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Historia de una parisiense

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X

Escribió dos cartas, una para su madre y otra para Juana, y a las once apareció risueño en el hotel de Hermany.

El dueño de casa, testigo de su adversario, abrió tamaños ojos a la aparición de aquel convidado inesperado; pero repúsose pronto y recibiolo ceremoniosamente, encontrando, como lo dijo después, que aquello era perfecto, irreprochable, y que probaba un estómago de privilegio. La rubia señora de Hermany, más bella, más misteriosa y más perversa que nunca, vio que el señor de Lerne buscaba a alguien en la multitud y, mirándole fijamente, le dijo breveniente: «Segunda puerta ala izquierda. En el invernáculo, bajo del tercer palmero a la derecha, y decid después que no soy buena…»

Jacobo saludó gravemente, y siguió la indicación. Penetrábase al invernáculo por dos arcadas de las cuales una estaba ocupada por la orquesta. El invernáculo era otro gran salón de cúpula, ofreciendo magnífico conjunto de enormes jarrones azules realzados por adornos de oro, dobles cajas de plantas, estatuas medio ocultas bajo el ramaje, divanes rodeados de taburetes, y banquillos esparcidos bajo los grandes abanicos de las palmeras, de los bejucos colgantes con sus pálidas flores color de cera, y de las hojas barnizadas y espesas corolas blancas de las magnolias. Un ambiente cálido de la zona tropical saturaba el aire, y de vez en cuando oíase salir un murmullo de colmena, que a veces se elevaba como para dominar los ecos bulliciosos de la orquesta.

En uno de estos grupos, bajo del tercer palmero, a la derecha, hallábase Juana de Maurescamp escuchando distraída a tres o cuatro suspirantes de distintas edades. Al apercibir a Jacobo esparciose por su semblante esa sonrisa plena que las mujeres reservan para sus hijos o sus amantes, y que los maridos ven raras veces. Aquella sonrisa bastó para tranquilizar a Jacobo y convencerle de que ningún ruido había llegado a los oídos de Juana.

A la llegada del conde de Lerne, los astros secundarios que habían girado a su alrededor se eclipsaron sucesivamente con un sentimiento mezclado de disgusto y deferencia; porque, aunque calumniando generalmente a Juana por sus relaciones con Jacobo, generalmente también sentían que había algo que tenían que respetar. Pero antes de quedarse solo con Juana, Jacobo había tenido tiempo de hacerse algunas reflexiones amargas; parado frente a ella, parecíale, tanto le había sorprendido su elegante belleza, que la veía por la primera vez. Llevaba con la castidad de Diana la moda indecorosa de aquella época, y mostraba fuera de su estrecha bata obscura, su busto casi entero y su brazos flexibles y puros. Sus negros cabellos, colocados algo bajos como los de las diosas, hallábanse algo torcidos simplemente en un rodete que caía sobre su nuca. Su cabeza, un poco echada hacia atrás, a causa de su peso, enderezábase un poco rígida en una actitud algo altiva y triunfante. Sentíase bella y gozábase de ello, dejando entrever la blancura de sus dientes, por entre la púrpura de sus labios ligeramente abultados. Al mirar a aquella criatura encantadora, animada por todas las gracias de la inteligencia y de la pasión, sintiose Jacobo animado por un impulso casi brutal de deseo, pesadumbre y enojo; habíala respetado, echose aquella violencia. ¡Había tenido aquel heroísmo loco! y ¿cuál era su recompensa?

Con la extraña rapidez de percepción que caracteriza a la mujer, creyó Juana sorprender algo de lo que pasaba, en la mirada riente y turbación del joven; un ligero rubor cubría su frente, hizo girar su abanico y levantando la cabeza con cierta timidez medrosa:

– ¿Qué tenéis? – díjole – . ¿Por qué me miráis así?

– ¡Estáis tan bella! – contestó Jacobo bajando la voz – . ¡Me hacéis mal!

– Eso pasará – dijo Juana riendo – . Vamos, amigo, nada más al respecto, ¿para qué? ¿volvéis al materialismo?

