Cuál es tu nombre

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Cuál es tu nombre
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

CUÁL ES TU NOMBRE

F. J. Gálvez

Primera edición: noviembre de 2019

© Copyright de la obra: F. J. Gálvez

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

ISBN: 978-84-121212-1-6

Depósito Legal: B-25415-2019

Corrección: Teresa Ponce

Diseño e imagen de portada: Celia Valero Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions

www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cual- quier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

Dedicatoria

A mi mujer, a mis hijos y a toda mi familia, pero en especial a la persona que, por alguna extraña razón que no llego a comprender, siempre ha confiado en su primogénito, y que no es otra que mi madre

El género de lo magnífico

Muchas veces resulta eficaz definir una novela en base a un género determinado. Decimos de tal obra que es una novela romántica o policíaca y, con ello, pretendemos catalogarla en un lugar donde sentirnos más o menos cómodos. A veces no parece importarnos cuál es ese género con tal de encontrar uno que más o menos se ajuste y que nos ayude a poner las cosas en su sitio.

Si usted, lector, siente el deseo de saber a qué género pertenece la novela que tiene en sus manos, lamento comunicarle que me es imposible precisárselo. Y eso, lejos de ser un inconveniente, es una de las muchísimas virtudes de esta obra.

Francisco Javier Gálvez ha escrito una novela magnífica. Ese es el único género -el de lo magnífico- que debería importarnos. Es evidente que puede definirse como una obra arraigada en el suspense, pero también tiene mucho de psicológico y de romántico y de todas esas características que podemos encontrar en la vida, porque este libro engloba la vida en su totalidad, con sus miserias y sus grandezas, con sus dudas y sus convicciones.

Fabián, el protagonista, se ve obligado a tomar decisiones que provocarían en cualquiera de nosotros la parálisis más absoluta. Su cerebro ha de evaluar miles de datos para decidir quién vive y quién no. Eso provoca que en la novela se disparen todas las balas de la realidad: a quién queremos y a quién no, quien nos ama y quien nos odia y, sobre todo, la opinión que tenemos de los demás y de nosotros mismos. Durante las páginas de la novela va quedando claro que nada es tan fácil como habíamos imaginado, que el mundo y sus gentes son más complejas de lo que suponíamos.

Esa complejidad de la vida sabe reflejarla Gálvez con maestría. Si usted empieza a leer esta obra, no tardará en constatar que está ante un escritor con un talento muy penetrante, un autor que conoce a la gente y que, por ello, nos conoce a nosotros, sus lectores.

Sé que, al terminar de leer esta historia, tendrán ustedes las mismas dudas que yo respecto al género literario al que pertenece, pero, al igual que yo, sin duda sabrán que ese género es el de lo extraordinario, de lo magnífico; en resumidas cuentas, el género del talento.

He disfrutado mucho leyendo y he sufrido con las decisiones de Fabián, he dudado con él y en muchísimas ocasiones he notado incluso que me movía a su lado. Esa mezcla entre placer y tensión es lo que define la buena literatura. Y esta novela es buena literatura, pero es algo más que eso; es literatura bondadosa. Porque hay bondad en el texto, una bondad que parece estar escondida entre las líneas de diálogo y que nos obliga, tras su lectura, a ser sustancialmente mejores.

Escribir bien es difícil. Escribir muy bien es casi imposible. Y Francisco Javier Gálvez ha conseguido lo imposible. Gracias, señor Gálvez. Gracias Paco por haberme hecho disfrutar y por haber descubierto a alguien más a quien admirar.

Juan Carlos Ortega

PRÓLOGO

«No, definitivamente no parece que hoy vaya a ser un buen día».

La temperatura de aquella mañana de abril comenzaba a ser cada vez más baja, mermando el efecto de los escasos rayos de sol que forcejeaban entre las nubes por salir. Los truenos resonaban en la distancia, presagiando el sentimiento de culpa que le engulliría en el momento en que la caja comenzase su descenso definitivo.

Anteayer no fue un día mejor, y tuvo que ver sin tapujos como una vida se iba apagando en parte por culpa suya. Ha intentado por todos los medios que el remordimiento no destroce sus principios recién adquiridos, pero sus esfuerzos no han obtenido los frutos deseados.

