Loe raamatut: «La alhambra; leyendas árabes»
LEYENDA I
EL REY NAZAR
I
LA COLINA ROJA
Por los tiempos en que acontecian los sucesos que vamos á referir, esto es: por los años de 1240 de la era cristiana, y 637 de la Hegira1, el monte en que se levanta la Alhambra, tenia un aspecto enteramente distinto del que hoy tiene.
No se veian las esbeltas torres orladas de puntiagudas almenas, con sus estrechas saeteras y sus bellos ajimeces calados; ni los robustos muros que enlazan estas torres; ni las cúpulas destellando bajo los rayos del sol los cambiantes de sus tejas de colores; ni la torre de la Vela con su campana pendiente de un arco, ni el palacio del Emperador, ni el bellísimo Mirador de la Sultana, ni mucho menos la modesta torre de la iglesia de Santa María: ni siguiendo la ladera del monte de la Silla del moro, el verde y florido Generalife con sus galerías aéreas, y su altísimo ciprés de la Sultana, ni más allá, sobre el Cerro del sol, el famoso y resplandeciente palacio de los Alijares.
Nada de esto existia aun: solo se veía una colina áspera, pedregosa, de color rogizo, cubierta de retamas y espinos; en el estremo occidental, de esta colina se alzaba únicamente una vieja torre, especie de atalaya de origen y antigüedad dudosos; pero que conservaba algunos vestigios de haber andado en su construccion los fenicios; y en la parte media de la colina, en la direccion de Este á Sur, las ruinas de un templo romano consagrado á Diana.
Esta colina se llamaba la Colina Roja.
A escepcion de las ruinas del templo y de la atalaya, ninguna otra habitacion humana se veía en ella, y en cuanto á los montes que mas adelante se llamaron la Silla del moro y el Cerro del sol, estaban completamente abandonados á los lagartos y á los grillos.
En las ruinas del templo no habitaba nadie, como no fuese momentáneamente algun bandido ó cazador furtivo, ni en la atalaya vivian mas que algunos soldados moros, que desde aquella altura observaban la Vega y las fronteras, para avisar el peligro en el caso de que los cristianos fronterizos hiciesen alguna entrada.
No era, sin embargo, esta la única torre fuerte que existía en Granada: en la colina que entonces se llamaba de Albunest, y hoy de los Mártires, se alzaba el castillo de las Torres Bermejas, dentro de cuya jurisdiccion murada, se encerraba una pequeña poblacion llamada Garnat-Al-Jaud, ó Granada la de los judíos, y sobre la colina en que se estendia el Albaicin, teniendo á sus faldas el Zenet y el barrio del Hajeriz2 se alzaban los fuertes muros y las torres chatas, cuadradas las unas, redondas las otras, de la alcaza Cadima, y mas allá el antiguo palacio que antes de la construccion de la Alhambra habitaban los emires árabes, y los primeros reyezuelos moros de Granada, construido por Aben-Habuz, y llamado por él mismo Casa del Gallo de viento.
Pero á pesar de la aridez y soledad de la Colina Roja, el panorama que desde ella se descubria era encantador; procuraremos describirle, si es que pueden describirse aquel cielo radiante, que parece transparentar en su límpido azul la luz de los ojos de Dios: el verdor inmarchito de aquella tierra de bendicion: la nítida blancura del manto de nieve de las montañas y su puro matiz de cobalto, procuraremos hacer sentir á nuestros lectores la belleza sin igual de aquel jardin de delicias, que sirve de alfombra mágica al trono de la hermosa ciudad á quien llamaban los moros, la cándida y la clara.
Levántase al Oriente una montaña altísima, siempre cubierta de nieve, á la que sirven de base, grupos de montañas azules, escalones maravillosos de aquella maravillosa pirámide construida por la palabra de Dios: esta montaña es Sierra Nevada: nace en ella el Genil, que torciéndose entre valles odoríferos, bajo la sombra de los álamos, orlado de flores, arrastra su clara corriente sobre arenas de plata, y desemboca en la estendida Vega, atravesándola en toda su estension hasta los montes de Loja, aumentando su corriente por el raudal del humilde Darro, que se une á él á los pies de Granada, habiendo atravesado antes, desde su nacimiento, pintorescos valles, y dividido la Colina Roja del barrio del Hajeriz, con sus ruidosas linfas, que ruedan sobre arenas de oro.
