Loe raamatut: «La carne del mundo»

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La carne del mundo

ESTEFANÍA LÓPEZ SALAZAR


LETRA X LETRA

–NOVELA–

López Salazar, Estefanía

La carne del mundo / Estefanía López Salazar. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019

124 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN 978-958-720-596-1

1. Novela colombiana. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

L864

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

La carne del mundo

Primera edición: septiembre de 2019

© Estefanía López Salazar

© Editorial EAFIT

Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

http://www.eafit.edu.co/fondo Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-596-1

Edición: Juan Felipe Restrepo David

Corrección: Lina María Parra y Carmiña Cadavid

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imágenes de carátula y guardas: Débora Arango, La mística. 1940. Acuarela, 99 x 66 cm., Colección Museo de Arte Moderno de Medellín

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Para Angélica, Martha y Alicia:los principios de mi universo.

Todo lo que amamos, si no se puede decir,Se habrá perdido para siempre.

Fredy Yezzed

Siento que en el color hay cosas que surgen en mí a medida que pinto, y que antes no poseía;cosas grandes e intensas…

… Si un pintor pinta lo que ve,sigue siendo alguien.

Vincent Van Gogh

Una novela de Graham Greene trae la advertencia:“Esta es una obra de ficción. Ninguna de las personasque aparecen en ella se asemeja a una persona vivao muerta, etc., etc. Londres no existe”.

David Shields

I
FRAGMENTOS DE DIARIO
OCTUBRE 24 DE 1938

Esta tarde descubrí que la magia me pertenece: sentí una concentración inusual que me volcó sobre el papel. Yo solo tuve que repasar la imagen, de prisa. Antes había pasado algo similar, pero no tan fuerte, hoy es un día distinto.

Pero, no es nada de lo que pueda presumir con mis amigas porque parezco un gato enjaulado antes de que venga la alegría. En esos episodios sé que hay una cosa que quiero hacer y no sé cómo. Además, no sé por qué solo parezco quererlo yo.

Lo reitero, ¡no es nada de lo que quiera hacer una historia! Solo quiero dominarlo o al menos entenderlo.

Por eso me muevo: porque me angustio si estoy quieta. Necesito agotarme, luego aparece el truco y me estalla el corazón. A veces creo que estoy loca: ¿acaso alguien ama los colores como yo? Como no van a entenderme evito decir a los demás lo que pienso, río de cosas que no me generan la menor emoción y finjo que me importan sus deseos, pero lo único que quiero es pintar. Soy feliz pintando y no puedo hacer nada más. Porque cuando no lo hago quedo melancólica. Muchas noches sueño con las imágenes a las que les debo un espacio en el lienzo.

Pero, también mi desazón es pintar, no puedo negar que a veces soy el lienzo en blanco y las tristezas que veo en todas partes hacen que caiga enferma. Hoy he hecho magia porque pude entender el dolor y le pinté un rostro. Miré al monstruo y lo encerré en mi espejo. Lo reitero, no todos los días tengo la misma suerte. Tal vez mañana estas líneas no sean las mismas.

Carlos me preguntó: “¿cuál es tu impulso vital?”, yo pensé un rato pero no le contesté. Tal vez pensé mucho, debí decirle lo que de verdad estaba pensando, pero a veces uno es muy bobo y no se cree. Debí decirle, así, sin pelos en la lengua: “¡a mí lo que me mueve es la intuición!”, esa es mi única certeza.

Se lo hubiera dicho porque, aunque nadie me crea, no hay nada más cercano al contacto con cada órgano del cuerpo. La intuición es una sensación que mueve desde adentro. Es uno en su integridad. No importa cuánta distancia se mida entre la punta de los pies y el fin de la cabeza, uno es completo como un árbol, como la noche, y omnipresente como el viento, como el dolor, como la verdad: uno tiene que creerse.

Gracias a la intuición me siento completa y al tiempo parte de todo. Escucho hablar al mundo y sé que, así como la gente, también los objetos tienen historias. Hay en ellos una fuerza: la de la tristeza que los cubre con esa pegajosa capa blanca de soledad. No por imposición, sino a plena conciencia, dejo correr la sustancia de mis deseos. Me interno en la oscuridad con la única luz que da la intuición.

