será un regalo: yo no dispararé ni nada, intentaré levantar los brazos enseguida y listo.

Estamos en lo alto de la colina, vamos a seguir. Hay un descampado más adelante. Enrique y El Negro Raúl, que ahora también manda, deciden: “Vamos a cruzar este pastizal, hasta el final”.

Un día más termina, la lluvia empieza de nuevo. La lluvia nos agarra a la mitad del descampado. Hay mucho llano por delante y ningún árbol alrededor. Así pasaríamos esa noche: encogidos en medio de un desierto raso de pasto verdoso y reseco, en medio de una lluvia interminable, con hambre, frío, furia y miedo.

8

Me acuerdo de todo. Antes del amanecer ya estábamos caminando. La lluvia seguía implacable; cuando amainaba un poco, se podía ver que clareaba. El frío era el de siempre. Caminamos. Renato todavía tenía algunos cigarros: los tenía guardados dentro de la camisa, donde se mojaban menos y nadie podía descubrirlos.

A lo largo de toda la mañana, el hambre pesaba más que la ropa empapada, más que mis botas llenas de lodo.

Continuamos colina arriba. El sol se fue abriendo camino, poco a poco, decidido, atravesando el fin de la lluvia. Era mi segundo par de zapatos: mis botas de soldado. Estaban pesadas y duras. En los talones, un par de navajas. Y yo, firme. El mosquete se me cayó dos veces. A la tercera El Negro Raúl dijo: “Deja que yo lo lleve”. Pensé: “Mi mosquetón”. Pero pesaba mucho, y me pareció bien que él lo cargara un rato.

Allá en lo alto hacía más calor. Caminamos toda la mañana.

9

“Si me detengo, me quedo”, dijo El Negro Raúl. “Y quiero llegar a General Álvarez. Y si yo no me paro, no se para nadie.”

El Negro Raúl es duro, fuerte y alto, inmenso. Viene del valle, donde la gente es más alta y alegre. En las noches de fiesta, cantos y botella con aguardiente de caña, no puede conmigo. Yo no puedo con él a la hora de los golpes. Ni el valeroso Emilio puede. Y Raúl insiste: “Si yo no me paro, no se para nadie”.

10

Fue al final de la tarde. Nos habíamos comido el último trozo del duro queso de cabra y el último pedazo de carne seca, que tenía una punta enmohecida. La punta le tocó a Enrique, el jefe, quien la raspó con el dedo hasta quitarle el moho.

En ese momento pensé en detenerme, quitarme la camisa que ardía pegada a mi espalda, quitarme las botas de soldado y pedir otra vez mi mosquete para decir: “Quien quiera irse, que se vaya, yo me quedo”.

Estaba a punto de atardecer, pronto sería de noche y estaría oscuro. Enrique dijo: “Vamos a caminar hasta el anochecer”. Y El Negro Raúl, mosquete en mano –el mío–, completó: “Vamos a cruzar este campito en línea recta, cuando oscurezca paramos”.

No habíamos caminado ni cuarenta pasos, cuando grité: “¡Aquí! ¡Aquí!”

Mi bota derecha estaba hundida, casi hasta el tobillo, en bosta, bosta de vaca. Si hay bosta de vaca, hay vaca; y si hay vaca, hay gente.

–¡Aquí! –grité– General Álvarez está cerca.

Y enseñé mi pie en medio de la plasta de bosta de vaca. Enrique, el valeroso, se arrodilló a mi lado y dijo: “Está fresca”; yo contrarresté: “Está mojada, por la lluvia”; y Enrique, el jefe, concluyó: “Mojada, pero fresca. General Álvarez está cerca”.

Seguimos caminando, y durante el camino pisamos más plastas de excremento; pero no apareció ninguna vaca, ni las luces de General Álvarez.

11

Mamá, sí, ella sí que hacia buen fuego con manojos de hierba. Mamá nació para morir. Casi no me acuerdo de ella. Me acuerdo de sus rezos:

Mis penas, Señor,

mis pecados,

todas mis penas, Señor,

ya se acaban.

