Con fin a dos

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Su relato me dejó bastante confusa, lo reconozco. ¿Qué espécimen se comportaba así? Lo único que se me ocurría pensar es que ella se había cansado, que Jorge era un buen chico pero insulso y aburrido, y no veía futuro. Me cuidé de decírselo, por supuesto, pero fue un cuidado innecesario.

—Debo de resultar aburrido, así de simple —dijo con una sonrisa apagada—. Creo que ella lo vio pero no quiso decirlo así, tal cual.

Me descolocó una vez más; no sabía qué decir. Pero los recuerdos de nuestros fracasos, combinados con los grados de la malvasía y la pinot noir, me llevaron a un camino más alegre.

—Bueno, somos dos perdedores aburridos —dije llenando por última vez las copas—. Creo que lo que procede ahora es terminarnos esta botella y llorar un rato con esas arias que has traído.

—Una idea magnífica.

Cambió de disco y se acercó para tomar la copa. Según empezó a sonar a intenso volumen el Libiamo de La Traviata, dijo en tono teatral:

—¡Por el desengaño y el tedio! Que no nos falten —brindó.

Me deshice en carcajadas etílicas antes de que pudiéramos chocar las copas y vaciarlas. Después seguimos riendo, pero a la par.

Nos contamos unos cuantos chistes, de ésos que sólo te hacen reír cuando estás muy perjudicada; y compartimos una buena ración de anécdotas de nuestros respectivos trabajos, de esas que llevan a pensar (a veces, como aquélla, a proclamarlo en voz alta) que la inmensa mayoría de la especie humana está condenada a la extinción. Menos uno mismo y un selecto grupo de elegidos, claro.

—¿No te da vergüenza decir eso? —bromeé.

—En absoluto.

—Pues deberías.

—No, uno no debe avergonzarse de sus creencias.

—Dis! En el fondo eres un huraño.

—Y tú una misántropa.

Vaya par. Encajamos a la perfección. Eh, no te vengas arriba, que corra el aire.

Un cansancio muelle y risueño nos llevó al final de la noche. Bueno, la noche no, porque a través del ventanal de la terraza, el cielo empezaba a clarear y el sol se aprestaba a explicarnos una vez más el significado del adjetivo radiante.

Y Jorge ganó otro punto al demostrar que sabía cuándo y cómo marcharse. Motu proprio, sin indirectas ni directas.

No quise privarme de una despedida que bien merecía. Le compuse el nudo de la corbata, que se había ladeado ligeramente, mientras le decía:

—¿Sabes? No eres nada aburrido. Para nada. Y si alguien te dice que lo eres, será por envidia o porque no llega a tu altura. Buenas noches.

Se dejó empujar con suavidad hasta el descansillo y cerré la puerta sin darle oportunidad a réplica.

Día 8

Me despertó el sonido del móvil, que parecía más insistente que nunca, como si alguien estuviera apretando sin compasión el botón de llamada.

—¿Todavía estás dormido? ¡Qué poco aguante! Vamos, levántate y sube rápido, que te lo vas a perder. Ya te preparo un café mientras te vistes. ¡Pero ya, corre! —ametralló Christiana

—¿Qué ocurre?

—Calla y sube rápido —me colgó.

Medio dormido, sin afeitar y apenas aseado me puse lo primero que encontré y subí lo antes que pude. Estaba muy alarmado. Para que una chica que apenas te ha conocido unos días atrás llame, o más bien te reclame, con tal urgencia, es que le ha sucedido algo grave.

Estaba en la misma puerta, esperándome.

—Hijo, ni que vinieras de una fiesta —me dijo sonriente al ver mi traje de la noche anterior, que era lo primero que tenía a mano—. Mira, que desde tu piso no ves nada de esto —continuó como si yo estuviera al tanto de algo que desconocía en realidad.

Me llevó literalmente hasta la terraza, donde había una mesita con dos tazas y una cafetera.

—Tú mira, mira ahí abajo —me indicó mientras se disponía a servir el café.

Me asomé y vi la calle vacía, como siempre, pero con un coche patrulla con las luces azules encendidas junto a la entrada de la finca. Ella se acercó en seguida, me ofreció una de las tazas mientras ella bebía de la suya y se asomaba del mismo modo.

—¿Ves? ¿Ves cómo tenía razón?

—¿Pero qué pasa? ¿Qué hacen aquí?

