Loe raamatut: «Coma: El resurgir de los ángeles»

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COMA

El resurgir de los ángeles

Frank Christman

Editado por Bubok Publishing S L

Primera Edición

© FRANK CHRISTMAN

COMA, El resurgir de los ángeles

Diseño de portada: Manuel López Sánchez

ISBN papel: 978-84-685-5507-2

ISBN epub: 978-84-685-5508-9

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S L

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Dedicado a los que la curiosidad les hace plantearse preguntas, cuyas respuestas hay que encontrarlas en la simplicidad, no en la complejidad.

Gastamos millones en buscar la hostilidad de mundos inhabitables, en transportes con tecnología primaria, cuando tenemos en nuestro interior el medio más avanzado del cosmos para viajar por el espacio usando nuestra propia energía.

Deberíamos pensar más en cuidar nuestro planeta, mostrar mayor respeto por los seres vivos y por la naturaleza. Si todo lo que gastamos en el espacio, buscando las riquezas que puedan existir en sus mundos, lo invirtiéramos en devolver a Gaia aquello que le hemos arrebatado, estaríamos preparados para afrontar ese final de ciclo llamado muerte, solo así podremos vestirnos de luz.

Índice

Primera Edición

INTRODUCCIÓN

La Güija

El infortunio

El Encuentro

El Regreso

El Poder del Ormus

La Ascensión

El poder esotérico de Lupe

Atlántida

El fin de una civilización

El enemigo invisible

El contagio

El traslado

El arca

El engaño

El regreso

Creando variables

El cambio

La victoria

El camino

Los milagros

El mercado

El despertar

La recuperación

El cierre del ciclo

INTRODUCCIÓN

Esta novela es la respuesta a algunas preguntas que todos nos hacemos. ¿Es verdad lo que, durante años, nos han enseñado en la escuela? ¿En el seno familiar? O, tal vez, sea que hemos sido adoctrinados por distintas confesiones, con la complicidad de nuestros líderes. COMA, El resurgir de los ángeles, es la primera serie de una trilogía, que desentraña secretos escondidos sobre el origen de los universos y sus mundos paralelos. Laboratorios espirituales; verdaderas escuelas de evolución de los seres que nos mueven con su energía.

La novela narra el origen del mal en un conjuro. Mario, es el protagonista que, después de una sesión de Güija, es amenazado por un ser diabólico que maldice su futuro próximo. Un accidente le lleva a sufrir un Coma que obliga, a su ángel de la guarda, a despertar a los siete ángeles de la Casa del Principado, cada uno de ellos se unirá en un universo, con el propósito de derrotar al demonio; sumando sus fuerzas entre contiendas históricas, que son analizadas desde una perspectiva distinta; ofreciendo alternativas verosímiles que crean contextos con una alta probabilidad de ser asumidos por mentes abiertas, lejos de las encorsetadas ideas de la Iglesia e instituciones similares.

Son muchos los pasajes que se analizan, la Torre de Babel, la Antártida, Faraones, Moisés, Hitler y, finalmente, Jesucristo. Todo ello, regado con argumentos en los que se pone el foco en el poder de la Iglesia y la elaboración de la Biblia, como elemento decisivo en la manipulación de ese gran rebaño que somos las personas. La falta de criterio, de análisis y de curiosidad, son el caldo de cultivo perfecto para anular la capacidad de discernimiento que todos poseemos. Muchas respuestas a cuestiones estudiadas por la ciencia, en todos sus ámbitos, ofrecen un argumento exclusivo para los amantes del misterio.

En definitiva, una novela que te atrapará entre contiendas, morales, éticas, científicas y, cómo no, espirituales. Una nueva forma de ver la vida y el futuro. Una novela para disfrutar de una lectura amena. La otra verdad sobre Moisés, el fin de la Atlántida y la vida de Jesucristo, hombre, esposo y padre son, sin lugar a dudas, argumentos sólidos para que esta novela forme parte de tu lectura. Descúbrela y disfruta de ella.

