Las conspiraciones fallidas

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Las conspiraciones fallidas
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Para Susana y Darinka

que han conspirado conmigo toda la vida

...de un lado a otro con esa absurda lógica en la cabeza, viendo una conspiración en un accidente de coche y un suceso providencial en la caída de un cohete.

G.K. CHESTERTON

El club de los negocios raros

«SELFIE», MI GENERAL

Su nombre, todos lo sabíamos, no era Francisco Villa, pero a él le gustaba llamarse así y a nadie parecía importarle. Alguna noche, al calor de múltiples tragos de aguardiente nos contó por qué decidió ponerse dicho mote, pero yo no estaba en condiciones de sostener una charla y menos aún de retenerla en la memoria.

No fui de sus primeros soldados, de su pandilla cercana, me uní a él porque no tuve opción, porque me sorprendió escondido entre un par de arbustos luego de un tiroteo, con una cámara a mi lado. Don Pancho creía firmemente que la revolución tendría que ser filmada.

—¿Sabes usar ese cacharro?

—Sí —respondí acoquinado y tembloroso al vislumbrar mi futuro próximo.

—Entonces vienes conmigo, trépate al cuaco.

—Sé usar la cámara, pero no mejor que cualquiera, si lo que usted necesita es un experto, puedo recomendarle a alguien —dije en un último esfuerzo por zafarme de la situación.

Pancho Villa me vio a los ojos mientras se ajustaba los pantalones a la cintura, sopesando mis palabras. Segundos después, su respuesta fue un par de bofetones que me ventilaron el miedo, lustraron las muelas e hicieron trepidar mis rodillas.

No tuve más opción que salir echando plomo junto con el grupo.

Aquella primera noche anduvimos a salto de mata buscando un sitio para pernoctar. El desánimo permeaba el ambiente de la cuadrilla, pues a lo largo de la semana había sufrido varias bajas, todas ellas por deserción.

Don Pancho dispuso que lo mejor sería pasar la noche en pleno erial, sin techo que nos protegiera, pues eso evitaría el encierro y que fructificara cualquier intento de emboscada.

Todos comenzaron a tender sus cobijas o armar el tinglado para dormir lo más caliente que se pudiera, pues la neblina bajaba poco a poco, con ánimo de volcarse sobre el cuerpo para hacerlo tiritar. Yo me disponía a hacer lo propio, pero mi general tenía otros planes para mí.

—Usted no va a dormir, usté va a grabarme mientras duermo —dijo mientras se quitaba las botas.

Quise protestar, pero me toqué las zonas donde habían impactado los bofetones y recordé que Villa no aceptaba un no como respuesta. Así que empecé a grabar hasta que los ojos se me hicieron pequeños y terminaron por cerrarse.

Me despertó el sonido de una trompeta que, como el clarín con su bélico acento, nos convocaba a lidiar con valor. Posteriormente, se anunció un discurso de don Pancho, quien reunió a la tropa. Todos lo rodearon formando un círculo casi perfecto. Antes de hablar, se ajustó bien los pantalones, se arregló el bigote y engominó el cabello, se enchinó las pestañas y lustró sus botas. A mí, por supuesto, me dio una indicación para que hiciera mi trabajo, así que tomé la cámara y busqué el mejor ángulo.

—Como ya se habrán dado cuenta, andamos escasos de humanidades, fusiles y parque, así que —hizo una pausa en su discurso para mirar hacia el cielo y respirar hondo y continuó— pos vamos a tener que hacer un pacto con la gente de Emiliano.

Apenas terminó la frase, se escucharon algunos abucheos a las espaldas de don Pancho, mismos que se silenciaron cuando él se dio la vuelta y buscó con mirada inquisidora a los culpables.

El ambiente sin duda era tenso. Desde meses atrás el viento traía rumores sobre un supuesto conflicto entre Villa y Zapata por diferencias ideológicas en los objetivos de ambos movimientos.

—Y tú, espero que hayas grabado eso —dijo al ver que había puesto la cámara en el piso.

—Tengo un problema —respondí preparando las mejillas para una nueva arremetida.

—Pues más le vale solucionarlo.

—El asunto es… que se me acabó el espacio de almacenamiento...

