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Milagros

Los signos del Mesías


Milagros

Los signos del Mesías

Euclides Eslava


Eslava, Euclides, autor

Milagros: los signos del Mesías / Euclides Eslava. -- Chía : Universidad de La Sabana, 2019

156 páginas; cm. (Colección Cátedra)

Incluye bibliografía

ISBN 978-958-12-0529-5

e-ISBN 978-958-12-0530-1

doi: 10.5294/978-958-12-0529-5

1. Milagros - Cristianismo 2. Fe 3. Mesías 4. Misterios religiosos I. Eslava, Euclides II. Universidad de La Sabana (Colombia). III. Tit.


CDD 231.73CO-ChULS


RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

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Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas

© Euclides Eslava

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publicaciones@unisabana.edu.co

Primera edición: noviembre de 2019

ISBN 978-958-12-0529-5

e-ISBN 978-958-12-0530-1

doi: 10.5294/978-958-12-0529-5

Número de ejemplares: 1000

CORRECCIÓN DE ESTILO

Nathalie De la Cuadra N.

DISEÑO DE PAUTA DE COLECCIÓN

Kilka – Diseño Gráfico

DIAGRAMACIÓN Y MONTAJE

Mauricio Salamanca

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

HECHO EL DEPÓSITO QUE EXIGE LA LEY

Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, sin la autorización de los titulares del copyright, por cualquier medio, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

Esta edición y sus características gráficas son propiedad de la Universidad de La Sabana.

Autor

Euclides Eslava es sacerdote, médico y doctor en Filosofía. Director del Centro de Estudios para el Desarrollo Humano Integral (Cedhin) de la Universidad de La Sabana, y miembro del grupo de investigación Racionalidad y Cultura de la misma institución; autor de los libros El Hijo de María (2018), Como los primeros Doce (2017), El secreto de las parábolas (2016), La filosofía de Ratzinger (2014) y El escándalo cristiano (2da. ed., 2009), entre otras obras.

Correo electrónico:

euclides.eslava@unisabana.edu.co

Contenido

Introducción

1. Las bodas de Caná

2. El paralítico de Betesda

3. Curaciones en Cafarnaún

3. 1. La suegra de Pedro

3. 2. El paralítico

4. El demonio mudo

5. Multiplicación de los panes y de los peces

5.1. Cinco panes y dos peces

5.2. El Pan de vida

5.3. El Pan bajado del cielo

5.4. El pan para la vida del mundo

5.5. Reacción de los discípulos al Discurso del Pan de Vida

6. Milagros cosmológicos

6.1. La tempestad calmada

6.2. Jesús camina sobre las aguas

6.3. Palabra, promesa, desprendimiento y misión

7. El ciego de nacimiento

8. Los diez leprosos

9. El endemoniado de Gerasa

10. El ciego de Jericó

11. Resurrecciones

11. 1. Resurrección de la hija de Jairo y curación de la hemorroísa

11. 2. El hijo de la viuda de Naín

11. 3. Lázaro

12. La Transfiguración del Señor

12. 1. La Transfiguración, misterio de oración

12.2. El sacrificio del Hijo: Isaac y Jesús

Bibliografía

Introducción

Los milagros de Jesús que narran los Evangelios son un tema polémico: algunos se preguntan si corresponden a la verdad histórica o si más bien se trata de una ficción interesada, de unos relatos míticos de fenómenos que ahora serían explicables por medios naturales.

Los milagros de Jesucristo son muy variados y conllevan una cierta gradación: en primer lugar, sobre las fuerzas naturales, más adelante sobre los demonios y al final sobre la misma muerte (Legasse, 2000, p. 256). Estos forman parte de su biografía y es interesante anotar que los contemporáneos de Jesús no dudaron de ellos; ni siquiera sus enemigos, que los atribuyeron al demonio. Sin embargo, a partir del siglo XVIII surgieron dudas en ambientes agnósticos y racionalistas. En cualquier caso, la exégesis contemporánea afirma que no es posible negarlos con rigurosidad científica (Casciaro, 1994, p. 314).