Frank Christman

La Güija

El final del verano se hacía notar en la playa. Estaba prácticamente vacía. Los seis amigos; tres chicas y tres chicos, chapoteaban entre las olas. El Sol estaba a unas horas de ponerse. La pandilla salió corriendo del agua y cogieron sus toallas para secarse.

—Estoy helada —se quejó Elisa cubriendo su cuerpo con la toalla.

—Y yo —añadió Ángela—. ¿Cuándo nos vamos, chicos?

—Por mí, recogemos ya —propuso Diego enfundándose una camiseta.

—¿Tú qué dices, Mario? —preguntó Alfonso haciendo movimientos con los brazos para quitarse el frío—. ¿Nos duchamos y nos vemos en casa de Elisa?

Elisa, que se estaba frotando el pelo con la toalla se le quedó mirando.

—¿Tiene que ser en la mía? —se quejó—. ¿Por qué no vamos a la tuya?

—Porque están mis hermanas y como son tontas no nos van a dejar en paz —se evadió Alfonso.

—Tú siempre con la misma excusa —rió Alma—. Si queréis vamos a la mía. Mis padres están en el cine. Podemos meternos en el garaje. ¿Cuándo vamos a hacer aquello que dijimos? —preguntó Alma mirando a Mario.

—¿El qué? —Mario la miró interrogante.

—Ya sabes —Alma dibujó un círculo en el aire—, lo del vaso.

—Ay, no, por favor —protestó Ángela—. Me da mucho miedo.

—No pasa nada… ¿Verdad Mario? —Alma buscó la complicidad de Mario—. Él ya lo ha hecho antes. ¿No es verdad?

Mario no contestó. La última vez que lo hizo no pasó nada extraordinario. Miró a Alma y se encogió de hombros.

—Si queréis… —respondió sin demasiado entusiasmo—. Por mí vale.

—A mí me da igual —intervino Elisa—. Vosotros qué decís.

Elisa miró a Diego y a Alfonso. Ambos se encogieron de hombros.

—Lo que digáis —acordó Diego.

—Venga, sí; a ver quién se aparece —manifestó Alfonso.

—De acuerdo —Mario los miró y añadió—. Pero no quiero que después os pongáis histéricos.

Ángela recogió su ropa y la metió en un bolso de esparto, se lo colgó del hombro y dijo:

—Yo miro. ¿De acuerdo? No quiero participar en estas cosas. Prefiero quedarme al margen —aclaró Ángela mirando a Mario.

—Como quieras —accedió Mario.

Alma pasó el brazo por los hombros de Ángela y le dijo:

—Venga, chica, anímate, no va a pasar nada. No es lo mismo estar mirando que participar. Ya sabes…

—No insistas Alma —la cortó Mario—. Es su elección.

—Dejad de discutir y marchémonos —terció Alfonso. Miró a Alma y añadió—. Somos cinco, sobramos.

Fueron caminado y en un punto determinado se separaron para ir cada uno a su casa.

—Chicos, en una hora en mi casa —anunció Alma cogiendo a Ángela por el brazo—. Perdona, no debí hacerlo.

—No te preocupes. Soy una tonta, pero no puedo evitarlo. Estas cosas me horrorizan.

—Ya está, decidido —intervino Elisa cogiendo el otro brazo de Ángela—. No hay más que hablar.

Las tres chicas caminaron juntas ya que vivían muy cerca entre ellas.


Se encontraban todos sentados alrededor de una mesa. Mario estaba anotando en una libreta las letras del abecedario y los números con un tamaño considerable; cuando los tuvo todos, los recortó con unas tijeras. Diego los fue colocando formando un círculo, separando cada carácter unos cinco centímetros entre ellos. El círculo estaba formado por letras y números en el orden establecido en el sistema alfabético y numérico. Después había dos palabras en el centro, enfrentadas una contra otra: SÍ y NO. Esa era la composición casera de aquel diagrama que se comercializaba como “La Güija”. En el centro y a una distancia equidistante del Sí y el No, colocaron un vaso mediano bocabajo. Excepto Ángela, que se encontraba sentada en una silla apartada, los demás extendieron sus brazos mirándose entre ellos.