Nubes negras se acercan al mismo tiempo que personas de toda índole, que nunca habría creído que tenían que ver nada en su vida, aparecen en relucientes vehículos que parecen sacados de un concesionario de alto standing.

Espera agazapado al lado de una de las cruces más grandes del lujoso cementerio. No quiere acercarse, ni tan siquiera lo pretende, aunque sabe que él tendría que ser el primero en estar allí. Toda esa gente ni le conoce ni le conocerá jamás, y en unos pocos segundos ni él mismo recordará por qué está en este lúgubre lugar.

Poco a poco, las personas vestidas de negro se van aglomerando alrededor de un ataúd colmado de coronas de flores, pero él carece del valor para acercarse ni un metro más. Abajo, el sacerdote comienza su discurso de consuelo. Ninguna de las palabras que están llegando a sus oídos puede reconfortar su alma dañada y sabe que nada de lo que le pudiera decir cualquier persona, por muy enfundada en una indumentaria de sacerdote que vaya, le va a sacar del fondo de impotencia en el que está sumergido.

A lo lejos, inmóvil frente a una de las fosas de mármol, llama su atención una chica morena. No consigue ver las facciones de su rostro, pero unos mechones de pelo negro asoman bajo un gorro de lana blanco. Un abrigo largo de piel marrón no llega a tapar el excesivo brillo del charol de unas botas negras provistas de un tacón exageradamente alto. Nunca había discriminado a ninguna mujer por llevar al extremo la elegancia, pero, en este escenario, esos interminables tacones no parecen ser los más adecuados para moverse sobre una superficie cubierta de pequeños guijarros y desperdigadas zonas de césped.

Le hace gracia pensar como él, estando inmerso en lo que considera una maldición, ha vuelto a cometer el fallo de sentirse el centro del mundo. Su casi olvidado egocentrismo vuelve a hacer su aparición, pero su conciencia ha acabado golpeándole sin miramientos para hacerle entender que el dolor no es exclusividad de nadie. Ver a la chica del gorro blanco ante esa tumba de mármol le constata esa más que clara evidencia. Quizá, si se esforzara, podría conseguir ver las lágrimas desbordando sus ojos, pero se encuentra muy lejos, y las únicas lágrimas que puede percibir son las propias.

La perorata del sacerdote sobre las bondades y las vivencias de quien ahora ocupa el ataúd no hace más que confirmar que nadie de los que ahora rodean la caja de madera de roble tiene la jodida idea de la persona que era en realidad. Él debería acercarse y decir unas palabras, aunque sabe que lo tomarían por algún trastornado si llegase a revelar todos los sentimientos que guarda en su alma.

La decisión que se vio forzado a tomar un mes atrás fue la más difícil de su vida y aún no sabe, ni sabrá, si ha acertado en su juicio. Ayer Kimi no apareció y podría jurar que precisamente hoy no vaya a hacerlo. La verdad es que se ha girado un par de veces pensando que podía aparecer tras él, y realmente hoy no le importaría. Después de haber superado estas intensas semanas que le ha obligado a vivir, creía que vendría a dar también su particular despedida, pero, por lo visto, no va a ser así.

¿Una sonrisa? Ha sido solo un destello, pero la chica que hay ante la tumba ha girado su cabeza, y por un momento cree que le ha sonreído. Solo ha durado un instante que ha pasado tan rápido como el relámpago que acaba de cruzar el cielo, pero cree que así ha sido. ¿O quizá sea lo que le esté haciendo falta ahora que comienzan a bajar la caja hacia su última morada? Sí, seguramente habrá sido eso. Puede ser que su mente se haya encargado de fraguar esa ilusión. La verdad es que no importa, ya que en pocos segundos todo habrá desaparecido y lo vivido en este último mes quedará guardado en lo más profundo de su ser sin que él consiga recordar nada. Tan solo espera no volver a ser la persona que era antes de que esta historia ocurriera. Ha aprendido mucho, pero ¿a qué precio? Cree que su subconsciente lo sabrá aprovechar, por lo menos esa ha sido la teoría de Kimi. Los truenos suenan cada vez con más violencia. Parece que a esos supuestos conocidos y familiares les va a caer una buena.

