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La alhambra; leyendas árabes

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Yo palidecia, yo enlanguidecia.

– ¡Como la sultana Leila-Radhyah!

– Sí; como la sultana. Súpolo mi padre, y vino á Alhama sin que yo lo supiese y preparó grandes fiestas para ver si yo me distraia. En el mismo punto en que mi padre entró en Alhama, segun supe despues, un buho entró en mi retrete y apagó la lámpara.

– Veamos la desgracia que te anunciaba ese buho.

– Al dia siguiente me sorprendió bajo mis ventanas una inusitada y alegre música de dulzainas, guzlas y atabaljos que tañian en un son concertado. Abrí un ajimez, entró por él un dorado rayo de sol de la mañana. Era el primer sol de la luz de las flores. El jardin parecia reir: parecian reir sus fuentes; parecia que sus flores, y sus árboles, y sus pájaros cantaban todos juntos; y que cantaba el cielo, y que cantaba el sol. Hermosas esclavas danzaban y tañian cuando yo aparecí en el ajimez, entonando un romance de amores en loor mio.

Estuve contemplando aquello durante un corto espacio, y luego me separé del ajimez con los ojos llenos de lágrimas.

Al volverme encontré delante de mí á mi padre que me miraba con tierno cuidado.

– ¿Por qué estás abatido mi hermoso leoncillo? me dijo: ¿por qué vierten tus ojos lágrimas y están pálidas tus megillas?

– No lo sé, le contesté: mis ojos no tienen luz ni alegría mi alma: la vida me pesa como la losa de una tumba.

– ¿Amas á alguna muger? si amas, dímelo; y esa muger será tuya, ya sea una humilde labradora ó una poderosa sultana, me dijo.

– Ninguna muger entristece mi alma, esclamé arrojándome entre sus brazos.

Mi padre procuró alegrarme, me mandó vestir mis mejores galas, montar uno de mis mejores caballos, y así, él á mi lado y seguidos de lo mas resplandeciente de la córte, salimos de los muros, y llegamos á un ameno campo, donde durante aquella noche habia hecho levantar mi padre una plaza de madera cubierta de paños de púrpura y oro.

Dentro de aquella plaza debian correrse toros, cañas y sortijas, y las graderías y los estrados estaban henchidos de hermosas damas cubiertas de galas menos resplandecientes que su hermosura.

En cuanto entré en la plaza, mis ojos se volvieron como si les hubiese obligado á ello el deseo, á un estrado puesto junto al estrado real, y se fijaron en una muger.

Aquella muger estaba, como tú, vestida de blanco; sin joyas como tú, y mas jóven que tú, aunque no mas hermosa.

Aquella muger era una doncella como de veinte años, pálida y triste como la luna, y hermosa y magnífica como el sol: tras de ella habia un hombre alto, flaco, viejo, vestido tambien enteramente de blanco, con los ojos relucientes como carbunclos que se fijaban en mí y en mi padre de una manera que me espantaba.

Pero la doncella alegraba mi alma con su hermosura, la embriagaba con su mirada, sentia ante ella que una nueva vida me hacia fuerte y poderoso, y me volví á mi padre para decirle: – allí está la hurí que yo amo, la alegría de mi alma, la paz de mi sueño, la vida de mi vida; es necesario que esa muger sea mia, esclava ó sultana, dama ó labradora.

Pero cuando miré á mi padre, ví sus ojos fijos, absortos, asombrados, en la doncella.

Ví en sus ojos amor, un amor ardiente. Tuve miedo y callé.

– ¡Ah! ¡tu padre se habia enamorado como tú de la doncella blanca!

– Hé ahí, hé ahí la desgracia que me habia anunciado el buho.

Las fiestas fueron para mí muy tristes. Mi padre no volvió á preguntarme mas acerca de mi tristeza. Estaba absorto en la contemplacion de la doncella blanca á quien yo no me atrevia á mirar por temor á mi padre.

Al dia siguiente mi padre se volvió á Granada.

¿Se habria llevado consigo á su harem á la hermosa doncella?

Tuve celos: celos horribles porque eran celos de mi padre.

Pregunté á mis wacires, á los alcaides, á los kadis de Alhama, si conocian á una dama enlutada que con un viejo enlutado tambien, habia asistido á las fiestas.

