Loe raamatut: «Feminismos desde Abya Yala», lehekülg 7

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Religiones, dominación y colonialidad en la construcción de los sistemas de género

Toda religión dominante adapta sus códigos de conducta al capital simbólico heredado de la cultura preexistente. En el caso del cristianismo católico que se impone con la conquista, su carácter misógino intensifica los rasgos patriarcales y el valor del linaje masculino en las comunidades k’iche’s conocidas por Galdys Tzul, y los de otras culturas nacionales, como puede comprobarse interactuando con mujeres y hombres de los pueblos nahuas del centro de México, quechuas de Perú y otros. A nivel práctico, el sacerdote del catolicismo es un hombre, y a nivel simbólico, su divinidad se representa como una figura masculina acompañada de una figura femenina de menor rango, una mujer misericordiosa y madre, pero asexuada y virgen.

La misoginia católica desde hace unos 40 años ha adquirido una vestimenta neoevangélica (protestante, según el lenguaje común) en muchas regiones de Nuestra América. Las diversas iglesias neoevangélicas han tenido un fuerte impacto en la mayoría de las nacionalidades indígenas de Abya Yala. Muchas nacionalidades cristianizadas han sufrido un acelerado proceso de conversión; entre los pueblos mayas de Chiapas y Guatemala, hasta un 60 por ciento de la población pertenece hoy a alguna iglesia cristiana no católica.

Las iglesias neoevangélicas ejercen un control sobre la espiritualidad de las personas que tiende a la exaltación de su voluntad y salvación individual, rechazando los rasgos asamblearios que se habían mantenido en el catolicismo. Por supuesto, muchas mujeres se sienten felices cuando sus maridos se convierten, porque su nueva iglesia le exige un control sobre su persona que incluye cierta sobriedad y el abandono del alcohol, lo cual redunda en una disminución de la violencia intrafamiliar. No obstante, pierden la sociabilidad pública de la organización de las fiestas patronales, con su economía y su participación en las decisiones colectivas, extraviando así su control sobre esa esfera pública que siempre estuvo en manos de las mujeres indígenas, la social.

El cristianismo neo-evangélico cambia las formas de comportamiento social de los pueblos de Abya Yala, en particular desarticula rápidamente las estructuras indígenas tradicionales y se adecua a la eliminación de las propiedades comunales. ¿Los reconquista impulsando modales útiles al control de su producción y consumo, subrayando las etiquetas propias del hombre y la mujer «cristianos» que no despilfarran el producto de su esfuerzo laboral fuera de la familia nuclear y la iglesia de pertenencia, ni pierden el control sobre sus actos en ningún momento de la vida?

Según Rita Laura Segato, en estas conversiones masivas hay que ver rasgos de autonomía y de ruptura con la tradición colonial y de despojo de la palabra. En efecto, el catolicismo, por tolerante que sea hacia las formas más antiguas de culto a la tierra y a ciertas representaciones de la dualidad primordial, se relaciona intensamente con las historias nacionales, no sólo coloniales. Aun cuando es crítico, hasta revolucionario, se dirige a la autoridad, permanece dentro de la escena nacional, protesta los actos del estado y de sus instituciones oficiales. La conversión, entonces, parecería romper con la cadena de opresión republicana: «los convertidos se adueñan de un discurso legitimador que los substrae del universo que los subordina y los dota de prestigio y autoridad moral»51.

En los países donde los textos sagrados han sido traducidos a las lenguas de los pueblos, además, devuelven utilidad y capacidad de creación conceptual a «idiomas que establecían y reproducían modelos conceptuales para transmitir las tensiones y alianzas típicas de la interacción social»52 y que las políticas republicanas de blanqueamiento intentaron desaparecer. La evangelización resultaría sí en un rechazo al repertorio simbólico asociado al estado —su sociabilidad y fiesta, con todas sus borracheras y gastos asociados, y también su prohibición del uso de la propia lengua— y una nueva forma de continuidad de la comunidad indígena como unidad social, ligada a los trabajos, las reuniones para orar, la solidaridad que despliegan entre sí los y las conversas.