—Ahora —Mario se dirigió a todos—, vamos a apoyar el dedo índice sobre el vaso. Sin presionar, casi acariciándolo.

Esperó a que todos lo hicieran. Los miró uno a uno.

—¿Preparados? Recordad que no debéis presionar el vaso. En cuanto se mueva debe tener la libertad de dirigirse donde quiera.

—Me estás diciendo…, —Elisa lo miró asustada—, ¿qué se va a mover solo?

—¿Qué esperabas? —intervino Alfonso—. Si lo movemos nosotros no tiene gracia.

—El vaso se moverá solo —aclaró Mario—. Puede que tengamos dificultades en seguirlo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Elisa alarmada.

—Nadie sabe quién mueve el vaso —explicó Mario—. Puede que sea nuestra energía o puede que el espíritu que nos visite lo mueva, pero nosotros no, desde luego.

—¿Empezamos ya? —protestó Diego.

—¿Estáis listos? —Mario buscó la aprobación de todos.

Todos asintieron.

—Empecemos —avisó Mario poniendo su dedo sobre el vaso. Los demás le imitaron. Se aclaró la voz —. Si hay algún espíritu que quiera comunicarse con nosotros que se presente.

Todos aguardaron en silencio. El vaso permanecía inmóvil. Mario volvió a intentarlo.

—Si hay algún espíritu que quiera comunicarse con nosotros que mueva el vaso.

Expectación. Nada.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo —observó Alfonso.

Mario volvió a insistir. Carraspeó con fuerza.

—Si hay algún espíritu que quiera comunicarse…

—Que hablé ahora o calle para siempre —le interrumpió Diego riendo.

Mario le fulminó con la mirada.

—¡Diego! —reprochó Alma—. No seas imbécil.

—¡Qué! —protestó Diego—. Es para romper el hielo.

Elisa no pudo evitar soltar una carcajada. Mario la miraba con reproche.

—Lo siento —se excusó aguantando la risa.

—¡Venga! —apremió Mario sin poder contener la sonrisa—. Hacemos un par de intentos más y si no aparece nadie lo dejamos.

—¿Por qué no encendemos unas velas? —propuso Alma.

—¡Buena idea! —coincidió Alfonso.

Alma se levantó y volvió con tres velas; las prendió y se las pasó a Elisa que las distribuyó fuera del círculo. Al acabar, volvieron a poner el índice sobre el vaso. Mario volvió a repetir la frase.

—Si hay algún espíritu en esta sala que quiera comunicarse con nosotros que mueva el vaso.

—Eso no lo has dicho antes —indicó Diego.

—Si hay algún espíritu en esta sala que quiera comunicarse con nosotros que se manifieste.

Todos miraron al vaso. De repente, hizo un movimiento y se detuvo.

—No mováis el vaso —se enfadó Alfonso.

—Yo no he sido —negó Elisa.

—Ni yo —negó también Alma mirando a los demás.

Mientras discutían quién había movido el vaso, otro movimiento los hizo volver la mirada a la mesa; en esta ocasión, el vaso se movió claramente hasta detenerse en el Sí. Todos quedaron boquiabiertos mirando al vaso que permanecía inmóvil junto al Sí. Mario tomó la iniciativa.

—¿Cómo te llamas?

El vaso comenzó a moverse claramente entre las letras buscando una palabra.

—Ángela —Mario se dirigió a ella—. ¿Puedes ir anotando lo que te digamos?

Ángela abrió la libreta y se dispuso a escribir.

—S —dictaba Mario—, a, t, a, n. Satán.

Todos quedaron en silencio.

—Mientes. No eres Satán —se atrevió a decir Mario—. Dinos quién eres en realidad.