El alcaide del alcázar me contestó que un viejo enlutado habia estado hablando mucho tiempo con el rey antes de su partida y que despues no le habian vuelto á ver. Que aquel viejo era forastero y que nadie le conocia en Alhama.

¿A qué preguntar mas?

Mi padre habia comprado aquella doncella sin duda, y por su amor se habia olvidado de su hijo.

Pero me resigné con la voluntad de Dios.

Volvió mi tristeza mas dolorosa, mas desesperada, y volvieron ó mas bien continuaron mis noches sin sueño.

Yo veia siempre delante de mí á la doncella blanca, de dia en las nubes, en las flores, en el fondo de las aguas: de noche en la luz de la lámpara, en los ángulos de mi cámara, escondida tras las cortinas de mi lecho: luego cuando el buho entraba y apagaba la luz, en medio de las tinieblas iluminándolas con el resplandor de su hermosura.

Yo me volvia loco.

Al tercer dia de la partida de mi padre, al entrar en mi cámara de vuelta de un solitario paseo por los jardines, encontré sobre mi divan una gacela enrollada y perfumada en que estaban escritos con elegantes caractéres azules los siguientes versos:

 
La perla de las perlas;
la cándida y la pura;
el sol de las hermosas;
la rosa del Eden;
la vírgen de tus sueños;
tu sueño de ventura,
espera á su adorado
cuando á la noche oscura,
los trémulos luceros
fulgor y sombra dén.
 
 
Si buscas de sus ojos
la fúlgida mirada;
si de su aliento quieres
la esencia respirar;
si es vida de tu vida;
si es llama consagrada,
alma del alma tuya,
que para tí guardada
Dios tiene en sus misterios
sobre escondido altar;
 
 
si quieres encontrarla;
si anhelas sus amores,
ven, príncipe, la noche
te brinda con su amor:
las márgenes del Darro
la guardan entre flores,
y en el silencio arrulla
su sueño de dolores,
trinando en los cipreses,
el triste ruiseñor.
 

Detúvose el príncipe, reclinó la cabeza entre sus manos, y exhaló un ardiente suspiro.

– ¿Era de ella? preguntó la dama.

– No lo sé, contestó el príncipe levantando la cabeza: solo sé que tanto leí los versos, que los aprendí de memoria, y luego… ella me llamaba: llamé al alcaide de mi palacio y le dije que durante siete dias no permitiese entrar á nadie en mi cámara. – Luego mandé que me ensillasen un caballo, y salí aquella misma noche de Alhama por un postigo de la alcazaba.

La gacela me decia que la doncella blanca moraba entre flores en los cármenes del Darro; aguijé, pues, mi caballo hácia Granada, á la que llegué antes del amanecer, rodeé por el cerro de Al-Bahul, trepé á la falda del cerro del Sol, bajé á la cumbre de la Colina Roja y me oculté con mi caballo en las ruinas del templo romano. Vino el dia; yo veia á lo lejos su luz por entre las grietas de las ruinas: un dia largo como una eternidad, en que la impaciencia me hizo olvidarme de mí mismo hasta el punto de no tocar á las provisiones que llevaba conmigo. Al fin se estinguió la luz y la reemplazó otra mas pálida: salí de las ruinas: era de noche: la luna iluminaba los montes: me arrastré por entre la maleza, para evitar que me viesen los soldados de la atalaya, y ganando la vertiente de la Colina, bajé al lecho del Darro, contra cuya corriente subí: anduve largo espacio: yo miraba á los cármenes; pero no veia cipreses; no escuchaba el trino del ruiseñor, sino á lo lejos y perdido en el silencio de la noche: al fin ví delante de mi un remanso en que brillaba la luz de la luna; al otro lado del remanso y mas allá de un jardin una casita blanca, y tras de ella un bosque de cipreses entre los cuales cantaba un ruiseñor.

Allí debia morar la doncella blanca: la hermosura del sitio era digna de su hermosura; su encanto digno de su encanto; su melancólico reposo compañero de su tristeza.

Esperé contemplando la casa y el jardin: esperé con el corazon ansioso, pero llegó el alba y nada ví; nada mas que la luna que desapareció: nada oí, nada mas que al ruiseñor que cantaba y que calló cuando los gallos anunciaron la mañana.

Me volví á las ruinas del templo mas triste y mas enfermo que nunca.