—¡Qué van a hacer! Han venido a por el psicokiller.

—¿Cómo?

—Espabila un poco —me recriminó—. Estaba asomada hace un rato, mientras tomaba algo de vitamina D, cuando les he visto llegar con las luces puestas y todo. Se han bajado y han tocado el timbre de su piso.

—Y han venido a detenerle —añadí con una ligera sorna.

—A qué si no.

—Puede ser por mil cosas distintas. ¿Tú crees que si quieren detener a un asesino viene sólo un coche con una pareja de agentes?

—¿Es que no es suficiente? Bueno, es que estarán en cuadro con todo esto de la pandemia.

—A ver, seamos sensatos. ¿Estás segura de que han venido a su piso exactamente?

—Claro que sí. Mira, acábate el café, que nos vamos a asomar a la escalera para que lo compruebes.

—Christiana, esto se te está yendo de las manos.

—A ver, ¿repítelo?

—Esto se te está yendo de…

—¡Eso no!

Me descolocas a cada momento. Joder, me gusta.

—Christiana.

—Otra vez. —Cerró los ojos.

—Christiana.

—Ahora calla un ratito y ven.

Me arrastró hasta la puerta y algunas escaleras abajo. El pobre hombre vivía en el primero en el lado opuesto.

Los dos agentes le estaban contando algo, en voz tan baja que no llegábamos a entender. Ella quiso descender más para escuchar mejor, pero se exponía demasiado a ser vista y la aferré desde atrás por los brazos y un susurro de «quieta, que nos ven».

No fui consciente de que era el primer contacto físico que teníamos. Iba en manga corta, de modo que sentí por primera vez su piel, tan suave como fría en comparación con mis manos. Y ese mismo inconsciente retuvo el contacto, agradable sin par, hasta que noté en ella un leve estremecimiento; volvió la cabeza para mirarme fijamente con la piel erizada. Avergonzado, la solté de inmediato, pidiendo disculpas con los ojos. Pero su mirada no era de temor ni de reproche.

Al poco, los agentes se despidieron y el vecino cerró la puerta. Rápidamente y con el mayor sigilo regresamos a su casa y cerramos la puerta.

«¿Ves? No era nada importante», iba a decir para desviar la atención sobre ese contacto. Pero ella se adelantó.

—¡Maldita sea! Les ha dado esquinazo el muy astuto.

—Pero… ¿Pero cómo lo sabes? —Yo alucinaba—. Si no hemos escuchado nada de lo que…

—Vamos, que se va a salir con la suya. ¿Y nosotros no vamos a poder hacer nada?

—Bueno, está bien. Vamos a hacer lo que hay que hacer.

No quería llegar a ese extremo, aunque lo había pensado por unos instantes, justo hasta el contacto con sus brazos.

Bajé las escaleras rápidamente. Por suerte, una llamada retuvo un minuto a los agentes y les alcancé antes de que se marchasen. Manteniendo la distancia de seguridad, me identifiqué y con argumentos de mano izquierda les pregunté por su cometido. Después de enterarme volví al piso de Christiana.

Me miraba perpleja, con los ojos tan abiertos, celestes como nunca, que se atascaban en ellos las preguntas.

—Bien. Resuelto el misterio —concedí, un tanto enternecido—. Han venido a comunicarle que ha aparecido la cartera que le robaron la semana pasada. Al parecer no le funciona el teléfono. Le han identificado antes para asegurarse y eso ha sido todo. No he entrado en más detalles para no entretenerles a lo tonto.

Se quedó pensativa. Demasiado. Sospeché, por su expresión, que con más dudas que antes.

Madre mía, en qué lío te estás metiendo.

—Oye, ¿a qué te dedicas? Yo te he contado mi vida y tú no has soltado prenda más que por encima. No serás un pez gordo, un agente secreto o algo así por el estilo. Casi se te cuadran esos polis cuando les has enseñado un… un je ne sais quoi —dijo moviendo los dedos.

Me reí, espontáneo y forzado a la par. Pero esos ojos eran tan fascinantes que, como ya me había sucedido con su piel, quise retenerlos. Y me atreví a exagerar como un fanfarrón.

—Hay cosas que no se deben saber. Y, si se saben, hay que negar.

Pero con una mujer como ella no servían las mamarrachadas. Un segundo le duró la impresión. Luego repuso:

—Ya, menudo cuento. En serio, dime a qué te dedicas o qué has hecho para enterarte.