A juzgar por la cara que puso, supuse que no sabía de lo que estábamos hablando, como si este Francisco Villa se hubiera quedado en la época del verdadero Doroteo Arango, así que antes de que intentara reacomodarme la dentadura, me dispuse a explicarle. Le dije que una videocámara necesita baterías y una tarjeta para almacenar lo que se grababa, que era imposible filmar por el resto de los días así, por obra y gracia de la tecnología.

Don Pancho se rascó la cabeza y miró al resto de la tropa, algunos —los más jóvenes—, asentían dándome la razón, otros, los más, también parecían sorprendidos por lo que acababan de escuchar.

—¿Y dónde podemos conseguir la cosa ésa?

—En una tienda de electrónicos —respondí.

Mi general se dirigió a la tropa.

—¡Ya escucharon, pelados, hacia una tienda de electrónicos, que la revolución tiene que ser filmada!

Y tras esto, a los pocos minutos me di cuenta que era yo quien dirigía a la cuadrilla abrazado a un compañero de tropa cuyas habilidades para montar me parecieron sobresalientes a mí, que desde el carrusel de las ferias de mi infancia, no me había trepado solo a un equino.

No estaba muy seguro de poder encontrar una tienda a modo para llegar con aquellos bandoleros y obtener lo necesario. Desde hacía meses el país había cobrado las facturas de esta revolución y estaba en ruinas. Muchas ciudades otrora vigorosas y activas, lucían fantasmales la mayor parte del tiempo; avenidas desiertas, comercios cerrados y saqueados, sin electricidad ni transporte, apenas de vez en vez, algún alma con urgencia de salir cruzaba las calles a velocidad para desaparecer del panorama segundos más tarde. No las ruinas, sino el abandono y el silencio, permeaban los nuevos paisajes.

Tras horas de cabalgar, divisamos uno de los pocos centros comerciales abiertos. Estaba custodiado por varios militares. Pero mi general no se arredró y planeó un ataque desde cuatro flancos, total, éramos miles de pelados con poco o nada qué perder. Y además teníamos hambre, armas y valor suficiente para dar una batalla digna, aunque fuera la última. Así que esperamos a que llegara la noche.

Fue una lástima no haber podido grabar ese enfrentamiento. Por primera vez, supe que Pancho tenía razón y todo eso debería ser filmado. Les pusimos en su puta madre tras un combate memorable. Nos dejamos ir en estampida y aunque resultaba evidente nuestra precariedad de recursos frente a los suyos, los superábamos ampliamente en número y agallas. Apenas nos miraron comenzaron a disparar y a lanzarnos granadas, por lo que empezamos a caer de a hombre por metro de avanzada. Varios tiros me despuntaron la greña y en más de una ocasión vi caer al compañero que cabalgaba a mi lado.

Primero atacamos de frente, como indica el manual del perfecto soldado. Luego entramos por la retaguardia, como indica el manual del perfecto astuto. Más tarde, arremetimos por el lado derecho, como señala el manual de los guerrilleros que odian demasiado y, por último, los encerramos por el último flanco que faltaba, respetando los principios de la ambición y la sed de victoria.

Cuando llegó el momento de tenerlos cara a cara, ya no pudieron hacer nada. Intentaron un par de maniobras que nos desmantelaron todo el flanco izquierdo, pero no fue suficiente. También nosotros sabíamos apretar los gatillos y así lo hicimos hasta acabar con todos, o casi todos, porque unos prefirieron rendirse.

No pude celebrar la victoria. De inmediato, mi general —quien a partir de ese momento dejó de ser para mí, simplemente don Pancho— se dirigió a mí para decirme:

—Ora sí, pelao, vaya y traiga las chivas que necesita para la cámara, porque vamos a grabar el fusilamiento de estos pinches cobardes.

Y así lo hice.

Grabé todo el fusilamiento de los que se rindieron, la piedad que solicitaron a mi general y que éste decidió no conceder. Acribilló a uno por uno frente a la puerta principal del WalMart y fue en ese momento que tuve consciencia de lo que estábamos haciendo.

Después recorrí con cámara en mano cada uno de los flancos por los que atacamos. Era un paisaje delirante y apocalíptico. Cuatro avenidas pavimentadas de cuerpos, algunos todavía en agonía, suplicando ayuda.

