Asesinato en la mansión

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Asesinato en la mansión
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa
ASESINATO EN LA MANSIÓN
(Un misterio cozy de Lacey Doyle ― Libro uno)
FIONA GRACE
Fiona Grace

La escritora debutante Fiona Grace es la autora de la serie UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE, que incluye ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro uno), MUERTE Y UN PERRO (Libro dos) y CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro tres). A Fiona le encantaría saber tu opinión, así que por favor visita www.fionagraceauthor.com para recibir ebooks gratis, oír las últimas noticias y permanecer en contacto.


Copyright © 2019 de Fiona Grace. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido bajo el Acta de Copyright de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida bajo ninguna forma o medio, ni almacenada en bases de datos o sistemas de recuperación, sin la autorización previa del autor. Este ebook sólo tiene licencia para tu disfrute personal. Este ebook no puede revenderse ni ser entregado a terceras personas. Si quieres compartir este libro con otra persona, por favor compra una copia adicional para cada destinatario. Si estás leyendo este libro y no lo has comprado, o si no fue comprado únicamente para tu uso, por favor devuélvelo y adquiere tu propia copia. Gracias por respetar el trabajo duro de este autor. Esto es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son o bien producto de la imaginación del autor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Copyright de la imagen de la portada Helen Hotson, usada bajo licencia de Shutterstock.com.

LIBROS ESCRITOS POR FIONA GRACE

MISTERIOS COZY DE LACEY DOYLE

ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro #1)

MUERTE Y UN PERRO (Libro #2)

CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro #3)

CAPÍTULO UNO

De mutuo acuerdo.

Eso era lo que afirmaban los papeles del divorcio, escrito con tinta negra y en negrita, haciendo que resaltase sobre la blancura del papel.

De mutuo acuerdo.

Lacey suspiró mientras miraba los documentos. Un adolescente con la cara llena de granos y actitud indiferente, como si aquello no fuera más importante que una caja de pizza, le había entregado en mano aquel sobre color manila de aspecto tan inocente en la misma puerta de su casa. Y aunque Lacey había sabido al instante por qué estaba recibiendo una carta certificada, en un primer momento no había sentido nada. La magnitud de lo ocurrido no la había alcanzado hasta que se había dejado caer en el sofá del salón, junto a la mesita del café donde había abandonado su cappuccino todavía caliente al oír cómo llamaban a la puerta, y había sacado los documentos de su interior.

Los papeles del divorcio.

Divorcio.

Su reacción había sido gritar y tirarlos al suelo, como si tuviera fobia a las arañas y acabasen de enviarle una tarántula viva.

Y allí era donde estaban ahora, diseminados sobre la extremadamente cara alfombra impuesta por las últimas tendencias que le había regalado Saskia, su jefa en la empresa de diseño de interiores en la que trabajaba. La frase David Bishop vs Lacey Bishop le devolvió la mirada. Empezó a distinguir palabras entre el caos de letras sin sentido: disolución de matrimonio, diferencias irreconciliables, de mutuo acuerdo…

Recogió los papeles con cuidado.

Bueno, no era exactamente una sorpresa. Después de todo, David había puesto fin a su matrimonio de catorce años al grito de: «¡Ya te llamará mi abogado!». Pero aquello no había preparado a Lacey para la bomba emocional de recibir una copia física de dichos documentos y de sentir su peso, su solidez, y ver aquel horrible texto negro y remarcado que declaraba que era de mutuo acuerdo.

Así era como se hacían las cosas en Nueva York, siguiendo el argumento de que los divorcios donde nadie era culpable eran menos engorrosos, ¿verdad? Pero lo de «mutuo acuerdo» era pasarse, en opinión de Lacey. Porque, según David, había sido ella la que lo había obligado a divorciarse. Tenía treinta y nueve años y no había habido ni un bebé. No había tenido ni el más mínimo deseo, no había sentido ningún impulso hormonal al ver a los hijos recién nacidos de sus amigas, y había habido muchos, casi como si se materializasen de la nada en un flujo sin fin de bonitos seres diminutos y revoltosos que no despertaban absolutamente nada en su interior.