No hay otra forma de ser uno mismo ni de acercarse a Dios, la impostura oscurece la fe. Esta soy yo, lo aprendí temprano: a mí me gustan las cosas que me arrancan el alma.

II
A PRIMERA HORA

La despierta el vuelo aflautado del cacique candela arrastrando la primera capa del sol. Una tela se desteje del párpado compacto: trasluce el amanecer. Puntadas de cordura empujan hacia atrás esa otra vida del sueño, la vigilia arroja victoriosa el desorden de imágenes oníricas, su turno volverá en la noche.

Ella frota las manos sobre los ojos y las desliza hasta la boca alargando un bostezo, luego trenza los dedos tras el cuello y arquea la espalda, un calambre que se anuncia en el lateral derecho la obliga a bajar los brazos. Se incorpora y permanece sentada el tiempo suficiente para agudizar los sentidos. Una cuerda invisible tensa su estómago, respira.

Es hora de andar.

Sus hermanos le han dicho que camina como un gato. Es menuda y de movimientos serenos. Tiene la figura tranquila y contundente de un felino. Mueve la cortina y se encuentra con un sol recién nacido que repasa las cosas. El rocío flota sobre las hojas del mandarino: imagina lágrimas de alegría. Se estira hasta la mesa de noche y toma su libreta, escribe:

OCTUBRE 25 DE 1938

El dolor es el signo de mi corazón.

Otra vez soñé con la anatomía, con fragmentos de cuerpos en movimiento, sentí colores, hablé con los gestos. ¡¿De qué manera puedo escribir o pintar eso?! Cuando el musgo vibra me dice cosas que no logro traducir porque al despertar pierdo la imagen. Solo me queda la seguridad de que en esa vida paralela de la que acabo de salir estaba convencida de lo vivido tanto o más que ahora, pero luego nada, pierdo el sueño mientras recupero el cuerpo.

Lo poco que puedo ver son algunos trazos. Recuerdo las manos desde las muñecas hasta las falanges de los dedos, luego los rostros que cuelgan y los ojos desorbitados –trazarlos pálidos, verdes–. Lo que importa no es reproducirlos, no se trata de imitar lo soñado sino de alcanzar la expresión: mantener la sensación del sueño y llevarla al color.

¿Hasta cuándo los otros van a moverme el alma? ¡Hasta que los pinte! Hasta que los pinte van a estar siguiéndome como fantasmas míos. En sueños estuve en la Plaza Mayor como en la tarde, volví a verlo: uno de tantos hombres del campo sin lugar en la ciudad, quería comida para él y para sus hijas.

Cuando cierro los ojos no sé si recuerdo la realidad o recreo el sueño, pero en ambos casos todo es verde, verde musgo. Veo a sus hijas como arbustos viejos pudriéndose detrás del padre, en silencio. Más atrás, la pared añeja corroída por la indiferencia. El padre diluyéndose entre el sombrero y la camisa, sus ojos ya no se inmutan ante el azar: moler los días le ha licuado la esperanza.

Tiene los dedos cubiertos de clorofila y sangran, sé bien que la rabia es lo último que deja de latir. Con gran esfuerzo sostiene a la hija menor en brazos, una barriga prominente aloja en la pequeña la fiesta de los parásitos. Es la vida aprovechando el momento para germinar. ¿Y si fuera un niño? ¿Podría trabajar, salvarles la vida? ¡Pero qué importan las palabras! La imagen es el único lenguaje completo.

Verdes, blancos y rojos. Pálidos –hacer el boceto lo antes posible–.

Yo soy, ante todo, una pagana. Venero cuanto objeto hay en el mundo que es tocado por la luz. El olor, la brisa, el color son las formas que para mí tiene la belleza. Hay algo que debo hacer. La vida vibra con su hermosura natural. Hay oscuridades que voy a iluminar a pinceladas. Por eso tengo que entrar a los sitios privados: para registrar la vida. Después, gritar con el color, mostrar su olvido anémico o su furia.

Cuando la nana entra en el cuarto la encuentra sentada en una butaca junto a la ventana, está concentrada en su diario. “Amaneció ensimismada”, piensa Anselma y acierta porque la conoce desde siempre. “La niña Rufa”, recuerda que así le decían a Elisa hace más de veinte años cuando ella llegó a trabajar a la casa; “¿veinte años?, ¡qué vieja estoy!”, dice para sí sorprendida y se pone a rumiar el pasado. No logra entender cómo es que todo pasa tan rápido, cómo se volvió vieja y cuándo fue que de la pequeña tímida y enfermiza de su memoria brotó esta señorita de facciones finas y carácter pulido.

