Loe raamatut: «Los accidentes geográficos»
Los accidentes geográficos
Los accidentes geográficos
Flor canosa
Dirección editorial: Silvia Itkin
Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,
sobre diseño de colección Estudio ZkySky
© Flor Canosa, 2021
© Obloshka, 2021
ISBN: 978-987-47899-3-8
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
A Janice Winkler, por traer de la mano a Henrik y a Greta.
A Demian, por congelar el tiempo para leerme con honestidad.
A Manu, con quien volví a nacer a un mundo nuevo.
I.
IDA
Nos enamoramos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Con eso es suficiente y luego, en largas horas de esperanza o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter. Y cuando después tratamos a la persona amada ya no podemos, por muy crueles que sean las realidades con que nos encontremos, quitar ese carácter bueno, esa naturaleza de mujer que nos ama, a ese ser que tiene esa mirada, ese hombro (...).
Marcel Proust. La fugitiva.
En busca del tiempo perdido
OSLO, NORUEGA
1.
Greta modula un ho’oponopono silencioso. Aunque nunca termine de comprender —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— de qué se trata esta práctica contagiada por el entusiasmo de Hilde, su hermana, ella lo adopta por el placer rutinario de convencerse de que aquello realmente funciona. Para algunos la homeopatía es el placebo, para otros la psicología o las prácticas sadomasoquistas. Cada quien tiene su método para narcotizar a sus demonios.
La breve caminata entre el bus y el edificio, los doce pisos que asciende a velocidad crucero, sirven para acallar las voces y las risas del día laboral, para sosegar la alegría y mantenerla nuevamente a raya como corresponde, donde tiene que estar, fuera de la casa. No porque la casa sea un templo, sino porque el matrimonio es un sepulcro y dentro de un sepulcro debe reinar el recato.
El ascensor es espejado en tres de sus cuatro caras. Después de once años, Greta ya no se deja atrapar por el hechizo de ser cuatro mujeres en un rectángulo plateado. Nunca entendió —un poco por falta de voluntad, otro poco por negligencia— esta pista fundamental en la historia de su vida. Tal vez no sea ella quien deba entenderla. Es por eso que Greta ya no se mira, sino que repite el mantra con los ojos cerrados, adivinando el devenir inalterable de cada piso por costumbre de once años de subir en el mismo ascensor. A Greta le gustan mucho las cosas inalterables de su casa. Es el único lugar donde suceden siempre sin variación. Es aséptica como un quirófano. Y del mismo modo es fría e impersonal.
Un quirófano, un sepulcro.
Greta se ensaña en describir su hogar como un receptáculo de cuerpos que pueden estar muertos. Apenas hasta allí llega su sarcasmo. Sin embargo, no es que sea infeliz con este, sino que está simplemente más allá de él. Entonces, en el ascensor plateado, acalla las risas de la oficina, los chistes del coffee break, ahoga el placer de observar a los músicos que tocan ritmos latinos en la plaza por la cual cruza diariamente y asfixia los gemidos de su amante y sus gritos de orgasmo, todo eso por orden y gracia de la métrica incansable del ho’oponopono. En el ascensor, con los ojos cerrados, se sosiega la vida y se vuelve un espejismo, para luego colocarse su máscara de neutralidad y abrir la puerta de su matrimonio, como todos los días.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Cuando Greta entra en el departamento, Henrik se está lavando las manos; «qué raro», ironiza para sí. Henrik tiene el vicio de lavar: la ropa, sus manos, su cara. Friega su piel como si quisiera sacarle capas. La puerta del baño está abierta, pero ella igual toca con dos golpes y espera. Henrik la mira a través del espejo. A los ojos la mira, pero no directo. La mira a través, atravesándola, pero sin profundidad. La mira como a un objeto traslúcido, que se mira y no se mira al mismo tiempo.
Son las cinco de la tarde y el día ya es historia. En la cocina, Henrik corta papas en cubos. Un jazz que viaja desde el tocadiscos en el living acompaña el movimiento del cuchillo. Hay un bacalao en la heladera a la espera de calentarse como una tierra soñada, caribeña. Calentarse como se calienta el cuerpo de Greta en la ducha con el agua; el sonido del agua acompaña el ritmo del jazz, al otro extremo del departamento.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
—Jakob nos invitó a pasar Nochebuena. Dice que el reno lo miró fijo a los ojos antes de morir; pero no está orgulloso. Dice que tal vez la agonía se note en la textura de la carne.
—Pareciera que no quiere que aceptemos la invitación.