—Ya hablaremos de eso. El caso es que se lo he preguntado y me han dicho de qué se trataba. A todos los efectos, caso resuelto. No sólo no ha hecho carne picada con su esposa, sino que encima le habían robado la cartera. La han encontrado y se la han devuelto, para que no tenga que ir a recogerla a la comisaría.

Volvió al silencio, con el ceño fruncido y el cerebro trabajando a miles de revoluciones por minuto, era evidente. Yo no quise forzar las cosas y me dispuse a hacer mutis como un aceptable secundario.

Hasta que, súbitamente, pareció resetear pensamientos y sonrió.

—No soy madame Dancenis, pero para esparcir un poco de ilusión en tu vida te invito a desayunar —dijo aludiendo a una apreciada lectura común—. En la terraza, no en el dormitorio.

—Y, de paso, intentarás sonsacarme… no, me sonsacarás todo lo que puedas —entendí.

—Sí, chico listo. De verdad que nos vamos a llevar bien.

Estás perdido, chaval. Deliciosamente perdido.

* * *

¡Qué chasco! ¿Cómo he podido estar tan equivocada y meter la pata de esa manera? No puede ser. O me estay haciendo vieja prematuramente o ahí falla algo.

Su cartera, ¿eh? ¿Pero qué hay de su mujer? ¿Dónde está ella realmente? Tiene que haber alguna forma de averiguar algo más, pero no se me ocurre cómo.

 

Seguro que él sí que podría, pero el muy tonto no quiere saber nada de ello, porque está emperrado en que es sólo un pobre hombre y su mujer habrá ido a pasar la cuarentena cuidando de algún familiar o de una amiga necesitada, o yo qué sé. Sí, seguro que él podría, porque de lo poco que le he sonsacado durante el brunch es que trabaja en algo de interior o de defensa, pero hasta ahí. De puro reservado, es duro de roer. Menudo pájaro.

Pero… pero la tonta soy yo. Para una vez se cruza en mi camino alguien decente, no se me ocurre otra cosa que llenarle de improperios y atosigarle. Con lo fácil que fluyen las cosas con él, con lo sencillo que resulta dejarse llevar en conversaciones, en bromas o en tiradas dialécticas. Poca, muy poca gente se digna a seguirme la corriente y a entenderme, y es como si él me conociera desde siempre.

¡Es que es de lo más peculiar! ¿Desde cuándo hay alguien al que le aterra la vanidad? Y a él parece que le da alergia. Saca todo lo que lleva dentro con cuentagotas, y cada gota es más agradable que la anterior, como en un continuo «más difícil todavía». Por eso creo que asoma apenas una pequeña parte de sí, como un iceberg.

Esa sensación de comodidad, de estar en casa… No sé cómo lo hace, pero ese hombre irradia paz.

¿Un hombre? ¿Paz? Vaya rareza.

Rareza… Vamos a ver, ¿qué tal un poco de sinceridad contigo misma? ¿Rareza? Es monísimo, y hasta es atractivo. No de esos de darse la vuelta cuando pasa, pero tiene un cierto atractivo que se ve reforzado por su forma de ser. Y no niegues que se te ha puesto la carne de gallina cuando apenas te ha rozado los brazos…

Cuidado. Peligro. Eso es lo que pasa. Tú misma dices que las cosas no suceden porque sí, por casualidad. Siempre estás con esas.

Cuidado, peligro. Sí, pero es por ti misma, no porque haya que tener cuidado con él o sea peligroso. Ya le gustabas mucho antes de conocerle, que el pobre se delató como un niño. Y ahora le tienes enganchadito perdido.

No creo que te vayas a ver en otra como ésta. No es nada fácil.

Pero no sé si estás preparada.

Te lo dijo la psicóloga. El miedo y la vergüenza no tienen que dirigir tu vida. Estuvo bien en su momento como escudo, como refugio temporal. Pero la tormenta se extinguió. Es el pasado, no el hoy.

¿Y si este Jorge es la prueba de ello?

Bueno, por asomarte y ver qué pasa no pierdes nada, y puedes ganar… quién sabe.

* * *

Durante horas no me pude quitar de la cabeza el tacto de esos brazos estilizados pero fibrosos, esa piel de bebé, esos ojos enormes que me tragaban como un agujero negro, pero en azul. Bueno, ni podía ni quería quitármelo de la cabeza.

