Loe raamatut: «Los mitos de España »
Nuestra historia, como todas las historias, está llena de mitos, algunos universales. Aquí aparecen agrupados (y siempre desmentidos) una docena de ellos, desde Al-Ándalus hasta el supuesto páramo cultural del franquismo, pasando por la inevitabilidad del enfrentamiento de las dos Españas.
Superando el discurso de la decadencia y el pesimismo, Fernando García de Cortázar es la voz que mejor ha sabido conectar la historia de España con sus coetáneos. Su extraordinaria obra, fruto de décadas de trabajo y depuración del estilo literario, incluye libros tan destacados como Breve historia de España y Viaje al corazón de España.
Los mitos de España
© 2020, Fernando García de Cortázar
© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3°-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta, interior, ilustraciones y maquetación: Luis Brea
Producción del ebook: booqlab
ISBN: 978-84-17241-71-1
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Índice
Santiago y cierra España
¡Oh, libertad preciosa…!
Al-Ándalus, el paraíso perdido
La sangre caliente
Inquisición y flagelo
El espejismo de la modernidad
Altar de héroes
Un país diferente
Castilla arcaica, Cataluña moderna
En tierras de Caín
Volverán banderas victoriosas
El páramo cultural
Carga de los mamelucos o Dos de mayo en Madrid, Francisco de Goya. Museo del Prado, Madrid.
istoria y mito son dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. La primera se pega a las pruebas documentales, quiere ser veraz y regirse por la razón; el segundo tiene que ver más con la imaginación, el sentimiento, y a menudo busca dar lecciones morales.
Todas las historias de la historia han convivido, y aún lo hacen, con los mitos. No hay que olvidar que estos últimos están en el origen mismo de la Historia con mayúscula, y tampoco hay que ignorar que todas las sociedades han echado mano de su arsenal de imágenes para crear y salvaguardar su cohesión.
Ningún país, en efecto, ninguna nación se ha privado de producir o inspirar relatos míticos. Y España no es una excepción; antes al contrario, nuestra historia está repleta de ellos. Los hay que se refieren a los orígenes de la nación o versan sobre las hazañas y penalidades de unos héroes y mártires que serían los padres de nuestro linaje: Argantonio, Viriato, don Pelayo, el Cid Campeador, los Reyes Católicos, Padilla, Bravo y Maldonado… Son los mitos positivos, aquellos que destacan ciertos valores y proporcionan autoestima. Y por supuesto, también los hay negativos: la leyenda negra, por ejemplo, el impulso cainita de dos Españas eternas. Muchos de estos mitos sobreviven camuflados en prosas que quieren pasar por científicas; otros —verdaderas piezas maestras del arte y la literatura— constituyen piedras angulares de la imagen de España en el exterior.
A diferencia de la historia, el mito distorsiona el pasado y dificulta su conocimiento. Su esencia no es solo la manipulación o la pasión, sino también el olvido, la amnesia selectiva. Sus efectos recuerdan aquella fantasía de Borges en la que un oscuro intelectual que había dedicado su vida a la lectura y a la soledad era habitado por los recuerdos personales de Shakespeare. Una mañana rememora la tarde en la que ha redactado el segundo acto de Hamlet y ve el destello de una luz perdida en el ángulo de la ventana, y le desvela y alegra una melodía muy simple que no ha oído nunca.
A medida que transcurren los años —cuenta el personaje de Borges— todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable. Al principio las dos memorias no mezclaron sus aguas. Con el tiempo el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por la razón.
La metáfora de la memoria ajena está en el centro de los mitos más firmes de la historia reciente. Pensemos, por ejemplo, en el de la Resistencia francesa, producto de la más hábil maniobra política del general De Gaulle, capaz de convencer a sus compatriotas, sin distinción de condición y de pasado, de que los franceses, por el hecho de haber nacido en Francia, habían desempeñado un papel fundamental en la lucha contra los nazis. Pensemos, igualmente, en la capa democrática con que se envuelve en España a todos los combatientes que lucharon en el bando republicano durante la guerra civil.