Ella murió cuando yo tenía cuatro años.

12

Cada vez hace más frío. La poca claridad que queda se desparrama en finos pedazos.

La fogata de Jorge El Flaco, con fuego de hierba, no ayuda mucho. Deseo que la noche llegue pronto.

Alguien grita: “¡Eeeia!”

No reconozco la voz. Pero veo que todos corren, y corro junto a ellos. Cada uno lo hace con su mosquete; el mío lo tiene El Negro Raúl. Corremos todos hacia la silueta perdida al final del pasto ralo, allá, lejos.

Ella espera parada, asustada por la algarabía de los seis soldados que corren y gritan. El primero en hablar es Enrique, el jefe. Pero ella no entiende nada y se queda mirándolo. Es pequeña, tiene el cabello lacio, amarrado tras la nuca y los ojos grandes y negros. Su ropa parece un arcoíris. No usa sombrero.

Enrique, el jefe, pregunta por la aldea, quiere saber dónde está el capitán Antonio Torres, la tropa, General Álvarez; dónde hay luces, gente. Ella lo mira sin entender y Enriquito asesta: “Está bromeando, vamos a llevárnosla hasta la fogata”.

Ella viene, sin entender ni resistirse, Jorge El Flaco ríe enfurecido, Renato está asustado. Andrés tiene los mismos ojos sombríos de siempre. El Negro Raúl jadea.

Hay bastante camino entre donde estamos y la fogata. Enriquito insiste, El Negro Raúl grita y Andrés golpea con la mano el rostro de la india: es el primer golpe en el rostro, después viene otro, y otro.

La india no dice nada, no entiende nada. ¿Tendrá miedo? ¿Mucho?

De repente, Jorge El Flaco agarra a la india por atrás, la jala de los brazos y los dos caen al suelo. Enrique, el jefe, observa. Andrés grita, El Negro Raúl grita, Enrique grita y grito yo.

La india y Jorge El Flaco se retuercen. Él ríe, todos reímos. La india se levanta e intenta correr. Raúl la derriba, ella cae de bruces. Jorge se avienta encima de ella, y ése es el primer golpe, en la nuca. Después vienen más, en la espalda. Ella forcejea con sus piernas. Andrés pisa la pierna izquierda de la mujer y ríe. Jorge El Flaco le reparte más golpes. Enrique, el jefe, le extiende los pies, y con el pie derecho pisa fuertemente la espalda de la mujer.

Jorge, porque tiene el derecho, es el primero. Ella forcejea, grita y aúlla; y muerde: Jorge se levanta mostrando las marcas de los dientes en su brazo.

La india se queda sentada en el suelo. Amaga con levantarse, pero es el turno de Andrés, y éste le patea la barriga. Ella cae. Andrés salta encima de ella: cumple. Ella grita, Andrés le pega, El Negro Raúl le pega, Jorge El Flaco le pega, y Enrique, el jefe, le pega en la cara, con manos y codos, y en el cuerpo. Andrés se transforma en un potro feroz cuando cabalga a la mujer.

Ahora es el turno del Negro Raúl. La mujer está quieta. De espaldas contra el pasto mojado, mientras su nariz y boca sangran, jadea como lo hace un caballo después de haber galopado. De espaldas contra el pasto, húmedo de sudor, sus piernas rollizas y morenas aparecen entre los jirones del vuelo de la falda: unas piernas desolladas por las botas de los soldados, y una falda ensangrentada.

Cuando El Negro Raúl avanza y cae sobre la india, ella no habla ni grita. El Negro Raúl ríe. Ella extiende una mano de dedos cortos, delgados y áridos, y con la uña araña el párpado izquierdo del Negro Raúl hasta hacerlo sangrar.

Entonces, los cuatro la golpean de forma simultánea, mientras Renato y yo miramos. Tengo miedo, cuando menos me doy cuenta estoy gritando.