Pasé otro dia mas largo, mas terrible, y volví al remanso del rio; pasé delante de él, y como la noche anterior no ví mas que la luna brillando en las aguas, no oí mas que al ruiseñor cantando entre los cipreses.

Al fin, esta noche cuando ya desesperado llamé á la doncella blanca, un buho revoló alrededor de mi cabeza, me aterré, pretendí matarle, el buho se lanzó en la casita blanca, y mi flecha como te he dicho entró tras él.

Luego esta misma flecha cayó á mis pies trayendo entre sus plumas esta gacela que me envia á tí.

Y el príncipe sacó de entre su faja el pergamino, y le mostró á la dama.

– ¿Y á pesar de que el buho anunciador de desdichas á tu familia ha revolado alrededor de tu cabeza, quieres ver á Bekralbayda?

– ¡Oh! ¿aunque me costase la salvacion de mi alma? esclamó el jóven juntando los manos.

– ¡Tú la amas!

– Como el arroyo al rio, como el rio al mar, como las flores á los céfiros, como el dia al sol.

– Príncipe, dijo solemnemente la dama: pues lo quieres, ven.

Y tomó la lámpara que habia dejado en el nicho, y salió de la cámara guiando al jóven.

IV
BEKRALBAYDA

Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles.

La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro.

Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna.

 

Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario.

Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando.

Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor.

La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento.

Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada.

Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura.

– ¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama.

– Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama.

– ¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir.

Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido.

Estaba solo.

Delante de él, inmóvil, blanca, bajo el rayo de la luna, permanecia Bekralbayda.

El ruiseñor cantaba: el arroyo murmuraba; el viento agitaba levemente el follage.

El príncipe adelantó hácia Bekralbayda, dudando de sus ojos, de su razon; creyéndose entregado á un sueño.

Sin embargo, aquel no era sueño.

Llegó al fin junto á ella.

La jóven estaba al lado de una fuente.

Tenia la cabeza baja, la vista fija en el césped, y el príncipe á pesar de la luna creyó ver teñido de rubor su semblante.

– ¡Alma de mi alma! esclamó el príncipe contemplándola estasiado.

– ¡Alma de tu alma! esclamó Bekralbayda levantando sus lucientes ojos negros y posando su mirada sobre el príncipe: ¡alma de tu alma, yo!

– ¡Oh! ¡sí! desde el dia en que te ví no aliento: desde el dia en que te ví te guardo en mi memoria, como un consuelo y como un infierno: desde el dia en que te ví, lo he olvidado todo para no pensar mas que en tí: no he vivido sino para tí: solo por tí he esperado.

– ¿Y dónde me has visto, señor?

– ¡Ah! ¿has olvidado, sultana, el lugar donde te he visto?

– Solo una vez, dijo Bekralbayda, he visto damas cubiertas de joyas y galas; caballeros resplandecientes cabalgando en briosos corceles; soldados y banderas; fiesta régia; alegre música, toros y cañas: me habian hablado mucho de ello, habia leido poemas en que se contaban todas estas grandezas, me habian dicho que sería un dia sultana: pero yo no he salido nunca de aquí; ni he visto nunca mas que…

Bekralbayda se detuvo.

– ¿Mas que á quién? dijo con cierto celoso anhelo el príncipe.

– Yo no puedo decir quien es la persona á quien veo junto á mí desde mi infancia.

– Pero esa persona…

– Es un hombre…

– ¿Un hombre viejo?..

– Sí, un anciano.

– ¿El que te acompañaba en las fiestas de Alhama?

– Sí.

Tranquilizóse el príncipe.

– ¿Y no recuerdas haberme visto en las fiestas?

– No reparé en nada; aquella magnificencia, aquel esplendor, aquella multitud de damas y caballeros me aturdian.

– Pues en esas fiestas te conocí y te amé.

– ¡Amor! ¿y qué es amar? dijo Bekralbayda.

– ¡Oh! ¿no sabes lo que es amor?

– ¡El amor! le he visto en palabras en los poemas: he comprendido que amar es morir.

– El amor es la vida cuando el ser que amamos nos ama.

– ¿Y cuando no somos amados?..

– El amor es la muerte.

– ¡Ah! ¿el amor es muerte y vida?

