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La vieja verde

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CAPITULO VIII
En que se vé hasta qué punto subordinan á lo positivo sus sentimientos amorosos las viejas y las jóvenes

Yo creí que se nos recibiria en forma.

Pero me engañé.

Habia allí algunas señoras que parecian cualquier cosa, y algunos jovenzuelos, á todas luces, aprendices de hombres de Estado.

Habia tambien algunas mujeres verdaderamente bellas.

Muy jóvenes las unas.

Otras de edad ya séria.

Dos ó tres viejas, muy emperifolladas.

Particularmente dos.

La una parecia una espátula.

La otra un espárrago.

Eran la esposa y la cuñada del hombre político, dueño de la casa.

Dos mujeres políticas.

Dos hembras de Estado.

Estaban vestidas de una manera sui generis.

Lo que les faltaba de belleza y de juventud, les sobraba de ampulosidad en el traje y en los adornos.

Eran dos ejemplares preciosos de un género raro.

Fluia de ellas un ridículo sério.

El peor de los ridículos.

Cada una de ellas me agarró con los ojos en cuanto me vió, como hubiera podido agarrarme con sus tenazas un escorpion.

Las otras me miraron con una amable sorpresa.

Con una sorpresa agradable.

Yo me sentia perfectamente aceptado.

En cuanto á ellos, me habian saludado con una grave reserva.

Habia allí tiesura.

Algo que demostraba que ninguno de los que estaban allí habia tenido sus principios muy en relacion con su situacion actual.

Faltaba de todo punto ese quid, esa cosa inexplicable que no se aprende ni se compra, y que se llama distincion.

Se tocaba la moneda falsa.

Todos habian debido empezar sobre poco más ó ménos como yo.

¿Quién sabia dónde estaba, cuál habia sido el principio de su importante posicion?

Habia, sobre todo, un chiquitin verdinegro, que era de todo punto impresentable.

Y aquel podia ser, y lo era en efecto, un importante hombre público.

Tal vez un jefe de partido.

No le hace.

Así está hecho nuestro mundo omnipotente, y así hay que tomarle.

Yo, que aún estaba en el umbral del palacio mágico de la política, me sentí muy superior á todos aquellos señores.

La cabeza empezaba á hinchárseme.

Me desconocia ya á mí mismo de todo punto.

Doña Emerenciana era para mí una gran mujer.

¿Qué importaba que todo lo que la hacia aparecer hermosa no fuese suyo?

¿Acaso es de ellas todo lo que hace aparecer encantadoras á la mayor parte de las mujeres?

La mentira es la reina del mundo.

Las monedas falsas las que más corren en el mundo social y político.

Si copelais, si depurais á la mayor parte de los cómicos políticos, vereis que son un catecismo aprendido de memoria, con algunas ligeras variantes.

Un repertorio de ideas infecundas repetidas y vueltas á repetir hasta lo infinito.

Una rutina.

Un valor sobre entendido.

En fin, un oficio muy fácil de aprender.

Lo que es indispensable es la audacia.

Lo que es de todo punto imprescindible es la deslealtad.

Lo que de todo punto estorba es la conveniencia pública.

Lo único que debe tenerse en cuenta es el acrecimiento propio.

Las coaliciones son necesarias.

Cofradía contra cofradía.

Comunidad contra comunidad.

Se expulsó á los frailes.

Pero no se adelantó nada.

Quedaron en su lugar los políticos, con reglas diferentes, como los frailes con hábitos de distintos colores.

Antes todo holgazan que queria gozar de la vita birlonga, se metia fraile.

Hoy todas las nulidades audaces se hacen políticas.

Los frailes se lo comian todo.

Los políticos se alimentan hasta reventar de la olla grande.

De la flor de ella.

De lo exquisito.

Así andan orondos y colorados y gordos, ni más ni ménos que un guardian pezuño de capuchinos.

Lo repito.

Me desvanecia.

Me creia muy más capaz que todos aquellos gravísimos señores de llegar á ser un hombre importantísimo.

En cuanto á doña Emerenciana, con sus setenta años encima, hacia un magnífico papel entre todas aquellas mujeres, contando á las más jóvenes y á las más bellas.