Asimismo, aunque en una primera lectura me pareció que, en términos de la división y jerarquía misóginas entre los sexos, las iglesias neoevangélicas fortalecen los rasgos del catolicismo que la colonia impuso a las mujeres, la feminista kaqchikel Aura Estela Cumes Simón, de familia protestante en Guatemala, me hizo notar que la costumbre de hablar en la iglesia le ha dado a las mujeres indígenas neo-evangélicas una fuerte presencia comunitaria y una seguridad en sus afirmaciones desconocida durante el catolicismo maya53.

No obstante, los rasgos patriarcales de toda forma de cristianismo, católico o neoevangélico, me han sido evidenciado por muchas mujeres nahuas, ñañús, zapotecas y purépechas en México, por las lencas organizadas contra el golpe de estado en Honduras con las que dialogué y las nasas de Colombia, las quechuas y la mayoría de las guaraní de Paraguay, Argentina y Brasil. Ahora bien, estos rasgos se presentan también entre pueblos que no se han convertido como el wirrárika en México, el bri bri, el gnöbe y el kuna en Centroamérica, el wayuu y el shuar en Colombia y Venezuela, el mbya-guaraní y el mapuche en Suramérica. Éstos han protegido, al mantener sus religiones, antiguos saberes transmitidos a través de las generaciones, pero se han tenido que alejar siempre más de los centros de interacción social; aun así, han sido influidos por algunos de sus preceptos o prácticas, en particular las que hacen referencia a la dominancia masculina.

El cristianismo es una ideología religiosa de doble moral sexual rígida que refrenda todos aquellos elementos ideológicos que desvalorizan (hacen menos) el nacer con un cuerpo de mujer. Los jesuitas instruían a los hombres sobre la supremacía masculina, les hablaban del «instinto» de la propiedad de las mujeres y las cosas, de lo amoral de la libertad sexual54. Con anterioridad, los franciscanos se habían negado a educar a las mujeres de la nobleza mexica, mientras imponían a todas las mujeres indígenas que bautizaban el uso de camisas para cubrirles los senos. Los dominicos, más respetuosos del derecho de los indios a su «gobierno», no consideraban que la igualdad entre hombres y mujeres pudiera ser propia del mismo ni que le beneficiara en algo.

En México, las mujeres wirrárikas y lacandonas que no se han convertido a alguna forma de cristianismo, manteniendo y transformando una religión y una forma de culto de origen precolonial, así como las mujeres bri bris de Costa Rica, las kunas de Panamá, las mapuches en Chile y las ashá nincas de la Amazonia peruana, seguramente son más libres de la obsesión matrimonial que las cristianizadas, no conceden una importancia social absoluta a la virginidad y tienen algún papel en la perpetuación de las prácticas de culto y las decisiones colectivas. No obstante, ha tenido que adaptar su indumentaria con el fin de esconderse el cuerpo, según los mandatos de los misioneros que entraron en contacto con sus comunidades o para poder defenderse de las agresiones sexuales al mantener un trato con los pueblos mestizos que las rodean. El sistema de géneros occidental, en otras palabras, también ha alcanzado la cotidianidad de las mujeres no cristianizadas y se inscribe en la organización comunitaria. O ha fortalecido los sistemas de género de fuerte impronta patriarcal ahí donde, como entre las Gnöbe, la religiosidad tradicional se centra en deidades de predominio masculino y en la servicialidad de las fuerzas femeninas, normalizando la condición de las mujeres como bienes de intercambio entre familias de hombres.