13

Cuando El Negro Raúl se levanta, lleno de sudor, debajo de su ojo izquierdo escurre un hilo de sangre. Una vez de pie, patea a la mujer y dice: “Anda Enrique, te toca”.

La cara de la mujer está hinchada, sus ojos llenos de odio. No reacciona cuando Enrique, el jefe, se lanza sobre su cuerpo, piernas y sangre.

Enrique salta hacia un lado y dice: “Negro, Negro… la mujer…”

La mujer no pelea ni grita ni gime.

14

Ellos tenían tres mosquetes –el mío seguía en manos del Negro Raúl–. El jefe ahora era otro, y dijo: “Anda, Enrique, te toca”.

Y él cumple. Y luego cumple Renato.

15

La india ya no suda más, no resopla ni se mueve: la india no respira. Renato está sentado al lado de ella, pero no la mira: me mira a mí, y dice: “Anda, ahora te toca a ti”.

Y Andrés repite: “Vas”. Pero no voy, sino que miro a Andrés y después a cada uno de los demás. Ellos me miran con odio, y su pánico es más grande que el mío. Y no voy. Ellos me miran con odio, un odio más grande que su miedo.

Andrés insiste: “Anda, te toca”, y El Negro Raúl susurra: “Vas”. Y todos me miran de nuevo.

Y voy: fui el último.

LA CEREMONIA

Había un muro amarillento, de pintura descascarada. Había manchas verdosas junto al suelo, al pie del muro, y el pasto estaba crecido. Cuando llovía, el agua se encharcaba junto al muro. Detrás del muro había un patio de tierra, y al fondo, donde alguna vez estuvo su continuación, o quizás otro muro, sólo había pedazos de ruina. Al fondo, junto a esos pedazos de ruina, había también un caserón sin ventanas y con tejas sueltas y rotas en el techo. El caserón también era amarillento.

El camino que llevaba al muro del frente era sinuoso, colina arriba. Era un camino estrecho, de tierra, con pasto alto en los bordes.

Era mayo y faltaba poco para el comienzo de las lluvias. Las mañanas parecían comenzar más temprano, y el camino colina arriba, el que llevaba al muro y al caserón, amanecía mojado: el pasto de sus márgenes escurría agua al amanecer.

Éramos doce subiendo la colina, por el estrecho camino de tierra. Éramos un grupo silencioso y nuestra respiración despedía pequeñas nubes de vapor mientras caminábamos con prisa. Caminábamos en fila y nadie decía nada. Eran cuatro los soldados que abrían la fila y cuatro los que la cerraban. Dos llevaban metralletas. Los otros fusiles. En ese amanecer todos eran personas nerviosas, como nosotros tres. Éramos jóvenes, los tres, y acompañábamos a los otros ocho soldados, con los músculos y los nervios tensos.

Demoramos diez minutos en subir desde el asfalto, donde nos había dejado la camioneta, hasta la mitad de la colina.

Había otra persona, además de nosotros tres y los ocho soldados: era un hombre flaco, con la piel quemada por el sol. Tenía los brazos cruzados en la espalda, sus manos estaban atadas, iba descalzo y caminaba mirando el suelo.

Cuando nos detuvimos en medio de la subida me miró por primera vez, pero era una mirada vacía, como si atravesara mi rostro y continuase por la campiña mojada por el rocío: primero colina abajo, después colina arriba.

Fue mínima, la parada. El soldado que abría la fila era gordo. Fue él quien, después de hacer un gesto con la mano para que nos detuviéramos, miró al muro. Debe haber visto algo que yo no vi. En seguida, y siempre sin decir palabra, nos indicó, con un gesto corto y veloz de su mano izquierda, que debíamos continuar.

El resto fue rápido.

Bordeamos el muro y el hombre con los brazos cruzados y atados a la espalda pisó un charco de lodo. Iba delante de mí. Logré evitar el lodo. Bordeamos el muro y entramos al terreno que alguna vez fue el patio de un antiguo caserón de hacienda.

Había amanecido un poco más, y salieron cinco soldados del caserón.