Habia en doña Emerenciana un aspecto extraño, algo de monumental, algo de augusto.

Nadie hubiera sospechado en ella á una asídua concurrenta nocturna al café.

¿Qué importaba que se supiese esto?

Excentricidades.

¿Acaso no vemos á todos los graves hombres políticos, y altos funcionarios, en los rincones de los cafés, donde se encuentra el género fácil?

¿Qué tiene que ver esto con lo otro?

¿En qué se opone lo cortés á lo valiente?

Y si penetráramos en los lugares no públicos…

Y si descendiéramos…

Y si ascendiéramos…

¡Cuánto fenómeno!

¡Cuánta inmundicia!

¡Cuánto cambio de decoracion!

Como los frailes.

Ellos tenian el recurso de salir disfrazados de sus conventos, para correr la vida airada durante la noche.

En fin, la humanidad.

Las apariencias.

La farsa.

Los pícaros viviendo de los tontos.

Los más fuertes sobre el país.

Los más débiles hollados por todos.

La calumnia siempre en ejercicio.

La explotacion en auge.

La inmoralidad en acceso.

La corrupcion en todo.

Hasta en el aire.

Esto que acabo de decir lo dice en todos los tonos todo el mundo.

Ello es lo mismo que ladrar á la luna.

La audacia, el cinismo, el catequismo, el discurso vacío, la idea fija, la picardía y la tunantería y la traicion, y la mentira y la calumnia, siguen haciendo fortuna, y envenenándolo todo, por la explotacion y la corrupcion.

El que no explota es tonto.

Yo no he podido pertenecer nunca al número de los imbéciles.

Si me he dejado explotar ha sido para sacar partido de la explotacion.

En cuanto á la conciencia, no he tenido para qué ocuparme de ella.

La conciencia no sirve para nada, y estorba para todo.

En cuando al estómago, me lo he blindado.

Es decir, le he puesto en condiciones de digerir todo lo más repugnante.

Por consecuencia, me iba decidiendo por doña Emerenciana como ella era, con peluca y sin dientes, y con su armadura postiza.

Es más.

Me iba pareciendo deliciosa.

Me iba enamorando de ella.

Noté que doña Emerenciana estaba disgustada y como pesarosa de haberme llevado allí.

Todas aquellas señoras, jóvenes y viejas, me comian con los ojos.

Particularmente las dos estantiguas de la casa.

Esto es, la mujer y la cuñada del ex-ministro, dueño de la casa.

Se habian puesto una á cada lado de mí.

Me comian á miradas.

Me agoviaban á preguntas.

Yo no sabia qué contestar.

Estaba á oscuras.

Conocian á la familia de doña Emerenciana.

Yo me veia obligado á apurar mi ingénio.

Afortunadamente allá, á las ocho y media, llegó el amo de la casa.

En el profundo, en el servil respeto con que le saludaron ellas y ellos, hubiera comprendido cualquiera, sin saber su nombre, que se trataba de un personaje importantísimo.

Don F… se dirigió ávidamente á mí.

Me estrechó la mano.

Me sonrió.

Se sentó con la mayor confianza á mi lado.

Echó un brazo sobre el respaldo de mi silla.

Cruzó las piernas, la una sobre la otra, y tomó una actitud de un estilo particular.

Esto hizo que mi soberbia creciese.

Cuando aquel alto pícaro me trataba de una manera tan familiar, podia suponerse que él creia que yo podia servirle para mucho.

Me dí importancia.

Al fin el hombre público me llamó á su gabinete.

Le leí mi artículo.

Durante la lectura manifestó su complacencia y su admiracion repetidas veces.

– Hé aquí que tenemos todo un hombre, – me dijo cuando hube concluido; – bastarán algunas supresiones ligeras, algunas líneas adicionadas al fin; usted aprenderá pronto.

Dejó el artículo encima de su mesa de despacho.

Pasamos al comedor.

La comida fué expléndida.

Sibarítica.

Resultados fecundos de la política.

Los políticos comen bien.