–Eres un reloj que todavía tiene que dar la hora ―le había explicado David una noche mientras se tomaba una copa de merlot.

Lo que en realidad había querido decir, por supuesto, era: «Nuestro matrimonio es una bomba de relojería».

Lacey soltó un profundo suspiro. Ojalá hubiese sabido durante su boda, con veinticinco años y en mitad de un remolino de felicidad, confeti blanco y burbujas de champán, que el priorizar su trabajo por encima de la maternidad acabaría convirtiéndose en una espectacular patada en el culo.

«De mutuo acuerdo. ¡Ja!».

Se puso a buscar un bolígrafo con unas extremidades que de repente pesaban como si estuviese hechas de hierro, y dio con uno en el cuenco para las llaves. Al menos ahora las cosas estaban organizadas. David ya no andaba corriendo de un lado al otro en busca de zapatos perdidos, llaves perdidas, carteras perdidas ni gafas de sol perdidas. Aquella era una época en la que todo seguía justo donde lo había dejado, pero en aquel momento no le resultaba un gran premio de consolación.

Volvió al sofá con el bolígrafo en la mano y lo colocó sobre la línea de puntos donde se suponía que debía firmar. Pero, en lugar de tocar el papel con la punta, Lacey se detuvo con el bolígrafo en el aire, a duras penas a un milímetro por encima de la línea, como si hubiese una barrera invisible entre la punta y el papel. Las palabras «cláusula de mantenimiento entre esposos» le habían llamado la atención.

Frunció el ceño y volvió a la página donde se estipulaba esa parte, examinando la cláusula. Como la que más dinero ganaba en la pareja, además de ser la única propietaria del apartamento en Upper Eastside en la que estaba en aquel momento, tendría que pagarle a David una «cantidad fija» durante «no más de dos años» para que él pudiese «iniciar» su nueva vida de un «modo consistente con el que ha vivido hasta ahora».

Lacey no pudo evitar soltar una carcajada amarga. Qué irónico que David sacase provecho de su trabajo. ¡De su trabajo, que era la razón por la que había decidido poner fin a su matrimonio! Aunque él no lo vería así, por supuesto. David lo llamaría algo así como «recompensa». A David le encantaba que todo estuviera equilibrado y fuese justo, pero Lacey sabía lo que era realmente aquel dinero. Era un castigo. Una venganza. Una represalia.

«Menuda manera de recibir dos patadas en el culo», pensó.

La visión se le nubló de repente y una gota de agua cayó sobre su apellido, haciendo que la tinta se corriese y el papel se arrugase. Una lágrima fugitiva había logrado aterrizar sobre el documento. Lacey se secó el ojo culpable con el dorso de la mano y un gesto agresivo.

«Tendré que cambiarme el nombre», pensó, mirando fijamente la palabra ahora deformada. «Tendré que volver a usar mi nombre de soltera».

Lacey Fay Bishop había dejado de existir. La habían eliminado. Aquel nombre pertenecía a la esposa de David Bishop y, en cuanto firmase en la línea de puntos, Lacey dejaría de ser aquella mujer. Se convertiría en Lacey Fay Doyle una vez más, regresando a la chica que había dejado de ser en la veintena y a la que a duras penas recordaba.

Pero el nombre de Doyle significaba todavía menos para ella que el que le había cogido prestado a David durante los últimos catorce años. Su padre la había abandonado cuando tenía siete años, justo después de unas encantadoras vacaciones familiares en el pueblo idílico y costero de Wilfordshire, en Inglaterra. No había vuelto a verlo desde entonces. Su padre había estado allí un buen día, comiendo helado en una playa rocosa, salvaje y azotada por el viento, y al día siguiente había desaparecido.