– Escucha: dijo el príncipe asiendo una mano á Bekralbayda y llevándola á un banco de cesped donde se sentaron: el amor es la vida, cuando se satisface: el amor es la muerte cuando se desea sin esperanza.

– No te entiendo.

– Entonces si no me entiendes, ¿cómo has escrito la gacela en que que llamabas y que me has arrojado con mi flecha?

– ¡Ah! ¡tu flecha! esclamó estremeciéndose Bekralbayda.

– ¿Por qué tiemblas alma mia?

– ¡Tu flecha!.. estaba yo reclinada en mi divan: acababa de cantar un antiguo romance de los amores de una hada.

– ¡Ah! ¿con que ese romance no lo cantabas para mí?

– No, hace mucho tiempo que lo sé de memoria, contestó sonriendo Bekralbayda.

Sofocó un suspiro de despecho el príncipe.

– Acababa de cantar, continuó Bekralbayda, cuando entró precipitadamente por la ventana Abu-al-abu.

– ¿Y quién es Abu-al-abu?

– Es un buho á quien por viejo he puesto yo ese nombre.9 Tras Abu-al-abu entró una flecha, que cortó la rosa que yo tenia prendida en los cabellos y se clavó detrás de mí en la pared.

Estremecióse el príncipe con aquel relato: al querer matar al buho habia cortado con su flecha la corona de flores de la muger de su amor.

Los moros eran muy supersticiosos, y tenian una gran sutileza para aplicar una causa á un acontecimiento algo estraordinario: Mohammet Abd-Allah creyó que no habiendo acertado al buho con su flecha, y habiendo estado á punto de matar con ella á Bekralbayda, se esponia á causarla la muerte si mataba no ya á Abu-al-abu, sino cualquier otro buho.

Los buhos, pues, se hicieron sagrados para el príncipe.

Por nada del mundo hubiera disparado sobre un buho.

Pero el amor y la hermosura de Bekralbayda, le habian inspirado una consecuencia sumamente lógica, considerada la cuestion bajo el punto de vista en que su supersticion le habia colocado; la consecuencia era esta:

Si habia tal paridad, tal union vital y estraordinaria entre los buhos y Bekralbayda, y siendo los buhos fatales á su familia, Bekralbayda debia serle tambien fatal.

Tan cierto es que el hombre no vé mas que lo que quiere ver.

Dominóse sin embargo el príncipe, y dijo á la hermosísima Bekralbayda:

– ¿Y quién arrancó la flecha de la pared?

Bajó los ojos Bekralbayda como aquel que no estando acostumbrado á mentir se ruboriza antes de pronunciar una mentira, y contestó:

– Yo arranqué la flecha.

– ¿Y pusiste en ella la gacela?

– Sí, yo escribí la gacela, yo la puse en la flecha, yo la arrojé á tus pies.

– Y dime… ahora que lo recuerdo: ¿quien se rió dentro de la habitacion donde se refugió el buho?

Fijó Bekralbayda sus grandes y candorosos ojos en el príncipe, los bajó y contestó sonriéndose:

– El que dió aquella carcajada fué Abu-al-abu.

– ¿El buho?

– Sí; ¿no has leido los poemas de Antar?

– Sí.

– ¿Y en ellos no hablan los animales?

– Sí, pero…

– Pues bien Abu-al-abu es uno de los animales que hablan como hablaban en tiempos de Antar.

Las respuestas de Bekralbayda que mas adelante comprenderemos, asustaban al príncipe.

Para él era indudable, que un alma condenada encerrada en el cuerpo de un buho perseguia á su familia.

– Y si no conoces el amor, si no me amas ¿cómo en nombre de tu amor me has llamado? ¿te lo aconsejó acaso Abu-al-abu?

– Sí.

– ¿Y fué tambien Abu-al-abu el que llevó tus versos á mi alcazaba de Alhama?

– Sí.

– ¿Pero para qué me has llamado?

Bajó los ojos de nuevo Bekralbayda, su rostro se cubrió de un rubor vivísimo, tembló y quiso en vano pronunciar algunas palabras.

El príncipe insistió, y entonces ella, levantó el bello y purísimo semblante, miró frente á frente con ansiedad al príncipe y contestó.

– Te he llamado para ser tu esclava.

Y luego se cubrió el rostro con las manos, y procuró en vano contener su llanto.

