Loe raamatut: «Lo que el mundo debe a España»
Once motivos por los que el mundo sería peor, más incompleto o injusto si alguna institución o personaje españoles no hubieran hecho una aportación relevante al bien común. La otra cara de la leyenda negra.
Superando el discurso de la decadencia y el pesimismo, Fernando García de Cortázar es la voz que mejor ha sabido conectar la historia de España con sus coetáneos. Su extraordinaria obra, fruto de décadas de trabajo y depuración del estilo literario, incluye libros tan destacados como Breve historia de España y Viaje al corazón de España.
Lo que el mundo debe a España
© 2020, Fernando García de Cortázar
© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3°-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta, interior, ilustraciones y maquetación: Luis Brea
Producción del ebook: booqlab
ISBN: 947-84-17241-72-8
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Índice
Peregrinos y traductores
Navegar es indispensable, vivir no
América, viaje de ida y vuelta
Testigos del asombro
Elogio de la palabra
Qué tesoro, nuestra heredad
La Escuela de Salamanca
Horizontes de grandeza
Patria y libertad
El oro del exilio
Cuando España dio ejemplo
Plaza del Zócalo, Ciudad de México.
unca deja de asombrarme, y de entristecerme, la duración de los lugares comunes más gastados y las peores leyendas sobre España: la Inquisición, la intolerancia, la predisposición a matarnos los unos a los otros… Aunque fue lanzada en el siglo XVIII, la hiriente pregunta que Masson de Morvilliers dejó danzando en la Enciclopedia aún tiene eco en muchos países. Y peor aún, todavía sobrevuela el imaginario colectivo de muchos españoles. ¿Qué se debe a España? ¿Qué ha aportado al mundo desde hace dos, cuatro, diez siglos? La respuesta da para todo un libro. Pero quizá el recuerdo de algunos hitos, de algunos personajes, de algunos momentos estelares ayude a zanjar la cuestión. Porque, sí, el mundo sería peor de lo que es sin el legado español. Europa misma sería muy distinta sin los traductores de Toledo, Cervantes, el pensar recio de la Escuela de Salamanca, el empuje explorador de los siglos XV y XVI, Goya…
Peregrinos y traductores
AEspaña debe Occidente, en primer lugar, uno de los caminos espirituales que más huellas materiales ha dejado en la historia: la Ruta Jacobea. Hay quien afirma que los restos que reposan en la catedral de Santiago son, en realidad, los del hereje Prisciliano, también decapitado y traído por sus discípulos desde Tréveris. En realidad, a efectos históricos, no tiene mucha importancia. Durante siglos, millones de personas peregrinaron a esta tumba situada en los confines de Europa y, a su paso, dejaron en todo el continente innumerables caminos. Carlomagno, que murió en el año 814, no pudo conocer la trascendencia del hallazgo del obispo Teodomiro, pero sus sucesores le adjudicaron el anuncio del prodigioso descubrimiento. En su sepulcro de la catedral de Aquisgrán puede verse, grabada en oro, la aparición de Santiago al emperador para invitarle a visitar su tumba siguiendo un Camino de Estrellas. Y la de Carlomagno solo es una mota de polvo en el tropel de aventureros y devotos que sí han recorrido la Ruta Jacobea, desde reyes y príncipes a burgueses y clérigos o a gentes sencillas y humildes dispuestas a maravillarse de lo maravilloso. Las puertas de la basílica, se dice en el Calixtino, no se cierran ni de día ni de noche: «Las tinieblas huyen del augusto recinto, que resplandece como el mediodía con la luz de las lámparas y cirios. No hay lenguas ni dialectos cuyas voces no resuenen allí».
Con razón Goethe pudo afirmar que Europa había nacido de la peregrinación. Y es que en los siglos XI y XIV el meridiano cultural del Viejo Continente cruzaba por Compostela. Iglesias, hospitales y puentes se alzaron al paso de los peregrinos. A la sombra del Camino Francés florecieron las industrias artesanas y el comercio, discurrieron las recias figuras épicas de Roldán o de Mio Cid, nacieron breves poemas amorosos en lengua vulgar y otros más cultos y pretenciosos en lengua latina, brilló con luz cautivadora y se extendió, tutelado por los monjes de Cluny, el románico de inspiración francesa…
Según fuentes medievales fueron millares los peregrinos que circulaban por la Ruta Jacobea movidos por un idéntico propósito: limpiar su alma. El número no dejó de crecer hasta el siglo XIV. Pero el Camino de Santiago tuvo también otras dimensiones. Calzada de la fe, la vida que surgió a su alrededor forjó la Europa urbana y favoreció el nacimiento de una burguesía, enfrentada, muy pronto, a los nobles y eclesiásticos. Es una de las grandes paradojas de la historia, ya que el mundo de las emociones, de las creencias y de las supersticiones terminó alumbrando una economía basada en el dinero. Chaucer, el autor de los Cuentos de Canterbury, nos ha dejado una imagen imborrable de este proceso al describir cómo los mercaderes de Bristol y Londres amasaban fortunas con la importación de vinos y la exportación de paños, al tiempo que utilizaban sus barcos para el transporte de peregrinos al Finisterre galaico.
