Loe raamatut: «El Coloso del Tiempo»

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El Coloso del Tiempo

Francisco González

El Coloso del Tiempo

© de los textos: Francisco González

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2020

Coordinación editorial: M. Fernanda Karageorgiu

Corrección: María Belén Lacentra

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1º edición: agosto de 2020

Producción editorial: Tequisté

contacto@txtediciones.com.ar

www.tequiste.com

ISBN: 978-987-4935-46-5

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

González, Francisco

El coloso del tiempo / Francisco González. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4935-46-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Mitología. I. Título.

CDD A863

“A mi familia y a mis alumnos,

Mi otra familia”.

«Decir es la actividad más alta: revelar lo escondido, despertar la palabra enterrada, suscitar la aparición de nuestro doble, crear a ese otro que somos y al que nunca dejamos ser del todo.»

Octavio Paz

«¿Qué significa esto? Se trata siempre, en pocas palabras, del poder contenido en la fórmula, pues el elemento más importante en la magia es la fórmula.»

Ernesto De Martino

«El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.»

J.L.B.

Prefacio

Perdoname, Miguel, por hacerte padecer tan injustamente…

EL ESTRUENDO PROFUNDO Y QUEJUMBROSO del trueno hizo temblar la tierra. El monte macabro se iluminó, tan fugazmente, como el relámpago se ramificó en el cielo iracundo.

Toda la hondonada era azotada por el sórdido viento intempestivo, y por una copiosa lluvia que arreciaba de lado a todo lo que se alzara más de un metro sobre el suelo inasequible. Enormes matas de pasto se levantaban arrastradas por las gigantescas raíces de los árboles podridos, rendidos ya ante la furia de la tormenta. Pasos sigilosos, pasos jóvenes y silenciosos transitaban los herbazales ancianos de sendas borradas por yerbas envenenadas y espinosas que cortaban sus pies suaves de piel tersa y llena de vida, sangrando la voluntad servil de la hermosa jovencita.

Corría entre el barro y los árboles que caían a los lados del camino, entre los truenos más poderosos que haya oído jamás; ciega por la negra oscuridad; iluminada por la eterna brevedad del relámpago. Corría apretando el manto contra su pecho con una mano y con la otra, se sostenía la capucha, empapada hasta los huesos y sangrando de los dos talones que las sandalias dejaban al descubierto. Corría temblando de miedo, aunque podría haber estado temblando de frío. Corría y maldecía, y cuando se cansaba de blasfemar contra el dios, auguraba que algo malo estaba por suceder.

Se detuvo en medio de la oscuridad, perdida en la densidad de la noche y esperó desesperada por la iluminación. Y sintió primero su llegada estrepitosa, cuando un trueno quebró el cristal velado del cielo, y luego, la iluminación llegó a sus ojos como un trazado blanco entre las fluviales nubes del diluvio, enseñándole al fin la cabaña de las señoras, muy cerca de la oquedad del monte.

Tanto más arreciaba la tormenta, tanto más se esforzaba por llegar a la cabaña; tanto más soplaba el vendaval, más herejías profería a los cielos, “maldito sea el tiempo”. Inclinada ya hacia adelante, empujaba contra las fuerzas superiores (siempre hay fuerzas superiores, lo sabía perfectamente) esperanzada por la corta distancia que la separaba de su destino. Cuando parecía que un viento huracanado la iba a echar a volar, una corazonada le soltó la mano de la capucha que le descubrió el rostro hermoso y su larga y rojiza cabellera, y se la arrojó firme en la busca de un ancla fortuita, así como debe ocurrir para ser leyenda, tomó en el arrojo desesperado la aldaba de metal helado que custodiaba la puerta de entrada de la cabaña. El azote, aunque no lo hizo, pareció ser clemente un instante para dejarla penetrar al hogar impasible de las señoras.