El vaso empezó a moverse con rapidez, apenas podían apoyar el dedo en él. Mario iba diciendo las letras y Ángela las anotaba. Cuando el vaso se detuvo, preguntó Mario:

—¿Qué ha dicho? —Ángela estaba petrificada—. ¡Ángela!... ¿Qué ha dicho?

Ángela pareció salir de su estupor. Miró la libreta.

—Dice… —apenas le salía la voz—. Dice que hoy poseerá a uno de vosotros.

Todos se miraron con los ojos muy abiertos.

—Y una mierda… —Alfonso golpeó la mesa con fuerza. Curiosamente, nada de lo que había encima se movió. Solamente, las velas se apagaron.

—Vamos a calmarnos —dijo Mario—. Vamos a preguntarle más cosas a ver si averiguamos algo más.

—Yo paso —se negó Elisa—. Esto se nos ha ido de las manos.

—No podemos romper el círculo —intentó convencerla Mario—. Por favor, Elisa. No podemos dejarlo así, es peligroso.

—Es cierto Elisa —añadió Diego—, lo he leído en una revista, decía que no se puede dejar a medias.

—De acuerdo —Elisa intentó recomponerse—. Vamos a acabar con esto.

Mario puso el dedo encima del vaso y esperó a que los otros hicieran lo mismo.

—¿Por qué quieres hacer eso? —retomó Mario las preguntas—. No hemos hecho nada malo.

El vaso pareció moverse en círculos con rapidez para después volver a ir marcando letras. Iba de un lado para otro sin apenas poder componer una frase. Cuando acabó volvió al centro.

—¿Lo tienes? —preguntó Mario a Ángela—. ¿Lo tienes, Ángela?

Ángela miró la libreta y luego a Mario.

—Dice que somos débiles y que esta noche poseerá a Alma.

—¿A mí? —Alma dio un salto en la silla—. ¿Por qué?

Mario hizo una señal con la mano a Alma para que volviera a poner el dedo.

—¿Por qué motivo? —continuó Mario—. ¿No será, tal vez, que el débil eres tú y pretendes asustar a una pobre chica?

El vaso pareció volverse loco. Diego y Elisa perdieron el contacto y hacían enormes esfuerzos para recuperar su posición. De repente, el vaso se paró y volvió a marcar letras a una velocidad menos intensa. Mario iba diciendo las letras ayudado por Alfonso. Diego se mantenía en silencio, paralizado. Al terminar, el vaso volvió al centro y se quedó quieto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Alfonso mirando a Ángela.

—Ha dicho que… —miró a Mario y bajó los ojos a la libreta—, no intentes desafiarle o sufrirás las consecuencias.

Todos continuaban con los dedos encima del vaso.

—¿Pretendes asustarme? —interrogó Mario—. ¿Te crees por encima de Dios? Puede que seas Satán o un simple espíritu que vaga sin encontrar el camino. ¿Por qué no demuestras quién eres en realidad?

El vaso empezó a moverse con rapidez, hasta que de nuevo volvió al centro.

Mario miró a Ángela. Ésta miró la libreta y leyó:

—Pobre mortal. Te sientes amado por Dios. Pronto quedarás sumido en la oscuridad. Tu Alma vagará entre siete universos, mientras tu cuerpo permanecerá oculto en un rincón de la penumbra.

El vaso empezó a girar entre las letras. Solo se detenía delante de la “J” y de la “A”. Con la repetición de ambas letras pretendía componer una risotada: Ja, Ja, Ja, Ja, Ja…

Mario se quedó blanco como la cera. ¿Qué había querido decir?

—Vamos a hacer una cosa —propuso Mario—. Cuando os lo diga, retiráis el dedo… ¡Hacedlo!

Todos retiraron el dedo del vaso excepto Mario.

—Esta conversación se ha terminado —dijo Mario mirando al vaso—. Te vamos a echar a dónde debes estar.