Después de conversar el brunch (sin dedicar ni una palabra al «asunto» del vecino de abajo) nos concedimos unas horas de siesta y aseo. Unas horas durante las que el mero recuerdo de una escena tan vulgar como sublime me erizaba la piel… y lo que no era la piel.

Vergonzoso de todo punto. Había convertido a lo que hasta entonces era un hada espiritual que veía entrar o salir de casa desde mi ventana o, en el mejor de los casos, con la que me cruzaba en la escalera como en una especie de encantamiento, en una mujer de carne y hueso capaz de despertar la acucia de su presencia, de su olor y su voz, de su mirada y su tacto. Ninguna mujer, por atractiva que fuera, ni siquiera quien fue mi novia durante años, me había provocado esa reacción.

Por efecto de mi naturaleza, mi educación y mis lecturas tendía a idealizar las mujeres que me gustaban y a sublimar todo amago de instinto bajo. Y lo mismo había sucedido con Christiana hasta el día anterior, en que apoyó su mano en mi pecho para ajustar con la otra el nudo de la corbata; y, sobre todo, hasta esa mañana, en que sostuve sus brazos durante una eternidad y sólo solté con el ímpetu hipnotizador de sus ojos.

No conseguí pegar ojo en la siesta y dejé la ducha de agua fría para el momento previo a tocar de nuevo el timbre de su casa.

La había invitado a cenar en la mía, pero rechazó mi oferta a su manera.

—Si te parece bien, prepararé algo de cena y pasas por mi casa cuando estés lista —propuse antes de regresar a mi piso.

—Ni lo sueñes. O bajas tú o nada.

—Pero es que parezco un gorrón. Qué menos que corresponder con tu…

—¡Qué corresponder ni qué niño muerto! ¿Te crees que esto es un do ut des? ¿Te invito para que me invites? Te invito porque me apetece y me da la gana, ¿entendido?

—Vale, vale.

—Además, para comer un pan y queso con cocacola zero prefiero quedarme en casa con mis verduras a la plancha y mi confit de pavo.

Cómo me gustaban esos azotes verbales, propios del regalo que produce la afinidad y la confianza. Pero que incrementaban la impaciencia que el corazón trataba de imponer.

Venga, compórtate. Sabes hacerlo. No te has visto en nada parecido en tu vida, con una mujer de bandera que te trae de cabeza y te invita a su casa un día tras otro. Mantén esa confianza que te has ganado hasta ahora y no la cagues.

Con ese ánimo bajé a tiempo de aplaudir en la terraza justo antes de la cena, porque tenía esa costumbre tan europea y poco española de cenar a las ocho como muy tarde.

Pero de nada sirvieron las buenas intenciones ni la ducha fría.

Christiana se mostró más punzante, efusiva y tierna que nunca. La mesa, con velas y ramilletes de flores secas, estaba montada con más primor de lo habitual. La conversación se hizo chispeante de manera paulatina. Había montado con su iPhone y un altavoz un pequeño equipo de música, y la lista de reproducción contenía unas dosis de romanticismo que en algunos momentos rayaba con el empalago. Cualquiera diría que todo estaba dispuesto con el fin de encandilar al invitado, de poner bastante difícil el buen comportamiento.

Todo, incluso el hecho de que me permitiera, por primera vez, recoger la mesa. Había cambiado el «ni se te ocurra» por un «déjalo en el fregadero, mañana me ocupo».

En la sobremesa, con los sones de Alone again, dijo que no recordaba la última vez que había bailado en pareja, y que era una pena que esa costumbre su hubiera perdido. Yo nunca he sido un buen bailarín, a decir de las escasas parejas que he tenido, pero no podía desdeñar esa petición en toda regla. Era como si me hubiera adivinado el pensamiento de antemano. Con los primeros compases de If you leave me now, me levanté del sofá y le tendí una mano sin palabras.

Los cuatro minutos de balada, en silencio, con mis manos en su cintura y las suyas en mis hombros se prolongaron del mismo modo con otros cuatro de How deep is your love. Pero al llegar a Eye in the sky sus manos avanzaron hasta enlazarse detrás de mi nuca y su sien izquierda se juntó con la mía, de manera que abracé su talle por completo. Y nuestros cuerpos, a compás, se balancearon sin un suspiro de por medio. Tan sólo bajo el aura fresca de cítricos, de flores y mediterráneo de su perfume.