¡Y ahora ella había fracasado tanto como lo habían hecho sus padres! ¡Después de todas aquellas lágrimas infantiles por su padre desaparecido, de todos los insultos de adolescente enfurecida lanzados contra su madre, Lacey se había dedicado a repetir los mismos errores! Había fracaso en su matrimonio tal y como habían hecho sus padres, y la única diferencia, razonó, era que su fracaso no conllevaba daños colaterales. Su divorcio no dejaría a dos hijas desconsoladas y heridas a su paso.

Se quedó mirando aquella maldita línea. Le exigía que la firmara, pero Lacey seguía titubeando. Su mente parecía haberse quedado atascada en su nuevo nombre.

«Quizás debería dejarme de apellidos», pensó con sarcasmo. «Podría hacerme llamar Lacey Fay, como si fuese una estrella del pop». Notó cómo la histeria crecía en su pecho. «¿Pero por qué detenerme ahí? Por unos cuántos dólares, bien podría cambiarme el nombre por completo. Podría llamarme…». Miró a su alrededor en busca de inspiración y su mirada se posó en la taza de café todavía intacta que descansaba en la mesita que tenía delante. «Lacey Fay Cappuccino. ¿Por qué no? ¡La princesa Lacey Fay Cappuccino!».

Se echó a reír, echando la cabeza de brillantes rizos oscuros hacia atrás y carcajeándose en dirección al techo. Pero fue un momento breve, y la risa se cortó tan deprisa como se había iniciado. El silencio llenó el vacío apartamento.

Lacey firmó a toda prisa los papeles del divorcio. Estaba hecho.

 

Tomó un sorbo de café. Se había quedado frío.

*

Lacey se subió al metro repleto, tal y como hacía todos los días, en dirección a la oficina en la que trabajaba como ayudante de diseño de interiores. Llevaba tacones, bolso y no establecía contacto visual con nadie; era como cualquier otra persona de camino al trabajo. Excepto que no lo era, por supuesto, porque, de entre el medio millón de personas que estaban usando en aquel instante el metro de Nueva York durante hora punta, ella era la única a la que le habían entregado los papeles del divorcio aquella misma mañana… o así era como se sentía. Era el nuevo miembro del Club de los Divorciados Tristes.

Sintió cómo se avecinaban las lágrimas y sacudió la cabeza con fuerza, obligando a su mente a pensar en cosas felices. Ésta fue directa a Wilfordshire, a aquella playa tranquila y salvaje. Recordó el océano y el aire salado con un recuerdo repentino y vívido. Recordó el camión de los helados con su canción espeluznante y repiqueteante, las patatas fritas ―chips, papá dijo que allí se llamaban chips― servidas en pequeño envase de poliestireno con un pequeño tenedor de madera, y todas las gaviotas que habían intentado robárselas en cuanto se había despistado un poco. Pensó en sus padres y en los rostros sonrientes que habían mostrado durante aquellas vacaciones.

¿Había sido todo una mentira? Lacey no había tenido más que siete años, Naomi cuatro, y ninguna de las dos había sido lo bastante mayor como para detectar los pequeños detalles de las emociones adultas. Estaba claro que a sus padres se les había dado bien ocultar cosas, porque todo había ido a la perfección hasta que, de un día para otro, la destrucción había asolado sus vidas.

Pero habían parecido felices de verdad, pensó. Aunque, para el mundo exterior, seguramente David y ella también habían parecido tenerlo todo. Y lo habían tenido. Un buen apartamento, trabajos bien pagados y satisfactorios, buena salud; lo único que les había faltado habían sido aquellos malditos bebés que tan importantes se habían vuelto de repente para David. De hecho, su ruptura había sido casi tan repentina como la marcha de su padre. Quizás así eran los hombres; experimentaban un repentino momento de iluminación y, una vez tomada su decisión, se negaban a reconsiderarla, de tal modo que todo lo que se interponía en su camino debía ser derribado. A fin de cuentas, ¿por qué iban a dejar nada intacto?