Iba a retirar el dedo cuando el vaso volvió a moverse. Primero, lentamente, se acercó a donde se encontraba Mario. Era imposible que pudiera moverlo. Después, comenzó a dar vueltas con el único dedo de Mario, que apenas podía seguirle. En ocasiones perdía el contacto y, durante unos instantes, rodaba solo. Todos estaban asustados. Mario no podía moverlo solo. A veces los giros posicionaban su dedo en un punto imposible de ser manejado. Aquello era real. Mario retiró el dedo y el vaso se detuvo.

Quedó respirando entrecortado, asustado. Tras unos minutos, levantó la vista del vaso y miró a los demás; todos le miraban. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas, colocó dos cerillas encima del vaso formando una cruz; encendió una y prendió las puntas de las cerillas. Todas las puntas fueron prendiendo, pero, cuando intentó prender la última, no lo conseguía. Volvió a colocar dos más formando la cruz y empezó a prender las puntas cambiando el orden; de nuevo, la última no prendía.

—Ahora sí que me estoy acojonando —dijo Mario volviendo a colocar dos cerillas más.

Una vez más, la última punta no prendió.

Mario se levantó tirando la silla. Cogió el vaso y salió a la calle. Lo lanzó con fuerza contra la pared que había enfrente, era una casa abandonada, pendiente de derribo; el vaso rebotó varias veces y no se rompió. Se quedó mirando el vaso sin poder creerlo. Volvió la vista mirando a sus amigos. Estaban todos paralizados. Avanzó hacia el vaso, lo cogió y lo lanzó a la pared desde donde estaba, a unos metros. El vaso golpeó contra la pared y rebotó en ella sin romperse. Era imposible. Fuera de sí, lo cogió de nuevo y levantando la mano lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas mientras gritaba:

—¡Vuelve al infierno!

Esta vez, el vaso se hizo añicos. Los otros chicos se acercaron lentamente y miraron al suelo.

—¡Dios mío! —Diego se santiguó—. No ha quedado ni rastro.

Efectivamente, no se podía ver ni un solo trozo de vidrio.

—Tenemos que ir a hablar con don Pedro —propuso Ángela. Don Pedro era el cura.

Se dirigieron a la Iglesia. De camino, salió de una casa una señora que los llamó. Era una curandera de esas que quitaban el Sol o el dolor de tripa, y también el mal de ojo. Cuando llegaron a su altura, se quedó mirando a Mario y le dijo:

—Veo que caminan contigo un cordero negro y un cordero blanco. Ten cuidado, hijo.

—¿Eso qué significa? —peguntó Mario desconcertado.

—Eso no lo sé. Te puedo decir lo que veo, pero no sé interpretarlo… Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

Los chicos continuaron su camino y llegaron a la Iglesia. El cura estaba oficiando misa, no había mucha gente. Todos caminaron por el pasillo central hasta llegar delante del altar. Don Pedro interrumpió el ofició.

—¿Qué significa esto? —espetó ofendido.

Ángela dio un paso adelante.

—Tenemos que hablar con usted. Es muy importante.

—¿Tan importante como para interrumpir una misa? —objetó don Pedro.

Todos asintieron. Don Pedro bajo los tres escalones que le separaban de los chicos. Los sobrepasó mientras hacía un ademán para que le siguieran. Llegaron a la entrada de la iglesia y se detuvieron.

—Explicaos —conminó muy enfado—. ¿Qué ocurre?

Ángela se lo contó todo. Don Pedro la escuchaba con atención sin interrumpirla. Cuando acabó se santiguó.

—¡Virgen María! ¿Qué habéis hecho? Tenéis que confesaros. Después os daré la comunión.

Los feligreses que habían asistido a toda la escena se preguntaban entre ellos con curiosidad. Cuando confesó a todos, salió del confesionario y rogó que le acompañaran.

—Vamos a retomar el oficio —anunció—. Esperad a la eucaristía y os daré la comunión.

