Loe raamatut: «Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri»
Colección Digital • Serie Experiencias
Director:
Francisco J. Bueno Pimenta
Comité científico asesor:
Javier Barraca Mairal
Mauro Jiménez Martínez
M.ª Antonia Labrada Rubio
Belén Mainer Blanco
Wilfredo Rincón García
© 2021 Franco Nembrini de los comentarios
© 2021 Gabriele Dell’Otto de las ilustraciones
© 2021 Libreria Editrice Vaticana de la introducción
© 2021 Editorial UFV. Universidad Francisco de Vitoria
Comentarios y versos en italiano extraídos de la obra, Paraíso, Mondadori, Milán, 2021. ISBN: 978-88-04-72260-1.
Textos de los cantos en español extraídos del libro, Obras completas de Dante Alighieri, BAC, 5.ª edición, Madrid, octubre de 2002. ISBN: 9788479141554.
Traducción de los textos de Franco Nembrini: Belén de la Vega
Revisión y adaptación a la edición española de los textos de Franco Nembrini: Carmen Giussani
Primera edición: diciembre de 2021
ISBN edición impresa: 978-84-18746-54-3
ISBN edición digital: 978-84-18746-55-0
ISBN edición ebook: 978-84-18746-65-9
Depósito legal: M-9142-2021
Preimpresión: MCF Textos, S. A.
Impresión: Punto Verde Artes Gráficas
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Impreso en España - Printed in Spain
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Papa Francisco
PARAÍSO
PARAÍSO
DIFÍCIL Y MARAVILLOSO
TEOLÓGICO, ES DECIR, HUMANO
EL PARAÍSO Y EL COSMOS DE DANTE
EL PARAÍSO: LA PALABRA, LA EXPERIENCIA, LA MIRADA
EL PARAÍSO, UNA HISTORIA DE AMOR
UNAS PALABRAS DE AGRADECIMIENTO
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII
INVITACIÓN A LA (RE)LECTURA
ALGUNA DEDICATORIA Y MUCHOS AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
Carta apostólica Candor lucis aeternae, en el VII centenario de la muerte de Dante Alighieri
PAPA FRANCISCO
Resplandor de la luz eterna, el Verbo de Dios se encarnó de la Virgen María cuando ella respondió «aquí estoy» al anuncio del ángel (cf. Lc 1,38). El día en que la liturgia celebra este inefable misterio es también particularmente significativo en las vicisitudes históricas y literarias del sumo poeta Dante Alighieri, profeta de esperanza y testigo de la sed de infinito ínsita en el corazón del hombre. Por tanto, en esta ocasión también deseo unirme al numeroso coro de los que quieren honrar su memoria en el VII centenario de su muerte.
El 25 de marzo, en efecto, comenzaba en Florencia el año según el cómputo ab Incarnatione. Dicha fecha, cercana al equinoccio de primavera y en perspectiva pascual, estaba asociada tanto a la creación del mundo como a la redención realizada por Cristo en la cruz, inicio de la nueva creación. Esta fecha, por lo tanto, a la luz del Verbo encarnado, invita a contemplar el proyecto de amor que es el núcleo mismo y la fuente inspiradora de la obra más célebre del poeta, la Divina comedia, en cuyo último cántico san Bernardo recuerda el acontecimiento de la encarnación con estos célebres versos: «En tu vientre se prendió el amor, / por cuyo calor, en la eterna paz / germinó esta flor» (Par., XXXIII, 7-9).1
Anteriormente, en el Purgatorio, Dante representaba la escena de la Anunciación esculpida en un barranco de piedra (X, 34-37, 40-45).
Por eso, en esta circunstancia no puede faltar la voz de la Iglesia, que se asocia a la unánime conmemoración del hombre y del poeta Dante Alighieri. Mucho mejor que tantos otros, él supo expresar, con la belleza de la poesía, la profundidad del misterio de Dios y del amor. Su poema, altísima expresión del genio humano, es fruto de una inspiración nueva y profunda, de la que el poeta es consciente cuando habla de él como del «poema sagrado / en el cual han puesto mano el cielo y la tierra» (Par., XXV, 1-2).