Más interesante es el significado último, el objetivo que tenía Jesús al obrar tales hechos maravillosos. Como señala el subtítulo de este libro, los milagros de Jesucristo son, ante todo, signos, señales que muestran su divinidad, que confirman la verdad de sus enseñanzas, que ayudan a creer en Él. Esa era la intención de Jesús al ejecutar esos portentos: revelar a Dios, mostrar que había llegado el Reino, que no era una promesa política, sino un regalo del Padre. Por eso también decimos que son “los signos del Mesías”, pues manifiestan su divinidad: es el enviado del Padre, el Hijo de Dios, el salvador y el siervo sufriente anunciado en el Antiguo Testamento. Jesús no vino para acabar con todos los males, sino con el único verdadero mal: el pecado. Y los milagros manifiestan que Satanás comenzaba a ser derrotado, aunque la victoria final solo se dará en la Parusía (cf. Casciaro, 1994, p. 313; Gnilka, 1995, p. 169).

Esta obra no pretende ser un estudio pormenorizado ni una exégesis abstrusa, sino más bien una meditación que aúne el rigor científico y la piedad cristiana, a la luz de la liturgia de la Palabra dominical. Después de haber meditado el misterio de la Encarnación del Verbo en el libro El Hijo de María, la vocación de los discípulos —y la nuestra— en la obra Como los primeros Doce, y un aspecto de la predicación de Jesús en el tomo de El secreto de las parábolas, accedemos en este volumen al estudio y a la meditación de varios milagros de Jesús, que pueden servir para aumentar la fe en el Hijo de Dios y para obrar en consecuencia.

Bogotá, 7 de agosto de 2019

1. Las bodas de Caná

El apóstol san Juan, discípulo amado, es quien narra el primer milagro de Jesús: había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí (2, 1-11). Tradicionalmente se considera que el Señor, con su presencia en estas bodas, elevó a la categoría de sacramento la unión natural del hombre y la mujer, que Dios había instituido en las primeras páginas del Génesis. Así lo describe el Catecismo:

En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de bodas. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo. (n. 1613)

Más aún, el matrimonio será camino de santidad, vocación cristiana de primera categoría: “Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio” (san Juan Pablo II, 1981, n. 34). Por ese motivo, la liturgia relaciona este pasaje con las promesas de Isaías sobre el regocijo del marido con la esposa, que es una figura del matrimonio de Dios con su Iglesia (62, 1-5): Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi delicia”, y a tu tierra “Desposada”.

El Señor compara el amor por su pueblo con el de los jóvenes esposos. Ya nadie se sentirá desamparado ni solo, porque Dios ama a su gente con amor tierno y eficaz: Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo. El modelo del matrimonio cristiano es el cariño de Dios a los suyos, manifestado en el amor de Cristo a su Iglesia. Por eso este sacramento es camino de santidad, vocación específica en el itinerario cristiano de imitación del Maestro.

Volvamos a la escena del Evangelio con la que comenzamos, el matrimonio en Caná: Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Los apóstoles apenas lo estaban conociendo. Suponían que era un grande, pues Juan Bautista, maestro de algunos de ellos, les había dicho que era el Cordero de Dios. Desde entonces empezaron a ir detrás de Él, con las dudas lógicas de los comienzos.

La fiesta hervía en el alboroto del gozo y las conversaciones en voz alta entre tantos viejos conocidos y familiares llegados para el evento. Sin embargo, pocos se dieron cuenta de una crisis que se iba gestando lentamente, un dolor que padecían los más íntimos de la familia: el número de invitados había superado las expectativas, o estaban consumiendo más de lo previsto, por lo cual se cernía sobre los esposos y sus allegados la amenaza del oprobio, de pasar a la historia del pueblo como el matrimonio fallido, quizá premonitorio de una vida conyugal frustrada.

Nadie se dio cuenta, pues todos gozaban de los festejos, pero entre los invitados había una persona especial, más atenta a las necesidades del prójimo que a su propio bienestar: Y la madre de Jesús estaba allí.