Se quitó el manto oscurecido por las gotas sombrías y lo dejó desparramado por el suelo. Su jovencísima silueta se onduló envuelta en un alto vestido de novia blanco y maltrecho, pero con los vestigios del más alto de los linajes. Caminó temerosa por el interior de la casa sin poder distinguir nada más que un fuego tibio en la profundidad de la cabaña. Continuó caminando hasta que distinguió de dónde provenía esa amarillenta luminosidad. Se detuvo frente a un fuego que hervía el contenido burbujeante de una gran olla de hierro, y creyó que la cabaña se veía demasiado pequeña desde afuera para el largo pasillo que había recorrido por dentro. Sintió la respiración pesada de una persona; luego, un susurro; y después, el último trueno que sumió el temporal. No se tardó entonces el silencio que se alzó sobre todo el mundo; solo que era roto allí dentro por una risa sofocada que venía de algún lugar más allá de la olla efervescente. Finalmente, sintió que las había encontrado:

—Escuché que fue por Zeus y que él se entregaría sin pelear. Y creo que después de chillar lo hizo —dijo señalando hacia el techo.

—Nosotras también lo oímos —dijo una voz multiplicada como el eco de un abismo—. Sí , querida, la respuesta es sí… para lo que deseabas saber, la respuesta es que vendrá también por vos y por nosotras…, y en el final, irá por todos. Pero ahora que conocés la respuesta, concedenos vos una respuesta a nosotras.

—Pero yo no soy un oráculo como ustedes…

—No es necesario serlo para responder, lo que contestes será, ante todo, una decisión. Verás, queremos saber qué será de vos cuando venga (creo que ya lo sabés, ¿sino a qué viniste?): ¿qué harás, la más joven entre las jóvenes, cuando él venga? ¿Te entregarás como lo hizo el de allá arriba, sin esgrimir defensa alguna más que un berrinche de niño? ¿O harás algo como nosotras tres? —de la oscuridad apareció una anciana que iluminaba, débilmente, la sala con el fuego fatuo de una antorcha.

La novia maltrecha se estremeció de repente por esa aspereza que le llegaba de la voz triplicada, por la profundidad ahuecada y ronca que penetraba sus oídos y la erizaba de miedo, porque sabía que ese sonido peculiar, esas vibraciones secretas eran imposibles de desentrañar, pues conocía que la esencia de sus voces era semejante al verdadero motivo de sus intenciones.

—No quiero entregarme, no quiero dejar de ser el joven premio de los héroes. Además, ustedes saben lo que deberíamos hacer… Siempre saben qué hacer. Conocen todos los secretos ocultos. ¿Solo debería seguirlas y hacer lo que me pidan y nunca envejeceré, no es cierto, señoras?

—Si así lo creés, así sucederá. Vení a escuchar nuestra idea primigenia —la voz triple reveló a sus hablantes, y dos señoras más se aparecieron en la negrura del recinto, una portando una vela encendida en un cuenco de piedra y otra portando un farol que ablandaba las duras sombras del lugar—, seguinos al interior de este laberinto.

Caminaron hacia el fondo de la cabaña juntas, tan juntas que en la lejanía parecieron unirse en un mismo cuerpo tricéfalo, profundas en la sombra, las señoras desaparecieron. La jovencita no dudó en seguirlas a la negra infinidad.

Salida:
El mundo ignoto

“¡DESPIERTA, DESPIERTA, DESPIERTA!”

La voz femenina del despertador cantó las seis treinta con una tonada extranjera. Nunca supo de dónde venía ese aparato, pero le había costado muy poco y desde que lo había adquirido (casi un año atrás) jamás tuvo que cambiarle las pilas. Fue un trauma en su momento no encontrar quién pudiera arreglarle el despertador de cuerda que le había quedado de su padre, pero más traumático aún fue tener que entrar en un shopping y comprar un despertador nuevo. Los cambios no le agradaban mucho, sin embargo, ese aparato fue toda una excepción, decía que estaba bendito. Y sí que lo estaba, por lo menos hasta hoy cuando las tres veces que cantó “despierta”, la voz se fue desvaneciendo hacia un grave despertar, duro y apagado hasta que el reloj, de buenas a primeras, se apagó por completo. «No se puede estar bendito por siempre», se dijo, y deseó que esa fórmula funcionara también al revés.