– Sí, pasablemente en este momento.

– Me entristecéis, ¿sabéis?

– Pero, en fin – dijo sentándose – , al fin no soy un puro espíritu.

– Pues bien, yo lo soy – dijo riéndose como una niña – , y estoy encantada de serlo; a más, es culpa vuestra.

En seguida, con tono serio y penetrado:

– ¡Ah! – dijo – , si yo estuviese segura de que erais feliz, amigo mío, ¡cuan feliz sería yo también! En esto pensaba antes que llegaseis.

– ¿Es usted verdaderamente feliz? – preguntole el joven con voz algo conmovida.

– ¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz!.. – replicó ella con una graciosa efusión – : y por usted, puede vanagloriarse. Hay momentos en que me asusto de mi felicidad; paréceme que es demasiada. Imagínese – prosiguió bajando un poco la voz – : amo, soy amada, y todo esto sin remordimientos, en paz con el presente y sin ningún temor para el porvenir… porque, gracias a Dios y a usted, amigo mío, podré ver sin terror aparecer la primera arruga, que es el espectro y el castigo de los amores vulgares. Estoy segura de que envejeceré sin pena… casi con alegría… Porque, siendo menos joven tendré más libertad, estaré menos sujeta a las conveniencias, más cerca de usted… menos comprometedora, en fin… Así, por ejemplo, pienso con delicia que podremos viajar juntos… Y para eso hay que envejecer; pero, entretanto, si supiese cómo se han transformado para mí el mundo y la vida, desde que soy amada, como deseo serlo… Puede estar orgulloso del milagro que ha hecho. Parece que ha modificado, elevado, purificado mis instintos… todo mi ser… que me hubiese enseñado… ¿cómo lo diré? el origen divino de las cosas, enseñándome a ver, a comprender el lado bueno de todo lo que he dicho… de cuanto veo y cuanto siento… Así es que, gozando como nadie en el mundo, mis alegrías son celestiales… Placeres de los ángeles. Todo lo que pasa a mi alrededor aparéceme bajo una nueva luz, y todo revestido de una belleza desconocida para mí… Es una niñería, pero hace un momento que paseándome por el bosque miraba los árboles… que pasaban antes desapercibidos y decíame: «¡Qué cosa tan bella es un árbol, qué sólido es, qué elegante, cuan lleno de vida!..» No hay un solo objeto en la naturaleza, desde la más ligera hierba, que no me cause admiración, y me deje en éxtasis. Estoy segura… ¿no lo cree usted también? de que todas las cosas de este, mundo tienen dos fases, la una material y hasta cierto punto vulgar que es visible para todos; la otra, misteriosa e ideal, que es el secreto y la revelación de Dios, y la que veo con los ojos que es su obra de usted, amigo mío.

Mientras la escuchaba, sufriendo secretas agonías, la fisonomía de Jacobo había ido tomando una expresión dulce y seria.

– Sí – dijo al fin, lentamente y la voz algo alterada mirándola con una ternura infinita – , sí, debe haber un Dios y una vida mejor… y almas inmortales, puesto que hay un ser como usted…

– ¿Pero, qué tiene? ¡Gran Dios! – exclamó de pronto.

Creyó que estaba indispuesto: habíase puesto repentinamente en extremo pálido, y su mirada, dilatada en el espacio, estaba fija como ante una aparición aterradora. Volviéndose bruscamente apercibió al señor de Maurescamp, apoyado en el marco de la puerta de entrada al invernáculo; mirábalos fijamente y sus ojos y facciones encendidas demostraban tanta cólera, que el señor de Lerne se levantó inmediatamente temiendo algún acto de violencia.

El señor de Maurescamp avanzó entonces a pasos mesurados, luchando evidentemente contra el desencadenamiento de sus pasiones; sin embargo, observado por todos, y bajo la impresión del silencio en que quedó todo el salón, consiguió moderar su impulso, y llegando donde estaba su mujer, díjole con voz ronca y contenida:

– Vuestro hijo está enfermo… Venid.