Y esta magnífica llanura que se llama la Vega, que nace á los pies de Sierra Nevada y se estiende hasta la volcánica Sierra Elvira, deja ver desde la Colina Roja, bajo el diáfano horizonte que recortan las lejanas sierras al Poniente, sus mil aldeas blancas como nidos de tórtolas, con los humildes campanarios de sus iglesias, con los leves penachos de humo de sus hogares, entre bordaduras de colores, que tales parecen las alamedas con su verde esmeralda, los olivares con su verde oscuro, los riachuelos y las acequias que brillan entre los sembrados, cuya diversidad de matices hace parecer á la Vega, valiéndonos de una frase muy usada por nuestros poetas, un chal de colores bordado de plata, y luego levantándose en anfiteatro sobre aquella Vega, á la derecha y á la izquierda de la Colina Roja, dos montes cubiertos por la poblacion mora; y en esta poblacion brotando entre las casas, como ramilletes en su búcaro, grupos de cipreses, de naranjos, de limoneros; y entre estas casas con sus pardos tejados, y entre estos ramilletes de verdura con sus vivos esmaltes, torreones altivos y robustos muros, campanarios y miradores: y sirviendo de dosel á todo esto el Cerro de Santa Elena, y el del Aceituno, y la Silla del moro y el Cerro del Sol; y sobre este, al otro lado de un Occéano de aire y de luz la Sierra Nevada, que viene á ser el diamante del magnífico anillo de montañas que rodean á Granada y á la Vega.
Quien no ha visto el cielo de Granada no puede comprender hasta qué grado de luz y de esplendor alcanza el dia: quien no ha visto sus árboles, no puede saber á cuanta fuerza de esmalte alcanza la vegetacion, quien no ha dormido entre flores, al lado de una fuente, en los cármenes3 del Darro, no puede formar una idea de hasta donde puede ser armonioso, ese himno que consagra la creacion al Creador, en el magnífico acorde de los pájaros que cantan, las frondas que zumban, los arroyos que murmuran, los insectos que vuelan, el aura que suspira en largas é indolentes ráfagas. Andalucía es el jardin del mundo, y Granada es el edem de Andalucía.
Pues bien: esas sierras blancas ó azules, esa vega matizada, esas aldeas que salpican esa vega, esos rios que la atraviesan, esas colinas cubiertas de casas, de jardines, de torreones, y el firmamento azul que alumbra con su radiante luz todo este maravilloso conjunto, es el panorama que se veía hace mas de seis siglos desde la Colina Roja, y que se ve hoy, aunque modificado en la parte de poblacion por los cambios que el tiempo efectúa en las obras de los hombres.
Por la situacion de la colina en que ha sido construida, por el panorama que desde ella se descubre, por el cielo que la alumbra, la Alhambra es el alcázar mas bellamente situado del mundo.
En 1240, si bien Granada era ya la perla de los musulmanes españoles, si tenia cuanto bello y maravilloso puede producir la naturaleza, la faltaba el magnífico acrópolo que debia ser la corona de magestad de la reina de Occidente.
Este acrópolo debia ser la Alhambra, y lo fué.