Santiago y cierra España
Las crónicas sobre la conquista musulmana de España recurren siempre a la traición para explicar el desastre: la traición del conde don Julián, de los judíos, de los nobles y obispos hostiles al rey Rodrigo. Ni siquiera este queda libre de mancha. Para la Crónica General de Alfonso X, el último monarca visigodo es culpable de soberbia y lujuria, y su culpa, como la de Edipo, trae consigo un adelanto del Juicio Universal. La peste que diezma a los habitantes de Tebas se convierte en la península ibérica en la catástrofe de la invasión musulmana.
Las viejas historias medievales nos hacen imaginar también que la conquista llevada a cabo por Tariq y Muza en el año 711 asoló campos, ciudades y caminos con la furia de un apocalipsis. Pero lo cierto es que el estrépito de los tambores de guerra quedó pronto cancelado por el pragmatismo de unos acuerdos firmados por hombres que hablaban idiomas distintos y que tal vez se miraban como seres exóticos. Se conoce el texto de uno de esos pactos, el que creó el protectorado de Tudmir en Murcia. Y hubo otros casos y otras fórmulas, incluyendo la adopción de la religión triunfante, como hicieron los Banu Qasi de Aragón.
Los ríos de sangre, el cautiverio y la supuesta opresión que cuentan las crónicas cristianas, en contraste con la realidad de un reino que abrió casi todas sus ciudades al invasor sin apenas plantar resistencia, justificarían siete siglos de guerra sin cuartel norte-sur. Una guerra a expensas del gran mito desarrollado en Oviedo, León y Castilla, que al hacer a estos reinos hijos del Toledo godo los legitimaba para recomponer su viejo imperio.
El término Reconquista se emplea a partir del siglo XIX, pero la empresa militar contra los musulmanes como un intento de restablecer la unidad territorial de la monarquía visigoda levanta vuelo ya en las crónicas mozárabes del reino de Oviedo y se hace omnipresente en el siglo XI. Se idealizaba así la memoria de la Hispania visigoda, unida bajo un solo monarca y fundida en una sola fe, a la espera de que los poetas y el romancero añadieran el sentimiento nostálgico inspirado en la pérdida de España en Guadalete.
Santiago Matamoros. Detalle del altar mayor de la catedral de Santiago de Compostela.
El mito se vio reforzado, además, por una leyenda y un acontecimiento inesperado: la leyenda del apóstol Santiago como primer predicador del Evangelio en la Hispania romana y el hallazgo de un misterioso sepulcro en los confines de Galicia. Para el rey Alfonso II el descubrimiento de aquellos enigmáticos restos humanos fue un verdadero milagro, pues suponían una respuesta a las plegarias e invocaciones del Beato de Liébana y, a la vez, constituían un bien inimaginable, un apoyo magnífico para su proyecto político.
Oh muy digno y muy santo apóstol,
dorada cabeza refulgente de Hispania;
sé nuestro protector y nuestro natural patrono…
Poco importa la autenticidad de la leyenda para cuanto ocurrió después al calor de la fe de los creyentes. A mediados del siglo IX, Alfonso III sustituyó la vieja iglesia levantada por su antecesor por una gran basílica. Tampoco duró mucho este edificio. Ni siquiera un santo protector del reino pudo frenar las oleadas normandas que en el 968 saquearon la costa. Y, lo que fue peor, próximo el final del milenio, de negros augurios en Europa, Almanzor penetró en Galicia y redujo a escombros Compostela, llevando las campanas y puertas del templo como señal de victoria.
Pero, pasado el peligro, la ciudad crecería como una rosa de piedra sobre la tumba del apóstol y los obispos compostelanos reclutarían soldados y organizarían la defensa de la región, recreando, personalmente, la imagen del Santiago caballero o Matamoros difundida a partir del siglo XI. Una visión del apóstol comprometido activamente en la lucha contra los musulmanes que debe mucho al ideal de cruzada difundido por los monjes de la abadía borgoñona de Cluny y a la fértil imaginación del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, el primero en incluir en su crónica la legendaria batalla de Clavijo.
El tiempo vino a robustecer el mito y la invocación al apóstol se hizo perseverante en las arengas militares como talismán de la victoria, pasando por derecho propio a las páginas de Gonzalo de Berceo o a los cronistas de Indias.
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