Salió del metro y se unió a la riada de gente que recorría las calles de Nueva York, una ciudad a la que había considerado su hogar durante toda su vida pero que ahora se le antojaba agobiante. Lacey siempre había adorado lo llena de vida que estaba y todos los negocios que albergaba. Nueva York era como ella al cien por cien, pero ahora se sentía invadida por el deseo de experimentar un cambio radical. De empezar de cero.

Recorrió el último par de calles hasta su oficina y sacó el móvil del bolso para llamar a Naomi. Su hermana contestó al primer tono.

–¿Va todo bien, cariño?

Naomi había estado esperando ansiosamente los papeles del divorcio, por eso su prontitud al responder al teléfono a pesar de lo temprano que era, pero Lacey no quería hablar del divorcio.

–¿Recuerdas Wilfordshire?

–¿Eh?

Naomi sonaba adormecida, algo de esperar al tener en cuenta que era la madre soltera de Frankie, el niño de siete años más inquieto del mundo.

–Wilfordshire. Fue durante las últimas vacaciones a las que fuimos mientras papá y mamá seguían juntos.

Hubo un momento de silencio.

–¿Por qué me preguntas eso?

Al igual que su madre, Naomi había hecho voto de silencio en cuanto a todo lo relacionado con su padre. Había sido más joven que Lacey cuando su padre se había marchado y posteriormente había proclamado que no lo recordaba en absoluto, ¿así que por qué malgastar energía dándole importancia a su ausencia? Pero tras varios chupitos de más un viernes por la noche, había acabado confesando que lo recordaba vívidamente, que soñaba con él a menudo y que había dedicado tres años enteros de terapia semanal a culpar furiosamente a su abandono como causa del fracaso de todas sus relaciones como adulta. Naomi se había subido a un carrusel de relaciones apasionadas y tumultuosas a la edad de catorce años y ya no había vuelto a bajarse. Francamente, su vida amorosa dejaba a Lacey mareada.

–Han llegado. Los papeles.

–Oh, cariño. Lo siento muchísimo. ¿Estás…? ¡FRANKIE, DEJA ESO O YA VERÁS!

Lacey hizo una mueca, apartándose el teléfono de la oreja mientras Naomi le ladraba a Frankie la amenaza de matarlo si seguía haciendo lo que fuese que se suponía que no debía hacer.

–Lo siento, cariño ―dijo Naomi, volviendo a usar un volumen normal―. ¿Estás bien?

–Estoy bien. ―Lacey hizo un pausa―. No, en realidad no estoy bien. Me siento impulsiva. En una escala del uno al diez, ¿cómo de loco sería saltarme el trabajo y coger el siguiente vuelo a Inglaterra?

–Eh, ¿qué tal un once? Te despedirán.

–Pediré días personales.

Lacey casi pudo oír cómo Naomi ponía los ojos en blanco.

–¿Con Saskia? ¿En serio? ¿Crees que te dará días por asuntos personales? ¿La mujer que te hizo trabajar el día de Navidad el año pasado?

Lacey torció los labios en una mueca de consternación, un gesto que, según su madre, había heredado de su padre.

–Necesito hacer algo, Naomi. Me siento asfixiada. ―Se tiró del cuello del jersey; de repente se le antojaba la cuerda de una horca.

–Claro que te sientes así, y nadie te culpa por ello. Pero no hagas nada precipitado. Quiero decir, elegiste tu trabajo antes que a David. No vayas a jugártelo ahora.

Lacey hizo una pausa, frunciendo las cejas por la confusión. ¿Era así como Naomi interpretaba aquella situación?

–No elegí mi carrera antes que a David. Fue él el que me dio un ultimátum.

–Puedes decirlo como quieras, Lace, pero… ¡FRANKE! ¡FRANKIE, TE JURO QUE…!

Lacey había llegado a la oficina. Suspiró.

–Adiós, Naomi.