Hemos contraido el empeño de relataros la historia de ese alcázar maravilloso: no esa historia árida y severa que solo se ocupa de sangrientas conquistas y horrorosas catástrofes; no la historia de la construccion con su lento desarrollo y la insoportable descripcion del edificio, detalle por detalle, sino la historia romancesca, con todo su palpitante interés: queremos recoger, compilar en un solo libro, los dramas que en el recinto de aquel alcázar se han representado; queremos recoger en una copa todas las lágrimas que en él se han vertido; queremos haceros sentir, aspirar, los estremecimientos, los latidos de los corazones que allí han amado, que allí han odiado, que allí han sufrido; queremos consignar las hazañas y las traiciones que allí han tenido lugar; queremos hacer pasar delante de vuestra vista, como los espectros de una linterna mágica, los reyes, las sultanas, las esclavas del harem, las leyendas de encantamentos, los misterios de cada uno de aquellos retretes, las citas de enamorados en aquellos sombrosos y floridos jardines, al rayo de la luna; queremos levantar delante de vosotros generaciones muertas, y presentároslas llenas de vida, con su generoso valor, sus amores, sus ódios, su civilizacion y su grandeza; queremos, en fin, que sepais cuánto vale el pasado de ese alcázar que se asentaba sobre cuatro montes, y del cual solo queda hoy una pequeña parte mutilada.
Tal es el difícil empeño que hemos contraido: para llevarle á cabo, es necesario que nos anticipemos á la construccion de la Alhambra.
Por eso os hemos llevado al sitio en que fué construida.
Por eso al llevaros á la Colina Roja, os la hemos presentado árida y desierta.
II
LA CASITA DEL REMANSO
Era el oscurecer de una lánguida tarde de primavera.
Los soldados moros que hasta entonces habian vagado alrededor del viejo torreon de la Colina Roja, habian penetrado en él; se habia cerrado su puerta de hierro, y poco despues una espiral de humo habia aparecido saliendo de una saetera junto á las almenas.
En las ventanas de las casas de la Villa de los judíos y del Albaicin, empezaba á verse acá y allá el reflejo de las lámparas en el interior de las habitaciones.
La luna llena, con su bello color nacarado, asomó sobre la cumbre de la Sierra Nevada, se elevó lentamente é inundó con su blanda luz las distantes montañas, perdidas tras la neblina, la vega cubierta con un velo de vapores, y la ciudad que levantaba como fantasmas sobre las colinas sus torreones y sus alminares.
La Colina Roja estaba desierta; pero un momento despues de la salida de la luna, quien hubiera estado oculto entre las retamas y los jaramagos que cubrian las ruinas del templo de Diana, hubiera visto aparecer por entre una oscura grieta, enteramente cubierta de espinos, una forma humana.
Miró con recelo en torno suyo, y cuando vió que la Colina estaba completamente desierta, adelantó recatadamente, y deslizándose por entre las escabrosidades del terreno, atravesó la cima y bajó á la carrera por la vertiente que iba á concluir en el valle del Darro.
Luego siguiendo la corriente del rio arriba, atravesando con frecuencia su escaso raudal, que serpeaba entre los altos barrancos que se llaman todavía las Angosturas del Darro, continuó su marcha por espacio de una hora, y no se detuvo sino en un lugar donde el rio hacia un profundo remanso, apilando su corriente como en un estanque, en una ancha y profunda hondonada del terreno.
El lugar en que el incógnito se habia detenido, era sumamente pintoresco; anchas y tupidas cortinas de yedra cubrian las cortaduras de aquel ensanchamiento circular que tenia la forma de un gigantesco anfiteatro. Las dos estrechas aberturas por donde entraba y salia el rio, estaban unidas como por un pabellon flotante, por cortinages de enredaderas que descendian hasta la corriente: sobre los bordes de las cortaduras, como verdes cabelleras, se levantaban las frondas odoríferas de los árboles frutales; brillaba la luna en la tranquila agua del remanso, y en los blancos muros de una casita que se veia en la márgen opuesta entre álamos y cipreses: delante de esta casa se veia un jardin, el perfume de cuyas flores traia consigo el aura de la noche, y un ruiseñor enamorado cantaba entre la espesura uniendo sus cadenciosos trinos al monótono murmullo del rio.
Al lado opuesto en la estrecha faja de arena pedregosa que dejaba libre el remanso, se veia una negra abertura entre la maleza, que servia sin duda de entrada á una gruta.
El incógnito miró en torno suyo, y despues de contemplar indolentemente cuanto le rodeaba, se sentó sobre una gruesa piedra á la orilla de las aguas.
La luna le iluminaba de lleno con su blanca luz.