En Guatemala, la lectura de las memorias y reflexiones de mujeres mam, k’iche’s, kaqchikeles y queqchí’es sobrevivientes de violaciones por parte de enemigos reconocidos de su pueblo, recogidas en Tejidos que lleva el alma55, que interpretan el delito que se perpetuó contra su cuerpo y su integridad física como un ataque al honor de sus comunidades, me evidenció que el proceso educativo que lleva a las mujeres a compartir con los hombres los referentes de sus culturas acerca del lugar subordinado que tienen y que son encargadas de reproducir, les expropia el cuerpo, convirtiéndolo en su enemigo. Es la comunidad, la comunidad de mujeres y hombres de ideología católica, construida para resistir el colonialismo, la que interviene, opina, decide, castiga a las mujeres según son capaces de custodiar sus cuerpos para un único hombre o rompen, de manera voluntaria o porque sometidas a la fuerza, esa norma que moldea su conducta.

Diferentes modos de ser mujeres y hombres El entronque patriarcal

Las concepciones del mundo de las mujeres no son iguales en todos los pueblos originarios. Hay sub-estratos y super-estratos culturales históricamente construidos que hacen variar las relaciones entre los géneros femenino y masculino, desa pareciendo los otros posibles, en diversas nacionalidades. Las culturas matrilineales, patrilocales, tolerantes con las sexualidades no reproductivas, misóginas, sin hegemonía sexual, fuertemente patriarcales, con roles económicos inter cambiables o excluyentes, fueron todas sometidas por el cristianismo pero no resultaron en una única concepción del ser mujer u hombre. Sus diferencias tienen una relación muy profunda con su historia antigua, con su historia colonial y con su historia de re-invención nacional reciente.

La dirigente lenca Berta Cáceres identifica claramente el nexo entre racismo, sexismo y clasismo en Honduras, sea porque pertenece a una comunidad que se auto-identifica con la historia del cacique Lempira, que se enfrentó a los españoles retrasando la conquista en el siglo XVI, sea porque hoy se ha organizado políticamente en la resistencia al golpe de estado del 28 de junio de 2009, en la defensa de los bosques y los ríos, de la autonomía de los pueblos indígenas, de la oposición a la construcción de represas hidroeléctricas y a favor de una cultura de la salud holística:

Para nosotras ha sido difícil ir construyendo pensamientos y sobre todo una práctica de vida organizativa alrededor del pensamiento feminista desde el pueblo lenca, porque el patriar cado y el machismo que cruzan toda la sociedad a nivel familiar y organizativo nos han penetrado tanto que se cree que es normal. Desmontar esto es realmente un desafío; creo que cuan do el pensamiento de emancipación total de las mujeres lencas choca con toda la dominación, no solo capitalista y patriarcal, sino que también racista, produce algo así como un terremoto. Y es todavía más complejo cuando las mujeres estamos en organizaciones mixtas, porque enfrentamos el desafío de trabajar en una organización indígena mixta y de lidiar con la dominación patriarcal todos los días.

Creo que cuando entendemos que no sólo nos enfrentamos al capitalismo, al racismo, sino que también hay que desmontar el patriarcado, es cuando realmente vemos como estamos en el desarrollo organizativo y en el camino hacia la dignidad humana, porque yo pienso que si no concebimos y no comprendemos eso, no puedo entender cómo se puede desarrollar la dignidad humana en este planeta. Un caso es la lucha que nos hemos hecho en el Copinh [Coordinación de Pueblos Indígenas de Honduras], que desde que surgió tuvo por objetivo luchar por la defensa de los derechos de las mujeres, pero nosotros nunca habíamos recibido un taller de teoría feminista, nunca habíamos leído un libro, nada... Surgió de la necesidad de nosotras dentro del grupo, que era mixto. Y fue uno de los objetivos junto con la lucha en defensa del bosque, de la territorialidad, de la cultura misma del pueblo lenca.

Creo que tiene que ver, y es la realidad, con comprender de dónde venimos, de qué experiencia de vida venimos. En mi caso vengo de una familia donde hay muchas mujeres, mujeres indígenas lencas. Mamá, abuelas y bisabuelas tenían esa práctica también... eran matronas, curanderas, y muchas de ellas no se casaron a pesar de que en ese tiempo, usted sabe, era mal visto que una mujer no se casara. Y vivían más de cien años. Las mujeres si no se casaban vivían más tiempo que si se casaban porque eran sanadoras.