ZONA DE CONFORT

Seis semanas antes.

Apenas puede abrir los ojos, pero, muy a su pesar, un fuerte olor le obliga a hacerlo. Justo enfrente se encuentra el rostro de una mujer. No tiene ni puñetera idea de quién es, pero su pestilente aliento ha sido el detonador que le ha sacado de su pesado sueño. Fabián se retira con aprensión y se queda sentado en el borde de la cama. Echa un vistazo a su compañera de lecho e intenta por todos los medios recordar las últimas horas de juerga de la noche anterior. Por más que se esfuerza, no puede ubicar a la chica morena de pelo corto que apenas cubre su desnudez con la sábana. Está dormida de lado y permanece abrazada a una almohada mancillada con una cantidad exagerada de rímel y carmín. Fabián la mira con desprecio y, poniendo su mano ante su propia boca, comprueba que su aliento no es mucho mejor que el de ella.

 

Ignora si sus padres se habrán enterado de algo de lo que ha sucedido esta noche, pero, por el tremendo dolor de cabeza, no sería descabellado pensar que su llegada a casa tuvo que ser de todo menos discreta. De todas formas, en la urbanización La Finca están acostumbrados a sus salidas y a sus peculiares llegadas de madrugada. Siempre ha tenido presente que si sus vecinos siguen consintiéndole sus continuas e impertinentes salidas de tono solamente ha sido por el poder que su padre posee en la ciudad de Madrid. El ser juez del Tribunal Supremo ha hecho maravillas respecto a la paciencia infinita que llegan a acumular sus acaudalados vecinos. También conoce, y asume, que cualquiera de los dueños de los chalets que conforman el vecindario puede tener en su haber un poder adquisitivo incluso mayor que el de su padre, pero el poder que otorga el estar a la cabeza del principal organismo legal del país pesa infinitamente más en la sociedad que la suma de millones de euros.

Tras vestirse con una bata, se asoma por la ventana de la casa de invitados en la que lleva sobreviviendo desde hace más de seis años. Su propio padre le obligó a trasladarse a este chalet, que, aunque dentro de la misma finca, está situado a unos cincuenta metros de la casa principal, distancia que para él siempre había sido insuficiente.

No le supuso ningún trauma la decisión de su padre, pues la piscina estaba más cerca de su nueva vivienda que de la de sus padres. La autonomía que le ofrecía su chalet de ciento cincuenta metros no estaba completa. El tener que compartir la misma entrada que sus padres le privaba de la intimidad que él desearía poseer.

Ayer cumplió veintinueve años y la celebración se le fue de las manos. Recuerda muy poco de lo que sucedió a lo largo del día, sobre todo desde que abandonó a sus dos amigos, Néstor y Humberto.

La morena de pelo corto que no deja de moverse bajo sus sábanas no tiene nada que ver con las tres chicas que lo convencieron para que abandonara el último local de copas. La última pastilla que le ofreció aquella rubia de la minifalda de cuero fue la culpable de que se colocase tanto como para que ahora no consiga recordar nada de lo que sucedió. Muchos flashes confusos acuden a su mente, pero en ninguno de ellos aparece la tía que ahora comienza a dar señales de vida.

Fabián se dirige al rincón donde están tirados sus pantalones y, con manos torpes, los registra.

—¡Gracias a Dios está aquí!

Ha encontrado su móvil en uno de los bolsillos de sus vaqueros y respira aliviado. No sería la primera vez que le ocurre, pero en esta ocasión le jodería bastante haberlo extraviado. Uno de los pocos recuerdos que tenía era el instante en el que la chica más explosiva de la primera discoteca le pasó su número de teléfono. Tras comprobar que aún seguía ahí, marca otro número en la pantalla digital.

—Buenos días. ¿Me puedes decir qué hora es?

«Bien —piensa Fabián—, al menos es española».

—No sé a quién estás llamando, pero podías pedir unos huevos fritos revueltos con ibuprofeno.

—Muy graciosa, como te llames, pero estoy pidiendo un taxi.

—¿Vas a algún sitio? Y me llamo Belinda.