Era un mancebo como de veinte años: por su apostura, por la espresion de su semblante y por lo rico de sus vestidos y de sus armas, podia decirse que pertenecia á una poderosa y nobilísima familia mora.
Examinémosle, puesto que la luna nos alumbra, y la soledad y la belleza del sitio nos convidan al reposo.
Era blanco como la espuma de las aguas, y de formas delicadas y hermosas como las de una dama: sus ojos negros brillaban en una mirada indolente, pero fija, poderosa, audaz; ni el mas ligero bozo asomaba en su semblante de niño, á pesar de que su aventajada estatura, y lo robusto y desarrollado de sus miembros representaban á un hombre: un casco de plata con arabescos de oro y esmaltes de colores cubria su cabeza: ceñía su pecho un coselete de Damasco, bajo una túnica corta de brocado, sujeta á la cintura bajo una faja de la India: en esta faja se veian atravesados un largo yatagan y un puñal; vestia calzas de grana, y ceñian sus pies borceguíes de cuero de Marruecos bordados de oro: por último, llevaba pendiente de su costado izquierdo una aljaba con flechas, y se apoyaba en un largo arco de acebo.
Este jóven á la luz de la luna relumbraba: parecia en aquel lugar tan ameno, tan fresco, tan lánguidamente sonoro, un antiguo caballero encantado por una hada celosa.
Sentado sobre la piedra, apoyado el estremo del arco en la arena, afirmada la mano en el arco y reposando la cabeza en el brazo, el mancebo estuvo mirando fijamente la blanca casita que entre los álamos y los cipreses se veia al otro lado del remanso al rayo de la luna.
Ni el mas leve ruido salia de ella; ni en sus galerías ni en sus ajimeces se veia el reflejo de una luz.
O aquella casa estaba inhabitada, ó sus moradores, á pesar que era el principio de la noche, se habian entregado ya al reposo.
Pero de repente, una voz de mujer, mas dulce que la del ruiseñor que cantaba en la espesura, mas grave que el murmurio del rio, mas suspirante que el gemido de las brisas, cantó poco despues de la llegada del mancebo como para demostrar que todos los habitantes de aquella casa no estaban entregados al sueño.
Hé aquí el romance que aquella voz cantó al son de una guzla; romance cuyas palabras llegaron claras, distintas y tentadoras á los oidos del mancebo.
Del encantado palacio – de las Perlas soy el genio,
y esperando mis amores – envuelta en su encanto duermo.
Guárdanme como la joya – del avaro entre el misterio
de tenebrosos conjuros – velada en niebla y silencio.
Ven, ¡oh, lumbre de mis ojos, – que me abrasas en tu fuego,
y para tí mi hermosura – y mis alcázares tengo!
Soy virgen y de mi frente – dicen que mata el destello,
en dulce encanto de amores – ó en triste penar de celos.
Son mis alcázares reales – la maravilla del tiempo,
y en motes de amor tu nombre – está en dorados letreros
en cintas de azul y grana – escrito en sus aposentos.
Regaladas alkatifas – para tu descanso tengo,
y velarán blancas gasas – de tus amores el sueño.
¡Ven, esposo de mi vida! – ¡Regalado sol que anhelo!
¡Ven! mis alcázares tienen – para tí sombra y silencio,
y en ellos con mis amores – luz de mis ojos te espero.
El jóven escuchó trasportado este romance, sus ojos se animaron gradualmente, y cuando la voz cesó, se levantó de una manera nerviosa, dejó caer el arco, y estendió sus brazos hácia la blanca casita.
– ¡Oh! tú quien quiera que seas, esclamó, muger ó hurí, fruto bendito de una muger, ó arcángel del sétimo cielo; héme aquí que es la tercera vez que abandonando á mis guerreros vengo en tu busca: héme aquí ciego sin la luz de tu hermosura, y si no apagas con tu amor la sed de mi corazon, moriré como la triste florecilla á quien faltan los rayos del sol.