Durante la comida estuve entre la esposa y la cuñada del grande hombre.

En la rodilla izquierda sentia una rodilla aguda: era la de la ex-ministra.

En la de la derecha experimentaba la sensacion de otra aguda rodilla: la de la cuñada del ex-ministro.

Tenia la pierna derecha extendida, y sentí en el pié una ligera presion, que no fué la última.

Miré.

Otra ex-ministra, lánguida, ya entrada en años, pera con magníficos ojos, magníficos rizos y abundantes protuberancias, estaba sentada frente á mí, y me miraba de una manera vaga, casi imperceptible, como diciéndome:

– Ese que sientes es mi pié.

Ella era alta como yo, como yo debia tener las piernas largas, por consecuencia, nos alcanzábamos sin dificultad el uno al otro por debajo de la mesa.

Debia tener algo de ingeniero aquella mujer; no se habia equivocado acerca de la posicion de mi pié.

Habia calculado bien.

Tenia la seguridad de que era mio aquel pié que amaba.

Es incalculable la audacia que tienen las mujeres del buen mundo.

Con ellas se estrechan las distancias de una manera verdaderamente extraña, pero rápida.

Se suprimen los trámites.

Se llega muy pronto al fondo de la cuestion.

¡Particularmente las viejas verdes!

¡Oh, y qué amor tan impaciente el suyo!

Nadie podia apercibirse del triple ataque de que yo era objeto.

Nos habiamos puesto en cadena magnética tres mujeres y yo.

La ex-ministra del frente paró.

Habia en ella algo terriblemente contrariado.

Pero mi izquierda y mi derecha…

¡Ah! ¡terrible, imposible!

¡Apencar con cualquiera de aquellos esqueletos ó con los dos á la vez!

 

¡Inficionarse de vejez y de fealdad!

Porque todo se pega.

Pero ¿qué hay imposible para la ambicion?

Tiene voracidad y estómago de buitre.

Yo me arrobaba por la izquierda, por la derecha y por el fondo.

Continuaba el tecleo.

Se aumentaba.

Se perdian las manos bajo la mesa.

Encontraban otra mano ociosa.

Se oscurecia el bello semblante de enfrente.

El pié habia vuelto á pisar con cólera.

Yo me reprimia.

Disimulaba.

¿Creeis que es exagerado lo que yo digo?

¡Ah! ¿Que miento?

¡¡¡Pues si fuera á decirlo todo!!!..

Hay diálogos sin palabras, y áun sin miradas, que son lo más elocuentes del mundo.

Hay historias que pudieran llamarse «Historias de debajo de la mesa ó del tapiz».

Historias de una trascendencia enorme.

Yo, por ejemplo, me encontraba en una sociedad de alto coturno.

Al lado de una mujer séria, de una mujer respetable.

Del aspecto más severo del mundo.

La esposa de una altísima persona, con la cual os veis bajo el amparo de una gran influencia.

La señora os ha mirado rápida, levemente, de una manera casi imperceptible.

Pero vos sois práctico, comprendeis que la habeis llamado la atencion.

Sobreviene el sentado á la mesa.

Por acaso estais junto á aquella mujer.

Avanzais prudentemente una rodilla.

Encontrais la suya.

Debeis tener cuidado de que parezca que el encuentro ha sido sin intencion.

Observais.

Ella no ha retirado su rodilla.

Pensais aún que no ha sentido el contacto.

Haceis entonces un poco más fuerte la presion.

No se retira.

Entonces apretais de una manera decidida.

Si no se retira la otra rodilla, estais del otro lado.

Empieza el diálogo.

Meteis bajo la mesa una mano.

Poneis un dedo sobre el muslo contrario, grueso ó flaco.

Le abarcais al fin.

Otra mano encuentra la vuestra.

Sobreviene un apreton expresivo.

Una señal indudable.

Ya sabeis que podeis atreveros á la propietaria de aquella mano.

Indudablemente os dirán de una manera rápida una cosa semejante á ésta:

– Mañana á las ocho iré á los Incurables; yo tengo allí enfermos.

Al dia siguiente esperais junto al sitio indicado.