Con esta carta apostólica, deseo unir mi voz a las de mis predecesores, que han honrado y celebrado al poeta, particularmente en los aniversarios de su nacimiento o de su muerte, para proponerlo nuevamente a la atención de la Iglesia, a la universalidad de los fieles, a los estudiosos de literatura, a los teólogos y a los artistas. Recordaré brevemente estas intervenciones considerando principalmente a los pontífices del último siglo y sus documentos de mayor relieve.
LAS PALABRAS DE LOS PONTÍFICES ROMANOS DEL ÚLTIMO SIGLO SOBRE DANTE ALIGHIERI
Con motivo del VI centenario de la muerte del poeta en 1921, hace un siglo, Benedicto XV, recogiendo las ideas surgidas en los pontificados precedentes, particularmente de León XIII y san Pío X, conmemoró el aniversario dantesco con una carta encíclica2 y el impulso a los trabajos de restauración de la Iglesia de San Pedro Mayor, de Rávena, llamada popularmente de San Francisco, donde se celebró el funeral de Alighieri y en cuyo cementerio fue sepultado. El papa, considerando las numerosas iniciativas dirigidas a solemnizar la efeméride, reivindicaba el derecho de la Iglesia, «que le fue madre», a ser protagonista en tales conmemoraciones, honrando a «su» Dante.3 En la carta al arzobispo de Rávena, Mons. Pasquale Morganti, con la que aprobó el programa de las celebraciones centenarias, Benedicto XV motivaba así su adhesión: «Por otra parte (y esto es más importante) se agrega una cierta y particular razón por la que consideramos que su aniversario solemne se celebre con memoria agradecida y gran participación del pueblo, por el hecho de que Alighieri es nuestro. […] ¿Quién podrá negar, en efecto, que nuestro Dante haya alimentado e intensificado la llama del ingenio y la virtud poética obteniendo inspiración de la fe católica, a tal punto que cantó en un poema casi divino los misterios sublimes de la religión?».4
En un momento histórico marcado por sentimientos de hostilidad a la Iglesia, en la encíclica citada el pontífice reiteraba la pertenencia del poeta a la Iglesia, «la íntima unión de Dante con esta Cátedra de Pedro»; es más, afirmaba que su obra, aun siendo expresión de la «prodigiosa amplitud y agudeza de su ingenio», obtenía un «poderoso impulso de inspiración» precisamente de la fe cristiana. Por eso, continuaba diciendo Benedicto XV, «en él no solo se admira la gran altura del ingenio, sino también la vastedad del argumento que la religión divina ofreció a su canto». Y en su elogio respondía indirectamente a los que negaban o criticaban la matriz religiosa de su obra: «Es la misma piedad que hay en nosotros la que inspira a Alighieri; su fe tiene los mismos sentimientos. […] Este es su principal elogio, ser un poeta cristiano y haber cantado con acentos casi divinos los ideales cristianos de los que, con toda el alma, contemplaba la belleza y el esplendor». La obra de Dante —proseguía el pontífice—es un ejemplo elocuente y válido para «demostrar cuánto sea falso que la conformidad de la mente y del corazón a Dios corte las alas al ingenio, mientras que en realidad lo motiva y lo eleva». Por eso, seguía afirmando el papa, «las enseñanzas que nos dejó Dante en todas sus obras, pero especialmente en su triple poema», pueden servir «como una guía muy valiosa para los hombres de nuestro tiempo» y particularmente para los estudiosos y los estudiantes, porque «al componer su poema, no tuvo otro propósito que sacar a los mortales del estado de miseria, es decir, de pecado, y conducirlos al estado de bienaventuranza, es decir, de gracia divina».