—Mi general, hay mucha gente sufriendo, habría que darles el tiro de gracia para acabar con su dolor —dijo alguien en algún momento.

Entonces, Villa dio unos cuantos pasos caminando en círculo, ajustándose los pantalones que le quedaban grandes y mirando al piso.

—Pos ni modo, que se aguanten el dolor y que mueran cuando tengan que morir, no podemos desperdiciar las balas —sentenció.

Saqueamos lo poco que había en el centro comercial y de inmediato nos pusimos en camino para la reunión con Emiliano. La moral de la cuadrilla estaba alta pese a la fragilidad en que habíamos quedado tras la batalla. Éramos muy pocos. En ese momento, cualquier ataque medianamente organizado por un grupo de gendarmes nos hubiera pulverizado. Pero nadie parecía notarlo, ni siquiera mi general, quien iba al frente del grupo —porque para mi gusto ya no podía llamarse batallón o tropa— extraviado en sus cavilaciones.

Durante el trayecto vimos pasar un par de helicópteros del ejército encima de nosotros.

—Debemos apurar el paso, estos pelaos nos tienen a tiro de piedra —me dijo, y tras una pausa en la que respiró hondo, continuó—, no te pierdas ningún detalle.

 

Tras un par de días en los que de nueva cuenta estuvimos a salto de mata entre puebluchos y montañas, logramos por fin reunirnos con las tropas de Zapata. El encuentro tuvo sus momentos de euforia, sobre todo al principio, cuando vimos que eran muchos y más jóvenes que nosotros.

La mayoría de ellos llegó en motocicleta. Tenían comida y armamento. El encuentro entre Emiliano y mi general arrancó los vítores y aplausos de todos. Se abrazaron con fuerza y por varios segundos, tantos, que Pancho, tan flaco él, pareció extraviarse entre los robustos brazos tatuados, la generosa panza y la larga cabellera de Emiliano Zapata.

Esa noche supe, por voz de su propia tropa al calor del vino tinto que ellos bebían, que este Emiliano Zapata sí se llamaba así, y que de hecho, se había lanzado a la revolución más que por ideales políticos, por una convicción derivada de una lectura de mano, la cual dijo que su futuro estaba predestinado por su nombre.

También supe que no sufrían por recursos económicos, pues Emiliano era la oveja tiznada de una familia pudiente otrora dueña de gasolinerías, lo que explicaba el uso de las motocicletas en un país donde el combustible ya era para uso exclusivo del ejército.

En algún momento de la noche y de la borrachera, Emiliano se me acercó.

—Así que te gusta grabar…

—Son órdenes de mi general —respondí.

—Yo prefiero las selfies —dijo, y sacó un teléfono celular e inmortalizó ese momento entre los dos.

—No creo que le sirvan de mucho —arremetí—, ¿hace cuánto que el país se quedó sin internet? ¿Cinco, seis meses?

—No importa, güey, ya venceremos y volveremos a ser libres y prósperos —remató y se alejó dando tumbos por ahí.

A la mañana siguiente nos despertaron los tiros y el rugido de las primeras granadas que apenas anunciaban lo que venía. Nos tomaron desprevenidos, la mayoría aún teníamos alcohol en la sangre y algunos hasta el fusil descargado.

Las tropas de mis generales intentaron parapetarse, pero el ejército atacó con lo mejor que tenía y no le llevó mucho tiempo provocarnos bajas importantes. Dirigió su artillería hacia la mayoría de los caballos y motocicletas para impedirnos el escape, posteriormente, avanzaron con la infantería con la intención de encapsularnos.

Nos defendimos como verdaderos patriotas y héroes. Seguí a mi general y nos atrincheramos tras unas rocas en plena serranía. Desde ahí vi cómo se acercaban poco a poco. Nos eliminaban con facilidad. Pude grabar la muerte del general Emiliano tras un tiro exacto en el cogote.