Fórmulas, todas las mañanas tenían fórmulas:

Primero se sentó a noventa grados, tomó de su mesa de luz el reloj que ya se había muerto y apretó de todas formas el botón de la alarma, luego dejó el aparato y tomó con el mismo cuidado el estuche de sus anteojos y se los puso con metódica precisión. La cama estaba perfectamente estirada, como si no hubiera dormido nadie en ella, se salió con sumo cuidado y estiró el cobertor a rayas verticales celestes y blancas, como las cortinas y su pijama. Caminó sobre la alfombra del cuarto hasta el baño, se lavó los dientes y luego de una ducha, se secó con una toalla que ya en la mañana anterior había dejado preparada para la ocasión, se vistió con la ropa interior y unas medias blancas que le llegaban un poco más abajo de las rodillas. Arrojó la toalla mojada al cesto de limpieza que siempre estaba vacío, pues no dejaba pasar ni un día de trabajo a ese lavarropas suyo; tomó otra toalla entre sus manos y la dobló, matemáticamente, en exactas fracciones hasta quedar como un cuadrado impecable, y repuso con ella el lugar de la anterior en el anaquel superior del armario empotrado del baño y quitó la del anaquel inferior para ser utilizada mañana por la mañana.

Con esa ridícula apariencia, entre la desnudez y el esperpento, planchó la camisa a cuadros y su pantalón de jean gastado. «Fórmulas, todo tiene sus fórmulas». Se vistió, se acomodó la corbata frente al espejo que tenía colgado junto a la entrada, y trató de disimular esa calvicie incipiente haciendo unos malabares con algunos cabellos que seguían siéndole fieles. Se pasó el dorso de la mano por la cara para corroborar que esa afeitada compulsiva seguía lisa y correcta. Volvió al estudio y buscó entre una multitud de libros, uno de mitos y leyendas que ya tenía leído una veintena de veces, lo guardó dentro de su maletín negro y salió para el trabajo.

Bajó del cuarto piso por las escaleras, era su manera de luchar contra el presente, que tan hostil le parecía. Podía pedirse un taxi, en definitiva, eran diez cuadras, no era mucho, pero ¡ojo! que tampoco era poco. Podía, pero nunca lo hacía, a fin de cuentas, siempre decidía caminar. Decidía todas las mañanas mal, en la séptima u octava cuadra siempre lo descubría, cuando las chicharras de los estacionamientos sonaban con ese agudo molestar de ciudad, cuando las bocinas se hacían ese denso aire que se respira entre el pavimento caliente y los toldos bajos de los negocios al borde de la ilegalidad, cuando los semáforos uno tras otro priorizaban al mecánico girar de ruedas más que a los transeúntes de a pie que, ya era un hecho, habían perdido su derecho a caminar por el mundo. Así transitaba las últimas dos cuadras profiriendo insultos silenciosos porque era demasiado cobarde para gritarlos a todo pulmón, y terminaba con sentencias sublimes, como si, realmente, creyera que alguien lo escuchaba: «este mundo está hecho para los autos, ya no está hecho para la gente».

Era increíble, o eso le parecía, que no hubiera ni un solo cartel de camino a la escuela, ni uno solo y pensar que habían puesto un millar hacía unos días. El edificio estaba oculto entre los esqueletos de dos torres inmensas y una igual de inmensa enfrente (que algún día serían grandes palacios de cristal para los verdaderos capitales), pobladas de albañiles con chalecos naranjas y verdes fluorescentes haciendo ruidos, como él los entendía, innecesarios, mas solo molestos y tortuosos, pero hasta ahora, aunque no se sabía cómo, el edificio de la escuela todavía estaba allí, en medio de gigantes. Afuera, como era habitual, por lo menos durante estos últimos tres meses, un campamento de obreros trabajaba cada vez más cerca de la escuela con esas máquinas que percutían el suelo, el oído y la paz que debería reinar en un aula de una institución educativa.

Es posible que todo ese colorido visual de naranjas y verdes fluorescentes que invadían un espacio que, generalmente, no pasaba de un opaco gris, en definitiva, muy pacífico y estático, hiciera de su estadía en el colegio una confusa experiencia.

¿Pero era eso lo que lo confundía?

Las manos le traspiraban un poco al empezar a caminar esos veinte metros finales hacia la puerta de la escuela, el maletín comenzaba a resbalarse por lo húmedo de su timidez, tenía una especie de aceleración en el pecho, un palpitar insistente y podría jurar que los labios se le llenaban de electricidad y deseaba con todas sus fuerzas morderse hasta sofocar esa misteriosa presión. «Tengo cuarenta años, no puede estar pasándome esto».