– Aquí hay un misterio que no comprendo, luz de mis ojos: ¡tú mi esclava! ¡tú, que eres la señora de mi alma! ¡tú, por quién únicamente vivo! ¡tú lloras por mi causa! ¿qué misterio es este, sol de hermosura? ¿qué maldicion pesa sobre nosotros que así te aflije mi presencia? ¿Será acaso que Eblís10 se ha puesto entre nosotros, encerrado en el cuerpo de Abu-al-abu?

Al pronunciar el príncipe estas palabras sonó á alguna distancia de él, á sus espaldas, la misma carcajada acerada, fria, sarcástica, burlona, que habia escuchado antes.

Bekralbayda volvió azorada el rostro á donde habia sonado la carcajada, y el príncipe se puso violentamente de pie.

– ¡Ah! dijo la jóven á media voz, como para sí misma. Ya lo sabia yo. ¡Estaba ahí!

– ¿Quién estaba ahí? preguntó el príncipe que habia escuchado estas palabras.

– Abu-al-abu, contestó la jóven en el mismo tono.

– ¡Oh! ¡buho maldito! esclamó el príncipe.

Entonces resonó otra vez la carcajada pero lejana, muy lejana.

Entonces asió con ánsia Bekralbayda las manos del príncipe.

– ¡Oh! esclamó con acento ardiente y precipitado: ¡estamos un momento solos! ¡quien se rió antes, quien se ha reido ahora: no es el buho, es Yshac-el-Rumi: el viejo que me guarda!

– ¡Ah! esclamó el príncipe.

– El fué quien me llevó á Alhama: él quien me hizo reparar en tí: él quien comprando á uno de tus esclavos, introdujo en tu cámara unos versos; él quien arrancó la flecha; quien puso en ella la gacela… él quien te ha traido aquí.

– Pero…

– Necesitamos aprovechar el tiempo; yo te amo, te amo, príncipe, como me amas tú; y…

La jóven se detuvo, miró entre la espesura á un ajimez de la casita blanca y esclamó con alegría.

– ¡Estamos libres, enteramente libres! ¡podemos hablar cuanto queramos sin temor de ser escuchados! ¡podemos comprendernos!

– No te entiendo.

– ¿Ves aquel ajimez?

– Sí.

– ¿Ves un hombre que esta apoyado en él, y tras el cual se vé el reflejo de una lámpara?

– Sí.

– Pues bien, aquel es Yshac-el-Rumi.

Dicho esto Bekralbayda respiró libremente como quien descansa de una larga jornada, guardó algun tiempo silencio y luego dijo al príncipe.

– Escúchame, te voy á contar una historia.

El príncipe escuchó con toda su alma.

V
UNA HISTORIA MUY SENCILLA

Una alborada de primavera subió Yshac-el-Rumi, al terrado de su casa.

En él encontró un canastillo de palma primorosamente labrado, y cubierto de hermosas flores.

De entre las flores salia el vaguido de una criatura al parecer recien nacida.

Yshac quitó las flores y encontró debajo una niña vestida de blanco.

Pendiente del cuello de la niña se veia un amuleto, y á su lado un pergamino en que estaban escritas estas palabras:

«Una sultana la ha dado á luz. Las buenas hadas la han llamado Bekralbayda.

»Que ojos humanos no vean su hermosura, porque seria desgraciada y lo serias tú.»

Yshac, me sacó del canastillo, llamó á una nodriza y me crió secretamente.

Porque aquella niña, como te lo ha dicho mi nombre, era yo.

No recuerdo los primeros años de mi infancia.

Sin embargo, algunas veces como un sueño lejano, confuso, creo recordar á una muger.

Recuerdo tambien confusamente que era muy jóven y muy hermosa.

Yshac afirma, sin embargo, que no me vió otra muger que mi nodriza, que era una rústica que nada tenia de hermosa, mientras que la muger que yo creo recordar era hermosísima.

Pasaron los años.

Este jardin, estos árboles, estas fuentes han visto mi infancia y mi juventud; fuera de ellos yo no habia visto nada, ni persona humana, mas que á Yshac-el-Rumi, que se ocupaba en cultivar mi espíritu.

Parecia que viviamos solos.

Yo no escuchaba en la casa ruido alguno.