Por otra parte, las diversas intervenciones de san Pablo VI están vinculadas al VII centenario de su nacimiento, en 1965. El 19 de septiembre, donó una cruz dorada para enriquecer el templete ravenés donde se encuentra la tumba de Dante, hasta ese momento «desprovista de tal signo de religión y esperanza».5 El 14 de noviembre, envió a Florencia una corona de laureles dorada para que fuera colocada en el baptisterio de San Juan. Por último, al finalizar los trabajos del Concilio Ecuménico Vaticano II, quiso regalar a los padres conciliares una edición artística de la Divina comedia. Pero, sobre todo, honró la memoria del sumo poeta con la carta apostólica Altissimi cantus,6 en la que reiteraba el fuerte vínculo entre la Iglesia y Dante Alighieri: «Si alguno quisiera preguntarse por qué la Iglesia católica, por deseo de su Cabeza visible, se preocupa de cultivar la memoria y celebrar la gloria del poeta florentino, fácil es nuestra respuesta: porque, por un derecho particular, Dante es nuestro. Nuestro, es decir de la fe católica, porque todo inspira amor a Cristo; nuestro porque amó mucho a la Iglesia, de la que cantó sus glorias; y nuestro porque reconoció y veneró en el romano pontífice al vicario de Cristo».
Pero ese derecho, continuaba el papa, lejos de permitir actitudes triunfalistas, representa también un compromiso: «Dante es nuestro, es justo repetirlo; y no lo afirmamos por hacer de él un ambicioso trofeo de gloria egoísta, sino más bien para recordarnos a nosotros mismos el deber de reconocerlo como tal, y de explorar en su obra tesoros inestimables del pensamiento y del sentimiento cristiano, convencidos como estamos de que sólo quien penetra en el alma religiosa del soberano poeta puede comprender a fondo y gustar sus maravillosas riquezas espirituales». Y ese compromiso no exime a la Iglesia de acoger también las palabras de crítica profética pronunciadas por el poeta respecto a quienes debían anunciar el Evangelio, y no representarse a sí mismos, sino a Cristo: «Tampoco lamentamos recordar que la voz de Dante se levantó impetuosa y severa contra más de un pontífice romano, y que reprendió con acritud instituciones eclesiásticas y personas que fueron ministros y representantes de la Iglesia». Sin embargo, es evidente que «esas actitudes provocadoras nunca sacudieron su firme fe católica ni su filial afecto a la santa Iglesia».
Por consiguiente, Pablo VI ilustraba las características que hacen del poema dantesco una fuente de riquezas espirituales al alcance de todos: «El poema de Dante es universal, en su gran amplitud abraza cielo y tierra, eternidad y tiempo, los misterios de Dios y las vicisitudes humanas, la doctrina sagrada y la extraída de la luz de la razón, los datos de la experiencia personal y los recuerdos de la historia». Pero, sobre todo, identificaba la finalidad intrínseca de la obra dantesca y particularmente de la Divina comedia, finalidad no siempre apreciada y considerada explícitamente: «El objetivo de la Divina comedia es fundamentalmente práctico y transformante. No solo se propone ser poéticamente bella y moralmente buena, sino capaz de cambiar radicalmente al hombre y llevarlo del desorden a la sabiduría, del pecado a la santidad, de la miseria a la felicidad, de la contemplación aterradora del infierno a la contemplación beatífica del paraíso».
En un momento histórico cargado de tensiones entre los pueblos, al papa le preocupaba el ideal de la paz, y encontraba en la obra del poeta una reflexión valiosa para promoverla y suscitarla: «Esta paz de las personas, de las familias, de las naciones, de la familia humana, paz interior y exterior, paz individual y pública, tranquilidad del orden, está alterada y sacudida, porque la piedad y la justicia están oprimidas. Y para restaurar el orden y la salvación, la fe y la razón están llamadas a obrar en armonía, Beatriz y Virgilio, la cruz y el águila, la Iglesia y el Imperio». En esta línea, definía la obra poética en la perspectiva de la paz: «La Divina comedia es un poema de la paz; lúgubre canto de la paz perdida para siempre es el Infierno, dulce canto de la paz que se espera es el Purgatorio, canto de victoria triunfal de paz que se posee eterna y plenamente es el Paraíso».