Cruzó el umbral y algunos jóvenes reunidos en grupos murmuraron una ristra de comentarios negativos a causa de su presencia, algún que otro silbido, y hasta un insulto algo tapado, muy difuso para levantar cargos, muy certero para ofender, pero «uno se acostumbra». Siguió atravesando un gran patio principal al que daban todas las puertas de las aulas, llegó hasta el otro extremo con impaciencia y temblando como una hoja. Abrió la puerta de la dirección y buscó su nombre en el libro de asistencia del personal, firmó y antes de cerrarlo se aseguró de saber si ella había venido o no. Cerró el libro, saludó al director, amistosamente, pese a estar seguro de que ese viejo granuja lo odiaba con todo su ser. Salió y se paró junto a la puerta de su curso a esperar, tal vez por la campana.

Todo tiene sus fórmulas, pero esta no la tenía. Qué hacer allí sino dar clases, todo el tiempo restante era un transitar desorientado entre pasillos y salones, qué hacer para sobrevivir en la realidad, esa no se la sabía. Tomó un pañuelo del bolsillo del jean y se secó las manos, al tiempo que observaba el desbastado edificio desde adentro. Pretendía estar observando a sus alumnos, a los que solo por ética profesional seguía tratando de enseñarles, pero no eran, precisamente, amistosos ni interesados por sus competencias. Pretendía estar observando la pintura que se desprendía de las paredes, el charco de agua que se formaba todos los días en el centro del patio por quién sabe qué tubería pinchada, pretendía estar interesado en algo más mientras, enfrente, los más pequeñitos llegaban y abrazaban a su maestra, amorosamente, al grito agudo de “seño, seño”, uno tras otro, y ella se agachaba y les correspondía, y esos niñitos, «pequeños pervertidos», la apretaban cuanto podían y se enredaban a propósito en su rojiza cabellera y besaban su tersa piel y su rostro deslumbraba de juventud y felicidad, y esos niñitos eran unos «pervertidos suertudos».

Y siempre le ocurría lo mismo: sus alumnos, que eran unos diez, tal vez menos, entraban al aula por enfrente suyo después de la campana que nunca había escuchado y él, como un imbécil, parado al lado de la puerta esperando solo dios sabía qué. La jovencísima maestra jardinera hizo pasar a todos los niñitos, despidió a las madres que venían a traerlos y, misteriosamente, antes de entrar al aula, se dio vuelta, (¡y es que era tan raro!, porque él era para el resto del mundo un ser invisible; con ese atributo mágico, si existiese la magia, era una niebla imperceptible) y cruzó su mirada con la de él, meneó la mano derecha y sonrió; él, después de meditarlo, llegó a la conclusión de que ni siquiera reaccionó, de que se quedó estupefacto mirando el gesto, de que ella entró, cerró la puerta y comenzó la clase. Y, cuando entró en razón, el aula estaba vacía y no se escuchaba más que el griterío de sus alumnos que, solos en el aula, gestaban un combate de papeles, parapetados en sus pupitres. Entró apurado por la situación, pero detenido, liviano, pacificado.

—Silencio —dijo tan falto de convicción que incluso él creyó no haber mencionado palabra.

No cesó el griterío hasta que el director entró a pacificar a los alumnos. Claro que era efectivo el viejo director, pero era vergonzoso a tal punto, después de veinte años de experiencia, no poder manejar a una manada de impiadosos jóvenes siendo que esa era hoy la tarea docente más que la de enseñar. En tal caso, era un completo incompetente en su trabajo. Abrió su maletín sin esperar respuesta alguna, ni siquiera la cortesía de interés maquinado. Sacó de este un papel lleno de palabras subrayadas y luego, un libro. Lo abrió sin conseguir todavía una mirada y leyó el título:

—“… El Héroe. Todos los tiempos han tenido un héroe que encarnó la quintaescencia de las virtudes valoradas en alta estima por la cultura de su época. Los modelos de heroísmo fueron vinculados en casi todas las épocas con hazañas bélicas temerarias, pero con la principal condición de ser reconocidos por el pueblo, ya sea por su temeridad o por su admirable (o inconsciente) manera de olvidar su mortalidad. Aunque no hay que desconocer que las cualidades reconocidas para la legitimidad del heroísmo fueron modificándose, encarnadas por arquetipos en los que se inscriben Aquiles y su fortaleza guerrera, y Ulises y su ingenio mental. Qué características tiene el héroe de esta época entonces…