Don Pedro volvió a retomar el oficio y cuando llegó el momento de tomar la comunión, todos se pusieron en fila esperando que, con aquel gesto, se pudiera reparar el conflicto espiritual que se había generado; al menos, todos lo creían.


El tiempo, ese gran aliado del olvido, fue el elemento necesario para que aquel episodio formara parte del pasado. El paso de los meses fue decisivo para que ninguno hablara de lo que ocurrió. Las chicas estaban dedicadas a los estudios. Las tres habían entrado a la Universidad de Valencia; al igual que Alfonso. Diego, estaba desarrollando estudios de Formación Profesional y Mario, había sacado una beca en la Universidad de Barcelona.

Sus vidas discurrieron por caminos distintos y solo se encontraban en verano. Pero, cada vez con mayor frecuencia, sus vidas coincidían menos. Diferentes amistades, distintas metas; todo se había roto entre ellos, a pesar de que, cuando coincidían, pudieran tomar unas cervezas.

El infortunio

Cinco años más tarde

Mario acabó la carrera de Ingeniero Industrial Superior en la Universidad de Barcelona. Durante cinco años había estado trabajando casi de todo para poder pagarse los estudios. Barcelona era una ciudad cara y tuvo que compartir piso con otros cuatro estudiantes. La muerte de su abuela, el único familiar que le quedaba —sus padres murieron en un accidente cuando tenía tres años—, a la que adoraba, le permitió acabar sus estudios con comodidad, ya que le había dejado la mitad de la herencia. La otra mitad se la había dejado a su hermana Sara, que había estudiado Física Cuántica y se había especializado en aplicaciones informáticas. Había sido reclutada por una multinacional de San Francisco, California, en Estados Unidos. Gracias a la generosidad de su abuela, Mario pudo comprarse una moto de gran cilindrada, una Honda GL 1800. Las motos eran su pasión.

Estaba en el piso que compartía con otros estudiantes, dándose una ducha. Cuando acabó, se preparó el poco equipaje que tenía y lo metió en dos bolsas. Sus compañeros de piso ya lo habían dejado volviendo a sus casas, así que, solo quedaba él; Cogió las bolsas y bajó las escaleras. Al llegar a la portería saludó al portero.

—Buenos días, Miguel —saludó.

El portero que estaba ojeando un periódico, levantó la vista al reconocer la voz del chico.

—¡Ah! Hola, Mario. ¿Qué te cuentas?

—Pues nada, que ya he terminado y vuelvo a casa, a Valencia —introdujo una mano en un bolsillo y sacó un llavero. Extrajo una llave y se la entregó—. Tenga; entréguesela a doña Mercedes.

Se agachó a recoger las bolsas y con ellas en la mano se despidió.

—Adiós, Miguel. Despídame de doña Mercedes.

—Lo haré. Buen viaje y cuidado con la carretera.

—Tendré cuidado. Gracias por todo lo que ha hecho durante estos cinco años.

—Hago mi trabajo.

—Buena suerte —dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Al salir caminó hacia donde tenía la moto; abrió los compartimentos que tenía a ambos lados e introdujo las bolsas, después de sacar una chaqueta de motorista y el casco, cerró los compartimentos, se puso la chaqueta y se sentó en la moto. Arrancó y, mientras dejaba que el motor cogiera ritmo, se colocó el casco, lo abrochó bien y arrancó. Mientras circulaba por Barcelona para coger la salida a Valencia miró a su alrededor. Habían sido cinco intensos años. Atrás dejaba amigos, chicas y muchos recuerdos agradables. No le gustaba correr demasiado, menos aún mientras tuviera que pasar los controles de pago de la autopista. Cuando pasó el último paró en un lado, se abrochó bien la cazadora, comprobó que todo estaba correcto y arrancó. Por delante tenía tres horas y media de camino.