Fijaos también en que es Juan quien cuenta la escena de Caná: es el único evangelista que ha recogido este rasgo de solicitud materna. San Juan nos quiere recordar que María ha estado presente en el comienzo de la vida pública del Señor. Esto nos demuestra que ha sabido profundizar en la importancia de esa presencia de la Señora. (ECP, n. 141)

La Virgen cayó en la cuenta del problema en el que se encontraban los anfitriones. Movida por el Espíritu Santo, se dirigió a Jesús: Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. Era una confianza maternal, un trato al que estaba acostumbrada. Solo que Ella sabía lo que estaba pidiendo. Era consciente de que estaba adelantando la hora del banquete de bodas del Cordero. San Juan Pablo II (2002b) hace una consideración muy sugerente de esta escena: cuando habla de María como ejemplo de contemplación, menciona su mirada “penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná” (n. 10).

Sin embargo, la respuesta de su Hijo suena dura en un primer momento: Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”. En realidad, no es una negativa, sino la exposición de un motivo sobrenatural: Jesús ha venido para cumplir la voluntad de su Padre, que todavía no se ha manifestado. Recordemos que san Juan divide su Evangelio en dos grandes partes: el libro de los signos, al cual pertenece el pasaje que estamos considerando, y el libro de la hora, que comienza con la última cena. Es decir, la hora de Jesús es el momento del sacrificio redentor. En el comienzo de su vida pública, todavía no ha llegado ese tiempo, y por eso la aparente negativa de Jesús.

La actitud de María ante la respuesta de su Hijo llama todavía más la atención: Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Es impresionante imaginar lo que pasaría por el interior de la Virgen, su relación íntima con el Padre y con su Hijo, que la llevó a reaccionar de esa manera. San Juan Pablo II (2002b) comenta que “el primero de los ‘signos’ llevado a cabo por Jesús —la transformación del agua en vino en las bodas de Caná— nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo” (n. 14). Maestra de fe, de trato confiado con su Hijo. Nos hacemos cargo de lo sucedido entre los dos, si miramos de nuevo a Jesús para ver cómo reacciona ante semejante “impertinencia” de María: Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”.

Uno esperaría que el Señor insistiera en su negativa o que hiciera caer vino del Cielo. O que se llenaran de licor, como por ensalmo, las botellas vacías. Sin embargo, su actitud es diversa: pide que llenen de agua unas tinajas. Quizá nosotros responderíamos enojados: “¿quién quiere agua? —El problema es de vino. Podrías mandarnos a comprar al otro pueblo, pero no a dilapidar el tiempo con juegos de niños. ¡Llenar de agua unas tinajas cuando lo que falta es vino!”.

No sabemos si movidos por la persuasión maternal de María o por la potestad mesiánica de Jesús, aquellos hombres reaccionaron con obediencia pronta, generosa: Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora y llevadlo al mayordomo”. Continúan las órdenes inusitadas y en apariencia erróneas: ¿qué va a pensar el maestresala cuando le presenten unas tinajas con agua? Casi podríamos decir que está en juego el puesto de los servidores.

Sin embargo, grande es la fe de aquellos hombres, que se lo llevaron. Jesús obedece al Padre, que habla a través de la petición de María, y los sirvientes obedecen a Jesús y le portan no unos pocos mililitros, sino unos quinientos litros de agua: El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Aquel esposo quedaría sorprendido ante el elogio inesperado y, sobre todo, recuperaría la tranquilidad, al ver la cantidad de vino de gran calidad, que en realidad era el anuncio de la llegada del Reino de Dios, el vino de las bodas definitivas de Dios con su pueblo.