Si tenía un único don, era ese vinculado a la musicalidad que les imprimía a sus lecturas. Su voz torpe al hablar se hacía firme y armónica cuando recitaba los versos, como un bardo cantando gestas increíbles. Los que oían se dormían en el enamoramiento fugaz que les producía el roce místico con las ondulaciones vibratorias de su recitado altisonante. Las fieras eran domadas; las serpientes, hipnotizadas; y los corderos se abrían al sueño de los buenos. Los tuvo atontados hasta pronunciar ese punto final, como un portazo a la realidad, como un descender sobre el suelo después de haber nadado por los mares del éter. No le importaba que no quisieran participar en absoluto de su clase, solo pensaba en dónde podría estar en unos dos o tres meses cuando cierren, finalmente, el colegio, y no se lamentaba, exactamente, por su amor al oficio, sino por un amor más real.

Luego de hablarles de grandes sacrificios y de no encontrar participación alguna de los jóvenes alumnos, se alegró de que la clase hubiese terminado para poder salir a espiar al patio. Guardó con parsimonia todos sus cachivaches en el maletín, limpió con un pañuelo sus lentes; y tras ponérselos, salió no sin antes acomodarse esos escasos pelos que aún resistían en su cabeza. Cruzó el umbral y se paró junto a una columna, medio escondido y medio acechante, observó todo el ceremonioso saludo que Luis le hacía a ella. «¡Qué hombre más tedioso!»

Ese rubión de pelo largo, de físico exultante y de conducta más viril que la de un general cortejaba a diario a Eva, la llenaba de halagos y de cumplidos. Claro que, de un halago que iba hacia la preciosa Eva, dos iban hacia él; era una especie de máquina de auto adulación, de pedantería sin parangones. Pero él siempre supuso que es así como se ganan algunas señoritas, demostrando cierta confianza. Mientras Luis se inflaba a sí mismo hasta llegar a extremos impensados, Eva (estoy seguro de que fue así) daba un paso atrás con cada cumplido temiendo que explote de un momento a otro. No había nada que lo irritara más que un pedante, que aquel que en su pedantería exaltase virtudes verdaderas. Y no había nadie más en todo el mundo que lo pusiera más de malas que Luis, cuando en todos y cada uno de los recesos, trataba de conquistar a Eva por cuanto medio le fuera posible.

Él los vio despedirse como siempre, con cierta distancia amistosa, y se llenó de frustración porque ni siquiera le salía intentar un acercamiento; pero esta vez fue una despedida inusual, «lo consiguió, ese pedante rubión la consiguió», Eva sacó de su bolsillo canguro del delantal una tarjeta de alguna índole y se la extendió al tipo ese. «De todas formas», pensó, «no es que le haya insistido mucho con la tarjeta, se la dio así nomás, quizás fue de compromiso, un gesto totalmente demagógico y obligado». Agachó la cabeza y rogó que sonase esa maldita campana para seguir con la clase. Se perdió en un lapso inútil, con la vista en algún punto de las baldosas rotas que tenía al frente, mascullando sandeces, refunfuñando como niño enojado. Así las cosas, quiso irse de su trabajo a patear algún bote de basura al paso, a escupir veneno al aire, a cansarse caminando lo que no se cansó intentando conquistarla. Pero en ese tiempo que estaba planeando una caminata purgatoria, unas sandalias aparecieron frente a su mirada cansina. Levantó la vista y estaba Eva despuntando como diamante, suave como la seda, parada, inconfundiblemente, delante de él. «¿Qué digo ahora?» Tal vez “hola”, quizás “buenos días”, no recordaba bien qué le había dicho, pero estaba seguro de que la había saludado, y eso ya era algo sorprendente, un progreso del cien por cien.

Se llenó de esa cabellera rojiza que se ondulaba como su silueta bajo el verde delantal. Trató de memorizar para siempre las pecas de sus mejillas y el brillo que sus ojos irradiaban inconscientes. Volvió en sí cuando ella se alejaba. Quedó en sus retinas la impresión de haber visto, bajo sus sandalias, que tenía lastimados los talones. Pero consideró eso imposible, pues no podía haber notado eso con lo estupidizado que estaba.