Pero, de algún modo, todo sucedió de forma natural. Su conducta era tan enternecedora que impidió cualquier acto o intención por mi parte que no fuera amistosa, protectora. Y, sin explicación alguna, sabía que mi actitud encajaba con su estado de ánimo y con su intención de llevar nuestra amistad naciente.

La lista acabó con The captain of her heart, pero no aquel auténtico abrazo, que se prolongó durante un tiempo indefinido, indefinible.

Ella se separó muy lentamente. Yo sostenía uno de sus brazos como único contacto. En su mirada había un recelo confiado y en sus labios una timidez complacida. Todo un enigma que deseaba pero no estaba en condiciones de resolver; desconocía parte de su alfabeto expresivo, como esas expresiones en apariencia contradictorias. Tiempo al tiempo.

Ahí permanecimos, quietos, en el más absoluto silencio. Sin atrevernos a confesar hasta qué punto nos había entusiasmado ese baile-abrazo. Y mi conciencia, siempre atenta para bien y para mal, se impuso.

Ahora es tu turno, sabes lo que tienes que hacer.

Miré el reloj como pretexto, sin llegar a ver la hora, y sonreí a modo de despedida.

Sus ojos, un suspiro de alivio. Mi ánimo, un cascabel por esa conversación silenciosa.

Sólo dos palabras salieron de su boca, una promesa cautelosa y acariciadora. «Hasta mañana.»

Día 9

—No me gusta la idea. ¿No has visto en las noticias cómo están las cosas ahí fuera?

—Pero no queda otro remedio —contestó él—. Tarde o temprano tendremos que salir a por comida. Podríamos ir juntos, pero ya no dejan ir de dos en dos.

—No tienes por qué arriesgarte por mí, ¿sabes? Soy mayorcita y ya iré yo cuando sea necesario.

—Sospecho que ya debe de serlo, porque he estado saqueando tu despensa durante más de una semana, así que tiene que estar arrasada. Qué menos que compartir la compra, déjame hacer ese pequeño favor. La próxima vez, si te parece bien, vas tú. Con las precauciones debidas no tiene por qué ser peligroso. —Levantó un dedo, sacó un papel de su chaqueta con la otra mano y continuó—: Mira, tengo aquí mi lista, que es más bien corta porque hice compra poco antes de la alarma y no he gastado casi nada. Ahora haz recuento y apunto lo tuyo.

Me dejó un tanto dubitativa, lo que aprovechó para añadir argumentos a su propuesta.

—Aunque también tenemos la opción de aguantar unos días con mi pan-y-queso y coca zero.

Así que eres de esos raros que escuchan y se quedan con la copla. Canalla, deja de reírte y ser tan contagioso.

Hay actos espontáneos que dicen mucho más que cualquier pensamiento elaborado, que cualquier sensación o sentimiento nacido quiérase o no en la mente. Y llegan a tocar lo más hondo cuando son inesperados.

La noche anterior, cuando estábamos rozando lo irreversible, me arrebató con el acto espontáneo de despedirse. Supo leer en mis ojos, en mi actitud, que el hecho de abrazarme, de abrazarnos entre las notas de algunas de mis canciones favoritas era un refugio que llevaba mucho tiempo buscando y que necesitaba en ese momento; no era ninguna declaración ni propuesta. Durante unos minutos inacabables tuve miedo de su reacción; tanto miedo de lo que hiciera acto seguido que no me atrevía a moverme y contemplar el destrozo. No quería ninguna relación, no estaba preparada, no era el momento. Y lo supo, o actuó como si lo supiera.

Presentía, o más bien me constaba, que le atraía de una manera especial. Le atraía física y mentalmente porque acercarse no le costaba nada, pero le costaba un horror separarse. Desconocía hasta qué punto era profundo su afecto, pero lo mostraba con una delicadeza y una discreción inimaginables.

Ese gesto de salir a realizar mis compras, en otro tiempo, hubiera significado eso de «tú eres muy frágil, la vas a fastidiar, mejor quédate». Y ese mismo gesto se había convertido en un «déjame hacerlo en tu lugar, por favor». La supremacía se convertía en protección.

Sí, su conducta hacía mella en mi ánimo. De otro modo, no me hubiera alarmado verle salir con la mascarilla y los guantes, ni me hubiera hecho sonreír al mirarme y hacer el signo de victoria antes de entrar al coche. Le correspondí con otra sonrisa y el mismo gesto.