Apenas habia pronunciado el jóven estas palabras, cuando revoló, viniendo no sabemos de donde, alrededor de su cabeza un enorme buho. Al sentir el ruido de sus alas el mancebo se estremeció: al verlo recogió el arco que habia dejado caer, armó en él una flecha y la asestó al pájaro nocturno; este se precipitó en un largo vuelo sobre la casita blanca, y penetró en ella por el oscuro arco de un ajimez; la flecha disparada por el mancebo penetró por aquel mismo ajimez en la casita.
Entonces el jóven creyó oir una carcajada leve, que al parecer salia de la casa; carcajada burlona, intencionada, cruel, en que habia algo de desesperado, algo de insensato.
– ¡Siempre! esclamó: ¡siempre ese pájaro maldito! ¡en mi torreon de Loja, en las ruinas del templo romano, aquí! ¡y esa carcajada que me hiela la sangre y que me parece una amenaza!.. ¡Una amenaza! ¿y por qué?
En aquel momento cayó á los pies del jóven, enviada sin duda de la casita, la misma flecha que habia disparado; en las plumas de la flecha se veia enrollado un pergamino.
Recogió la flecha el jóven, desató el pergamino, le desenvolvió, le leyó á la luz de la luna, y vió que decia:
«Si me amas y vienes por mis amores, encaminate á la gruta que tienes á tus espaldas.» – Bekralbayda4.
El jóven besó la carta; arrojó otro beso á la casita, puso la flecha en la aljaba, y se dirigió hácia la oscura gruta esclamando:
– ¡Oh! ¡bendito sea el buho, por quien ha penetrado mi flecha hasta la doncella de la frente pálida!
III
LA DAMA BLANCA
Pero cuando el mancebo llegó á la entrada de la gruta, se vió precisado á romper con su yatagan, para abrirse paso, las tupidas zarzas que la cubrian.
Despues penetró de una manera resuelta en el oscuro antro.
Por algun tiempo descendió en línea recta por una estrecha y resvaladiza rampa: luego se vió obligado á volver y revolver oscurísimas sinuosidades, por una pendiente mayor y mas resvaladiza, y al fin la inclinacion del terreno se hizo tal, que perdió los pies, resvaló y se sintió descender de una manera violenta.
Entonces se acordó del buho, de la carcajada, de cien supersticiosas consejas musulmanas: se retiró, é invocó á Dios: hubo un momento en que creyó que el terreno le faltaba, que caia despeñado en un abismo, dió un grito de espanto y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí se encontró en un magnífico lecho de pieles de tigre y respiró una atmósfera impregnada de perfumes: lo primero que vió ante sí fué una alta figura blanca que estaba de pié é inmóvil delante de él á los pies del lecho.
Era una muger.
Pero una muger hermosísima, irresistible á pesar de que habia pasado de su primera juventud.
Sin embargo, y aunque parecia contar mas de treinta años, su semblante blanco, nacarado, pálido, un tanto demacrado, exhalaba de sí tal fuerza de vida, que hacia bendecir á Dios que habia creado una criatura, en la cual parecia haberse estacionado la juventud mas brillante.
Sus negros ojos fijos en el príncipe, con una espresion ardiente y melancólica, brillaba con no sabemos qué fuego dulce, concentrado, bajo la sombra de sus negras y convexas pestañas: su boca entreabierta, por la que parecia salir una alma llena de sufrimiento y de dolores en un continuo suspiro, dejaba ver sus voluptuosos labios contraidos por una triste sonrisa y pálidos como sus megillas: por último, sus largos y brillantes cabellos caian en flotantes rizos sobre sus hombros y sobre sus espaldas, y era alta, esbelta, magestuosa, y vestida únicamente con una larga túnica de lana blanca, sujeta en el cuello, de mangas perdidas y suelta enteramente hasta cubrir los pies, ocultando las formas de aquella singular belleza bajo su ancha plegadura.
Ni un solo adorno, ni una joya, ni una flor se veia sobre esta muger.
En su mano derecha tenia una lámpara de plata.
Jamás habia visto el jóven una figura tan hermosa, tan imponente; de aspecto tan sencillo, á un tiempo.