Elisa cierra la libreta y ve a su nana recostada en la jamba de la puerta, con la misma cara triste que no se le quita con ninguna alegría, mordiéndose las uñas con esa terquedad que le hace sangrar los dedos.

—¡Ave María Anselma, dejá de morderte esas uñas! –le dice Elisa, despertándola del ensueño–, ¿viniste a avisarme que llegó Carlos?

—Sí, sí, pa eso vine, mi niña –responde la nana apresurada–, la espera hace un buen rato.

III
UNA SEÑORITA EN GUAYAQUIL

Cada vez que Carlos visita a Elisa va directo al patio: la fuente que hay en medio le produce una sensación infantil de sortilegio. Hoy no es la excepción, escucha el movimiento del agua con los ojos cerrados y espera. Pasado un rato la oye caminar apresurada a su encuentro.

Elisa avanza por el pasillo y ve a su amigo en el mismo lugar. A medida que se le acerca repasa sus formas angulosas, juega a imaginar qué expresión tendrá cuando voltee a verla. Trae puesta una camisa blanca sobre la que cuelgan dos tirantas negras que terminan en un pantalón gris, ancho. Elisa ríe: la ropa de Carlos es inmensa, “o se encoge más cada vez que lo veo o la compra cada vez más grande”. Aunque el pantalón es amplio, en el bolsillo derecho resalta su habitual paquete de tabacos.

El hombre voltea y al verla estira los brazos, ella descarga su peso sobre él.

—¡Mi queridísima loca! –dice. Aún con los brazos sobre la espalda de la figura menuda y pequeña de Elisa, siente que ella ríe con la cara pegada a sus costillas. Escucha la estridencia de su risa como si él fuera una caja de resonancia.

—¡Te he extrañado un montón!, tengo cosas que contarte –le explica y lo apura–, pero en el camino hablamos.

El hombre simula resistirse pero se deja llevar a la salida.

—¡Vamos a perdernos la mañana, Carlos! Tenemos que movernos –dice ella.

—Como siempre, mi deber de caballero es advertirte que esto no es de señoritas –remata él llegando a la salida y le guiña el ojo–. ¿De verdad quieres ir a la plaza? –Mira al cielo y arruga el ceño, saca un tabaco del pantalón y, de nuevo, habla–: Hay sitios de más belleza en esta ciudad, pero lo peor es que en la plaza puedes quedar traumatizada. La última vez que fui solo, cuando me abandonaste por ir con tus hermanas a Envigado, vi una pelea de gallos, ¡te lo cuento para advertirte!, fue una terrible masacre. No estoy seguro de que el corazón de una damita de tu alcurnia pueda aguantarlo –le reitera en tono jocoso. Luego tapa el viento con la mano y aspira tres veces el tabaco apretado entre el pulgar y el índice. Manchas rojas se extienden en la punta del cigarrillo hasta cubrir la circunferencia. Después de la última bocanada degusta el humo y voltea a verla.

—Mírame cómo tiemblo –le responde su amiga con los brazos cruzados.

—¿O sea que vas a insistir? –dice él, mientras una nube ligera y blanda termina de salir de su boca–, ¡quién se iba imaginar tanto arrojo en un envase tan chiquito!

Ella blanquea los ojos y mueve la cara de un lado a otro. Conoce sus particulares halagos.

—No es valentía, es que el mundo real es ese y no me lo pienso perder –concluye mientras retoman la marcha.

La claridad se alza sobre la hilera de casas. El viento matutino se arremolina en las esquinas. La suciedad de las paredes se confunde en la prolongación de fachadas blancas, iguales. Grandes vanos enmarcados en dinteles y jambas rústicas dan profundidad a la imagen. El verde de las montañas, el azul de las más lejanas, sumen en un paisaje campesino a las dos figuras que se alejan en la calle.