Y á pesar de esto bastaba con que yo estuviese durante algun tiempo fuera de mi retrete, oyendo la sabia palabra de Yshac, que me sujetaba todos los dias á muchas horas de estudio, para que al volver viese renovadas las flores en los búcaros, renovado el fuego y los perfumes de los braserillos, limpio y arreglado el lecho.

 

Yshac no se habia separado de mí; luego alguien, á quien yo no sentia, á quien yo no veia, nos acompañaba en la casa.

Yo preguntaba á Yshac, pero Yshac callaba.

Cuando insistia solia responderme.

– Aun no es tiempo.

Yo me entristecia al pensar en el misterio que me rodeaba.

Porque Yshac me habia enseñado á leer, á escribir, á componer frases valiéndome de las flores, y me habia dado libros en que se hablaba de un mundo que yo no conocia, de un mundo en que habia poderosos y nobles reyes, hermosas sultanas, valientes caballeros, enamorados, damas, fiestas, aventuras, amores.

¡Oh! yo ansiaba conocer todo esto, y cuando espresaba mi deseo á Yshac me decia:

– Aun no es tiempo.

– ¿Pero cuando llegará ese tiempo? le dije cansada ya de tan misteriosa contestacion.

– Cuando hayan pasado sobre tu vida veinte años: cuando el amor haya hablado á tu corazon.

– ¿Y cuándo hablará en mi corazon eso que tú llamas amor?

– Aun no es tiempo, me contestaba Yshac.

Me resigné al fin y pasé mi vida entre flores y fuentes; entre la armonia del canto de mis ruiseñores y de mi guzla.

Yo no conocia á otra persona que á Yshac; no tenia mas amigo que á Abu-al-abu.

El viejo buho habia sido mi compañero desde la infancia: en cuanto oscurecia entraba por una ventana ó por un ajimez en la habitacion que yo me encontraba, se posaba sobre mi hombro, ó sobre mis rodillas, ó sobre un almohadon del divan: esponjaba su plumaje, batia levemente las alas, y lanzaba de tiempo en tiempo un ténue silvido; Abu-al-abu queria sin duda decirme algo; pero yo no comprendia su lenguaje.

Cuando yo le acariciaba pasando mi mano sobre sus alas, Abu-al-abu se estremecia y repetia sus silvidos mas ténues, mas dulces y esponjaba mas su plumaje y acababa por dormirse.

Yo amo á ese pobre viejo; él y mis pájaros y mis flores, son los únicos que tienen para mí demostraciones de afecto; y sonoros cantos y suaves perfumes.

Yshac está siempre sombrío, hosco, me mira con sobrecejo, habla conmigo muy pocas palabras, y con mucha frecuencia en medio de la noche, me estremece su risa, esa risa dolorosa y terrible, esa risa de condenado.

Pasaba así mi vida; llegó al fin un dia en que me sentí llena de una vida nueva; sentia en mi corazon una ansiedad lenta, dulce, pero que á pesar de su dulzura me atormentaba, cuando leia los hermosos poemas de Antar: cuando leia que un caballero enamorado iba venciendo peligros en busca de una dama encantada, yo me decia:

– ¿Cuál será el caballero que me saque de mi encanto?

Yo quiero que sea blanco como las cándidas rosas de mi jardin; que tenga los ojos negros como el fondo de las grutas del rio; que sea mas gentil que el álamo, mas amoroso que el ruiseñor cuando trina: yo quiero que mi amado sea valiente, leal y buen caballero: yo le quiero ver en el esplendor de su poder y de su juventud.

– Y yo preguntaba al buho:

– ¿Dónde está el amado de mi alma?

Y el buho silvaba dolorosamente.

Y preguntaba al ruiseñor, y el ruiseñor callaba.

Y preguntaba á las flores, y las flores parecia que querian apartarse de mí volviéndose sobre su tallo.

Y preguntaba á Yshac, y él me contestaba:

– Aun no es tiempo.

Y al escuchar estas desconsoladoras respuestas, mis ojos se llenaban de lágrimas y en mi pensamiento despierta, y en mis sueños dormida, veia yo al mancebo de mí amor, mas enamorado, mas valiente, mas generoso, enlazadas mis manos á las suyas, viviendo en su vida.

Y – Yo le amo, yo le espero, decia al buho y al ruiseñor y á las fuentes y á las flores.