—Ya acepté. Además, sí quiere que estemos. Me dijo: «por favor, pedile a Greta que nos deleite con su manjar rojo, a nadie le queda la salsa como a ella».
—A tu jefe le encanta alardear a costa de los demás. Seguro que frente a los invitados cuenta que, si no fuera por él, nosotros no tendríamos nada ni yo hubiese aprendido a cocinar «mi manjar rojo».
—Es un buen chico.
MANTA, ECUADOR
1.
¿El matrimonio comienza a morir cuando nace otro amor, aunque aún no esté maduro para presentarse, o es otro amor ya maduro el que lo asesina?, se pregunta Greta mientras su piel toma la pátina del protector solar que le eriza los vellos imperceptibles de la pierna. El protector, en su aplicación de refuerzo, se siente como untarse brea caliente o como enmantecarse como un pavo de Navidad, cerca del horno de Playa Murciélago.
La botella está caliente y la crema líquida. Simplemente se desliza, sin el esfuerzo de presionar el pomo para insistirle en que haga su trabajo. El sol lo vuelve todo sumiso y reblandecido.
Los ruidos alrededor son tan típicos, tan clichés, que parecen sacados de un soundtrack de ambiente descargado de internet. La misma gaviota en idéntica escala armónica y el golpeteo rítmico de las olas contra la arena, acompasado y onírico. Deben existir tantas playas desiertas como personas en el mundo y no lo sabemos. O, tal vez, existe una cantidad limitada de playas y gente que se repite, en intervalos más o menos variables, para vivir la experiencia. Greta sí sabe que el cuerpo de Henrik se tuesta junto a ella, al alcance de la punta de sus dedos, pero tocarlo ahora, nuevamente, sería otra invitación a que ese terreno ondulante color bronce que respira a su lado tome posesión de los territorios de su cuerpo de los cuales ella misma le dio la escritura, y ahora no quiere romper toda la postal que está acomodada a la medida de sus deseos. El mar, las gaviotas en sincronismo, el olor a verano, el sol implacable que parece buscar la extinción de la especie.
Un niño pasa corriendo y Greta lo percibe a través de los párpados cerrados. Lo percibe niño por el intervalo entre los pasos y por el revuelo de arena que levanta y le llena de granos la boca. Al sentir el contacto acre de la arena en la lengua, Greta quiere abrir los ojos, pero está ciega, sus pupilas abusadas por la pelota amarilla y no todo es postal y no escucha gaviotas ni susurro de espumas ni la respiración calma de Henrik a su lado. Por un instante no sabe bien dónde se encuentra y la sensación es la de una tenaza apretándole algún órgano interno. Así debe sentirse el miedo. El miedo debe ser un lugar oscuro y doloroso, donde algo aprieta de golpe, donde los sonidos se pierden y donde el amor es un espejismo o, peor aún, un espejo roto que no hay que pisar para no cortarse los pies. El miedo debe ser perder momentáneamente la noción de quién se es.
Henrik carraspea y Greta comprende que lo único fuera de lugar son los granos de arena crujientes entre sus dientes, que todo lo demás sigue siendo la tarjeta postal de las palmeras inclinadas y el agua turquesa. Y lo contrario al miedo, debe ser eso: la certeza de estirar un dedo y tocar el cuerpo de tu amante, rozarle la piel allí donde el amor nació para matar al matrimonio o algo así.
2.
Henrik moja la sábana en la pileta del baño y la arroja sobre el cuerpo ardiente de Greta que se condensa y lanza vapor. Las aspas del ventilador envician más el aire denso. Cliché. Pero de esos clichés que son empíricamente demostrables. Greta agradece aletargada.
—Creo que me voy a morir. Siempre pensé que iba a morir en un sitio confortable.
—Todavía podemos buscar un all inclusive.
Greta podría tener un momento de claridad y aceptar, pero el orgullo la vence, una vez más.
—Son apenas las noches las que molestan. Se escucha el ronroneo del mar.
Greta sonríe ante su propia poética. «Ronroneo del mar», piensa. Su mente era mucho más estéril en Oslo.
Oslo.
Greta piensa en Oslo. En los días de duración variable en estaciones que marcan instantes ansiados de luz solar. No como aquí que el sol parece vivir para siempre, donde las variaciones son ínfimas entre el invierno y el verano. La línea del Ecuador la atraviesa a la altura de su propio ombligo, ombligo en cuyo interior se forma un charquito de sudor, abdomen capaz de freír un huevo.