Cortó la llamada y alzó la vista hacia el alto edificio de ladrillos al que había entregado quince años de su vida. Quince años entregada a aquel trabajo, y catorce entregada a David. ¿Acaso no era hora de que se entregase un poco a sí misma? Sólo unas pequeñas vacaciones, un viaje a sus recuerdos. Una semana, o dos, un mes como mucho.

Con una repentina oleada de decisión, Lacey entró con paso firme en el edificio. Encontró a Saskia de pie en uno de los ordenadores, ladrándole órdenes a un becario de aspecto aterrorizado. Lacey levantó una mano para frenar a Saskia en seco antes de que su jefa pudiese decirle nada.

–Voy a tomarme algunos días por asuntos personales ―anunció.

Tuvo el tiempo justo de ver cómo Saskia fruncía el ceño antes de dar media vuelta y salir por el mismo camino por el que había entrado.

Cinco minutos más tarde, Lacey estaba al teléfono reservando un billete a Inglaterra.

CAPÍTULO DOS

―Has perdido oficialmente la cabeza, hermanita

–Cariño, te estás comportando de manera irracional.

–¿Está bien la tía Lacey?

Las palabras de Naomi, de su madre y de Frankie se repetían en su mente mientras salía del avión y pisaba el asfalto del aeropuerto Heathrow. Quizás sí que estaba perdiendo la cabeza al meterse en el primer vuelo que salía del aeropuerto JFK y pasarse siete horas dentro acompañada únicamente por el bolso, sus pensamientos y una bolsa de mensajero llena de ropa y productos de aseo que había comprado en el mismo aeropuerto. Pero darle la espalda a Saskia, a Nueva York y a David le había resultado de lo más excitante. Había hecho que se sintiera joven. Libre. Aventurera. De hecho, le había recordado a la Lacey Doyle que había sido AD (Antes de David).

Darle la noticia a su familia de que iba a marcharse a Inglaterra así sin más ―y dársela por teléfono con los tres puestos en el manos libres, ni más ni menos― había sido menos excitante gracias a que ninguno de los tres presentes poseía el más mínimo filtro mental a la hora de hablar y a que compartían la misma mala costumbre de decir en voz alta todo lo que les pasaba por la cabeza.

–¿Y si te despiden? ―había gimoteado su madre.

–Oh, está claro que la van a despedir ―había declarado Naomi.


―¿La tía Naomi está teniendo un ataque de nervios? ―había preguntado Frankie.

Lacey podía imaginárselos a los tres sentados frente a una mesa de conferencias, esforzándose al máximo por destruir su burbuja de felicidad. Pero, por supuesto, la realidad no había sido ésa. Como su familia más cercana y querida, hacerle afrontar la realidad formaba parte de su trabajo. Y es que, en aquella nueva y desconocida época conocida como AD ―Después de David―, ¿quién iba a hacerlo si no?

Cruzó el vestíbulo del aeropuerto, siguiendo al resto de pasajeros de miradas cansadas. La famosa llovizna inglesa flotaba en el aire; se acabó el clima primaveral. Lacey, con el cabello encrespado por la humedad, por fin pudo detenerse por un momento y pensar. Aunque ya no había vuelta atrás, no después de un vuelo de siete horas y varios centenares de dólares menos en su cuenta bancaria.

La terminal del aeropuerto era una edificio enorme con aire de invernadero, construido completamente en acero, cristal de tinte azulado y con un techo curvo de vanguardia. Lacey entró en su interior bien iluminado, con suelo de baldosas y decorado con murales cubistas financiados por la Sociedad de Edificios Británica, una sociedad con un nombre de lo más evocador, y se unió a la cola para mostrar su pasaporte. Llegó su turno y la atendió una guardia rubia, de ceño fruncido y cejas negras y gruesas. Lacey le tendió el pasaporte.

–¿Razón de su visita? ¿Negocios o placer?

El acento de la guardia era brusco, muy distinto al de los actores británicos de habla suave que encandilaban a Lacey en sus programas de entrevistas nocturnas favoritos.