Pasados unos minutos están cerca de la plaza. La ciudad se delinea entre guayacanes, acacias y palmeras. Al fondo resalta una extensión rectangular de pilares simétricos bajo un techo de pizarra hexagonal. De cerca, los que eran sombras a la distancia adquieren vida bajo el sombrero y el poncho. En la parte trasera de los carros, alineados sobre el cuadrilátero, una multitud de hombres remueve bultos teñidos de marrón. Los alzan en hombros o en grandes carretas formadas por tablas y dos ruedas. Todos ingresan a la Plaza de Mercado de Guayaquil y salen sucesivamente a continuar con la labor. Junto a los vehículos, los caballos agachan la cabeza mientras los cargan con bultos de café. El olor a tierra y a fruta madura se propaga a medida en que asciende el sol. Las jaulas arrumadas a un costado de la plaza esperan para el viaje a las veredas.

Los rostros pálidos se funden con las esquinas: polvo, cal y tierra. Hay quienes se niegan a renunciar a la noche, mientras otros están en jaque sobre la mesa. El salón delantero del Bar sin nombre está lleno de arrieros que han pedido el primer tinto del día. Las paredes están atiborradas de imágenes del muy afamado Carlos Gardel, a su lado Margarita Cueto y, en el centro, la letra de una canción de Alfredo Le Pera, enmarcada en madera gruesa: “en tus muros con mi acero yo grabé nombres que quiero”.

Rompiendo la profundidad del salón hay una barra larga junto a la cual está la joya del lugar: un piano fieramente custodiado por tachas de hierro. El aparato maniático se lamenta con voz de compadrito, luego varía la música y nace el quejido largo del campesino antioqueño. Las vibraciones multicolores atrapan la mirada. Al fondo, el reservado cubierto por cortinas rojas y pesadas.

Cuatro saloneras se acercan a las mesas para atender a forasteros y lugareños: dos lucen casi infantiles, otras dos ya marchitas. Custodia la barra una mujer mayor de rasgos fuertes y cejas amplias. Su rostro abotagado descansa sobre la mano derecha mientras espera a que las empleadas le pidan otros servicios.

Elisa y Carlos entran al bar. Detrás de las cortinas carmín se escuchan gritos. Dos hombres ríen al ver a Elisa ingresando al lugar. “Una monja en la casa del diablo”, se escucha decir. Carlos hierve cada vez que ofenden a Elisa. Aunque vayan juntos, su presencia en espacios masculinos no deja de ser motivo de burla.

—Solo voy al baño –lo tranquiliza Elisa acariciándole el brazo–. Ve y toma algo. Ya vuelvo.

Él arquea las cejas con resignación. Debe aceptar que ese es el motivo de la visita. Se acerca a la barra y pide un tinto doble. La mujer lo mira de arriba abajo, luego toma un pocillo, lo estrega con un trapo por dentro y lo pone bajo la greca. Carlos inspira el olor del café. La mujer deja el pedido frente a él y se dirige al reservado.

Al llegar al piano la cantinera se encuentra con Elisa. Su figura no encaja en el lugar. Repasa la pieza gris, ascética, que constituye el vestido de la muchacha, ¿cuántas mujeres tan vestidas entran a diario? Sin embargo, no da mucha importancia al asunto, vuelve a lo urgente, a la algarabía de otro amanecer en Guayaquil.

Una rubia arrastra la voz mientras grita reclamándole al hombre en la mesa. Es por una salonera, le entiende la administradora al llegar a la escena. Esta, ahora más malencarada, le hace ademanes al hombre para que se retire del sitio. El joven la calma transando con ella el consumo de otra botella. Mientras la mujer se aleja, la rubia pasa de la furia al llanto.

Escondida junto al muro del baño, Elisa saca su libreta para representar la escena: la rubia triste recuesta el rostro en su brazo apoyado sobre la mesa, el pelo ensortijado y despeinado está en el primer plano. Pinta detrás a la administradora: el vestido floreado, la pañoleta amarrada al cuello, el gesto displicente, la nariz larga, las orejas grandes, el rostro de trazos bruscos. El boceto concluye con el perfil del caballero: tiene un trago en la mano derecha mientras que con la otra hace señas para el nuevo pedido. Elisa recuerda marcar al fondo la cortina. La imagen no tiene eco sin ella. El reservado es la esencia del bar. No puede ocultar el placer que siente al captar una realidad que como mujer se le niega. Al salir pasa por el lado de Carlos y le señala la puerta. Él ha terminado su café y exhala aliviado. Por lo pronto se van del bar, rumbo a la casa de la pintora.