En ese sentido, continuaba el pontífice, la Comedia «es el poema de la mejora social en la conquista de una libertad que es rescate de la esclavitud del mal, y que nos conduce a encontrar y a amar a Dios […] profesando un humanismo cuyas características consideramos muy claras». Pero Pablo VI destacaba además cuáles eran las características del humanismo dantesco: «En Dante todos los valores humanos (intelectuales, morales, afectivos, culturales, civiles) son reconocidos, exaltados; y es muy importante señalar que este reconocimiento y honra se produce mientras él se sumerge en lo divino, cuando la contemplación hubiera podido anular los elementos terrenales». De aquí nace, afirmaba el papa, con razón, el apelativo de sumo poeta y la definición de divina atribuida a la Comedia, como también la proclamación de Dante como «señor del altísimo canto», en el íncipit de la misma carta apostólica.
Además, valorando las extraordinarias cualidades artísticas y literarias de Dante, Pablo VI reiteraba un principio que había afirmado muchas veces: «La teología y la filosofía tienen con la belleza otra relación, y consiste en que, prestando la belleza a la doctrina su apariencia y ornamento, con la dulzura del canto y la visibilidad del arte figurativo y plástico, abre el camino para que sus preciosas enseñanzas se comuniquen a muchos. Las altas disquisiciones y los sutiles razonamientos son inaccesibles a los humildes, que son una multitud, y además hambrientos del pan de la verdad; no obstante, también ellos advierten, sienten y valoran el influjo de la belleza, y por este medio la verdad brilla y los sacia con mayor facilidad. Es lo que comprendió y realizó el señor del altísimo canto, en el que la belleza se convirtió en sierva de la bondad y la verdad, y la bondad materia de belleza». Pablo VI, citando la Comedia para concluir, exhortaba a todos: «Honrad al altísimo poeta» (Inf. IV, 80).
De san Juan Pablo II, que tantas veces en sus discursos retomó las obras del sumo poeta, quiero recordar únicamente la intervención del 30 de mayo de 1985 en la inauguración de la muestra Dante en el Vaticano. También él, como Pablo VI, subrayaba su genialidad artística. La obra de Dante es interpretada como «una realidad visualizada que habla de la vida de ultratumba y del misterio de Dios con la fuerza propia del pensamiento teológico transfigurado por el esplendor del arte y de la poesía ensamblados». Después, el pontífice se detenía a examinar una palabra clave de la obra dantesca: «Transhumanizar. Este fue el esfuerzo supremo de Dante, conseguir que el peso de lo humano no destruyese lo divino que hay en nosotros, ni tampoco que la grandeza de lo divino anulase el valor de lo humano. Por ello, este poeta leyó con acierto su existencia personal y la de la humanidad entera en clave teológica».