Llegan las ocho.

Se detiene un carruaje de plaza.

Mirais.

Un rostro hechicero ó amojamado os mira á través del no muy limpio, y á veces roto, cristal.

Es la mujer política, á la que no habeis conocido sino la noche anterior en un banquete, debajo de cuya mesa habeis tenido un diálogo de rodillas y de manos y habeis cruzado media docena de palabras.

Ya teneis una influencia, y una influencia poderosa.

Os zambullís en el pesetero.

El jamelgo parte.

El cochero sabe adonde va.

Os encontrais en tres dias con un ascenso, ó con un acta de diputado, ó con la creacion lucrativa de un gran encargo.

Vivís al fin.

Habeis mordido la manzana mujer.

Habeis tragado la vieja verde.

Pero habeis acrecido vuestra posicion.

Yo estaba en contacto con la vieja verde.

A mí debia sobrevenirme algo.

Esto era indudable.

Terminó la comida á las diez y media.

Pasamos al gabinete del café.

Cuando le tomábamos, la cuñada de la ex-ministra me dijo al oido:

– A la una, junto á la puerta de la segunda cochera.

Yo me sobrecogí.

La otra, la morena, la del pié, la que era verdaderamente voluptuosa, aunque ya vieja, es decir, cuarentona, me dijo, sonriendo:

– ¿Qué haria usted si encontrara á la entrada de la calle de Jesús y María un landó parado al amanecer?

– Como probablemente al amanecer hará mucho frio, me meteria en el landó, señora mia.

Apenas se habia separado de mí la morena, cuando la dueña de la casa me dijo:

– ¿Le gusta á usted ir á misa de dos al Buen Suceso?

– ¡Ah! ¡Mucho! – le dije.

No se habló más.

El dia siguiente era domingo.

Tres citas en tres minutos.

Resultados de tres diálogos de pié y pierna debajo del mantel.

Yo sentí nuevas aprensiones.

Estaba seguro de recibir nuevas citas.

¡Oh! ¡La crápula dorada!

¡El vicio enmascarado!

¡El olvido de toda idea de deber, de todo sentimiento digno!

Pero no filosofemos ni moralicemos: la moral va envuelta en el fondo de los vicios.

Aparecen las consecuencias.

Y sobre todo, ¿para qué ocuparse de la moral?

La materia, los fenómenos tangibles la suplen con ventaja.

Yo estaba que no cabía en mí.

Si me hubieran ofrecido el imperio de la tierra, lo hubiera despreciado.

Yo podia ser un redentor de la humanidad.

Yo era…

Sí… digámoslo de una vez.

Yo era socialista.

La anarquía era la forma de gobierno que me parecia más utilitaria y más practicable.

Yo empezaba.

Yo adelantaba.

Yo venceria.

Yo ejercitaria la audacia.

Yo escribiria; yo llegarla un dia á dar al través con todas las indignidades; con todos los monopolios; con todos los vicios sociales.

Yo me proclamaria el jefe de la anarquía.

Por ante la absoluta libertad humana.

¡Oh! ¡Y qué palacios!

¡Qué mujeres!

¡Qué banquetes!

¡Qué territorios!

¡Qué influencia omnímoda!

Sobre todo. ¡Qué nombre en la historia!

¡Yo habria sido el salvador del género humano!

¡Yo hubiera hecho impotentes á las viejas verdes, que no sirven más que para estragarnos el estómago!

Yo me vengaria de todas las violencias que me habian hecho sufrir.

De todas las repugnancias que habia agotado.

De todos los envilecimientos á que me habian sujetado.

Yo me creia ya un Julio César.

Doña Emerenciana estaba en áscuas.

Veia que me pimpolleaban demasiado.

Sudaba, y sudando, se desteñía.

Ella era muy práctica.

Conocia que si no se iba al instante, iba á parecer muy pronto de jaspe.

Por eso en las casas en que se sabe tratar á las mujeres, y por no contrariarlas diciéndolas que se vayan en cuanto suden, se cuida de que la temperatura no sea muy elevada.