Mi general Villa jalaba el gatillo y de vez en vez le pegaba a uno que otro pelado. Pero no había posibilidades de salir vivos de ahí, lo sabíamos ambos. Fue entonces que me dijo:

—Ya grabó todo lo que tenía que grabar, ahora apague esa chingadera y lárguese de aquí…

—Pero, mi general…

—Pero nada, cabrón, le estoy ordenando que se vaya de aquí y esconda esa chingadera donde alguien, algún día, pueda encontrarla…

—Pero mi general…

Entonces me volteó otro par de bofetones para acomodarme las ideas.

—Sáquese a la verga —remató.

Supe entonces que yo no era nadie para contradecir a don Pancho, saqué la cámara por última vez, la puse en modo fotografía, y mientras nos zumbaban las balas, me coloqué junto a él y tomé la foto. Segundos después, me escurrí pecho a tierra montaña arriba, dejando tras de mí aquella masacre.

CONSPIRACIONES EN LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE

para Jaime Guerrero

1

Yo sabía quién era Carlos Fuentes, claro que lo sabía, pero nunca había leído ninguno de sus libros. Lo apreciaba porque siempre era muy amable y nunca se retrasaba con la quincena. Se molestaba cuando veía mi arma pero sólo me pedía que la mantuviera oculta. Nunca me regañó ni le escuché una mala palabra. Era un caballero al que había que abrirle la puerta del auto. Le gustaba viajar en el asiento trasero. Ahí extendía los periódicos a sus anchas, cruzaba la pierna y leía. Abría primero la sección de espectáculos porque decía que compensaba su nulo interés por la televisión, después se iba a las noticias internacionales. Las que nunca leía eran las de cultura, decía, mire Gabriel, el periodismo cultural ya no existe y no sé si alguna vez existió, pero tome, ande Gabriel, lea usted, porque leer lo que sea es bueno, y me regalaba siempre esas hojas que recomendaban libros del momento o entrevistaban intelectuales.

Quien me contrató fue la señora Sylvia, esposa de don Carlos. Él siempre creyó que no necesitaba de mí. Pero a la señora Sylvia le atemorizaban las amenazas, mismas que habían empezado con las marchas de los consumidores; se trataban de cartas que llegaron primero a la editorial donde publica el señor Fuentes y después al domicilio familiar. Cuando la señora llevó las evidencias a la policía, el responsable tomó la declaración y la mandó de regreso a casa con promesas vagas de investigar el asunto. Tras varias visitas de doña Sylvia por la comandancia, un día mandaron a un detective que, después de realizar unas preguntas y hurgar con minuciosidad por la casa del patrón, decidió archivar el asunto. No lo culpo, eran otros tiempos, eso de los pleitos y el terrorismo literario comenzaba como un rumor gracioso.

Pero las cartas continuaron llegando.

Fue entonces cuando me contrataron. Cuando la señora me explicó de qué iba todo aquello, pensé que se trataba de un asunto menor, indigno de mi capacidad y trayectoria; pero eran tiempos difíciles y no aptos para rechazar una buena oferta. Así que dejé la escopeta y la semiautomática en casa y desempolvé el pequeño revólver de dos tiros que uso en las vacaciones. No necesitaba más para mantener a raya a una pandilla de lectores inconformes.

El trabajo era tranquilo, incluso fue tranquilo hasta cuando dejó de serlo y la violencia y la guerra entre los intelectuales poseyó a todos. Para entonces, tenía identificadas todas las posibles amenazas y riesgos. El mismo patrón se encargaba de ponerme al tanto. Ahí están los Poetas Zombies, allá los Novelistas Cacofónicos, acá las Cuentistas en Abstinencia, decía el señor Carlos al llegar a un evento, y normalmente remataba la frase con un, le digo Gabriel, que en este mundillo todos son pandillas, mafias y catervas. Yo sólo escuchaba y no le quitaba la vista de encima. El mayor reto era pasar desapercibido, mantenerme en el anonimato. Mis colegas no pueden verme con un guardaespaldas, Gabriel, recuérdelo, usted es sólo el chofer.

Fue en una feria del libro, de ésas a las que invitaban al señor Fuentes a dar conferencias y recibir galardones. Desde un principio el asunto me olió mal. Con los años en el oficio uno adquiere sensibilidad especial para saber cuándo algo está podrido.