–Estoy de vacaciones.

–No ha comprado billete de vuelta.

A su cerebro le hizo falta un momento para averiguar qué pretendía decir realmente la mujer e interpretar la gramática poco familiar de la frase.

–Todavía no está decidido cuánto van a durar.

La guardia arqueó las cejas gruesas y negras y su ceño se convirtió en gesto de sospecha.

–Si planea trabajar, necesitará una visa.

Lacey negó con la cabeza.

–No lo planeo. Lo último que quiero hacer mientras esté aquí es trabajar. Acabo de divorciarme; necesito algo de tiempo y espacio para aclararme las ideas, comer helado y ver películas cutres.

La expresión de la guardia se suavizó al instante en un gesto de empatía, dándole a Lacey una sensación muy clara de que ésta también pertenecía al Club de las Divorciadas Tristes.

Le devolvió el pasaporte.

–Disfrute de su estancia. Y la barbilla bien alta, ¿vale?

Lacey se tragó el pequeño nudo que se le había formado en la garganta, le dio las gracias a la guardia de seguridad, y pasó a la sección de llegadas, donde esperaban varios grupos diferenciados a que sus seres queridos apareciesen por la puerta. Algunos sostenían globos, otros flores, y en uno de esos grupos unos niños la mar de rubios sostenían un cartel en el que se leía: «¡Bienvenida a casa, mami! ¡Te hemos echado de menos!».

Por supuesto, no había nadie dándole la bienvenida a Lacey, así que se abrió paso por el abarrotado vestíbulo en dirección a la salida mientras pensaba en cómo David no volvería a esperarla nunca en un aeropuerto. Ojalá hubiese sabido que su vuelta de aquel viaje de negocios ―al que había ido para comprar jarrones antiguos en Milán― sería la última vez que David la sorprendería en el aeropuerto con una amplia sonrisa en la cara y un gran ramo de margaritas de distintos colores en los brazos. Se hubiese asegurado de disfrutarlo más.

Una vez fuera paró a un taxi, el típico coche negro inglés cuya visión le provocó un pinchazo de nostalgia. Ella, Naomi y sus padres habían viajado en un taxi negro como aquel hacía todos aquellos años, durante aquellas fatídicas y últimas vacaciones en familia.

–¿A dónde? ―preguntó el taxista barrigudo cuando Lacey se sentó en la parte de atrás.

–Wilfordshire.

Pasó un segundo y el taxista se giró completamente en el asiento para mirarla con un profundo ceño marcándole las cejas hirsutas.

–¿Sabe que eso es un viaje de dos horas?

Lacey parpadeó, sin estar muy segura de qué estaba intentando decirle.

–No pasa nada ―contestó, encogiéndose ligeramente de hombros.

El taxista pareció todavía más perplejo.

–Es yanqui, ¿verdad? Bueno, no sé cuánto está acostumbrada en gastarse en taxis ALLÍ, pero a este lado del charco un viaje de dos horas le costará un buen pellizco.

 

Su brusquedad cogió a Lacey por sorpresa, no simplemente porque no encajase con la imagen que tenía de los taxistas sarcásticos de Londres, sino por la vaga insinuación de que no iba a poder permitirse un viaje como aquél. Se preguntó si tendría algo que ver con el hecho de que fuese una mujer viajando sola; nadie había puesto nunca en duda a David cuando habían viajado largas distancias juntos en taxi.

–Puedo pagar ―le aseguró al conductor con tono frío.

Éste se giró para volver a mirar la carretera y empezó a hacer correr el taxímetro. La máquina pitó, parpadeó mostrando el símbolo de la libra en verde, y le provocó a Lacey otra oleada de nostalgia.

–Siempre y cuando pueda hacerlo ―contestó el taxista de manera tensa, apartándose de la acera.

«Pues vaya con la hospitalidad británica», pensó Lacey.