San Juan concluye que Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria. Comenzó la vida pública del Mesías. Llegaron los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: Y sus discípulos creyeron en él. El pasaje de Caná es una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él, y acudir a la Omnipotencia suplicante de la Madre de Dios. Como observa san Alfonso María de Ligorio (1954):

El corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados [...], la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera [...]. Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran? (p. 48)

Por esa razón, san Juan Pablo II (2002b) quiso que este pasaje fuera uno de los nuevos misterios del Rosario: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente” (n. 21). Podemos dirigirnos al Señor para que también nos aumente la fe, contando con la intercesión de su Madre:

Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Si nuestra fe es débil, acudamos a María […]. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. —¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea! (SR, II misterio de luz)

Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubrieron el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de fe, de gracia, de santidad, y para que nos recuerde en cada momento de nuestra vida su mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.

2. El paralítico de Betesda

Después de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, san Juan continúa su Evangelio con otros milagros, signos que demuestran con hechos la divinidad que más tarde el Señor enseñará con palabras. Se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. De acuerdo con su costumbre, san Juan ubica la escena temporalmente, en el marco de las fiestas judías. Para Benedicto XVI es muy probable que se trate de Pentecostés, aunque algunos dicen que podría ser la Pascua.

Luego viene el contexto espacial: Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda [o Betzata]. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. En el siglo XIX se encontraron los vestigios de esta piscina, al nororiente de la ciudad, junto a la puerta llamada también probática, el sitio por donde ingresaban los animales —entre ellos las ovejas (próbata, en griego)— que se sacrificarían en el Templo.

Los alrededores de la piscina estaban ocupados por muchos enfermos, que esperaban la curación con aquellas aguas, pues tenían fama de milagrosas. Jesús entró a Jerusalén por esa puerta —quizá para no llamar la atención, pero también para estar cerca de las personas que más sufrían— y de inmediato su afán de almas le llevó a obrar el bien: Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.

Podemos imaginar la gravedad de la situación, el peso que aquel pobre paralítico llevaba en su vida por esa incapacidad que le había acompañado desde pequeño. Pero su mayor dolor era la soledad en la que los demás lo habían dejado. De repente, desde el suelo, vio a aquel hombre majestuoso, que se dirigía hacia él y escuchaba el recuento acerca de su prolongada situación. Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”.

Quizá en un primer momento el paralítico sintió deseos de responder mal, pero ya sabía que parte de su estado exigía tratar bien a los transeúntes, para no perder la posible limosna. Así que le hizo un breve resumen de su historia, que cada jornada relataba al que pasaba cerca, entre tanto indigente. Esa respuesta servirá para nuestro diálogo con Dios. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.

“No tengo a nadie”. Estas palabras nos deben golpear con frecuencia. Pensemos cuántos paralíticos del alma tenemos a nuestro alrededor, esperando la ocasión propicia para acercarse a Dios, y cuántos de ellos no encuentran quién les señale el camino, una persona que les dé ejemplo, que los acompañe en el proceso de aproximación a esa fuente de aguas vivas que es el corazón de Jesús:

Piensan con frecuencia los hombres que nada les impide prescindir de Dios. Se engañan. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma. La culpa es, tantas veces, de los cristianos; esas personas podrían repetir “No tengo a nadie”, no tengo ni siquiera uno que me ayude. (AIG, p. 37)

Comprometámonos con el Señor en este momento. Sin creernos mejores que nadie, pensemos que la amistad con Jesucristo, la doctrina clara sobre su misericordia, es un tesoro que debemos compartir con los demás: “Todo cristiano debe ser apóstol, porque Dios, que no necesita a nadie, sin embargo, nos necesita. Cuenta con nosotros para que nos dediquemos a propagar su doctrina salvadora” (AIG, p. 37). Miremos en este momento a cuál amigo en concreto podríamos acercarnos, como hizo Jesús con el paralítico, para llevarle a la salud espiritual que proviene de Dios.

El Maestro, aun sabiendo las consecuencias difíciles que conllevaría su acción, procedió de acuerdo con las esperanzas que el paralítico había albergado toda su vida, y le indicó: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. El mendigo sintió deseos de responder mal, una vez más, ante lo inaudito de semejante orden. Pero, al mismo tiempo, comenzó a experimentar una extraña sensación: sintió fuerza en sus miembros y se levantó con decisión: y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.