Greta sueña despierta con Oslo donde no es ella sino otra Greta. Se imagina un reno muriendo en estado de desesperación, comprendiendo que la muerte es una entidad más viva que él mismo, sintiendo que la luz se apaga y que el cuerpo no responde. Tiene que cruzar el mundo para pensar en un reno, algo que nunca observó ni comió. Este reno no está inmóvil, sino que huye en círculos, como las aspas del ventilador que decoran el techo ruinoso por donde se cuelan los rayos de una luna tan brillante que es el sol perenne que Greta imagina en la línea del Ecuador tórrida, en las barbas chorreantes de su novio vikingo. El sol en su Libra.
Henrik no sueña con Oslo. Si fuera por él, estos instantes eternos de sol podrían mantenerse fijos para siempre. Algo de sí mismo se pierde y se encuentra en los viajes y, aunque se le paren los pelitos del brazo cada vez que se traslada de geografía, podría perfectamente despertarse en un espacio diferente cada mañana, siempre que fuera así, con Greta, enredado en sus piernas, oyéndola ronronear, oliéndole el hueco entre el cuello y los omóplatos. Efectivamente es otro en Ecuador, aunque sienta que un pedazo de Henrik quedó viviendo en su departamento del distrito de Grünerløkka, escindido de su vida diaria. Tiene recursos suficientes para vivir muchos años en cualquier lugar del Tercer Mundo si las cosas funcionaran medianamente bien. Pero también sabe que la informalidad terminará poniéndolo de mal humor. Mejor disfrutar el aquí y ahora, el amor estallando en los poros y en los rincones. Con solo hacer planes, su cabeza echa a andar un engranaje que procura acomodar la realidad a una grilla llena de casilleros, y no, en Ecuador no hay puntitos definidos sino manchas que embrollan cualquier orden. Este otro transitorio que lo hace feliz deberá aprender a convivir con algún tipo de felicidad en Oslo. Y eso es algo para hablar pronto con Greta, aunque tema que ella también sea otra Greta atrapada en una ficción, en un sueño, escindida de sí misma por obra de la magia de haberse inventado juntos un refugio fuera de su casa. Porque, aunque este Henrik no tenga la capacidad de imaginar que pueda existir un mecanismo que les cambie el presente dependiendo de dónde estén, se ilusiona con la idea de que este momento no sea tan solo un recreo congelado en la zona más caliente del trópico, sino el comienzo de un capítulo nuevo, fresco y diferente, donde este Henrik y esta Greta puedan escapar de los prólogos y volverse saga.
ROMA, ITALIA
1.
Greta conoce a Henrik tras el mostrador de la heladería de Roma. Descubre el italiano balbuceado y fuerte, el inglés correcto con acento de academia británica y, detrás de todo eso, el noruego nativo que le hace dar un vuelco al corazón. Henrik le sonríe y ella nota, con pericia de odontóloga amateur, una muela que Henrik no tiene. Ese detalle la enternece hasta la humedad de los ojos. Greta sabe que está perdida.
—Estoy perdida —musita.
No hay certeza de que él la haya escuchado decirlo. Tampoco de lo contrario. Los comienzos están compuestos por millones de detalles que se pierden, que nadie es capaz de retener. Porque, de hacerlo, los finales tendrían pruebas para sus juicios, y eso nadie lo quiere.
Desde adolescente Greta soñaba con coger en París, como si el aire francés tuviese algún efecto afrodisíaco. Como si ella fuese a volverse otra, quizás aquella que adivinaba en sueños. Viaja primero a París detrás de un nombre propio y luego cae en Roma atraída por el magnetismo de otro nombre propio: un napolitano que se la coge en París hasta dejarla pulverizada y que ahora se muestra esquivo. Literalmente esquivo, porque no da señales ni de vida ni de muerte.
De todas formas, Greta se convence con una lista de pros y contras que arma en su mente. Con esa resignación complaciente que suele acompañarla, Greta odiaba la manera en que Pietro le pedía que le chupara la pija. En ese jeringozo entre italiano, inglés y un supuesto español que establecieron como tercer idioma en común, pero era un mero invento. Ninguno de los dos hablaba el mismo español y las palabras en la oscuridad del sexo sonaban extrañas. No existe un solo español y el aprendido por Greta en Chile en nada se parecía al colombiano de Pietro. Esos dialectos chocaban y hacían un ruido que se resolvía en un inglés que ambos detestaban, pero al menos volvía las palabras indiscutibles. Todo inglés es inglés.