—Y, ¿qué fue lo que pasó atrás? –dice él mientras se alejan del bar.

Un pájaro de pecho rojo vuela bajo y se dirige al río. Elisa repara en él.

—Que encontré lo que estaba buscando, ¿ves que no íbamos a demorarnos mucho? –le extiende la libreta.

Él sigue andando, con una mano agarra una de sus cargaderas y con la otra sostiene la libreta y evalúa la expresión en las figuras.

—La potencia la tiene la cantinera –asegura cuando sale de su letargo–. Está tan tensa que hace contraste con el abandono de la mujer en la mesa. ¿Vas a mostrársela al maestro? –La mira y le devuelve la libreta.

Ella se detiene un momento en la hoja.

—A pesar de que es distinto a Barcenilla, no estoy segura de que me apoye si quiero pintar algo más que florecitas y bodegones. Como bien lo dijiste esta mañana, estas no son cosas de señoritas.

La mañana está terminando. Ya han llegado los arrieros a la Plaza Mayor. Se escucha, a lo lejos, el zumbido metálico de las herraduras de los caballos sobre la piedra. Otro pájaro pasa en dirección al agua clara del río Medellín. La mañana en decadencia se salpica de los olores a cebolla y ajo que ahora se arrojan a la vía desde las ventanas abiertas de las casas.

—¡Muéstrasela! –dice él sacando un tabaco del pantalón–. Es un hombre de libertades artísticas y la imagen es buena. ¡A nadie tiene por qué importarle cómo la obtuviste!

Ella alza las cejas y vuelve a torcer los ojos.

—Voy a pensarlo, esta tarde veré al maestro en el Ástor, también irán las compañeras. ¿Te acuerdas que te conté que con las del grupo de pintura íbamos a hacer nuestra primera exposición?

—¡Por supuesto!, el maestro también me lo había anticipado –responde él. Luego chasquea los dedos y la mira con los ojos muy abiertos–. ¡Pero Elisa!, ¿no fue la semana pasada?

—Así fue mi querido despistado, llevo toda la mañana esperando a que me preguntaras. ¡Ojalá hubieras estado en la ciudad!, yo andaba matada de la dicha porque por fin iba a mostrar lo que había hecho en varios meses de trabajo. Además, el maestro dijo que mi cuadro, el de los pajaritos, iba a ser el primero que viera el público.

—Pero qué alegre noticia. ¿Cómo no me contaste eso desde el principio Elisa? –dijo mientras detenía el paso–. ¡Esto hay que celebrarlo!, pero a ver, cuéntame los pormenores.

—Qué más puedo decirte, lo que antes te había anticipado, el maestro consiguió apoyo y nos prestaron una casa cerca del Club Unión, imagínate cómo estaba, ¡feliz!, aunque la dicha no me duró mucho. ¿Cómo te parece que, de un momento a otro, mi pintura resultó colgada en la última habitación?, ¿puedes creerlo? Yo estaba furiosa.

—Y por supuesto que habrán sido ellas, Elisa. Que conste que yo te había anticipado las intenciones de tus compañeras, fuiste tú la que no me creíste. Pero ¡tienes que seguir adelante con tu aprendizaje!, ya lo habíamos hablado, este medio está lleno de envidia y sigue siendo motivo de agasajo la exposición por sí misma, mucho más si el maestro vio cualidades suficientes en tu pintura como para hacerte ese reconocimiento.

—Tienes razón, me halaga que el maestro crea en mi trabajo, lo que importa es seguir con esmero, perfeccionar, intentar técnicas distintas. Entonces, ¿te parece si celebramos con un almuercito de Anselma? Se nos está haciendo tarde para volver a la casa.

Deprisa, la claridad se ha apoderado del día. Una barrera amarilla dificulta la vista de las hileras de casas. El viento matutino, ahora más pesado, arrastra las gotas del río hacia el cielo. La suciedad de las paredes crece a medida que los caballos golpean las piedras levantando polvo con los cascos. Grandes vanos enmarcados en dinteles y jambas rústicas dan idea de profundidad. El verde de las montañas cayendo en el valle enmarca en un paisaje campesino a las dos figuras que se alejan.