Juana dio un ligero grito, hízole algunas preguntas precipitadas, pero conociendo en su actitud y lenguaje que la enfermedad del niño no era sino un pretexto, siguiole sin añadir una palabra más.

El señor de Maurescamp, después de haber estado un momento en la Opera, había regresado al Círculo, y sabido allí por casualidad la presencia del conde de Lerne en el baile de los Hermany. Sabía que su mujer debía ir a él. Como no tenía ninguna delicadeza en sus sentimientos ni en su corazón, ni aun se le ocurrieron los motivos honorables que habían dictado el proceder de Jacobo. No vio otra cosa que un insolente alarde de que su mujer era cómplice, e inmediatamente se trasladó al hotel Hermany, sin ningún plan preconcebido, y sólo impulsado por un sentimiento de odio y de enojo que no debía detenerse ante ninguna consideración ni aun ante un escándalo público. Como se ha visto, gracias a una suprema inspiración, no lo fue tanto como se temió, pero sí lo bastante para empañar para siempre, en un minuto, el honor de su mujer y el suyo.

XI

Mientras se esparcía por los salones, entre cuchicheos y risas, la nueva de la desaparición de Juana, arrebatada por su marido, el señor de Maurescamp sentábase bruscamente al lado de su mujer en su cupé. Desde que no tuvo testigos dejó de hablar de su hijo. Aquel silencio y su actitud airada no podían dejar a la pobre mujer la menor ilusión. Sentíase atemorizada.

Sentía ese estupor de una persona herida por el rayo, en el esplendor de su existencia, en su honor, en su inocencia; la indignación de una mujer honesta públicamente insultada, el temor vago de una catástrofe desconocida, próxima y terrible. En su tribulación sin nombre, permanecía silenciosa, esperando que él hablase; pero en vano; y el trayecto bastante corto de la Avenida Gabriel a la Avenida de Alma, se pasó sin que una palabra se hubiera cambiado entre ellos.

Juana, sin embargo, empezaba a despejar su espíritu, naturalmente valeroso, del caos de sentimientos en que la primera sorpresa la había sumergido. Atravesó con paso firme, a la vista de tres o cuatro criados inmóviles, el gran vestíbulo sonoro de su palacio, y subió la escalera, silenciosa, pero llegado que hubo al primer descanso de la escalera de sus habitaciones, se apercibió de que su marido seguía adelante:

 

– Perdón – le dijo – ; hacedme el gusto de entrar ahí, tengo que hablaros.

Dudó unos instantes; como la mayor parte de los hombres, no gustaba de explicaciones, pues en realidad era un carácter violento, más bien que fuerte; el acento tranquilo de su mujer le imponía, aunque le irritaba. Siguiola, pues, pero con más enojo que antes.

Cerró la puerta, pasó al saloncito que estaba antes de su dormitorio y, volviéndose hacia el barón y mirándole:

– Y bien, ¿qué es lo que hay? – dijo.

– Lo que hay, es que mataré a tu amante mañana por la mañana, eso es lo que hay.

Ella juntó sus manos haciéndolas chocar con estrépito, y continuó mirándole, con los labios entreabiertos como excitando.

– Hace mucho tiempo – replicó Maurescamp jurando e irritándose a sí mismo con la violencia de su lenguaje – ; hace mucho que me están ustedes provocando… que ambos me ultrajan… que me cubren de ridículo… eso va a concluir.

– Es usted un desgraciado loco – dijo Juana con dulzura – . Yo no tengo amante… pero sepamos… ¿qué es lo que quiere decir? ¿Ya a provocar en duelo al señor de Lerne?

– No hay que provocar, es cosa hecha – contestó con el mismo acento de fanfarronería grosera – ; mañana nos batimos.

La joven volvió a juntar sus manos, y dejó oír un gemido sordo.