Nave central de la catedral de Santiago de Compostela.
Con el comercio como motor, el latín como vehículo cultural y el cristianismo como pegamento emocional, la Ruta Jacobea hizo realidad un espacio común europeo. Si del otro lado de los Pirineos llegaron las creaciones artísticas de más pura inspiración francesa, las tierras de España supieron corresponder con la exportación de algunas de sus creaciones más personales. Muchos de los cantares de gesta —ciclo de Carlomagno y de Roldán— reproducen el ambiente exaltado de las peregrinaciones y las cruzadas peninsulares del siglo XII. Los motivos andalusíes se extendieron por las iglesias de Aquitania, Auvernia o Borgoña y las ilustraciones mozárabes de los Beatos —esos maravillosos códices miniados que durante cuatro siglos copiaron los Comentarios al Apocalipsis de San Juan— tomaron el camino de estrellas en sentido contrario, sirviendo de inspiración plástica para los escultores de los tímpanos, frisos y capiteles románicos de los monasterios del suroeste de Francia. Al mismo tiempo, Santiago de Compostela exportó el modelo más elaborado de iglesia de peregrinación: edificio muy amplio, apto para grandes muchedumbres, con naves longitudinales alargadas, deambulatorio y tribunas. Su antecedente directo había brotado en Francia —catedrales de Orleans y Chartres—, pero mejorado por Galicia volvería otra vez a suelo galo, donde dejó su firma en el mejor románico.
Las primeras noticias del Camino de Santiago hablan de una vía por los abruptos pasos de montaña de Guipúzcoa, Vizcaya, Cantabria y Asturias, que evitaba los peligros de las aceifas islámicas de la llanada alavesa y el norte de Burgos. En ese tiempo —siglo X— un geógrafo árabe describía de la siguiente manera a las gentes de Europa: «Carecen de sentido del humor; su carácter es grosero; sus modales, bruscos; su entendimiento, escaso; y sus lenguas, toscas». Todavía una centuria después, el sabio toledano Ibn Ahmad señalaba tranquilamente que los pueblos del norte «no han cultivado las ciencias y parecen más bestias que hombres». Son palabras duras, y ciertamente reflejan el atraso cultural del Occidente cristiano con respecto al Oriente musulmán. Pero la Edad Media no fue una época inmóvil, y prueba de ello es que antes del siglo XIV ese mundo descrito tan despectivamente había levantado templos de luz, revitalizado ciudades que hacían hombres libres y fundado universidades que iluminaban las mentes y difundían ideas renovadoras.
La traducción de las obras griegas e islámicas al latín por los estudiosos cristianos fue crucial para ese cambio y es algo que hoy podemos considerar como otro de los elementos fundadores de Occidente. Sí, los europeos debemos mucho a la tenacidad de los traductores, calígrafos y copistas de los siglos XII y XIII, ya que su silencioso combate contra la lepra del olvido dio a conocer a Europa, además de la ciencia oriental, la ciencia clásica —Aristóteles, Arquímedes, Tolomeo, Euclides…— mucho antes de que se realizaran las primeras versiones directas del original griego. Ni Dante y su Divina comedia, ni Tomás de Aquino y la Suma teológica, ni las grandes catedrales góticas existirían sin ese renacimiento anterior al Renacimiento. Tampoco habría surgido el filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza, heredero de la tradición judía, árabe y cristiana que floreció en el siglo XII en España, sin cuya aportación no podrían explicarse los fundamentos del pensamiento europeo.
Los primeros trasvases de textos se produjeron en Cataluña y en Sicilia. Pero el corazón de la renovación occidental fue Toledo, gran crisol de culturas y puente por excelencia de los intercambios entre Oriente y Occidente, a través del cual el pensamiento clásico preservado en al-Ándalus pudo saciar el ansia de saber de las primeras universidades europeas, alimentando a su vez los conflictos entre fe y razón, ciencia y religión, humanistas y guardianes de la ortodoxia.
Los peregrinos que acudían a Toledo en busca de manuscritos apenas conocían el árabe y empleaban a eruditos hebreos y mozárabes que trasladaban los textos oralmente al romance para, después, verterlos al latín. Juan Hispalense, el converso que contó con la protección del arzobispo Raimundo, el intelectual más importante de la primera mitad del siglo XII, nos ha dejado una imagen nítida de este diálogo a tres lenguas al explicar cómo se realizó la versión latina del gran filósofo Avicena: «Pronunciando palabra a palabra y con ayuda del arcediano Domingo, que iba traduciendo cada una al latín».
Así, trasvasando una lengua a otra para que perduraran las palabras escritas siglos atrás, hay que imaginarse a Domingo de Gundisalvo, Roberto de Chester o Miguel Escoto. Así hay que ver a Gerardo de Cremona, que murió en Toledo después de traducir al latín la mayor parte de la ciencia oriental. Y también, a los eruditos que trabajaron al servicio del rey Alfonso X, quien encarnaría en castellano y en latín el sueño del califa cordobés al-Hakam II: apréndelo todo, después verás que nada es superfluo.
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