La habitacion en que se encontraba era tambien severa y sencilla, pero rica; cuatro paredes labradas de arabescos dorados sobre fondo blanco, y una cúpula de estalácticas, blancas tambien, con filetes de oro: la puerta de arco de herradura estaba cubierta por una cortina blanca de seda y oro, y de seda blanca y oro eran tambien los divanes que orlaban las paredes, y la alfombra que cubria el pavimento.
Debemos advertir que en aquellos tiempos entre los moros, el vestir completamente de blanco era una señal de luto, y que se admitia en el luto el oro, como se admite ahora en los negros túmulos de las iglesias y en las lápidas de las tumbas.
Esta estraña muger y esta habitacion, produjeron en el jóven el mismo efecto que produciria en nosotros una persona enteramente vestida de negro, en una habitacion enteramente negra tambien con adornos dorados.
La impresion de todo esto al volver en sí preocupó al jóven; pero lo que mas le preocupó, cuando de la dama enlutada pasó su vista á la habitacion, fué ver sobre sus armas, que estaban en un divan, un buho enorme que dormia sobre una de sus patas, teniendo escondida la otra entre su plumage.
El jóven se incorporó violentamente y fijó una mirada vacilante en la dama enlutada, cuyas negras pupilas estaban fijas en él, destellando en su oscuro foco, una chispa de fuego intenso y opaco.
– ¡Oh! ¡hermoso! ¡hermoso como su padre! esclamó aquella muger con una voz tan ardiente que el jóven se estremeció.
– ¿Quién eres tú, que has nombrado á mi padre? esclamó.
– ¡Yo soy la maga de las humbrías! contestó la enlutada.
– ¡La maga de las humbrías! esclamó el jóven.
– Sí, dijo la dama sonriendo tristemente; yo soy la maga de las humbrías.
Hubo un momento de solemne silencio, durante el cual continuaron cruzándose y confundiéndose las miradas de la dama y del jóven, que se sentia arrastrar por un poder desconocido hácia aquella muger.
– No, tu no eres maga, la dijo: tu no eres un espíritu maldito: la amargura con que me has contestado me lo prueban, tu eres una muger que sufres y lloras.
– Las lágrimas han hervido en mi corazon y se han secado, respondió aquella muger.
El jóven se levantó, se acercó á la dama, la tomó una mano que ella no retiró.
– ¿Por qué quieres engañarme? la dijo con dulzura; en el momento en que abrí los ojos me aterró esta desolacion; el luto que te cubre, el que reviste estas paredes: creí haber cerrado los ojos á la vida; que el puente de Sirat5 que todos hemos de pasar, se habia abierto para mí, y que me encontraba en las regiones de la eterna sombra: ¡y luego ese buho!
– Ese buho es mi compañero.
– Ese buho ha revolado tres veces en derredor de mi cabeza cuando me encontraba junto al remanso del rio.
– El desdichado sale de noche, vuela, se pierde entre las espesuras, asusta á los murciélagos y se vuelve á dormir.
– Ese buho se precipitó en la casa blanca que está al otro lado del remanso, entre los cipreses.
– En esa casa le conocen y le aman.
– Tras ese buho entró en esa casa por un ajimez una flecha mia.
– ¡Hé aquí la maldad humana! ¡el hombre destruye por el placer de destruir! ¿Qué daño le habia hecho ese pobre pájaro?
– Antes de que te conteste respóndeme á una pregunta: ¿me conoces tú?
– No te he visto hasta ahora y sé tu nombre.
– ¿Por tu ciencia de maga?
– Sí, por mi ciencia, dijo la dama repitiendo la estraña sonrisa que le era peculiar.
– ¿Y quién soy yo?
– Tu eres el príncipe Sidy Mohammet-Abd'Allah, hijo y compañero en el mando del poderoso Sultan de Andalucía, Nazar-ebn-Al-Hhamar el magnífico.
Y el acento de la dama, al pronunciar el nombre del Sultan de Granada, era amargo y doloroso.