Su marido pareció apercibirse de su brutalidad, y prosiguió precipitando las palabras y casi balbuciente:

– Es claro que no tenía la intención de prevenirle… eso no entra en mis habitudes… pero usted lo ha querido… me ha obligado a ello… me precipita… Es él a más quien ha colmado la medida esta noche… Continuar haciendo la corte públicamente a la esposa cuando se bate al día siguiente con el marido, es indigno de un caballero… es innoble.

– El señor de Lerne no me ha cortejado ni esta noche, ni nunca – dijo Juana con energía – , al menos como usted lo comprende. Su honor, es usted quien lo ha comprometido; su duelo con el señor de Lerne sería una locura… una mala acción… un crimen… porque, se lo juro por Dios y por la vida de mi hijo… que jamás ha sido para mí otra cosa que mi amigo.

– ¡Se entiende! – replicó Maurescamp en tono de burla – . ¡Vamos, creo que esto es ya bastante y aún demasiado! Y dio algunos pasos hacia la puerta.

Pero Juana, poniéndose delante:

– No, se lo suplico, no se vaya aún… ¡si supiese usted lo que es para una mujer… que ha sufrido, que a más ha luchado… resistido, pero que al fin ha permanecido honesta, pura, fiel, y que se ve no sólo sospechada, sino más todavía, condenada, castigada con este cúmulo de injusticia y de dureza! ¡Si supiese usted lo que pasa entonces por la cabeza de esta desgraciada! ¡Si supiese usted lo que podría hacer de mí, aunque no me agradezca nada tratándome… de imprudente, cuando más, como si fuese la causa de todo!

– ¡Ah! basta – repuso el conde con dureza, procurando desasirse.

Pero ella le retuvo todavía, empujándole suavemente delante de sí, con ademán suplicante; recostose el barón en la chimenea con la actitud resignada del verdugo.

– Ya sabe usted – dijo Juana – , tan bien como yo misma, la historia de nuestro pobre menaje… Poco tiempo me amó usted, amigo mío… seguramente por culpa mía… yo no le agradaba… mis gustos no eran los suyos… todo lo que hacía… todo lo que a mí me gustaba, usted lo rechazaba… Me ha abandonado… buscó sus placeres, nada más natural… Conocía usted que nada podía decirle puesto que no tenía el poder de retenerle. Pero yo era más joven entonces, amigo mío, pues ya hace años de eso, y entonces, sí, corrí peligro, se lo confieso. Sola en el mundo, descorazonada, enervada, sin sostén… rodeada de malos ejemplos, entregada a malos consejeros, perseguida y casi pervertida por gentes que no sospecha… sí, hubo un momento en que me sentí sin corazón, sin virtud, y próxima a caer… Pues bien, es la amistad que me ha salvado… esta amistad de que me hace un crimen… El señor de Lerne ha sido para mí…

– ¡Un hermano! – interrumpió el señor de Maurescamp con el mismo tono de ironía insultante.

– ¡Sea! – replicó Juana animándose – , un hermano… si así lo quiere… Pero, en fin, él me ha salvado, esto es lo que hay de cierto. Cuando iba a tomar gusto por los placeres prohibidos, es él quien me ha vuelto al de los placeres permitidos… Y si su mujer no es hoy una mujer mundana, es quizá a él a quien lo debe usted… y quiere usted matarle, ¿es eso justo y honorable? Diga.

– Justo o no, haré lo que pueda; se lo prometo; vamos, déjeme.

– Pero ¡gran Dios! qué hombre es usted, si no me cree… y si creyéndome persiste en sus designios de odio y de venganza… No, no, no dejará de hacer usted un llamado a su razón, a su justicia y a su lealtad… No quisiera herirle, Dios lo sabe… pero en un interior como el nuestro, en una situación como la mía… ¿qué quiere que una joven haga de su tiempo, de su corazón, de su pensamiento y de su vida?.. Usted tiene sus queridas… déjeme siquiera mis amigos… y puede estar seguro de que tendrá que elegir entre los amigos confesados, y los amantes ocultos.