La chica bosteza con los brazos en cruz sin mostrar pudor alguno al dejar sus pechos desnudos al aire.

—Precisamente el que se va a ir de aquí no soy yo —responde Fabián con desprecio.

—¡Me parece que no eres más que un grandísimo gilipollas! ¡Sabía que no me podía fiar de ti!

Fabián recibe aquel grito frunciendo los ojos y, tras encogerse de hombros, se prepara todo para liarse un porro frente a la ventana que da al jardín.

—Creo que no te he preguntado tu nombre, y por supuesto que no te voy a dar el mío. Ve vistiéndote, que te vas.

—¡Ya me dijo Marta que eras un cerdo! ¡Y que sepas que ya me dijiste tu nombre anoche, Néstor!

Fabián rompe a reír mientras enciende el porro con un mechero dorado. Le resulta gracioso comprobar como, aun yendo ciego de alcohol y drogas, su cabeza es lo suficientemente precavida para no decir su verdadero nombre en este tipo de situaciones. Pero lo que más gracia le hace es que su mente embriagada haya recurrido al nombre de su mejor amigo para fabricarse una identidad falsa.

—Mira, chica —dice señalando a la calle—, tu taxi acaba de llegar. No le hagas esperar.

Fabián coge un billete de cincuenta euros y lo tira encima de la cama con un gesto de arrogancia infinita. La chica lo mira con cara de desprecio y salta de la cama para acabar recogiendo en un brazado su ropa, que, al igual que la de Fabián, está esparcida por el suelo de la habitación.

—¡No soy ninguna puta, cabrón! —le grita en la cara mientras él se gira dando muestras de que el aliento de la mujer le vuelve a repeler.

—No te pongas así, Valeria o como te llames. El dinero no es por lo que hayamos hecho en la cama, sino para el taxi.

—¡El dinero te lo puedes meter en el culo, y la que se llamaba Valeria era mi amiga, capullo!

La chica abandona la casa de invitados desnuda mientras Fabián la observa desde la ventana mofándose de una escena tan ridícula. Tras dar otra calada al porro, suelta una sonora carcajada mientras contempla como tropieza una y otra vez sobre el césped que rodea la piscina ajeno a los acontecimientos que están por llegar y que cambiarán para siempre la forma que tiene de ver a las mujeres.

Mira el reloj de la pared y comprueba que es la una del mediodía. También se fija en como una persiana de la planta de abajo de la casa principal se cierra de golpe. Ahora sí que es seguro que hoy volverá a tener otra improductiva e interminable discusión con su padre.

Una ducha fría es el mejor remedio para recuperar en parte su habitual compostura, aunque, después de pensarlo un poco, llega a la conclusión de que esa normalidad que pretende conseguir tampoco agradará a su padre lo más mínimo.

Se ha puesto unos pantalones chinos y una camisa de cuadros rojos. Es domingo y sabe que a su madre le gusta que todos acudan a comer vestidos en condiciones, como toda la vida. Después de todo, tampoco pide tanto, y a él no le supone nada hacerlo. De hecho, la ropa de lujo es uno de los vicios a los que más le cuesta resistirse, por lo menos de los que su madre tiene conocimiento.

El salón huele a gambas a la plancha y pulpo a la gallega, pero eso no hace que la tensión que se vive alrededor de la mesa desaparezca mitigada entre los aromas a comida caliente. Fabián aún no ha dicho ni palabra, mientras que su padre pasa rápidamente las páginas de opinión de un periódico sin dirigirle tan siquiera una mirada. Un carraspeo intermitente que comienza a ser molesto sale de la garganta de Roberto. No piensa saludar a su hijo, él tampoco lo espera. Es un hombre que rezuma seriedad, y cada uno de sus 185 centímetros está esculpido a base de disciplina militar. Lleva el pelo cortado a cepillo y sus gafas, pequeñas y rectangulares, le dan un aspecto severo al tiempo que jovial. Su mujer no deja de aconsejarle que se tiña el pelo de algún color, pero él siempre se ha mostrado reacio a ceder a semejante superficialidad. No está en sus prioridades el presumir de su aspecto. Además, como él suele decir, las canas le otorgan un estatus ante sus compañeros de toga que un ridículo tinte echaría por tierra.