Tres horas después, cuando estaba cerca de Sagunto, decidió salirse de la autopista y coger una carretera nacional. Necesitaba repostar. Encontró una gasolinera a pocos kilómetros; aprovechó y compró una botella de agua que se bebió del tirón. El calor era insoportable. Volvió a montarse en la moto y arrancó. A lo lejos divisó una rotonda con un paso elevado que conectaba con el puerto de Sagunto. Por un momento dudó si desviarse o no; decidió continuar. Aceleró un poco, no demasiado. Cuando estaba pasando por el cruce, un coche le salió a toda velocidad; no pudo esquivarlo, el golpe fue brutal. Salió despedido por encima del coche y se golpeó contra el pilar de sustentación de un paso elevado. La fatalidad cayó sobre Mario. Inmediatamente los coches pararon y algunos se bajaron para comprobar su estado. Tenía el casco partido. Uno de los que se habían acercado era otro motorista.

—Que nadie lo toque —advirtió—. Ya he avisado a emergencias.


El motorista, que había presenciado el accidente, explicó con claridad la gravedad del golpe y puso a los de emergencia en aviso de que, posiblemente, habría que evacuarlo con el helicóptero. Pero lo que llegó fue una ambulancia del SAMU. Los médicos lo inmovilizaron y lo llevaron a la ambulancia. Estuvieron parados hasta que lo estabilizaron. Uno de los médicos sacó el teléfono y llamó a la central.

—Soy el doctor Castro —explicó a la operadora—, estamos con el accidentado. Lo hemos estabilizado, pero sufre múltiples lesiones y un severo traumatismo craneoencefálico. Con el tráfico que hay tardaríamos una hora en llegar a La Fe, solicitamos helicóptero para evacuación urgente, de lo contrario, lo perderemos.

—Entendido. Tramito su solicitud. En cuanto sepa algo se lo hago saber.

—Es muy urgente —insistió el doctor—. Repito, es muy urgente.

—Paso a modo de espera —decidió la operadora.

El doctor Castro miró a su compañero. Éste le devolvió la mirada y dijo:

—Creo que lo perderemos.

—Espero que no tarden —deseó el doctor Castro.

La voz de la operadora volvió a oírse por las manos libres del teléfono.

—Doctor, ¿está usted ahí?

—Sí, estoy aquí.

—Un helicóptero ha salido hacía el punto del accidente. En unos minutos llegará.

—Gracias a Dios —Castro miró al cielo. Era un hombre religioso—. Estaremos pendientes para iniciar evacuación.

—Deberías avisar a la Fe para que se preparen —propuso el compañero.

Castro asintió y marcó en número. Transmitió el diagnóstico del paciente.

—Traumatismo craneoencefálico severo y múltiples lesiones por todo el cuerpo. Posible fractura de varias vértebras y del fémur derecho. Esta muy grave. Preparen el quirófano, en cuanto llegue el helicóptero lo trasladaremos.

Desde el hospital le indicaron que iniciarían los preparativos de inmediato y quedaban a la espera de su llegada. El compañero de Castro salió y habló con el técnico.

—Nosotros acompañamos al paciente a la Fe. Llévate tú la ambulancia. Nos vemos allí. Castro —llamó mirando al cielo—, ¡ya está aquí el helicóptero!

Tenían a Mario intubado y con una vía preparada. En cuanto el helicóptero aterrizó, salieron dos sanitarios y corrieron a la ambulancia.

—Nosotros vamos con vosotros —dijo Castro—. Vamos a trasladarlo cuanto antes o se nos muere.

Sacaron a Mario de la ambulancia totalmente inmovilizado. Uno de los sanitarios descolgó el goteo del soporte de la ambulancia y lo levantó por encima de su cabeza. Lo introdujeron en el helicóptero y colgaron el goteo al nuevo soporte. El doctor Castro levantó el pulgar e hizo una señal al técnico de la ambulancia; la aeronave se elevó y se dirigió hacia el sur. Cuando llegaron al hospital lo tenían todo preparado, así que Mario fue trasladado al quirófano; de donde salió diez horas más tarde para quedarse en la unidad de cuidados intensivos. Había entrado en coma.