– Pero, decididamente – exclamó el señor de Maurescamp – , ¿qué es lo que quiere usted? ¿qué me pide? Prentende, acaso, ¡esto sería demasiado fuerte! que vaya a tender la mano al señor de Lerne, excusarme con él, y pedirle que vuelva a reanudar sus relaciones con usted?

– Sí – contestó con energía… – eso es lo que le pido. Sin excusas, se entiende; y al pedirle esto, le pido una cosa enteramente justa, honorable y sensata… porque en realidad es el único medio de reparar el mal que ha hecho a su honor y al mío… Es el único medio de imponer a las calumnias, a las que ha dado origen con su conducta de esta noche, y a las que este duelo daría un carácter irreparable de verdad. Si es capaz de hacer justicia a su mujer inocente, la verdad tiene mucha fuerza, le creerán, y yo, amigo mío, si pudiera comprender lo agradecida que le quedaría, con cuán piadoso respeto se lo probaría, respetando en adelante sus susceptibilidades, que tal vez he descuidado demasiado… ¿y quién sabe, también si esa acción generosa, no sería entre nosotros un nuevo vínculo?.. Probados los dos por la desgracia, mejor instruidos por, la experiencia… y los pesares… ¿quién sabe si nuestros corazones no se unen?.. ¡quién sabe! ¡bah! de usted dependería, se lo aseguro… llegar a ser para mí mi mejor, mi único amigo.

– Todo esto es muy bello, sin duda – dijo el señor de Maurescamp, enderezándose dentro de su corbata – , pero es puramente novela… ¡Siempre ese miserable espíritu de romanticismo que les pierde a todas!

– ¡Ah, mi Dios! – replicó la pobre mujer, vertiendo lágrimas… – pues bien, ¿qué es lo que queréis? decid, ¿qué exige?.. ¿que despida al señor de Lerne, que no le vea más?.. ¿que le sacrifique esta amistad, y cuantas pueda tener en adelante? Sea, se lo prometo… me comprometo a hacerlo… viviré sola… viviré como pueda… a más, mi hijo crece… me ocuparé de él… él será mi amigo… Sí, así será… se lo juro, y cumpliré mi palabra… Pero, por favor, por favor, amigo mío, no lleve a efecto ese duelo… No hay razón, no hay motivo para ello; es una monstruosidad, se lo aseguro. ¡Mire, se lo pido de rodillas!

Y echose a sus pies, desatinada y llorosa.

– Se lo pido con las manos juntas… con todo mi corazón, con todas mis lágrimas… sed bueno… se lo ruego; tened compasión, no me desespere…

– ¡Vamos, ahora es melodrama! – dijo Maurescamp, rechazándola.

– ¡Ah, desgraciado! – exclamó la joven levantándose, y enjugando sus ojos; y tomándole violentamente las dos manos añadió con voz contenida:

– No sabe usted lo que hace, no, no lo sabe; no le diré que mate, sería demasiado decirle, pero usted me condena.

Y soltándole con ímpetu las manos:

– Puede irse – dijo – , ¡adiós!

El señor de Maurescamp salió.

Permaneció la joven por algunos momentos agobiada y como anonadada sobré el tapiz, el cabello en desorden, la mirada fija y seca, agitando una mano por intervalos, con un movimiento de extravío. Fue sacada de aquel abatimiento por algunos ligeros golpes dados a la puerta de su salón. Levantose inmediatamente. Era su camarera, anunciándole que la señora de Lerne deseaba hablar un momento con la señora baronesa.

– ¡La señora de Lerne!

– Sí, señora… ¿Diré que la señora está un poco enferma? La señora no tiene buen aspecto.

– Hazla entrar.

La señora condesa de Lerne apareció, lívida, la mirada extraviada, todas las líneas de su cara hundidas, y convulsas. Sin fijarse desde luego en el desorden en que se hallaba Juana, fue hacia ella con el paso rígido de un espectro y dijo clavándole la vista:

– ¡Su marido se bate mañana con mi hijo!

– Lo sé – contestó Juana – ; acaba de decírmelo.