Greta planea pedirle a Henrik que se la coja en noruego. Pero, aun así, aunque se lo pidiera y ella intentara convencerse de que todo terminará como una aventura, ella sabe que está perdida. Porque esas cosas se saben, se intuyen, se presienten. Greta lame el helado con intención y nota que Henrik se detiene en los movimientos de su lengua. Greta es alevosa. Le clava los ojos mientras sigue sorbiendo. Le demuestra todo lo que tiene para ofrecerle. Se le endurecen los pezones bajo la blusa blanca y Henrik también lo nota.
En la habitación minúscula cercana a Termini, Greta se queda observando la fotocopia que cuelga de la pared como única decoración. Sabe que es un Escher. Esas escaleras retorcidas que se muerden la cola. Él le dice, más tarde, que va a tatuarse un fragmento de esa fotocopia ajada. Ese segmento en particular está borroneado. Greta sabe, entonces, por el desgaste del dibujo, que él ha señalado ese mismo detalle a muchas otras mujeres que desperdigaban sus jugos en esas sábanas y sabe, una vez más, que está perdida. Todos sus demonios reencarnados en las pestañas traslúcidas de Henrik. Quizás dice en voz alta que está perdida, quizás no. De alguna forma, estar perdida es el leit motiv.
Su amiga Agnes le explicó una vez a Greta que amar es pescar con mosca. Hay que tirar la línea lejos y tener paciencia oriental. Haciendo las cosas bien, finalmente el amante pica.
—¿Qué es «hacer las cosas bien»?
—Gestionar los tiempos, aceptar los cambios, no presionar. Ser imperturbable.
—Eso es todo lo contrario al amor.
Greta no comulga con esa idea cursi de que el amor es una entidad que hay que dejar libre. No. Al amor hay que agarrarlo del cuello y apretar hasta la asfixia. No permitir que se escape. Presionar todos los botones a la vez hasta que alguno funcione o el mecanismo estalle.
Greta no llega a leer entero ni el manual de instrucciones de la tintura, va directo al tiempo de exposición, ni se detiene en cómo se aplica. Con esa lógica, no sabe cómo funcionan las cosas entre las personas. Las personas tienen un manual de funcionamiento; de eso Greta está segura, aunque a veces venga en ruso o en chino mandarín. Greta se siente demasiado perezosa para detenerse a ver qué partes componen a esa persona. Dónde tiene los botones. Prefiere probar. Apretar todo. Ver para qué sirve ese cable, dónde meter el conector y qué sucede si gira esa perilla. A veces descubre rápidamente la fuente de luz. A veces se queda llorando porque nada funciona como espera.
Pero así es con los manuales. Y así es con la gente.
OSLO, NORUEGA
2.
Jakob tiene encías de caballo y Greta no puede dejar de observarlo. Henrik parece no darse cuenta o no importarle. Greta no sabe cuál de las dos alternativas es peor. Henrik se ríe de chistes de Jakob que Greta no entiende y que ella está segura de que su marido tampoco entiende. Por suerte, Greta tiene el mecanismo de desconexión muy bien trabajado.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
El ho’oponopono puede aplicarse para cada ocasión, como si se tratase de una píldora inocua, de un terrón de azúcar. Por lo menos así se lo administra Greta, como música funcional. On/Off.
Gesticula Jakob con sus dientes de caballo y ahora hay que poner el interruptor nuevamente en On para agradecer los elogios de Ingrid a su «manjar rojo» y masticar con cuidado; es notorio que el reno sufrió la muerte y este rigor mortis que sostiene, a pesar de la cocción de horas, es su última venganza. Greta recuerda cuando intentó ser vegana y la venció el cansancio de tener que pensarlo todo. La venció la resistencia de Henrik con sus varillas de carne, su pinnekjøtt que masticaba en toda ocasión, provocándola. Esa debe haber sido la última vez en que Greta le miró los dientes a alguien —su marido masticador de carne seca— antes de mirarle los dientes equinos a Jakob.
Henrik, en tanto, se entretiene con las tetas de Ingrid. Son enormes y flácidas. Estriadas. Pero Ingrid las exhibe con orgullo, sin sostén, con un escote tan profundo que en cada inclinación deja escapar un pezón demasiado pequeño para tanta mama. Todos en la mesa lo saben y miran. Incluso lo sabe Jakob, quien no disimula cierta satisfacción por el afán exhibicionista de su esposa ajada, como si se hubiese mantenido demasiado tiempo a la intemperie, a pesar de no cumplir todavía cuarenta y de no haber parido más que un hijo. Las miradas directas pero neutras de los comensales hacia las tetas de Ingrid, inevitables al rozar los platos de todos, le devuelven vida a la verga de Jakob, que se yergue bajo la mesa, demasiado pequeña para que se haga notoria la erección a través del pantalón de corderoy holgado.