Benedicto XVI siguió proponiendo con frecuencia el itinerario dantesco, sacando de sus obras puntos de reflexión y meditación. Por ejemplo, hablando acerca de su primera encíclica, Deus caritas est, partía justamente de la visión dantesca de Dios, en la que «luz y amor son una sola cosa» para volver a proponer una reflexión sobre la novedad de la obra de Dante: «La mirada de Dante vislumbra algo totalmente nuevo […]. La Luz eterna se presenta en tres círculos a los que él se dirige con los densos versos que conocemos: “¡Oh luz eterna, que solo en ti existes, / sola te comprendes y que por ti, / inteligente y entendida, te amas y te complaces en ti!” (Par., XXXIII, 124-126). En realidad, más conmovedora aún que esta revelación de Dios como círculo trinitario de conocimiento y amor es la percepción de un rostro humano, el rostro de Jesucristo, que se le presenta a Dante en el círculo central de la luz. […] Este Dios tiene un rostro humano y —podemos añadir— un corazón humano».7 El papa destacaba la originalidad de la visión dantesca, en la que se comunica poéticamente la novedad de la experiencia cristiana, que se deriva del misterio de la encarnación: «La novedad de un amor que ha impulsado a Dios a asumir un rostro humano, más aún, a asumir carne y sangre, el ser humano entero».8
Por mi parte, en mi primera encíclica, Lumen fidei,9 me referí a Dante para expresar la luz de la fe, citando un verso del Paraíso donde esta se describe como «chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo» (Par., XXIV, 145-147). Con motivo de los 750 años del nacimiento del poeta, quise honrar su memoria con un mensaje, deseando que «la figura de Alighieri y su obra sean nuevamente comprendidas y valoradas»; y proponía leer la Comedia «como un gran itinerario, es más, como una auténtica peregrinación, tanto personal e interior como comunitaria, eclesial, social e histórica»; en efecto, «ella representa el paradigma de todo auténtico viaje en el que la humanidad está llamada a abandonar lo que Dante define “la pequeña tierra que nos hace tan feroces” (Par., XXII, 151) para alcanzar una nueva condición, marcada por la armonía, la paz, la felicidad».10 Por tanto, señalé la figura del gran poeta a nuestros contemporáneos, proponiéndolo como «profeta de esperanza, anunciador de la posibilidad del rescate, de la liberación, del cambio profundo de cada hombre y mujer, de toda la humanidad».11
Finalmente, recibiendo a la delegación de la archidiócesis de Rávena-Cervia con ocasión de la apertura del Año Dantesco, el 10 de octubre de 2020, y anunciando este documento, señalaba cómo la obra de Dante puede también hoy enriquecer la mente y el corazón de muchos, sobre todo de los jóvenes, que acercándose a su poesía «de una manera que les sea accesible, inevitablemente constatan, por un lado, toda la distancia del autor y su mundo; y no obstante, por otro, sienten una resonancia sorprendente».12
LA VIDA DE DANTE ALIGHIERI, PARADIGMA DE LA CONDICIÓN HUMANA
Con esta carta apostólica yo también deseo acercarme a la vida y a la obra de este ilustre poeta para percibir precisamente dicha resonancia, manifestando tanto la actualidad como la perennidad, y para aprovechar las advertencias y reflexiones que hoy continúan siendo esenciales para toda la humanidad, no solo para los creyentes. La obra de Dante, en efecto, es parte integrante de nuestra cultura, nos remite a las raíces cristianas de Europa y de Occidente, representa el patrimonio de ideales y valores que también hoy la Iglesia y la sociedad civil proponen como base de la convivencia humana, en la que todos podemos y debemos reconocernos como hermanos. Sin adentrarme en la compleja historia personal, política y jurídica de Alighieri, quisiera recordar solo algunos momentos y acontecimientos de su existencia, en los que él aparece extraordinariamente cercano a muchos de nuestros contemporáneos, y que son esenciales para comprender su obra.
Nació en 1265 en la ciudad de Florencia, donde se casó con Gemma Donati y procrearon cuatro hijos. Al principio estuvo vinculado a su ciudad natal por un fuerte sentido de pertenencia que, sin embargo, a causa de desacuerdos políticos, con el tiempo se convirtió en una abierta oposición. Aun así, el deseo de regresar allí nunca lo abandonó, no solo por el afecto que, no obstante, siguió teniendo por su ciudad, sino sobre todo por haber sido coronado poeta en el lugar donde había recibido el bautismo y la fe (cf. Par., XXV, 1-9). En el encabezado de algunas de sus Cartas (III, V, VI y VII), Dante se define «florentinus et exul inmeritus», mientras que en la XIII, dirigida a Cangrande della Scala, precisa «florentinus natione non moribus». Él, güelfo de la parte blanca, se encontró implicado en el conflicto entre los güelfos y los gibelinos, entre los güelfos blancos y los negros y, después de haber ocupado cargos públicos cada vez más importantes, hasta convertirse en prior, por una serie de acontecimientos políticos adversos fue exiliado por dos años en 1302, inhabilitado para ejercer cargos públicos y condenado a pagar una multa. Dante rechazó la sentencia, que consideraba injusta, y el juicio contra él se hizo aún más severo: exilio perpetuo, incautación de los bienes y condena a muerte en caso de que regresara a su patria.