Mamá es partera y ha sido curandera. Creo que esa experiencia de vida me ha dado historia; mamá siendo partera atendía mucho a las mujeres lencas porque ellas no podían pagar a un doctor; además en un principio aquí ni había doctores. Dicen que atendió a más de cuatro mil niños, así que hemos convivido con amigas indígenas. Mamá tiene una relación de amistad de comadres, es madrina de muchas niñas, entonces su historia nos sirvió para que toda la realidad de las mujeres se impusiera de alguna manera dentro de nuestro espacio organizativo y colectivo, que no se desconociera.

Nosotros hablamos de la dignidad de las mujeres, sean indígenas o no; necesitamos cambiar toda la injusticia económica, cultural, ambiental, política y cambiar toda esa agresión, violencia y dominación contra las mujeres. No puede ir separado, eso creo que es el punto que tenemos que entender: eso no puede ir separado, al mismo tiempo están todos los elementos de una triple dominación, no podemos separar el racismo por un lado y posponer el patriarcado, decir que la justicia para las mujeres viene después que triunfe X poder. Si no se tienen en cuenta todos los elementos de la triple dominación, racista, patriarcal y clasista, entonces vamos a repetir otra vez la historia de dominación que queremos desmontar.

Creo que en el caso de las mujeres indígenas es un reto mayor que el de las mujeres urbanas porque todas las condiciones de injusticia, de discriminación y de racismo se suman. Por ejemplo, en este pueblo, antes de que surgiera el Copinh ellas no podían vender a la orilla de las aceras de los centros comerciales, nunca una mujer indígena había hecho una denuncia pública, en una radio o en un juzgado, contra su marido o en la lucha colectiva por la tierra.

Entonces allí nosotros vimos qué poderosa es esa acción colectiva de organización, de lucha de liberación, cuando se hace visibilizando toda la realidad de las mujeres, el racismo, la discriminación y también la injusticia económica, social y política. El primer resultado de la lucha del Copinh fue cuando una mujer fue a denunciar en la radio que el marido la golpeaba, que no le ayudaba económicamente, y además estaba haciendo lo mismo con la amante. Era un modo de solidaridad entre mujeres; les decían a las otras mujeres qué hombre no les convenía…56

La misoginia como odio criminal de los hombres contra las mujeres y como instrumento para romper con la solidaridad del grupo

En diciembre de 2009, la antropóloga de origen estadunidense Claudia Harris, catedrática de la ENAH-Chihuahua57, quien ha vivido por años con mujeres de las comunidades guarijías en las hondonadas del sur del estado de Chihuahua, durante su exposición en el primer encuentro de preparación al Encuentro Feminista Nacional me volvió a ubicar en lo histórico que es todo proceso de liberación feminista. No lo hizo ciertamente desde un panorama esperanzador, sino desde la descripción de un retroceso en el derecho a una vida libre de violencia de las mujeres guarijías. Un retroceso de tipo colonial que se lleva a cabo en el tiempo presente y que remite a la historicidad de las relaciones de género, en particular de las que someten a las mujeres.

Harris describió cómo las mujeres y los hombres guarijíos vivían en sus comunidades relaciones sociales entre los sexos bastante equitativas en términos de disponibilidad de sus tiempos, movilidad y libertad de decisiones sobre la elección de la pareja. Mujeres y hombres montaban a caballo, se desplazaban dentro y fuera de sus tierras comunales, decidían qué sembrar, si sus hijas e hijos iban a estudiar a la ciudad, dónde construir sus casas, etcétera. Eso porque todas las sociedades elaboran «gramáticas» de los comportamientos femenino y masculino, gramáticas que inscriben en las lenguas y, por ende en los comportamientos sociales de quien las usa para comunicarse, sus lógicas sexo-genérica. Es decir, imponen culturalmente a las hembras y a los machos roles ideológicos concretos que rebasan cualquier evidencia biológica, aunque tengan por propósito instaurar la diferencia biológica y sexual entre los sexos y confirmar sus complementariedades, a veces concebidas como igualitarias, y más a menudo como asimétricas58.