Uno de ellos sonrió y volvió a meterse en el caserón, después salió acompañado por un sargento y un teniente. El teniente era joven, tenía bigotes finos y usaba lentes negros.

Lo que más me impresionaba era el silencio: gestos mudos dirigían aquel extraño concierto.

Todos miraban al hombre de las manos atadas. El teniente hizo otro gesto y nosotros nos apartamos del grupo. El teniente nos llevó junto al muro y encendió un cigarro sin filtro. Y fue entonces que escuché las primeras palabras que parecían llevar un siglo en el aire, hasta llegar a mí:

–Hay que esperar un poco más. Un poco, nada más. La otra patrulla está por llegar con los otros. Acabamos rápido, no se preocupen. No podemos demorar. Aquí es peligroso.

Nos quedamos los tres apartados en un rincón del terreno, y el teniente se incorporó al grupo de soldados.

Todavía estaba amaneciendo, era un amanecer que no se decidía a amanecer. Escuchamos ruidos en el pasto.

Hubo un súbito alboroto entre los soldados que se desparramaron por el terreno buscando la protección del muro y las ruinas, y por un instante el hombre con las manos atadas quedó solo al frente del caserón: parecía más abandonado que nunca.

Surgió otro grupo por atrás de las ruinas, otros diez soldados. Entre ellos había una mujer, también con los brazos atados a la espalda, un joven flaco que cojeaba y tres niños. El menor de los niños debía tener unos seis años; el mayor, unos diez.

Cuando el sargento se rascó la oreja derecha, entendí que era un gesto de irritación. El teniente caminó rápido para hablar a los soldados que llegaban. Conversó con uno. Después el teniente se nos acercó y habló mirando de manera extraña por encima de nuestras cabezas:

–Hubo un imprevisto. Hubo que traer a los niños. Las órdenes eran claras: no traer niños. Pero no hubo más remedio.

Volvió al segundo grupo y todos los soldados estaban a su alrededor. En seguida, entraron todos los del segundo grupo, junto al teniente, en el caserón.

El hombre descalzo me miró por segunda vez. No dijo nada. Uno de los niños se quejó. La mujer dijo: “Quieto, Pedro, quieto”. Parecían terriblemente calmos, el hombre, la mujer y el muchacho que cojeaba. Los niños estaban callados.

Del caserón salió primero el teniente. En seguida salieron el sargento y cuatro soldados. Separaron a la mujer y a los niños, que fueron llevados hasta la pared del caserón, al lado de lo que algún día había sido una puerta. Entonces vi el rostro de la mujer. Era un rostro joven, increíblemente joven.

Ella miraba al hombre flaco y descalzo. Uno de los niños, el mayor, comenzó a llorar en silencio. El teniente hizo un gesto áspero, pero el niño continuó su llanto agudo.

El sargento y uno de los soldados fueron a hablar con el hombre descalzo y el muchacho que cojeaba. Hablaban en voz baja y el sargento gesticulaba mucho. Desde donde estábamos, no oíamos nada. El hombre descalzo no abría la boca, apenas si miraba al sargento. El sargento hizo un gesto con una mano y el soldado, a empujones, llevó a la mujer junto al hombre descalzo.

El sargento gesticuló y habló. El hombre descalzo siguió callado. El sargento hizo otro gesto y de la puerta del caserón salió otro soldado, que se acercó a los niños.

El soldado no tenía más de quince años y a la distancia advertí, en aquel brazo que empujaba a los niños hacia el caserón, un aire como de afecto. El niño mayor lloró, ahora en voz alta, y el soldado joven le acarició los cabellos, calmándolo, y desaparecieron dentro del caserón.

Cuando los tres niños ya estaban adentro, el sargento habló con suavidad con el hombre flaco y descalzo. De repente, pegó una rápida patada en las rodillas del muchacho cojo; el muchacho quiso protegerse, como si sus manos estuvieran libres, perdió el equilibrio y cayó.