Greta lo nota. Lo sabe. Ya tuvo contacto con esa verga en otros tiempos, cuando Jakob recién había contratado a Henrik y las invitaciones a cenar eran el plan swinger de Jakob que nunca se concretó, por inocencia de Henrik, por disimulo de Greta. Pero aquella vez Greta lo vio tocándose a través de la tela del pantalón mientras ella bebía en el sillón con las piernas ligeramente abiertas, sin intención, distraída, pensando en la música funcional de su cabeza, que todavía no era el mantra del ho’oponopono sino pensarse en una playa del Caribe. Lo vio tocarse la verga que no llegaba a marcarse demasiado a través de la bragueta, no como la verga gruesa de Henrik, sino como una linterna de bolsillo. También sintió el roce de ese pene que se sentía como un marcador contra su muslo cuando él fue a tomar posición junto a Greta en el sillón, mientras Ingrid cuchicheaba con Henrik en la cocina y Henrik era tan amable y retrocedía para darle lugar a la mujer que casualmente lo rozaba con sus tetas y Henrik ni enterado. Así que Greta sabe de la confabulación orquestada entre las tetas de Ingrid, los comensales y la verga de Jakob, pero no dice nada. Sonríe apenas, divertida por el patetismo de la situación, por la dureza de la carne y por la puesta en escena representada una vez más.
Henrik se ha masturbado un par de veces pensando en esa primera invitación a cenar a la casa de su entonces flamante jefe, en las tetas de Ingrid, en el roce en la cocina, en las piernas abiertas de Greta en el sillón y la voz gruesa de Jakob que gesticulaba exageradamente junto a su mujer. Imaginó lo que sería cogerse a la esposa abundante y desbordante de su jefe, a una mujer acolchada que nada tenía que ver con la elasticidad de Greta. En Greta todo es a escala, como en una muñeca de Mattel. Todo pequeño y fibroso, libre de grasa, compacto. Henrik se imaginaba chupando los pequeños pezones e introduciendo luego su verga entre las dos mamas mastodónticas.
3.
Greta no puede determinar con exactitud en qué momento comprendió que Henrik había dejado de mirarla. Sabe que él no es consciente de ello. En realidad, no es que ya no la mirase, sino que ella notaba su propia imagen en las pupilas de su marido y sus ojos estaban borrosos, velados y Greta supo entonces que su presencia se había vuelto el contorno de lo conocido, como una silla. Henrik sabía que estaba ahí, que podía usarla o esquivarla o acomodarla para que no estuviese en el paso. De todas formas, Greta sabe que no es un objeto inanimado. No es pasiva, tiene matices, profundidades, claroscuros y personalidad, pero siente que ambos se han convertido paulatinamente en ese fondo borroso que está más allá de los límites de lo que miramos y prestamos atención. Clavamos la vista en algo y todo lo demás se desdibuja. Somos el fondo y no la figura, la silla y no su función.
Como huérfana temprana, Greta tiene daddy issues. Sabe perfectamente que ese padecimiento es un lugar común, pero una de las primeras cosas que le dijo a Henrik cuando se conocieron es que nunca la abandonase, que ese es su mayor temor: pensar que no la quieren. Greta siempre necesitó que todos la quisieran. Libra con ascendente en Libra. Lectora de libros de autoayuda. Recitante del ho’oponopono. Consumidora de homeopatía. Con su tatuaje de infinito cerca de la muñeca izquierda, porque siempre se puede ser un poco más trivial.
Henrik no puede ser consciente de que ha dejado de mirar a Greta si ni siquiera les dio importancia a los dientes de caballo de su jefe; él puede manejarse en otro nivel de fenómenos observables. El de la planta, por ejemplo. La planta de interior que le regaló Greta cuando él se instaló en la casa. La planta frondosa y bienintencionada. En su escritorio, todos los días. Se fue muriendo ante sus ojos y él no la vio. Un día, posó la mirada sobre la planta y la vio muerta de repente. No pudo comprender cómo, cuándo ni por qué había sucedido. «Hasta hace cinco minutos estaba viva», pensó.
Tasuta katkend on lõppenud.