De tal modo que la prevalencia masculina en el sistema de género propio del pueblo guarijío era limitada, hasta que llegaron las bandas de narcotraficantes a la zona. Engancharon violentamente a los hombres para las actividades de siembra y recolección, les pagaron con dinero contante y los obligaron a comprar alcohol comercial. Paralelamente, iniciaron a acosar a las mujeres guarijías. Éstas se resistieron, según sus costumbres y derechos, a la violación. La respuesta de la masculinidad hegemónica occidental, que se sostiene en el sometimiento y la violencia, no se hizo esperar: los narcotraficantes empezaron a golpear, a robarse, a violar y a disparar ráfagas contra las mujeres que se negaban a la sumisión resistiéndose a la violación.

La educación a la sumisión de las mujeres pasa siempre por la imposición de un modelo hegemónico de relación entre los géneros: no hay dominación sin violencia contra las colonizadas ni hay clasificación racial y étnica de una población que no opere en el ámbito de lo sexual.

Si se relacionan la exposición de Claudia Harris con las reflexiones de Gladys Tzul, resulta que la violencia y la sumisión de las mujeres en las comunidades indígenas son parte del legado colonial vigente. No obstante, tal y como la comunidad misma, el sistema de géneros que se sostiene en la supremacía masculina, en la actualidad, ya es inseparable del orden normativo que muchos pueblos originarios reivindican en su renovada identificación nacional con los símbolos identitarios tradicionales (los mal llamados «usos y costumbres»).

El rechazo de muchos «hermanos» de pueblo a las organizaciones femeninas indígenas y al reconocimiento de los derechos de las mujeres con quienes construyen la reivindicación de su derecho a la representación nacional, habla por sí solo. En palabras de la dirigente nasa Avelina Pancho,

a pesar de que los pueblos indígenas tengan propuestas políticas y que la Corte Interamericana ha hecho varios llamados al gobierno colombiano para que proteja especialmente a las mujeres indígenas de las amenazas de los paramilitares ligados a las zonas donde operan multinacionales, la política de estado es de exterminio hacia los pueblos indígenas. Pero las mujeres indígenas sufrimos también la discriminación de nuestros hermanos59.

Dualidad no es contraposición ni implica un sistema binario

Más complicado es destejer el estrato colonial genérico de la idea religiosa y matemática, constitutiva del sistema de pensamiento americano, de que la realidad es dual.

Esta idea pertenece a lo que Braudel definiría un tiempo de muy larga duración y se encuentra en la base de las investigaciones astronómicas de todos los pueblos de Abya Yala, en las matemáticas de sistemas vigesimales, en la organización arquitectónica de los centros ceremoniales y, por supuesto, en la vida cotidiana, donde se evidencia en las diferentes formas de pensar lo que los aymaras llaman el chachawarmi, el ser hombre-mujer, el padre-madre de todas las naciones, entendido como complementariedad de distintos, diálogo, las dos partes de un ser que es, en cuanto es dos.

Son gemelos los héroes culturales de muchos pueblos, entre ellos Junajpu y Xbalamke, que en el Popol Wuj mostraron sus capacidades en los dos mundos, el de su madre y el del inframundo60. Y son duales también las concepciones guaraníes de la salud y la enfermedad, pues el cuerpo y el alma constituyen dos aspectos integrados del ser. Esto implica que sea una persona con conocimientos y prácticas religiosas la portadora del conocimiento tradicional en materia de medicina, tanto de la herbolaria, como de la observancia de las normas comunitarias del buen vivir (arandú porâ o teko porâ), que involucra tanto la salud espiritual como la física, tanto al cuerpo de una persona como a dimensiones de la vida colectiva. Dada esta dualidad, una persona puede sentirse mal porque su organismo se encuentra afectado por alguna dolencia o porque existe un malestar en la comunidad que lo enferma61.