Dos meses después lo trasladaron a una habitación en planta. La habitación estaba preparada con todo tipo de aparatos auxiliares que permitían la supervivencia. Mario necesitaba respiración asistida y debía estar monitorizado en todo momento. Era uno de esos sitios donde se olvidan de ti, donde formas parte paisaje de la antesala de la muerte.


Sonó el móvil. Era una llamada internacional. El prefijo era de España.

—Sí. Soy Sara Cruz.

—¡Sara! Por fin… —se oyó al otro lado de la línea—. Soy Luisa.

—Luisa —dijo Sara contenta—. ¡Qué alegría oírte! ¿Qué te cuentas?

—Sara, estoy intentando comunicarme contigo desde hace un mes. Me robaron el teléfono y no pude recuperar los contactos.

—Cuanto lo siento. ¿Te pasa algo? Te noto extraña.

—No sé cómo decirte esto —empezó Luisa—. Se trata de tu hermano.

—¿De mi hermano? Hablé con él hace un mes. Me llamó supercontento desde Barcelona. Me dijo que lo había aprobado todo y que se iba a Valencia a prepararse para hacer un máster. ¿Qué le pasa al locatis este?

—Tu hermano… —se hizo un silencio—. Mario tuvo un accidente a pocos kilómetros de Valencia.

Sara que se había levantado y observaba la ciudad desde su despacho se cogió a la silla y se dejó caer.

—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada—. ¿Qué le ha pasado a mi hermano? Luisa. Dime qué le ha pasado.

—Está en la Fe. Está…, está en coma.

—¿En coma? —Sara rompió a llorar—. ¿Eso qué significa?

—Significa…, que no saben cuándo despertará. Las fracturas del cuerpo evolucionan bien, pero los médicos no se atreven a pronosticar cuánto tiempo estará así.

El silencio se impuso como una pesada losa. Sara lloraba en silencio.

—Sara, ¿estás ahí?

Después de un largo silencio, Sara murmuró:

—Sí…

—¿Qué piensas hacer?

—Cogeré el primer avión. Hablaré con el director y le expondré el caso. Espero que lo entienda.

—De acuerdo —Luisa añadió—. Sara, no sabes cuánto lo siento. Quédate con mi número y en cuanto llegues me llamas, me gustaría acompañarte al hospital.

—Desde luego. Gracias Luisa. Adiós.

Sara colgó. Dio la vuelta a la silla y miró la ciudad desde el edificio donde trabajaba. Rompió a llorar desconsolada y pidió a Dios o a alguien que estuviera allí arriba, que no se llevara a su hermano. No era una mujer religiosa, pero ante situaciones como esta, sería capaz de cualquier cosa. Ella y Mario se habían apoyado desde que sus padres fallecieron y, con la pérdida de su abuela, se habían protegido el uno al otro. Mario era cuatro años menor que ella y estaban muy unidos.

Se levantó y salió del despacho. Se dirigió al despacho del director de la compañía. Se detuvo en la puerta y la golpeó. La abrió y pidió permiso para entrar.

—Adelante, pase —dijo el director.

—Disculpe, señor Moore —Sara se dirigió en perfecto inglés—. Necesito hablar con usted un momento. Es muy importante.

Oliver Moore clavó su mirada gris sobre Sara prestándole toda la atención.

—Por supuesto —con la mano le indicó que se sentara.

—Se trata de mi hermano —empezó Sara conteniendo las lágrimas.

Moore le puso delante un paquete de pañuelos.

—Cálmese Sara —la miró preocupado—. ¿Qué le pasa a su hermano?

—Ha tenido un grave accidente y está en coma —Sara rompió a llorar.

Moore se levantó y rodeó la mesa. Se sentó junto a ella y le cogió las manos.

—Pero, tranquilícese chiquilla —la consoló Moore—. Cuéntemelo todo y dígame qué necesita.