Comenzó así la parte más dolorosa de la historia de Dante, que en vano intentó regresar a su amada Florencia, por la que había combatido con vehemencia.
Se convirtió así en el exiliado, el «peregrino pensativo», caído en una condición de «dolorosa pobreza» (El convite, I, III, 5), que lo llevó a buscar refugio y protección con algunos señores de la región, como los Scaligeri de Verona y los Malaspina en Lunigiana. En las palabras de Cacciaguida, antepasado del poeta, se percibe la amargura y la desolación de esta nueva condición: «Tú dejarás las cosas / más dilectamente amadas, que es el primer dolor / que produce la primera saeta del arco del exilio. / Tú probarás cómo sabe amargo / el pan ajeno y qué duro camino / es el de bajar y subir por las escaleras de los demás» (Par., XVII, 55-60).
Posteriormente, no aceptando las condiciones humillantes de una amnistía que le hubiera permitido regresar a Florencia, en 1315 fue condenado a muerte nuevamente, esta vez junto con sus hijos adolescentes. La última etapa de su exilio fue Rávena, donde lo acogió Guido Novello da Polenta y donde murió la noche del 13 al 14 de septiembre de 1321, al volver de una misión en Venecia, a la edad de cincuenta y seis años. Su sepultura, en San Pedro el Mayor, en un arca situada cerca del muro externo del antiguo claustro franciscano, fue trasladada posteriormente al contiguo templete del setecientos, donde, después de convulsas vicisitudes, en 1865 fueron depositados sus restos mortales. El lugar es todavía hoy destino de numerosos visitantes y admiradores del sumo poeta, padre de la lengua y la literatura italiana.
En el exilio, el amor por su ciudad, traicionado por los «muy infames florentinos» (Carta VI, 1), se transformó en triste nostalgia. La desilusión profunda por la caída de sus ideales políticos y civiles, junto con la dolorosa peregrinación de una ciudad a otra en busca de refugio y apoyo, no son ajenos a su obra literaria y poética, sino que constituyen su raíz esencial y su motivación de fondo. Cuando Dante describe a los peregrinos que se ponen en camino para visitar los lugares santos, representa de algún modo su condición existencial y manifiesta sus sentimientos más íntimos: «¡Oh peregrinos!, que pensando vais» (Vida nueva, 29 [XL (XLI), 9], v. 1). El tema vuelve más veces, como en el verso del Purgatorio: «Como los peregrinos pensativos hacen / al encontrar por el camino gente desconocida, / que se vuelven a mirarla sin pararse» (XXIII, 16-18). La angustiosa melancolía de Dante peregrino y exiliado se percibe también en los célebres versos del Canto VIII del Purgatorio: «Era ya la hora en que renace el deseo / y se enternece el corazón de los navegantes / el día que han dicho adiós a sus queridos amigos» (VIII, 1-3).
Dante, reflexionando profundamente sobre su situación personal de exilio, de incertidumbre radical, de fragilidad y de constante desplazamiento, la transforma, sublimándola, en un paradigma de la condición humana, que se presenta como un camino, interior antes que exterior, que nunca se detiene hasta que no llega a la meta. Nos encontramos así con dos temas fundamentales de toda la obra dantesca: el punto de partida de todo itinerario existencial, que es el deseo, ínsito en el alma humana, y el punto de llegada, que es la felicidad, dada por la visión del amor que es Dios.
El sumo poeta, aun viviendo sucesos dramáticos, tristes y angustiantes, nunca se resignó, no sucumbió, no aceptó que se suprimiera el anhelo de plenitud y de felicidad presente en su corazón, ni mucho menos se resignó a ceder a la injusticia, a la hipocresía, a la arrogancia del poder y al egoísmo que convierte a nuestro mundo en «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» (Par., XXII, 151).