Aquel personaje, después de una vida entera postrado, obedeció con prontitud. Tras un instante de desconcierto, empezó a sentir la fuerza en sus extremidades y se levantó inmediatamente. Contemplar su respuesta pronta nos puede servir para que comparemos nuestra débil respuesta a las indicaciones divinas, muchas veces retrasada con excusas injustificadas. Quizá padecemos otro tipo de parálisis, la espiritual, que podemos considerar a la luz de las acciones del pordiosero que estamos contemplando.

También san Josemaría hace esa exégesis novedosa, en un texto escrito originalmente como instrucción para sus hijos espirituales y que al final quedó recogido y ampliado en el n. 168 de Forja:

Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos...

—Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que Él oyó del paralítico, en la piscina probática: “hominem non habeo! —¡no tengo hombre!

—¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer, que espera!

Señor: no queremos fallarte con nuestra cobardía, con nuestra dejadez, con la falta de lucha que paraliza el alma. Ayúdanos, como al paralítico de Betesda, para levantarnos con presteza, con el espíritu de hijos tuyos. Que te busquemos con nuestro esfuerzo en esos puntos concretos que nos has señalado por medio de la dirección espiritual o de la confesión, ¡que puedas contar con nosotros, a pesar de que seamos tan poca cosa!

El relato continúa con la discusión sobre el sábado y la naturaleza de Jesús: Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano: “Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla”. Él les respondió, con palabras que recuerdan a las del ciego de nacimiento después de su curación: El que me ha curado es quien me ha dicho: “Toma tu camilla y echa a andar”. Un hombre que tiene el poder de curar una enfermedad de casi cuarenta años de duración es un profeta y tiene todo el derecho de indicar cómo se vive mejor la restricción laboral del sábado.

Pero las autoridades insisten, de igual modo que en el caso del ciego: ¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar? Quizá sospechaban que había regresado a la Ciudad Santa aquel profetilla del norte, que tenía ínfulas mesiánicas. El hombre que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, a causa del gentío que había en aquel sitio, se había alejado. Poco después se le hizo el encontradizo y le dio un último consejo, más importante que la misma curación. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.

“No peques más”. El Señor nos hace ver que la limitación física es un mal relativo, pues no separa de Dios, sino que, al contrario, puede unir bastante a la Cruz que el mismo Jesús quiso cargar por nosotros. El Maestro nos enseña que el verdadero mal no es el sufrimiento o la enfermedad, sino la ofensa a Dios. El pecado es la auténtica parálisis espiritual, total o parcial, como enseña el Catecismo:

[…] el pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere. (n. 1855)

Como al paralítico de Jerusalén, el Señor nos saca de esa postración del pecado por medio del sacramento de la alegría, que es la Reconciliación. Es necesario

[…] mostrar la grandeza del amor de Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos, que nos sale al encuentro, para levantarnos, purificarnos, fortalecernos, dándonos además la seguridad de su perdón mediante las palabras del confesor. San Josemaría llamaba en ocasiones, al sacramento de la Penitencia, “sacramento de la alegría”; la alegría que surge del corazón de quien se sabe liberado del mal y personalmente amado por Dios. (Ocáriz, 2014, p. 74)

Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien le había sanado. Dio testimonio de la verdad, sin saber que aquellas palabras acarreaban dificultades al Señor. El cuarto evangelista concluye el pasaje mostrando la respuesta llena de odio que esas autoridades dispusieron ante una revelación palmaria de su divinidad: Por esto los judíos perseguían a Jesús, porque no solo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.

Acudamos a la Virgen Santísima, que contemplaría con dolor la cobardía, la parálisis espiritual de aquellos hombres que rechazaban el amor que su Hijo había traído al mundo. Y pidámosle que la nuestra sea una respuesta como la del paralítico del Evangelio: inmediata, decidida. Que rechacemos el pecado como el único verdadero mal, y que acerquemos a nuestros amigos a la Confesión, sacramento de la alegría. De esta manera, Jesús encontrará en nosotros “el hombre, la mujer, que espera”.

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172 lk 4 illustratsiooni
ISBN:
9789581205301
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