El cosmético de las cejas y de los cabellos, la hermosa tinta de las ojeras, los toques de efecto, todo esto fundido por el sudor que se corre, se mezcla.

¡Horror! Doña Emerenciana me arrebató consigo.

– Has tenido un gran éxito, – me dijo cuando estuvimos en el carruaje; – no esperaba yo tanto; es demasiado; ¿qué te dijo Aurora?

– Que esté á la una junto á la segunda cochera de su casa.

– ¿Y la Guadalupe?

– Que le gusta mucho la misa de dos en el Buen Suceso.

– Y mañana es domingo.

– Eso es.

– Y la Loreto, la morena, ¿qué te dijo?

– Que al amanecer habria un landó en la entrada de la calle de Jesús y María.

– ¡Las sinvergüenzas! Pues mira, hijo, por qué yo no me he decidido á abandonar á Hipólito, temiendo tus mañas.

– Yo no iré si usted no me lo manda.

– ¿Y por qué nó? Una cosa es el amor y el negocio es otra cosa. ¿Pero por qué he de tener yo celos del negocio? Esas tres señoras nos ayudarán, sin saberlo, en nuestros planes.

Como se ve, doña Emerenciana no reñia con las conveniencias.

No era sólo por interés, sino por lo que representaba el que yo satisfaciese los empeños de aquellas beldades rancias.

Ellas podian subirme á mucho.

No se sabe á que altura ha subido un hombre público sirviéndole de escalera una vieja verde.

Ya una vez en el pináculo, muy ingrato debia ser si no prestaba mi influencia á doña Emerenciana.

¡Produce tanto el agiotaje de la política!

¡Se divide en tantas partes el resultado de la inmoralidad!

Doña Emerenciana lo tenia esto en cuenta.

Veia en mí grandísimas disposiciones.

Se proponia explotarlas.

Por consecuencia, hacia callar á su corazon y á su amor propio.

Me amaba, yo no tenia duda de ello.

Yo no habia desbancado todavía á Hipolitito.

Pero iba en muy buen camino.

Mejor dicho, doña Emerenciana queria tenerme á mí sin renunciar á aquel ruin engendro, de cuyo trato inmediato la habia privado y la privaba don Bruno.

No he conocido todavía una vieja verde que se haya contentado con un solo amante, ó por mejor decir, con una sola víctima, ó para decirlo mejor aún, con un solo alquilon.

La pasion de las viejas verdes llega al delirium tremens.

Es horrible.

Un amor de diablo.

Un amor insaciable.

La carne manida es mucho más exigente que la carne fresca.

¡Mil veces horror!

Y cuenta con que ya es menester algo para que yo me horrorice.

Yo soy un gran filósofo.

El dinero es la azúcar que endulza todos los ácidos.

El manjar más repulsivo del mundo se come con apetito una vez apurada la primera, la segunda, la tercera repugnancia, hasta acostumbrar el estómago.

Si no fuera así, no habria ni sepultureros, ni médicos, ni curas, ni áun verdugo.

Decidle á un sepulturero que se abrace á un cadáver en corrupcion y que le dareis tanto ó cuanto dinero.

Habreis hecho muy mal.

Perdereis vuestro dinero y él se habrá quedado contentísimo y con deseo de que le pagáseis el abrazo á obro cadáver.

Así, pues, bienaventuradas las viejas verdes que tienen dinero, porque de ellas es el reino de los amores alquilados y pueden escoger todos los buenos mozos que quieran, seguras de que los tales se mostrarán traspillados de amor por ellas, pero mediante siempre los conquibus.

Y como se trata de un contrato bilateral en que en ninguna de las partes hay en juego ni una sola partícula de espíritu, como todo es sensualidad reherbida y trasnochada irritacion, é insaciable, la vieja verde irritada, no se contenta con un solo amante.

No conoce el amor.

Lo que siente por los que la revolucionan, podrá ser todo lo que se quiera ménos amor.

Así se comprende que aleteando doña Emerenciana por Hipolitito, aletease también por mí, y era capaz de aletear por medio mundo.

Lo que habia que extrañar, y mucho, en doña Emerenciana, era que nunca se le habia conocido amante.