El muchacho intentaba levantarse cuando el sargento de un solo manotazo abrió en dos el vestido de la mujer. El hombre descalzo no quitó los ojos del sargento ni por un instante.

El sargento miraba con furia y no decía nada. El teniente que contemplaba todo a distancia se acercó. La mujer, indefensa, intentaba recoger el cuerpo, los brazos atados a la espalda, para proteger sus pequeños senos desnudos. El teniente dijo alguna cosa al oído del hombre descalzo.

El muchacho consiguió por fin levantarse y quiso cubrir el cuerpo de la mujer, desnudo y desamparado de la cintura para arriba, y entonces el sargento le dio un empellón y lo derribó otra vez.

El teniente continuaba hablando al oído del hombre descalzo, que miraba el muro. El teniente miró a los dos soldados, hizo un gesto mínimo con la cabeza, el soldado se aproximó a la mujer por detrás, la abrazó de un zarpazo y le clavó las manos en los pequeños senos. La mujer se debatió y gritó y el hombre descalzo intentó patear al soldado que la agarraba por detrás y desde el caserón llegó el llanto de un niño.

El teniente gritó alguna cosa y dos soldados se abalanzaron sobre el hombre descalzo y otros dos sobre la mujer.

El teniente dijo:

–Vamos rápido, vamos de una vez.

Nosotros tres no nos movimos ni dijimos nada. Ni siquiera nos miramos.

Fue todo muy rápido. El hombre descalzo y el muchacho que cojeaba fueron vendados y llevados junto al muro. En ese instante la mujer empezó a gritar y uno de los soldados le tapó la boca con un pedazo de trapo marrón, mientras otro se metía dentro del caserón para acallar a los niños que también gritaban.

Cuando el hombre descalzo y el muchacho que cojeaba fueron colocados junto al muro, un soldado les cerró las bocas con tiras de paño blanco y después les quitó las vendas de los ojos. El hombre descalzo y el muchacho que cojeaba pudieron ver lo mismo que nosotros estábamos viendo: cómo arrastraban a la mujer al medio del patio. El hombre descalzo lloraba en silencio mientras el sargento penetraba a la mujer.

El sargento estaba sentado sobre el vientre de la mujer; y otro soldado se acercó a la cabeza de la mujer y se sentó sobre su rostro. El soldado reía, después empezó a saltar sobre la cabeza de la mujer. Desde el muro, el muchacho que cojeaba volvió el rostro al suelo.

Cuando salió de la mujer, el sargento sonreía. En el suelo, la mujer todavía intentaba protegerse, la boca cubierta por el trapo marrón, las manos atadas a la espalda. Un soldado la levantó por la cintura, le arrancó los restos de ropa y la penetró por atrás.

Nosotros tres continuábamos en silencio, pero cuando el soldado levantó a la mujer por la cintura y la penetró por atrás, yo volví el rostro al caserón y sentí que iba a vomitar.

La mujer fue colocada de bruces en el suelo y entonces el teniente, que había quedado parado con las manos en la cintura y las piernas abiertas, hizo un gesto de impaciencia y nueve soldados formaron fila frente al muro.

La mujer fue arrastrada, desnuda, junto al hombre descalzo. Alguien la levantó, apoyó su cuerpo contra el muro. Ella temblaba y lloraba y agitaba la cabeza. El hombre descalzo estaba quieto. El cuerpo desnudo de la mujer se escurrió y se sentó sobre el suelo de tierra. Dos de los soldados salieron de la fila y volvieron a levantarla. Entonces ella quedó parada, al lado del hombre descalzo que miraba al frente. El teniente levantó la mano y de repente la bajó: nueve estruendos sonaron como uno.

Los cuerpos quedaron junto al muro. El cuerpo del hombre descalzo se agitó un instante. El cuerpo de la mujer quedó doblado hacia adelante. El sargento se acercó y apoyó su pistola en la nuca del hombre descalzo, pero no disparó. Nunca entendí por qué diablos no disparó. Tocó con la punta de la bota el cuerpo de la mujer joven, que se desplomó de lado.