*

Llegaron a Wilfordshire dos horas más tarde, tal y como le había prometido el taxista, y Lacey se despidió de «do’ciento’ y cincuenta y ci’co pavo’». Pero lo alto del precio y la actitud para nada amigable del taxista perdieron importancia en cuando Lacey salió del coche y tomó una gran bocanada del fresco aire marino. Olía tal y como lo recordaba.

El modo en que los olores y los sabores podían evocar recuerdos tan intensos siempre le había parecido de lo más remarcable, y esta vez no fue una excepción. El aire salado consiguió que una oleada de felicidad libre de cualquier preocupación creciese en su interior, una felicidad que no había sentido desde la marcha de su padre. Fue una sensación tan fuerte que estuvo a punto de tumbarla de espaldas, y la ansiedad que la reacción de su familia ante aquel viaje improvisado había sembrado en su interior desapareció sin más. Lacey estaba justo donde necesitaba estar.

Se dirigió a la calle principal del pueblo. La llovizna que había rodeado el aeropuerto de Heathrow había desaparecido por completo, y el último atisbo de la puesta de sol lo bañaba todo en una luz dorada, otorgándole un aire mágico. Era tal y como lo recordaba: dos líneas paralelas de antiguas casitas de campo de piedra construidas justo al borde de la acera que la invadían con sus cristaleras abullonadas. Ninguna de las tiendas se había modernizado desde su última visita, manteniendo todavía lo que parecían sus carteles de madera originales que se balanceaban sobre las puertas. Cada tienda era única y vendían de todo, desde ropa de niños de boutique hasta artículos de mercería, desde productos de pastelería hasta pequeños paquetes de café. Hasta había una «tienda de dulces» de estilo antiguo, llena de grandes tarros de cristal repletos de caramelos de colores que podían comprarse de manera individual «por un centavo».

Era abril y el pueblo estaba decorado con banderines de colores para las próximas celebraciones de Semana Santa, unos banderines que habían colgado entre las tiendas y por encima de las calles. Y también había mucha gente ―la multitud que provocaba el fin de la jornada laboral, pensó Lacey― sentada en los bancos de pícnic que había delante de los pubs, bebiendo una cerveza, o frente a las cafeterías en las mesas de las terrazas, comiendo postres. Todos parecían animados, y su conversación alegre ofrecía un agradable sonido de fondo, casi como ruido blanco.

Sintiendo una tranquilizadora sensación de que estaba haciendo lo correcto, Lacey sacó el teléfono y le hizo una fotografía a la calle principal. Parecía una postal, con la franja plateada de océano brillando en el horizonte y el cielo hermosamente pintado de rosa, así que la envió al grupo familiar Chicaz Doyle. Había sido Naomi quien le había puesto el nombre, y en su momento Lacey había hecho una mueca al oírlo.

Es tal y como lo recordaba, añadió bajo aquella imagen perfecta.

Un momento más tarde, su teléfono pitó al recibir una respuesta. Naomi había contestado.

Parece que has acabado por error en el Callejón Diagon, hermanita.

Lacey suspiró. Una respuesta sarcástica típica en su hermana, y algo que debería haberse esperado. Porque por supuesto que Naomi no podía alegrarse por ella y ya está, ni tampoco sentirse orgullosa de cómo había tomado las riendas de su vida.

¿Has usado un filtro?, le llegó un momento más tarde de parte de su madre.

Lacey puso los ojos en blanco y guardó el teléfono. Tomó una profunda bocanada de aire para relajarse, decidida a no permitir que le agriasen el humor. La diferencia en la calidad del ambiente en comparación con el aire contaminado de Nueva York que había estado respirando aquella misma mañana resultaba absolutamente asombrosa.

Siguió avanzando por la calle, haciendo resonar los tacones sobre los adoquines de piedra. Su siguiente objetivo era encontrar una habitación de hotel para el número todavía no decidido de noches que iba a quedarse. Se detuvo frente a la primera posada que encontró, The Shire, pero vio que habían girado el cartel de la puerta en el que ahora se leía: «Lleno». No pasaba nada; la calle principal del pueblo era larga y, si a Lacey no le fallaba la memoria, había muchos sitios entre los que escoger.