Un perfume persistente lo conmovió. Se figuró que pasadas semanas aún podría recordarla perfectamente bien. «¿Qué fue lo que me dijo?», no lo tenía claro. Sin embargo, se acordaba, entre esa imagen persistente de su fresca sonrisa, que había rozado su mano extendida, «qué fantasía de niño». Tras creer por largo rato que se había inventado lo de rozarle la mano que ella misma había extendido hacia él, recordó que algo había agarrado en ese encuentro de pieles y buscó en el bolsillo de su pantalón: una tarjeta de invitación.

Las remembranzas de la conversación volvieron de súbito plagadas de sensaciones extrañas, tal si ese encuentro se hubiera producido muy atrás en el tiempo y el solo recuerdo de ello sea mucho más que lo que simplemente había pasado, un recuerdo que el tiempo y los deseos moldearon y que arraigó en la memoria bien profundo; si la magia existiese, sería ese uno de sus tantos hechizos. Ella le había dado una invitación a su cumpleaños, en su casa, esa misma noche, en la tarjeta decía, inequívocamente, su nombre: “Miguel Oscar Ruiz”.

Cómo seguir después de semejante obra del azar. Imposible continuar una jornada normal tras tan extraño suceso. Que él recibiera de su mano una invitación para su cumpleaños, que escasas veces la había saludado nada más que con un mero gesto de cejas seguido por un ocultar la cara mirando las baldosas del colegio, era un acontecimiento. Pensaba, porque él siempre divagaba en el pensamiento (era un profesor de Literatura y, obviamente, se devanaba los sesos en cuestiones que a nadie más en todo el mundo podrían importarle), que, en algún lugar del universo, una estrella estaba naciendo y, con ella, las esperanzas de rocas frías e inertes, que tal vez un asteroide estaba siendo consumido por la atmósfera de un planeta solo poblado por rosas, o que en alguna galaxia primordial una alineación planetaria atraía energías opuestas...

Solo pensaba que con ese gesto la ilusión de las imágenes se rompía y pensó en esto porque muchas veces se sintió en la isla de Dr. Morel, observando, incansablemente, proyecciones que no podían verlo a él. Ese gesto de ser visto por primera vez hizo que Eva dejara de ser Faustine y que él dejara de ser un fugitivo de la realidad.

Después de darle vueltas a la invitación, se dio cuenta de que debería seguir trabajando. Se dio cuenta de que debería trabajar, pero no podía hacerlo. La distracción es un arma letal para aquel que utiliza su cabeza para trabajar. Él no servía para repetir de memoria frases importantes y fórmulas probadas, caer en eso era caer en la máquina, en la reproducción infinita del futuro en un presente insoportablemente circular que, entre otras cosas, odiaba. Se sentó en su escritorio y dejó pasar la hora en medio de un griterío infernal. No había necesidad de pelear contra una voluntad tan generalizada, mejor librarse a la imaginación. Esta es la fuerza de las revoluciones, se dijo Miguel, porque solo eso que sentía (esa mezcla de incertidumbre, inseguridad y deseo) logró quebrantar su ética y su conducta incorruptible; tal vez, se dijo, solo esta sensación rompe los moldes. Lamentablemente, tres campanazos rompieron su viaje filosófico.

Los jóvenes comenzaron a salir como una jauría de perros de tiro, llevándose mesas por delante, en un solo malón, siéndoles imposible traspasar la puerta todos al mismo tiempo. De todas formas, la física nunca podrá explicar cómo hace para cruzar el ajustado umbral una masa que lo supera diez veces en tamaño. A pesar de eso, ahí están los profesores y sus intereses. Esos misterios no eran de su incumbencia, a él le preocupaban los misterios del espíritu humano, pensó: «que de ese imposible se encargue el profesor de físico química», y salió del aula.

El jardín de infantes se retiraba media hora antes que el secundario, para que la multitud de padres que venía a buscar a sus hijos no se cruzara con la multitud de estudiantes que escapaban de la institución como una manada de elefantes. O eso fue antes, cuando eran numerosas las familias y los alumnos, cuando un profesor podía enloquecer con cuarenta pequeños demonios por curso tratando de explicarles, inútilmente, que un modificador directo podía ser un artículo y también un adjetivo, descubriendo en ese mismísimo momento que ni siquiera sabían bien qué era un dichoso sustantivo. Que el jardín ya no estuviera era, en cierto punto, un alivio; ella ya no estaría por allí para desnudarlo con su mirada y no tendría que acomodarse su escaso cabello con tanta frecuencia ni bajarse el pantalón de jean que a él le gustaba tener bien ajustado para que la camisa no pudiera escapársele por más que insistiera. Salió muy tranquilo entonces empezando a escuchar, a medida que se acercaba a la salida, un creciente murmullo hasta volverse un aluvión de cantos y gritos.