Aquella vez, al bajar del auto, el estacionamiento olía a cementerio. Aguarde don Carlos, le dije, algo no está bien. Pero él descendió sin preocuparse. Ya dije que al señor Fuentes le tenía sin cuidado el asunto de las amenazas y el cada vez más peligroso ambiente de las letras. Porque aquí es necesario agregar que, para entonces, el señor Fuentes no era el único en la mira de grupos literarios radicales o de lectores inconformes.

Ese día don Carlos bajó del auto y se topó con las decenas de periodistas y fotógrafos que siempre lo siguen. Yo me coloqué a su espalda e iniciamos el recorrido rumbo al auditorio. Tuve entonces el segundo presentimiento que debí tomar como definitivo para llevarme de ahí al patrón. Señor Carlos, le dije al tomarlo del hombro, espere. El patrón volteó y me dijo, calma Gabriel, estás muy estresado, te falta dormir bien.

Ya no dije más, pero me mantuve alerta y desabotoné la sobaquera donde traía enfundada la pistola. Normalmente me siento en las primeras filas e incluso hasta escucho al patrón y le aplaudo, pero ese día, durante la conferencia, me mantuve de pie recargado en el muro de un pasillo. Gracias a eso detecté el primer movimiento de los enemigos. Eran un puñado de ancianas que, con agilidad inusual para su edad, se hicieron del micrófono para leer unos párrafos de una tal Amparo Dávila. Lo que pareció una broma, se convirtió en algo serio. Otro grupo de ancianas, esta vez bastante más numeroso, entró en estampida al auditorio arrollando todo a su paso cual gacelas rabiosas. En ese momento supe que eran las Narradoras Octogenarias, reconocidas por la violencia de sus intervenciones.

Metí mano a la sobaquera y cuando quise tomar mi arma, un golpe en la nuca me sacó de balance y mandó al suelo. Al intentar incorporarme, decenas de viejecillas me golpearon a sombrillazos con la destreza de un peleador marcial experimentado. Mientras, otro grupúsculo secuestraba al señor Fuentes alzándolo en hombros como hormigas al pan. Don Carlos intentaba hacerles frente con valentía, pero ellas, como algunos lo sabíamos, eran expertas en estas situaciones y desplegaban tácticas de eficacia probada.

Todo el asunto no llevó más de un puñado de minutos, tiempo que bastó a las Octogenarias para llevarse al patrón, amordazarme y huir dejando tras de sí una estela de terror y confusión. Apenas alguien me desató, corrí tras ellas. Pero en el estacionamiento no había rastro alguno, se percibía la misma tranquilidad de sepulcro que sentí al llegar. Quise entonces avisar a la señora Sylvia, pero me habían despojado del teléfono y la billetera. Tampoco tenía las llaves del auto. Supe que había fracasado.

2

Yo sólo escuchaba los rumores en los pasillos de la redacción de Excélsior. Que había grupos de lectores secuestrando escritores, que había grupos de escritores defendiéndose de los lectores, que había grupos de lectores secuestrando lectores y que en general, todo mundo estaba formando grupos para secuestrar, autosecuestrarse o evitar ser secuestrado.

Meses antes sucedió lo del señor Monsiváis, a quien las autodefensas de consumidores literatos obligaron a orinar sobre su obra periodística. Se lo llevaron mientras veía una película francesa en la Cineteca. Entró a la sala pero ya no salió. Se supo de él días más tarde cuando apareció sedado en la misma butaca de la que se esfumó. Antes, el mundo vio por YouTube a un hombre descargar la vejiga sobre sus escritos.

Primero fueron las pandillas de lectores que exigían que las historias terminaran como ellos querían, de no ser así, protestaban frente a la casa del autor. Por supuesto, no eran muchos, un puñado de esos que se toman un Rivotril la noche previa a que el libro se encuentre a la venta y son los primeros en adquirirlo.

Pero yo sólo escuchaba las cosas como el redactor nocturno que era. Callado, bebiendo taza tras taza de café aguado, quitándome la mugre de las uñas con mi inseparable navaja suiza y transcribiendo los cables que llegaban de las agencias europeas, alejado de la acción, como una estatua de sal a mitad de un banquete.

De vez en vez, presenciaba el barullo en los pasillos y entonces sabía que las cosas se desbordaban de a poco. Algún nuevo secuestrado o quizá otro enfrentamiento entre fanáticos de ánimo iracundo.