Si todo es dos, es que dos estaban ahí desde el principio, no hay principio sin dos. Esta idea originaria implica equilibrio, igualdad de valor y no homogeneidad. Para la generación de cualquier cosa dos son necesarios, porque la generación es dialogal, es un «ponerse de acuerdo», es construir armonía, mantener un «balance fluido»62. Trasladada a la realidad femenina-masculina, que no es sino una de las múltiples dualidades creadoras, implicaría una importancia igual de las mujeres y los hombres.

No obstante, la primera incidencia del estrato genérico colonial sobre esta visión dual de todo lo que es vivo o tiene espíritu (las montañas, las plantas, las aguas, los animales, los seres humanos) es la imposición de una heteronormatividad desconocida en la mayoría de las naciones originarias, acompañada de una jerarquía sexual que hace de la complementariedad un servicio que las mujeres les deben a los hombres, una forma sacralizada y, por ende, inmutable, de sumisión a —y en— la vida de pareja. Así se normaliza en las culturas donde la sepultura de la placenta o del cordón umbilical es sacralizada, que la de las mujeres se efectúe en el fogón o en la cocina, para que permanezcan atadas a las labores que el lugar encarna, mientras que la de los hombres, se sepulte en el patio, arriba de un árbol en una vasija o en las laderas de los caminos para subrayar su derecho a la movilidad y la vida pública.

Aunque entre muchos dirigentes es común escuchar que mantener a las mujeres separadas del mundo mestizo, por ejemplo, limitando su escolarización, es una táctica de resistencia cultural, esta actitud redunda en una discriminación, pues los hombres tienen derecho al trato y a adquirir conocimientos de ese mundo, lo cual les permite interactuar con él a su favor.

Un trabajo profundo de despatriarcalización (para utilizar el término acuñado por el feminismo comunitario que el gobierno plurinacional de Bolivia ha asumido) puede acabar con la discriminación de las interpretaciones esencializadas de lo que es la cultura propia, permitiendo que la complementariedad constitutiva se vuelva realmente de la nación, de su dualidad, y no sólo de los hombres de la misma.

Ahora bien, la despatriarcalización es una faena colectiva que implica escuchar el malestar de las mujeres; eso es, implica una actitud feminista. Para las maestras nasa del Cauca (Colombia), que luchan por una educación propia y estudian una pedagogía de las formas para adquirir saberes desde la territorialidad, el trabajo, el arte y la oralidad, resulta constructivo romper con la tradición de los ancianos de llevarse a caminar por el territorio nasa y a tocar los instrumentos tradicionales sólo a los niños de la comunidad.

Caminar y tocar son una manera de transmisión de saberes sobre la espacialidad y, por ende, sobre las matemáticas y la geometría; una tradición ancestral que la escuela nasa ha incorporado a su sistema de enseñanza-aprendizaje. Pero ha impuesto que se acabe con la práctica de excluir a las niñas del ir caminando por su territorio con los ancianos, reconociendo plantas, contando y multiplicando pasos y árboles, tocando los instrumentos que componen el espacio, lo curan, le dan paz.

Ahí donde esta posibilidad de participar de su cultura no existe, el sistema de exclusión patriarcal redunda en una mistificación de lo dual primigenio y la dominación, casi siempre acompañada de explotación, de las mujeres.

En la escuela «Compañero Manuel», erigida en 2004 por las mujeres y hombres tzeltales y mujeres internacionalistas griegas que se reconocen parte del Frente Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, México, las promotoras de educación y salud han llevado a cabo un trabajo de «igualdad de oportunidades» para mujeres y hombres que incluye el mismo derecho a la educación, así como la co-participación en actividades económicas otrora designadas a un sexo y jerarquizadas. Jules Falquet ha estudiado el modo en que muchas mujeres mayas zapatistas, educadas para sentirse fieles celadoras de la tradición religiosa y cotidiana de sus pueblos, se han rebelado ante la jerárquica visión actual de la dualidad sexual en sus comunidades, esgrimiendo el derecho de participar en la definición de qué es su cultura, con el fin de alcanzar una mayor justicia entre mujeres y hombres al interior del «santuario cultural constituido por la comunidad, el hogar y la familia»63.

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