Al salir, observó lo de siempre sin sorpresa ni estupor. El grupo de resistencia formado por docentes y algunas pocas familias de niños de la institución estaba cantando en protesta a la constructora que había dado, en ese preciso día, las señales del paso definitivo: un camión de más ruedas que metros de largo había sido estacionado junto a la escuela y sobre sí tenía una grúa con un martillo demoledor amarillo reluciente. Ante todo, eso era una provocación. «Todos sabemos que ya no hay vuelta atrás», se dijo, «pero no hace falta desmoronar así la ilusión de algunas personas, deberían dejarlos terminar el año en paz y, al siguiente, dejarlos buscar la escuela entre torres de cristal, como si no hubiera sido destruida, simplemente, como si estuviera perdida por ahí.»

El caso era que el gobierno de la ciudad, defensor acérrimo de las empresas y no de los ciudadanos (portadores ellos de una falsa consciencia que no les permitía votar candidatos más representativos y terminaban por elegir a estos que obraban, exactamente, en contra de lo que necesitaban en realidad), apeló con inteligencia a un vericueto legal en que una escuela puede ser cerrada por falta de matrícula y obró así en consecuencia, haciendo que el alumnado pidiese pase obligatorio al igual que los maestros que serían trasladados a otros establecimientos. Esto activó una fuerza opositora fuerte, aunque flaca en número, que se resiste todavía y desde ese primer momento a pesar de ser inevitable su final.

Los contratos de construcción ya estaban firmados y acordados los plazos, solo quedaba un desalojo formal, pero al haber niños de por medio todavía no se había instrumentado formalmente. Y los docentes, por órdenes del director (que pertenecía al grupo de resistencia), seguían asistiendo con regularidad al trabajo como si nada pasara. Muy a pesar de tener un alumnado más que diezmado y un clima de tensión constante que no facilita en nada el aprendizaje. Hasta aquí las cosas.

El grupo de resistencia se puso más agresivo y, con una bocina, la voz del director habló claro y firme: “Si van a destruir nuestra casa, háganlo ahora mismo enfrente de nuestros ojos, ahora mientras vemos sus caras y sus risas disfrutando de echar abajo estos muros que hicieron felices a tantas familias. No voy a dejar que tiren abajo mi escuela sin pelear por ella.”

Miguel sintió vergüenza, sintió un fuego en el pecho que intentó por todos los medios sofocar. Claro que estaba equivocado, claro que el director tenía razón, claro que no entendía lo que era pelear. Encima ahí estaba ella, Eva, metida entre los docentes gritando una y otra vez, peleando con sus capacidades para hacerlo. «Cada individuo tiene sus armas, menos yo», se dijo. Era claro ahora, claro que no era digno de ella.

Eva pareció interpelarlo, pero no fue más que un vistazo rápido a los que estaban neutrales o indecisos. A eso, como a una pregunta de examen, le ofreció su mejor respuesta: se acomodó los anteojos, pegó la vuelta y se volvió caminando a su casa.

Se sentó en el sillón y empezó a darle vueltas a la invitación por enésima vez, pensando en lo inútil que sería ir, qué haría, se hundiría en su timidez, no conocía a nadie, tal vez a uno o dos compañeros de trabajo en los que Luis estaba incluido, y eso era otra cosa en contra. Pensó en que quizá no tendría jamás otra chance así, otro regalo del Olimpo como creyó que era, porque no había otra explicación al hecho de que no fuera mágica, cósmica o mitológica (que son, en definitiva, otras maneras de decir literaria). Se vio volverse un pesado, uno de esos lastimosos que se creen perjudicados por la existencia misma y que todo lo que son y les ocurre es lo peor que le puede ocurrir a un ser humano, y que se justifican pensando en que serán realzados en otras vidas por los males soportados en esta. Se vio y se sintió un tipo insoportable y se gritó, literalmente, a sí mismo: «Basta».

€2,49

Žanrid ja sildid

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Objętość:
351 lk 2 illustratsiooni
ISBN:
9789874935465
Kustija:
Õiguste omanik:
Bookwire
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