La siguiente posada, Laurel’s, estaba pintada de un tono rosa como de algodón de azúcar, y su cartel afirmaba que su situación era de «Sin disponibilidad». Palabras distintas, pero el mismo sentimiento, aunque esta vez el ver el cartel le provocó un destello de pánico en el pecho a Lacey.

Se obligó a hacerlo a un lado. Entre la joyería y la librería, el Seaside Hotel estaba completamente reservado, y más allá de la tienda especializada en acampadas y del salón de belleza, el Carol’s B’n’B  tampoco tenía ninguna habitación. Y ésa fue la temática hasta que Lacey se encontró al final de la calle.

Esta vez sí que la invadió el pánico. ¿Cómo había sido tan estúpida de ir hasta allí sin preparar nada de antemano? Se había pasado toda su carrera profesional organizando cosas, ¡e iba y fallaba en la organización de sus propias vacaciones! No tenía ninguna de sus pertenencias, y ahora ni siquiera tenía una habitación. ¿Acaso iba a tener que dar media vuelta, despedirse de otros «do’ciento’ pavo’» por el viaje en taxi hasta Heathrow, y coger el siguiente vuelo a casa? No le sorprendía en lo más mínimo que David hubiese incluido una cláusula de mantenimiento entre esposos; ¡estaba claro que no se podía confiar en ella en temas de dinero!

Lacey se dio la vuelta, con la mente inundada por una espiral de pensamientos ansiosos, y miró con expresión desamparada el camino que había recorrido como si pudiese hacer aparecer otra posada de la nada. Sólo entonces se percató de que el edificio que hacía esquina y frente al que se encontraba era precisamente una posada: The Coach House.

Se aclaró la garganta, sintiéndose como una tonta, y recuperó la compostura. Cruzó la puerta.

El interior tenía el aspecto clásico de un pub: mesas grandes de madera, una pizarra con el menú del día escrito con tiza blanca en cursiva, y una máquina tragaperras con luces llamativas en la esquina. Lacey se acercó a una barra cuyas estanterías estaban repletas de botellas de vino y de la que colgaba una hilera de copas con efectos ópticos llenas de una variedad de alcoholes de distintos colores. Todo era muy pintoresco, incluso el viejo borracho que dormitaba con la cabeza sobre la barra con los brazos a modo de almohada.

La camarera era una chica delgada de cabello rubio pálido recogido en un moño informal en lo alto de ella cabeza y que parecía demasiado joven para trabajar en un bar. Lacey decidió que debía deberse a que allí la edad mínima para beber era más baja y no al hecho de que, cuanto más envejecía ella, más con cara de bebé veía a todo el mundo.

–¿Qué puedo servirle? ―preguntó la camarera.

–Una habitación ―contestó Lacey―. Y un vaso de prosecco.

Le apetecía celebrarlo.

Pero la camarera negó con la cabeza.

–Estamos llenos durante Semana Santa. ―Abría tanto la boca al hablar que Lacey pudo ver claramente el chicle que estaba masticando―. Todo el pueblo lo está. Son vacaciones escolares y muchísima gente se trae a los críos a Wilfordshire. No tendremos nada disponible durante al menos dos semanas. ―Hizo una pausa―. ¿Así que será sólo el prosecco?

Lacey se agarró a la barra para no perder el equilibrio. El estómago le dio un vuelco; ahora sí que se sentía como la mujer más estúpida sobre la faz de la Tierra. No le sorprendía que David la hubiese dejado; era un desastre sin el más mínimo atisbo de organización. Una pobre excusa como persona. Allí estaba, haciendo ver que era una adulta independiente en el extranjero cuando en realidad ni siquiera lograba hacerse con una habitación de hotel por sí misma.