Pero sonrisa y gesto se helaron al toparme con la visión del vecino malcarado, que estaba muy atento, al parecer, a su marcha. Y, cuando ya se alejaba el coche, miró hacia arriba y me crucé con su mirada torva.

Yo misma había pensado medio en broma en las cosas terribles que le achacaba por su simple aspecto. Cielo Santo, ¿es que acaso podría tener razón?

Corrí a echar el cerrojo doble de la puerta y cerré el ventanal de la terraza, ya que alguien con agilidad podría trepar de un piso a otro por las terrazas, dispuestas en forma oblicua. Luego me metí el móvil en el bolsillo y empecé a arreglar la casa para intentar distraerme.

* * *

Me quedé un tanto descompuesta durante las horas que tardó en regresar. No sólo a causa de la inquietud que me produjo verle marchar de aquella guisa, sino por las noticias que daban y repetían por radio y televisión, y por los bulos o medias verdades que circulaban por internet y por redes.

¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿En qué hemos convertido nuestras vidas?

Además, como todo apocalipsis que se precie, había sido casi repentino. Apenas unas semanas, unos días atrás, este panorama hubiera sido tachado de superchería artificiosa y en absoluto creíble.

Cuánta fragilidad, cuánta superficialidad, cuánto envanecimiento. Cuánto factor humano en jaque. Todo ello se lo estaba tragando el sumidero de un organismo microscópico. Incapaces de controlarlo, no cabía sino batirse en retirada a la espera de una actitud racional, fieramente humana, con que combatir a ese imprevisto enemigo de la especie.

 

Para calmarme, llamé a Julia, mi mejor amiga, pero no la localicé en casa, lo que me preocupó aún más, porque tampoco era de las que seguían trabajando. Había varias razones por las que no pudiera atender el teléfono, pero en ese momento sólo pensaba en la enfermedad. Llamé a las demás, pero ninguna sabía el porqué de esa ausencia. Rompí a llorar como una niña perdida y asustada. Pensé en llamar a Jorge para saber si le iba bien y por qué tardaba tanto; pero no quería ni debía mostrarme tan vulnerable… ¡porque no lo era! ¿O sí? Sólo después de llamar a mamá me sentí un poco más consolada.

¿Qué demonios me pasaba? Por primera vez en aquella época de encierro me sentía sola. Sola. En el peor y más duro de los sentidos, como rara vez me había sentido, entre la espada de la vida y la nada de la muerte. Y descubrí que me aterraba. Me ahogaba, sentía incluso literalmente que me ahogaba, y abrí la puerta de la terraza que había cerrado por miedo a un psicópata, que por mucho que lo fuera sería menos dañino que esa horrible clausura.

Durante unos minutos me asomé con la esperanza de verlo llegar. Pero no aparecía. ¡Qué angustia!

¿Dónde estás, maldito seas? Tenías que haber llegado hace años. Se supone que estás acostumbrado a hacer compras, ¿o es que sigues siendo de esos torpes que deambulan como cefalópodos por las estanterías con la lista en la mano y amontonan en sus carros todo menos lo que realmente necesitan? Parecías más listo. A no ser que te haya pasado algo. A no ser…

Me daban ganas de volver a llorar, pero no quería, me negaba.

Hasta que llamaron a la puerta de casa. Lo primero que pensé fue en el psicokiller. Lo que me faltaba. Me agité como una vulgar melindrosa, sin reaccionar. Eso sí, las lágrimas se contuvieron ipso facto. Cuando sonó el timbre por segunda vez me acerqué lo más sigilosa que pude a la puerta y me asomé por la mirilla.

Y ahí estaba, saludando como un tonto. Me refiero a Jorge, claro.

Descorrí cerrojos y abrí la puerta con prisas y torpeza.

Me hubiera abalanzado sobre él para achucharle, pero venía portando cientos de bolsas en cada mano.

—Ahora sé el camino —dijo en tono jovial y despreocupado el muy idiota, sin darse cuenta de que el mundo se había derrumbado sobre mi cabeza poco antes. Fue derecho a la cocina y depositó las bolsas sobre la encimera.

—He dejado los guantes, la mascarilla y el chaquetón en mi piso, por…

—¿Cómo has tardado tantísimo? —es lo único que acerté a decirle. Ni un gracias, ni cómo estás, ni nada.