La gran mesa ovalada está situada en un altillo al que se accede por tres peldaños que cruzan de lado a lado, dividiendo en dos el espacioso salón. El padre de familia preside la mesa fabricada en madera de roble y justo enfrente tiene a su hijo. Desde que cumplió los dieciocho años ha sido así, arrebatando el lugar a su madre, que, con sumisa devoción, ocupa la silla al lado derecho de su esposo. Todo está perfectamente estructurado y ninguno de ellos se atrevería a cambiar por capricho el lugar asignado.

En el lado izquierdo de Roberto se encuentra un anciano que no deja de juguetear con los cubiertos mientras saborea un vino blanco. Se trata de Juan, el hermano mayor de la madre de Fabián y, por ende, su tío. No tenía mucho trato con él, pero en alguna que otra ocasión habían mantenido alguna conversación que casi siempre acababa subida de tono debido a los tintes sexuales a los que este hombre, prematuramente senil, acababa recurriendo por inercia. Su cojera y su sordera tampoco ayudaban a que las relaciones fuesen fluidas, pero lo que peor llevaba el tío Juan eran las caras de desprecio que en más de una ocasión le enviaba el juez. Roberto nunca había tenido una buena relación con su cuñado, pues este había llevado una vida que para él no había sido la más ejemplar. Sus tres divorcios, a los que se vio abocado por su gusto por las prostitutas y el alcohol, no eran la mejor carta de presentación para un hombre dedicado a implantar el estricto cumplimiento de las leyes. Una trombosis fue el detonante por el cual María Luisa decidió llevárselo a vivir con ellos, lo que provocó en la pareja decenas de broncas que siempre acababa ganando ella.

María Luisa es una mujer de su tiempo y la diferencia de edad con su esposo resulta más que evidente. Solo se llevan cinco años, pero Fabián cree que están a miles de kilómetros el uno del otro. María Luisa practica todas las variedades de deporte imaginables y desde siempre ha sido la que ha obligado a Fabián a visitar el gimnasio del centro al que ella es asidua. Él al principio se opuso, pero cambió de opinión al ver como el elitista centro deportivo estaba a reventar de guapísimas mujeres jóvenes, atléticas y, cómo no, con unas tarjetas de crédito sin límite en el interior de sus bolsos de Louis Vuitton dispuestas a ser usadas a discreción, sin control alguno.

Desde que él puede recordar, su madre siempre ha tenido el pelo rubio, pero sabe muy bien, gracias a las fotos del álbum que ella guarda en el armario de su alcoba, que desde muy joven comenzó a tener el pelo blanco, por lo que el tinte es algo vital e irremplazable para mantener su imagen a salvo de cuchicheos.

Fabián sigue ojeando el móvil sin alzar la cabeza. Su madre está ayudando a poner la mesa a Luciana, la criada. Suele hacerlo cuando la cosa se pone mal entre padre e hijo. Al pasar por su lado, toca el hombro de Fabián para intentar suavizar la tensión, aunque imagina que no tendrá éxito en su propósito.

—Tengo dos llamadas de teléfono en mi contestador. ¿Adivinas de quién?

Fabián se recoloca en la silla haciendo un gesto de hastío y se sirve un poco del vino blanco del tío Juan.

—Imagino que habrá sido el cabo primero y el tonto de las hamburguesas.

Roberto da un golpe en la mesa y varios cubiertos caen al suelo. Fabián sabe perfectamente que uno de ellos es un general de brigada que sirvió junto al mismísimo rey don Juan Carlos y el otro es un empresario propietario de una cadena de restaurantes de comida rápida repartidos por toda España y que, por desgracia para él, comparte con ellos vecindad.

—¡Son amigos míos y no voy a permitir que sigas dejándome en mal lugar ante ellos!

—¡Yo no tengo la culpa de que parezca que esos dos tíos no hayan tenido juventud! ¡Si quieren ser unos amargados, que lo sigan siendo y que dejen vivir a los demás!

—¿Ves? —dice Roberto dirigiéndose a su mujer, que acaba de llegar cargada con una sopera de plata—. Todo esto es culpa tuya. Deberíamos haberle echado de casa hace años.