Y todos ellos me contestaban de una manera dolorosa como si hubieran querido decirme:

– El amor de tu amado será fatal para tí.

Y empecé á ponerme pálida, como los claveles cuando les falta el rayo del sol.

Y empezó el sueño á huir de mis noches, y la paz desapareció completamente de mis dias.

Todo era triste para mí.

El cielo y la tierra: el sol y las nubes: y las flores.

Un dia… hace muy poco tiempo, Yshac me dijo:

– Ha llegado la hora.

– ¿La hora de conocer á mi amado?

– Sí, me contestó.

Al dia siguiente me montó en un asno sencillamente enjaezado y cubierta con un haike, y él detrás, cubierto con su albornoz, me sacó del jardin; seguimos el rio abajo, atravesamos una hermosa ciudad, salimos a una deliciosísima vega y caminamos por ella hácia donde se pone el sol.

Aquella noche llegamos á otra ciudad rodeada de fuertes muros y altísimas torres.

¿Qué ciudad es aquella, pregunté á Yshac, que brilla como plata bajo la luz de la luna?

– En esa ciudad está el amado de tu alma, me contestó.

Y no dijo mas palabra, por mas que le pregunté.

Dormimos aquella noche en una casa, junto al rio, cerca de la ciudad.

Mejor hubiera dicho que pasamos la noche, porque yo no dormí.

En medio de mi vela me sorprendió el ruido de un aleteo.

Era Abu-al-abu que entraba por la ventana.

El pobre viejo nos habia seguido.

Se posó sobre mi hombro y estuvo largo rato silvando á mi oido de una manera lastimosa: luego se precipitó por la ventana y desapareció.

Al amanecer, Yshac me hizo montar en el asno y me llevó… al lugar donde te ví.

Cuando entramos, él mismo me quitó el haike y quedé con el rostro descubierto.

Todos me miraban, damas y caballeros.

Todos estrañaban, sin duda mi luto y el de Yshac.

Yo miraba á todos los mancebos que pasaban junto á mi ó que estaban á mi lado: ninguno era el de mis sueños, el ser á quien yo amaba sin conocerle.

Pero de repente sonó una música poderosa de trompetas y atabales, de dulzainas y añafiles, y entró el rey en la plaza.

A la derecha del rey venias tú.

Al verte mi corazon se estremeció, fijé en tí mis ojos y ya no los aparté mas.

Porque tú eras el hombre de mi amor. Mi corazon me lo dijo.

Pero tú me miraste un momento, y luego… apartaste de mí los ojos y no me volviste á mirar mas.

En cambio otro hombre me miraba tenazmente.

Era el rey.

Yo apartaba los ojos del rey, los fijaba en tí y no veia nada de lo que tenia alrededor.

Y las fiestas se acabaron y tú desapareciste, y yo quedé ciega y desdichada, con el corazon frio y los ojos llenos de lágrimas.

Al dia siguiente Yshac me trajo otra vez al jardin.

Al entrar en él me dijo:

– Tu amado vendrá y tú serás sultana.

Yo te esperaba.

Hoy me dijo Yshac:

– Tu amado vendrá esta noche: tú saldrás á su encuentro: las flores y las fuentes y las enramadas serán vuestros únicos testigos. Sé su esclava.

Yo quise hablar pero Yshac me dijo con fiereza.

– El destino lo quiere: la esclava debe esperar á su señor: pero que su señor no sepa la historia de su esclava; porque si la supiera moririas tú y moriria él.

Yshac no nos escucha, añadió Bekralbayda: está en aquel ajimez, y yo he podido contarte mi historia, he podido decirle te amo, soy tu esclava; tú eres la sed de mi corazon, el sol de mi vida; te veo, me escuchas y soy feliz.

Mientras Bekralbayda habia contado su sencilla historia al príncipe, la luna habia descendido y se habia ocultado al fin: la sombra habia cubierto árboles, fuentes y flores: despues que calló Bekralbayda, no se vió mas que la sombra de Yshac-el-Rumi en el ajimez en que lucia un resplandor opaco, ni se oyó mas que el murmullo de las fuentes y el aleteo de un buho que revolaba entre la enramada.

9Abu-al-abu quiere decir el abuelo.
10El espíritu de las tinieblas entre los árabes.