Se formaron grupúsculos de consumidores con intereses diversos. Los lectores de poesía se mostraron particularmente aguerridos, levantaron la mano tras años de un silencio marginal, de menosprecio, de un desconocimiento que los reducía a vegetales. Los lectores de ciencia ficción creyeron ver en todo aquello el preámbulo a un apocalipsis por siempre añorado y se lanzaron a la caza de los narradores costumbristas.

Fui testigo de cómo los escritores se convirtieron en simples títeres de los lectores o tuvieron que contratar guardaespaldas, quienes a menudo no cobraban, pues eran lectores empedernidos de su autor favorito. Fueron los tiempos de todos contra todos, de pasiones desatadas, de bombazos en las plazas de toros, de consumidores ofendidos o frustrados. Y eso dio paso a un orden distinto que unos llamaban caos, otros posmodernidad y algunos, como yo, sólo entendíamos que las cosas eran un completo desmadre.

Y como a toda acción corresponde una reacción, la virulencia fue inusual. Escritores secuestrados por su único lector, editores apaleados por aspirantes rechazados, talleres literarios versus talleres literarios.

En medio de todo esto, fue que sucedió el secuestro de Carlos Fuentes. El chisme corrió cual tinta en papel revolución. Fue una tarde de domingo en que yo me encontraba haciendo la guardia. Los pasillos de la redacción vacíos e impregnados de tedio y conformismo. De pronto sonó el teléfono.

 

—¿Macedonio?

—Sí —respondí casi bostezando.

—¿Hay algún periodista con usted?

—No —respondí sin sentirme ofendido— me temo que el único periodista aquí soy yo.

Entonces del otro lado de la línea se escuchó un silencio que adiviné como un acto reflexivo.

—Bien, bien, no importa, habla su jefe…

—Lo sé.

—Mire, Macedonio, yo sé que usted no es la persona ideal para un trabajo de tal envergadura, sólo le pido que haga lo necesario de aquí a mañana, cuando llegue alguien de mayores aptitudes, ¿entendido?

—Entendido.

Entonces comencé a anotar lo que el jefe me decía, me contó lo poco que se sabía del secuestro, me dio el número de Sylvia, la esposa de Carlos, me dio el número del chofer, quien sufrió una crisis nerviosa y estaba en el hospital.

—Averigüe lo que pueda, ¡pida unos vales de gasolina y muévase!

Hice algunas indagatorias rápidas y en un santiamén me encontraba en la clínica, frente a la cama donde se hallaba Gabriel Méndez, chofer y escolta (cosa que luego supe y que en sí misma significaba una llamada en la primera plana) de Carlos Fuentes. Fui más rápido que la policía, así que me tocó escuchar la historia de primera mano, aunque más que escuchar, tuve que descifrarla, pues el pobre Méndez arrastraba la lengua y balbuceaba como quien se ha tragado veinte calmantes para un equino.

La información no era mucha, pero resultaba más que suficiente: narradoras octogenarias, bastón, amenazas previas; anoté en mi libreta y salí antes de que llegara algún detective de guardia dominical.

Dado que las viejecillas eran reconocidas más por su valor que por su astucia, no me costó trabajo dar con su guarida: una librería de viejo ubicada en San Miguel Nepantla, muy cerca de las ruinas de la casa que alguna vez habitó Sor Juana.

Decidí entrar haciéndome pasar por cliente.

—Hoy no hay servicio, joven —dijo una mujer de cabellos plateados, interceptándome casi a la entrada.

—Verá, sucede que tengo que hacer un regalo muy especial para una persona igual de especial, y quisiera dar un vistazo por sus pasillos, sólo unos minutos, lo prometo.

—Muy bien, pero no intente robarse nada, que tenemos cámaras —dijo, y señaló un par de pequeños armatostes que me parecieron de juguete.

A los tres minutos la anciana dejó todo en manos de las cámaras y comenzó a roncar desde el mostrador del negocio. Había buenos libros, incluso pensé en dejar lo de Fuentes a un lado y llevarme de ahí lo que parecían unas primeras ediciones de Alfonso Reyes.