– Sí, yo soy; pues bien: voy á decirte ahora por qué me horrorizan los buhos.
La dama hizo un leve mohin de impaciencia.
– Dicen nuestros viejos que el dia en que nació mi padre, en la fiesta de las buenas hadas, cuando todos los circunstantes estaban alegres y regocijados, un buho entró en la sala y apagó las luces: aquella noche mi abuela murió á consecuencia del alumbramiento.
– ¡Ah!
– Siendo mozo mi padre, salió la primera vez en algara contra cristianos: era de noche: un buho revoló tres veces alrededor de su cabeza, y mi padre fué gravemente herido en el combate.
– ¿De modo que tu padre, el poderoso sultan Nazar, dijo con profundo acento la dama; el invencible, el fuerte, acabó por estremecerse al nombre solo de una de esas alimañas?
– Déjame continuar. Conoció mi padre allá en los años de su juventud una princesa africana (esto me lo ha contado muchas veces con las lágrimas en los ojos) que habia ido á Córdoba á buscar en la ciencia de sus sabios la curacion de una grave dolencia.
– ¿Y de qué adolecia esa princesa? preguntó con indolencia la dama que conceptuando que la relacion seria larga, puso la lámpara en un nicho calado y se sentó en un divan.
– La princesa africana adolecia de tristeza, contestó el príncipe sentándose á los pies del lecho: del mismo mal de que adolezco yo.
– Ocupémonos ahora de la dolencia de la princesa, que tiempo tendremos de llegar á la tuya. Continúa.
– La princesa, mejor dicho, la sultana6 Leila-Radhyah7 habia ido á Córdoba acompañada por uno de los wacires de su padre, Mohamet Al-Mostansir-Billah, rey de Tlencen y servida por un número considerable de hermosas esclavas.
– Por lo que veo tu padre el poderoso Nazar tiene harto presente el nombre de esa sultana. ¿Cuándo te refirió tu padre esa historia?
– Hace un año, al proclamarme su heredero, y hacerme su partícipe en el gobierno del reino.
– Continúa.
– Ya te he dicho que la sultana Leila-Radhyah, habia ido desde Tlencen á Córdoba, á buscar alivio á su dolencia: pues bien, la noche antes de que la princesa llegase á las fronteras de Córdoba, un buho entró por la ventana del aposento donde dormia mi padre, batió las alas sobre su cabeza y le despertó.
– ¿Y qué desgracia aconteció al noble Al-Hhamar?
– Mi padre vió huir al buho por la ventana, y se acordó del buho que habia girado en derredor de su cabeza la noche antes de la batalla en que tan peligrosamente le hirieron, y de aquel otro buho que apagó las luces en las fiestas de su nacimiento. Pero lo tuvo á casualidad y sin pensar mas en ello se durmió de nuevo, cuando hé aquí que le despertaron las voces de sus soldados. Levántase mi padre, sale de su aposento y pregunta al primero que encuentra. – Las atalayas de la frontera hacen señal de que los cristianos han entrado por la tierra y la llevan á sangre y fuego: entre las sombras de la noche se ven las llamas de las alkarias incendiadas: – Y el que esto le contesta corre á donde están ya sus compañeros armados. – Mi padre llama á sus esclavos, se arma tambien, reune á sus soldados alrededor de su bandera y parte con ellos de Córdoba el primero, con su valiente taifa de ginetes, en busca del cristiano. – Otros muchos walíes salen tambien de Córdoba con sus gentes armadas, pero mi padre les lleva la delantera y al amanecer encuentra á los cristianos.
– ¿Y qué desgracia aconteció á tu padre?
– Mi padre venció en la primera embestida á los infieles, los puso en fuga y les quitó la presa que habian hecho. Entre la presa iba una doncella mora de maravillosa hermosura. Aquella doncella era la sultana Leila-Radhyah.
– ¡Ah! ¡era la sultana!