—En realidad, he ido un poco más despacio de lo normal, y aunque no había cola para entrar sí que la había para los recintos de frutas y verduras y de pescado —explicó llevando algunos congelados a su sitio.

Sólo entonces miré la hora y comprobé que había tardado poco más de dos horas desde que salió hasta tocar mi timbre. Yo hubiera tardado más de tres.

—Como si estuvieras en tu casa —le pinché al verle trajinar como una hormiga y reanimarme de golpe.

Nunca había disfrutado tanto la engorrosa tarea de descargar y colocar todas las cosas de la compra semanal.

* * *

—Es todo como una película distópica, pero de las flojas y de bajo presupuesto. Las calles y carreteras apenas tienen movimiento. Lo mismo el centro comercial, que es un maldito hormiguero. Estaba absolutamente desierto, excepto el supermercado. (…) Edificios cerrados a cal y canto, muy poca gente a la vista, casi todos con mascarillas o prendas con la nariz y boca tapadas, actitudes recelosas, accesos cortados, colas… Hay miles de letreros sobre precauciones a tomar. Sólo faltan los edificios en ruinas para ser como el puñetero apocalipsis. (…) Nos hemos pasado de rosca con tanto experimento biológico. ¿Cómo era…? El día que comáis el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses. Y así nos va, pero nunca hasta este siglo se habían notado tanto los efectos de nuestro delirio.

Me hicieron gracia las reflexiones que compartió Jorge al regresar, mientras vaciábamos las miles de bolsas llenas de todo tipo de comida y bebida. No le había visto hasta ese momento en plan transcendente. Y lo cierto es que me sumé sin dudarlo a su punto de vista, a su opinión crítica, o más bien pesimista y autocrítica para con el género humano.

Opinión crítica. Si algo le caracterizaba era su espíritu crítico, intransigente con la estupidez y la mezquindad. Si bien era muy abierto y tolerante en sus opiniones, por ejemplo sobre artes, en cuestiones sociales le salía una vena radical arrolladora.

Vaya, ni que lo tuvieras todo pensado para gustarme. ¿Es que no te voy a sacar defectos? Sí, tienes una bondad herida, y puede que un rigor excesivo en afectos y desafectos. Pero todo ello lo transformas en justicia poética de la auténtica, nada impostada, con intensidad, con entrega…

Y el muy bribón me leía el pensamiento:

—Dame un poco de tiempo y empezarás a encontrar las taras por docenas —dijo con cierta melancolía ante una indirecta sobre su carencia de lo que yo considero peores defectos.

Me tenía confundida, a la verdad. No tenía referencia alguna de su modo de ser en todas mis relaciones personales. No podía compararle con nadie ni por tanto estimarle con justicia. No, estimarle no, sino estimar la atracción que sentía por él, si era adecuada o no. En esos momentos no se me ocurría otra cosa más que espantar mis pensamientos.

—Bueno, ahora saca el ticket y hacemos cuentas —le propuse al terminar de ordenar todo.

—¿El ticket? Eh, bueno, si me pasas la cuenta de todas las cenas y demás, entonces podremos hacer cuentas realmente.

—Eres un listillo. Pero las obras de caridad las reservas para otros. —Lo que me incordiaba era que siempre tuviera una respuesta adecuada, o con apariencia veraz.

—De acuerdo. Pero podré venir a tu comedor social alguna otra vez, ¿no?

—¡Que no te pases de listo! —Maldita sea, me gustaba su ingenio—. Ah, por cierto, lo del psicokiller no tiene desperdicio. No es normal. Ese tío tiene algo que ocultar, estoy más que segura. Chist, calla y escucha. No, mejor, voy a preparar algo y mientras comemos te lo cuento.

Entre plato y plato espanté la vergüenza de los miedos de gallina clueca que había pasado al tiempo que relataba las miradas de matón que nos había dirigido esta mañana y las paranoias que mi mente inquieta urdía cada vez con más firmeza.

Por primera vez en mi vida no me cabreó el que alguien no me tomara en serio. Más aún, me hizo reír de lo lindo con sus bromas sobre lo que haría o dejaría de hacer si él fuera el asesino.

No me gusta que seas tan divertido. Es algo peligroso. El humor siempre es un arma de doble filo, y puede especialmente para mí: me empiezo divirtiendo y acabo…

De momento, acababa viendo cómo pasaba las horas con él como si fueran minutos.

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