En ésas estaba cuando escuché un poco de alharaca del otro lado de donde me hallaba. Pegué el oído a una pared de madera viejísima y roída y pude distinguir algunas voces. Entonces busqué una pequeña rendija y rasqué en ella con la ayuda de mi navaja suiza. Abrí un espacio suficiente para ver lo que sucedía. Tan sólo me bastaron un par de segundos para saber que la cosa iba grave. Una de las ancianas estaba por degollar a Carlos Fuentes con una navaja de peluquero, pero entonces, sentí un fuerte golpe en la nuca, un zumbido en los oídos y ya no pude recordar más.

3

Me llamo Eugenia Mata Martínez, tengo ochenta y dos años, presido al Grupo de Narradoras Octogenarias, no tengo dientes, recito de memoria algunos párrafos de Rosario Castellanos y si me apuran, también de Elena Garro. Nunca he publicado, ninguna de nosotras lo ha hecho. Publicar es el horror, se los digo yo, con mis años de experiencia.

El asunto lo planeamos por mucho tiempo. Fuimos nosotras quienes conseguimos que invitaran a Carlitos al evento, y como ya sabíamos que le encantan los reflectores, estábamos seguras de que el ratón se metería solito a la ratonera. Así estuvimos, desde meses antes a la hora del taller, entre tachoneos, correcciones y galletitas, ajustando nuestros movimientos. Porque nosotras no improvisamos, eso hay que dejarlo a los poetitas de vanguardia con alma de raperos, a nosotras nos gusta que las cosas salgan con la exactitud de un texto borgiano.

Antes, quiero confesar lo que ya todos imaginan. Del amor al odio hay un paso, dicen los sabios populares, y por supuesto, a todas nosotras Carlitos nos parecía un bombón, sólo equiparable con Mauricio Garcés, y en general todas tuvimos en nuestra primera adolescencia un pensamiento lúbrico, disculpen ustedes la frase, con Carlos Fuentes.

Pero si del odio al amor hay un paso, del amor al odio el paso se hace más chico, diría mi abuela, y pues claro que nos sentimos ofendidas de tantas cartas sin respuesta que le mandamos a Carlitos, tantas peticiones para que fuera a tal o cual feria municipal del libro, misivas con felicitaciones el día de su santo; pero nada, ni una respuesta, ni un saludo, ni un guiño en sus novelas.

Y entonces, poco a poco nos dimos cuenta de la verdad.

Carlos Fuentes murió (de manera simbólica, claro está, ¿acaso hay otra manera de morir para un escritor?) en la década de los setenta, después de publicar Terra Nostra, dejó de escribir con voz propia y comenzó a poner palabras, una detrás de otra pero como zombi, como enajenado. Y eso, señores y señoras, es morir.

Y decidimos secuestrarlo porque en realidad ya estaba secuestrado desde antes. Secuestrado por el mercado, por los editores, por la fama. Mienten los que afirman que lo hicimos por despecho, por amor mal correspondido.

Íbamos a obligarlo al compromiso de no publicar ni un libro más. Lo teníamos sentadito y amarrado de pies a una silla de madera. Y entonces sucedió.

Le dimos un bolígrafo para firmar nuestras exigencias, pero antes, pidió que le anudáramos bien la corbata, solicitó, como el caballero que es, que lo dejáramos engominarse el cabello, porque nadie puede firmar un tratado en harapos ni malas condiciones, dijo, y por supuesto, nosotras le pasamos un peine, y un poco de goma para el cabello y lo ayudamos a peinarse. Luego solicitó que le plancháramos el traje, y nosotras pues claro que no íbamos a negar tan digna petición, y corrimos por un burro y plancha y comenzamos a darle, hasta le almidonamos el cuello de la camisa. Cuando menos me di cuenta, alguna sacó una navaja de afeitar y comenzó a arreglarle el bigote.

Fue entonces cuando otra cedió a la tentación y cuando menos me di cuenta ya estaba pidiéndole un autógrafo a Carlitos, y éste, en pleno síndrome de Estocolmo, abrazaba al resto de las muchachas cual nieto bonachón.

De pronto salieron los libros de Carlitos por todos sitios, y algunas compañeras del grupo acabaron rogándole que nos impartiera un taller los fines de semana. Carlos aceptó gustoso.

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