Micaela me habia dicho que nunca jamás habia concedido el más leve favor á aquellos á quienes habia enamorado.

¿Qué era esto?

Una singularidad.

Una rareza, y tal vez se trataba de una sensualidad puramente ideal.

Tal vez esta excitacion de los nervios podia explicar aquellos ataques epilépticos de que no salia doña Emerenciana, sino por medio del sistema curativo del tio Calostros, el sereno.

Despues se quedaba como si tal cosa.

Como si por ella no hubiera pasado accidente alguno.

¡Oh! ¡Y qué vieja tan extraña!

Ella me habia autorizado; más aún, me habia incitado para que acudiese á las tres citas que tenia empeñadas.

¿Pero seria de igual manera impasible Micaela?

En Micaela habia para mí verdadero amor.

No podia dudarlo. Micaela era mi cielo.

Yo temia una tempestad si la decia que iba á pasar la noche fuera de la casa de mi querida tia.

Yo me creia bastante tunante.

Pero me engañaba.

Yo era entonces un tunante incipiente, un tunante en mantillas.

Como aún no era hora de acudir á mi primera cita, ni con mucho, yo me habia sentado á la chimenea.

Micaela se habia metido adentro para despojar á la vieja de su carga de postizos.

Habia comido y bebido en demasía; necesitaba reposar, y se habia retirado.

La señora Nicanora se habia ido.

Apenas doña Emerenciana se habia acostado, y ya sus sonoros ronquidos demostraban que la hacia el amor Morfeo.

Micaela me llevó á su cuarto, se arrojó en mis brazos y me colmó de deliciosas caricias.

– Hombre, – me dijo, – ni siquiera te quitas el sombrero.

– ¿Yo, qué hé de quitarme nada? – la dije, mirando mi reló; – si sólo me falta media hora para mi cita.

– ¿Para tu cita? – me dijo con una expresion singular.

– Para mi primera cita, – la dije.

– ¡Ah! ¿Con que no es una sola cita?

– ¡Ah, no! Soy hombre de suerte; se han enamorado de mí tres damas en la casa donde me ha llevado, para hacerme hombre, doña Emerenciana.

– ¿Qué edad? – me preguntó con una gran calma.

– Viejas.

– ¿Qué posicion?

– Una ex-ministra, la hermana de ésta y otra ex-ministra.

– Pues anda, hijo, anda, no te entretengas; tú no sabes lo que sirven estas ex-ministras para hacer á un hombre ministro; pero mucho ojo; mira que están dadas al diablo, y es más difícil asegurarlas que si se tratara de encerrar el agua en una cesta. Les sobran los adoradores; tienen donde escoger. ¡Cómo que tienen para cada amor suyo una posicion oficial! Sino, averigua quiénes son los acomodadores de tanto y tanto perdido sério á sueldo del Estado: viejas amorosas; pero yo te aconsejaré, yo te daré lecciones. Yo sé bien que tú no puedes ni quieres escaparte de mi amor; que estamos unidos por una perfecta conveniencia de voluntades; que yo seré tu mujer, tu mujercita, estás; que no quiere á nadie más que á tí, y que cuando envejezca, no será vieja verde: y cuando me case contigo, quiero ser prudente; y que si yo no necesito cosas, como otras que han andado rodando por el arroyo, á las que todo el mundo, se sabe de memoria, y que, sin embargo, son las excelentísimas y virtuosísimas, y hermosísimas doña Fulana de Tal y de Tal, ornamento y orgullo de su sexo, una prueba indudable, de la grandeza á que pueden llevar sus méritos á una mujer. Anda, hijo, anda, que se acerca la hora, y estas liberalas son muy déspotas.

 

Como que conocen muy bien cuánto valen.

Abracé á Micaela y salí.

Ella bajó á abrirme la puerta.

Tomé el tole hácia la casa del grande hombre político, ex-ministro y jefe de partido, con el que me habia puesto en contacto mi adorada tia.

En el punto en que llegaba á la puerta de la segunda cochera, esto es, al lugar de mi cita, daba la una en un reló inmediato.