María Luisa no sabe cómo reaccionar y mira a su hijo con una expresión de reproche que prácticamente queda oculta tras un gesto innato de sumisión.

—¡Estoy en casa! —La voz procede del patio y al momento por la puerta entra un chico alto y desgarbado al que pareciera que la pubertad hubiese estirado de él con especial inquina convirtiéndolo en un delgaducho jovenzuelo rubio de ojos azules—. Hola, mamá.

El chico da un beso a su madre, pero solo alza la mano para saludar al cabeza de familia.

Se trata de Daniel, el único hermano de Fabián. Atraviesa la complicada edad de diecisiete años y eso es algo que tiene alteradas cada una de sus hormonas. Las broncas de su padre respecto a sus estudios son tomadas como auténticas agresiones personales y no duda en refugiarse bajo el paraguas cobijador, comprensivo y gratuito de su hermano mayor.

 

Esta casa se divide claramente en dos bandos y los puñales que exhiben se mantienen perfectamente afilados. La madre es la única que intenta hacerles comprender que no tienen por qué estar siempre en continua batalla, pero ninguno de ellos ha accedido a bajar la guardia. María Luisa suele situarse en terreno de nadie e intenta arbitrar este caótico partido que día a día se hace más insoportable.

Daniel lanza la mochila sobre uno de los sofás y se dirige hacia su hermano. Este lo recibe con euforia y los dos se unen en un abrazo que su padre vigila con recelo.

—Has tardado mucho en venir, enano.

—Me he cargado a Cristian al pádel. Cada vez juega peor. Esta mañana parecía que no hubiese tocado una raqueta en su vida.

—Eso es porque yo te he enseñado todo lo que sabes, hermanito. ―Fabián revuelve enérgicamente el pelo de su hermano.

—Lávate las manos y siéntate a la mesa.

Daniel obedece a su madre y se dirige, tras librarse de los brazos de Fabián, hacia uno de los baños de la planta baja. Su hermano lo observa con añoranza. Aún recuerda cuando nació. Él tenía doce años, y nueve meses antes no se había tomado la noticia del embarazo de la mejor forma posible. No era para menos, cuando se pensaba que era el dueño y señor de la casa, de pronto, descubrió que sus padres aún seguían manteniendo relaciones sexuales. Sí, ahora lo ve con normalidad, pero a punto como estaba de entrar en la pubertad, no podía admitir que sus padres hiciesen en la cama lo que él ni tan siquiera había podido acariciar con sus pensamientos.

El rencor, envidia o pelusa, que era como le gustaba llamarla su madre, no desapareció al nacer Daniel. Todo lo contrario. Todas las lisonjas y adulaciones a esa ridícula criatura de color rosado eran recibidas por el joven con muestras de desprecio y de rencor. Fueron pasando los años y la relación entre ellos no iba a mejor. Fabián mostraba todo un arsenal de reproches hacia su hermano pequeño, que este era incapaz de comprender ni de asimilar.

Cuando cumplió los doce años hubo un cambio brusco en su particular relación. Fabián tuvo que ir a recogerle al colegio y fue testigo de cómo uno de los matones del patio, perteneciente a un curso superior, lo arrastraba por el suelo tras agarrarle de la capucha de su chándal. No sabe lo que ocurrió en esos instantes dentro de su cabeza, pero una alarma saltó en su pecho y su dormido instinto protector de la familia surgió sin que tuviese tiempo de pensar qué era lo que estaba haciendo. Saltó por encima de dos coches para llegar hasta donde ese desgraciado, que tenía que rondar los quince años, estaba humillando a su hermano pequeño.

Ante la asombrada mirada de Daniel, Fabián agarró de la pechera al grandullón del colegio y lo estrelló contra la pared más cercana. Cada queja que el grueso chico intentaba lanzar contra su atacante era contestada con una bofetada que le giraba la cara. No podía detenerse y las lágrimas del chico no le servían a Fabián para otra cosa que no fuese para seguir alterándose.

Con la última bofetada, el matón cayó al suelo sin esconder sus raquíticos y penosos sollozos ante los mirones que observaban con morbo la ridícula situación de aquel capullo que se encargaba de aterrorizarlos en el patio de recreo.