– ¡Ah! – replicó amargamente la anciana señora – . ¿Acaba de decírselo? ¡Es el acto de un cobarde!

– Sí, pero usted, ¿cómo lo sabe?

– Por Luis, el viejo criado de mi hijo, que ha sospechado algo hace poco, y que después ha oído toda la conversación de los testigos.

– ¿Y usted sabe, señora – replicó Juana – , que no hay nada malo entre su hijo y yo?

A la verdad que aquello era nuevo para la vieja condesa. Y en su tribulación, no pudo disimular una especie de sorpresa candorosa:

– Pero, entonces – dijo – , ¿no hay pruebas?

– ¿Pruebas de qué? ¡Puesto que no hay nada!..

– ¿Y su marido no ha querido creerla?

– No.

– Entonces, ¿nada hay que esperar?

– ¡Nada!

La señora de Lerne dejose caer en un sillón y quedó inmóvil, muda, inerte. Después de un silencio, Juana se le acercó.

– ¿Su hijo está en su casa?

– Sí.

– ¿Su carruaje está abajo? – insistió Juana – . Pues bien, partamos… iré con usted… quiero verle.

Mientras hablaba, cubría su cabeza con un velo y envolvíase en sus pieles.

La señora de Lerne se levantó indecisa.

– ¿Es prudente lo que hace?

– ¿Qué cosa peor puede suceder? – dijo Juana con un gesto de suprema indiferencia, induciéndola a salir.

La condesa vivía en la Avenida Montaigne. En un momento estuvieron allí. Mientras iban, impuso a Juana con palabras entrecortadas de todo lo que sabía, de la causa aparente del duelo, del nombre de los testigos, del arma elegida, de la hora y lugar de la cita.

Era cerca de la una de la mañana, y Jacobo terminaba sus últimas disposiciones, cuando vio con estupor abrirse violentamente la puerta de su biblioteca y dar paso a Juana.

– ¡Ah, Dios mío! – exclamó – . ¡Usted… es posible!

– Sí, lo sabemos todo, su madre y yo – dijo Juana sofocada – , y he venido, he querido venir… aquí estoy.

– ¡Mi madre también!.. – murmuró Jacobo – . ¡Ah, qué contrariedad!.. ¡Qué desagrado! Pero, ¡pobre amiga mía! ¿qué viene a hacer aquí? Se pierde.

– Lo sé – contestó dolorosamente dejándose caer en una silla – , pero he querido verle una vez más.

Y sollozaba.

– Querida señora… hija mía… – dijo él con dulzura; tomándole la mano – ; reponeos; se lo pido, y volved pronto a su casa… Esté usted segura de que este duelo no tendrá consecuencias funestas… Entre dos hombres que saben tirar, y que son casi de la misma fuerza, un duelo no es más que un asalto sin peligro.

– ¡Ah, le odia tanto!

Las lágrimas la sofocaron.

– De modo que esto ¡se acabó! ¡Se acabó para siempre! ¡Oh, qué injusticia! ¡Dios mío! ¡qué injusticia!

– Querida hija mía – repuso Jacobo – , retírese, se lo pido… ¿supongo que no tratará de quitarme la calma en este momento? ¿No es cierto?.. Decidle a mi madre también, que le suplico que sea razonable, que no hay ni la sombra de un peligro, ni la sombra… si quiere dejarme tranquilo.

– Pues bien – dijo Juana levantándose – . Adiós, pues, adiós; mucho nos hemos querido, ¿no es verdad?

– Sí, hija mía, sí.

Mirolo algunos instantes sin hablar, y acercándose un poco:

– Sí – repitió.

Y presentándole su frente:

– Bésame ahí – dijo – , a fin deque, si mueres, tengas a lo menos eso.

Jacobo depositó un beso en los cabellos de Juana, y sosteniéndola con un brazo, condújola fuera de la habitación hasta las primeras gradas de la escalera.

– Pronto, a su casa – díjole besándole la mano precipitadamente.

Y alejose.