– Sí; al llegar á la frontera, la encontraron los cristianos, mataron al wacir del rey de Tlencen, á los esclavos que la acompañaban, y la hicieron cautiva con sus esclavas. – Mi padre mandó que la condujesen en un palanquin á Córdoba, y fué conversando con ella todo el camino. – Era tan hermosa, tan pura y tan resplandeciente como un dia sereno en un valle del Hedjaz. – Mi padre se enamoró de ella…
– ¿Y ella?
– Amó á mi padre.
– ¡Murió sin duda la desdichada! dijo la dama blanca con una profunda amargura; porque de no, tu padre que es noble y generoso la hubiera hecho su esposa.
– No, dijo el príncipe bajando los ojos.
– ¡La envió sin duda á su padre el rey de Tlencen!
– No; mi padre la amaba demasiado para no temer perderla, y mi padre entonces no podia aspirar á que una sultana fuese su esposa. – Nuestra familia es humilde: mis abuelos fueron labradores, y este es el mayor orgullo de mi padre: haber llegado á tan alto habiendo nacido tan bajo. – Mi padre cuando se apoderó de la sultana Leila-Radhyah, era walí; tenia riquezas y una bella casa en Córdoba.
– ¿Pero qué hizo tu padre de la sultana Leila-Radhyah?
– La llevó á su casa.
– ¡Ah! tu padre dijo: los cristianos se llevaban esta doncella para hacer con ella una ramera: ¿por qué no he de hacerla yo mi esclava? lo que el guerrero encuentra en el campo es suyo. ¡Hizo tu padre bien! Pero continúa: la sultana, por mejor decir, la esclava, debió morir de vergüenza.
– No: un año despues de sus amores con mi padre desapareció de su casa, encontróse sangre en su aposento, y mi padre, que la amaba, lloró su pérdida y la llora todavía.
– ¿Y no te ha contado tu padre mas acerca de la sultana esclava?
– No; pero cuando me contó esos amores cuya desgracia anunció sin duda el buho, mi padre lloraba.
– ¿Y qué otras desgracias le anunció ese buho tan terrible?
– Le vió la noche antes de la funesta batalla de Hins-Alacab8. Le vió la alborada en que Córdoba cayó en poder de los cristianos: la noche que precedió al dia de la pérdida de Sevilla, le vió tambien, y por último, la misma noche en que murió asesinado por el walí de Almería el desdichado Aben-Hud.
– ¿Y no ha vuelto á ver tu padre á ese terrible buho?
– Sí, hace poco tiempo: precavido ya con las desventuras que le habian acontecido, mi padre llamó á sus sabios y les consultó.
– Ese buho te anuncia una nueva desgracia, le dijeron los sabios.
– ¿Y qué desgracia es esa?
– Necesitamos consultar las estrellas para responderte.
– Consultadlas, pues, dijo mi padre.
Los sabios pasaron tres noches mirando el cielo, y dijeron á mi padre.
– Aparta de Granada al príncipe Mohammet Abd'Allah.
– ¿Y por qué? preguntó mi padre.
– Apártale, contestaron los sabios.
– ¿Pero qué tengo que temer acerca de mi hijo?
– Las estrellas nos han dicho que amenazan á tu hijo y á tí lo mismo, grandes desgracias si el príncipe continúa en Granada durante la luna de las flores.
Mi padre mandó á los sabios que consultasen de nuevo las estrellas.
Pero una, dos y tres veces, las estrellas guardaron un profundo misterio acerca del peligro que nos amenazaba, y solo repitieron que debia yo huir de Granada.
Entonces mi padre me envió á Alhama.
Yo estaba triste. Mi corazon tenia sed. Mi alma anhelaba un misterio: pasaron para mí los dias sin luz y las noches sin reposo. Yo me sentia morir.
En vano mis ginetes lidiaban toros, y justaban y corrian cañas y sortijas: mi enfermedad, mi misteriosa enfermedad crecia: la tristeza me mataba: mis esclavos no lograban arrancarme una sonrisa; ni sus danzas me alhagaban, ni sus cantos me entretenian, ni como otras veces, me adormia en su regazo: hasta me olvidé de la oracion, llevando solo mi cuerpo á la casa de Dios, pero no mi alma.