Ese momento fue crucial para ambos hermanos. Para Fabián significó el despertar de su instinto de hermano mayor y supo que jamás dejaría que nadie hiciera daño a aquel pequeñajo endeble y esmirriado. Y cómo no, para Daniel fue el primer día en el que fue consciente de que tenía a alguien a su lado para lo que le hiciese falta.

Hasta ese momento, Fabián había sido el otro matón que le amargaba la existencia en el ámbito familiar, pero ahora se acababa de convertir en su héroe personal. Cada una de las hostias estrellándose en el careto de aquel pringado le hizo multiplicar la admiración hacia su hermano mayor.

En doce años ni se le había ocurrido que Fabián podía ser su referencia, pero ahora no solo lo era, sino que se había convertido en el estandarte que iba a seguir de por vida. No le importaba lo que hiciese, él siempre le daría la razón en todo y estaría a su lado para ayudarle en cualquier contrariedad que le surgiese, tal y como había hecho por él.

Fabián se había convertido en el modelo a imitar. Su forma de hablar y vestir se veía reflejada en el influenciable joven, y no hace falta decir que eso era una de las cosas que su padre percibía con más rechazo.

Fabián no era precisamente el icono perfecto al que imitar, y Roberto se lo intentaba hacer ver, una y otra vez, con diversos reproches y ejemplos. Sabía que todos los consejos y razonamientos podían caer en saco roto, pero no iba a permitir que un hombre supuestamente maduro, con veintinueve años y sin un trabajo fijo, pudiera servir de ejemplo para nadie, y mucho menos para su hijo menor.

Tal vez se había equivocado en la forma de criar a su primogénito. El rígido reglamento que quiso imponer a Fabián desde su nacimiento no fue el más adecuado, pero en aquella época, a un joven abogado que siempre había estado influenciado por las leyes, no se le había pasado por la cabeza otra forma de llevar a cabo la educación de su primer hijo. En su casa siempre se había respirado el respeto que cada ciudadano debe tener hacia la ley y no existía ningún argumento que pudiese ir en contra de ese ideal.

Roberto obligó a Fabián a estudiar derecho, y este lo rechazó desde el minuto uno. Las hormonas no hacían más que poner zancadillas a cada uno de los planes que su padre pudiese tener para él. Fabián se caracterizó desde un primer momento por la facilidad que tenía para memorizar textos, por lo que su padre se forjó la ilusión de que seguiría una carrera de letras.

Roberto rememoraba aquellos tiempos con una tristeza infinita y no podía comprender cómo todo lo referente a la educación de su hijo se le había podido ir de las manos de aquella manera tan dramática y exasperante. Muchas veces intentó volver atrás para buscar ese detalle, ese instante en el que todo cambió, pero por más que indagó en los rincones de sus recuerdos, nunca lo encontró.

Fabián ingresó en la universidad y todo parecía ir de maravilla. Solo le quedaba un año para conseguir la licenciatura y fue ahí donde su cabeza cambió. En realidad, ya lo había hecho mucho antes, casi en la pubertad, pero fue en ese momento de su vida cuando se decidió a enseñar su cara oculta, esa que no podía sacar nada más que delante del espejo cuando estaba a solas en su cuarto. Ahí fue cuando perdió una cosa que él pensaba que nunca podría perder: el miedo hacia su padre.

Quizá las primerizas drogas blandas habían ayudado a que el respeto que sentía hacia su padre fuese desapareciendo calada a calada. Roberto no podía hacer otra cosa que observar con impotencia como el hijo que él creía tener bajo su manto protector se le escapaba como el agua de un hielo derritiéndose en su férrea mano.

Esa firmeza que él pensaba que se debía usar para conseguir un grado de respeto aceptable le había servido para creer que, solamente por imposición, su hijo se iba a convertir en un clon suyo. Roberto no lo sabía, pero estaba creando el caldo de cultivo perfecto para que Fabián recurriese a su instinto de protección. Fabián fue fallando hasta en las mínimas pretensiones de su estricto padre y, ante sus incrédulos ojos, se fue convirtiendo precisamente en las antípodas de lo que el juez había previsto para su hijo.