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Loe raamatut: «Fiebre de amor (Dominique)», lehekülg 10

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Aquel mismo día, como si la misma advertencia de partida hubiera sido recibida por cada uno de nosotros, Magdalena me dijo:

– Es tiempo de que pensemos en las cosas serias. Los pájaros a los cuales deberíamos imitar se han marchado hace ya más de un mes. Hagamos como ellos, créame usted. Estamos a fines del otoño. Regresemos a París.

– ¿Ya? – le dije con una expresión de pena que no pude evitar.

Ella se quedó pasmada, como quien por vez primera advierte una cosa que le extraña.

Por la noche me pareció que estaba más seria que de ordinario y que con extrema habilidad me vigilaba de cerca. Arreglé mi actitud de conformidad con aquellos indicios, muy leves, sin duda, pero no por eso menos alarmantes. Los días siguientes me reporté más aún y tuve la dicha de ver que tornaba a merecer la confianza de Magdalena y llegué a tranquilizarme por completo.

Pasé los últimos momentos ocupado en reunir y poner en orden, para lo futuro, todas las emociones tan confusamente amontonadas en mi memoria. Fue como si compusiera un cuadro poniendo en él todo lo mejor y menos perecedero que en ellas había. Aparte esta nube última hubiérase dicho – viéndolos desde lejos, – que aquellos días, aunque llenos de muchas preocupaciones, no presentaban ninguna sombra. La misma adoración tranquila y ardorosa los inundaba de continuos resplandores.

Una vez, sorprendiome Magdalena en las alamedas del parque, en medio de mis reminiscencias; acompañábala Julia llevando un enorme fajo de crisantemos que había cogido para ponerlos en los jarrones del salón. Un macizo, poco espeso, de laureles, nos separaba.

– ¿Está usted componiendo algún soneto? – me dijo a través de los árboles.

– ¿Un soneto? ¿A propósito de qué?

– ¡Oh, por lo que he oído!.. – añadió lanzando una carcajada que resonó como el trino de un ruiseñor.

– Oliverio es un charlatán – exclamé.

– De ninguna manera charlatán. Ha hecho bien en advertírmelo; sin él le atribuiría a usted una pasión desgraciada, y ahora ya sé lo que le preocupa: se trata de rimas– añadió cargando la voz sobre la última palabra, que resonó de lejos como una alegre impertinencia.

Nos acercábamos al momento de partir y yo no acababa de decidirme. París me inspiraba más miedo que nunca. Magdalena iría también, podría verla, pero, ¿a qué precio? Estando ella presente no corría riesgo de desfallecer, al menos de no caer tan abajo; mas a trueque de un peligro menos cuántos otros surgirían. La vida que aquí habíamos hecho, aquella vida de ocio, de imprevisión, silenciosa y exaltada tan constantemente y tan diversamente emotiva, aquella vida de reminiscencias y de pasiones, calcada por entero sobre antiguas costumbres, retornadas a sus orígenes y renovadas por emociones de otra edad, aquellos dos meses de ensueño, en una palabra, me habían vuelto a sumergir – mucho más hondo que nunca, – en el olvido de las cosas y en el temor a los cambios. Cuatro años habían transcurrido, después de mi primera salida de Trembles, y los recuerdos de aquel primer adiós a tantos objetos amados se reanimaban en mi ánimo, en idéntica época, en el mismo lugar, en condiciones exteriores parecidas poco más o menos, pero esta vez combinadas con sentimientos nuevos que las hacían más punzantes por razones de otra índole muy diversa.

Propuse, la víspera misma de la partida, un paseo que fue aceptado. Debía ser el último, y sin prever lo porvenir, suponía yo, no sé por qué, que los caminos de mi aldea jamás volverían a vernos reunidos. El tiempo estaba medio lluvioso, y con ese motivo, decía Magdalena, a quien la educación en su provincia había acostumbrado a tales excursiones, que era el más apropiado para las visitas de despedida. Caían las últimas hojas, despojos rojizos se mezclaban tristemente en la rigidez de las ramas desnudas. La llanura desnuda y severa no tenía ya ni una pizca de rastrojo seco que recordara el verano ni el otoño y no mostraba ni una sola hierba nueva que hiciera esperar la vuelta de las estaciones fértiles. En la lejanía distinguíanse muchas parejas de bueyes de pelo bermejo, arrastrando los arados, hundidos en la tierra negruzca, con movimiento lentamente uniforme. Por doquiera resonaba la voz de los mozos de labor estimulando a las yuntas y aquel grito especialmente local, quejumbroso, se prolongaba indefinidamente en la calma absoluta de aquel día gris. De vez en cuando, a través de la atmósfera caía la lluvia fina y caliente, semejante a una cortina de ligera gasa. El mar comenzaba a rugir en los estrechos de las escarpas. Seguimos la costa. Las marismas estaban llenas de agua, la alta marea había sumergido en parte el jardín del faro, batiendo tranquilamente la base de la torre que se asentaba ya sobre un islote.

Magdalena caminaba ágilmente por los caminos mojados. Cada paso señalaba en la tierra blanda la huella de su calzado estrecho, con altos tacones. Miraba yo aquella traza tan leve y tan frágil, la seguía comparándola y distinguiéndola de las que nosotros dejábamos, calculaba cuánto era posible que durase. Habría deseado que aquellas pisadas permanecieran incrustadas, como testimonio de su presencia, todo el tiempo indeterminado que pasaría sin ella; luego pensaba que el primero que pasara después, las borraría, que un poco de lluvia las haría desaparecer, y me detenía para contemplar una vez más en las sinuosidades del sendero aquella singular estela dejada por el ser que más amaba, en la misma tierra donde yo había nacido.

Cuando ya nos acercábamos a Villanueva señalé a lo lejos la carretera, blanquecina que saliendo del pueblo se extiende en línea recta hasta el horizonte.

– He ahí la carretera de Ormessón.

Aquella palabra, Ormessón, pareció despertar en ella una serie de recuerdos debilitados ya; siguió atentamente con la vista la dilatada avenida plantada de olmos, todos torcidos hacia el mismo lado por los vientos de la parte del mar, y sobre la cuál se cruzaban muy distantes aún, carromatos que rodaban, los unos acercándose a Villanueva y alejándose los otros.

– Esta vez – dijo, – ya no viajará usted solo por ella.

– ¿Y seré más feliz? – le repliqué. – ¿Estaré más seguro de no añorar nada? ¿En dónde volveré a encontrar lo que aquí deje?

Entonces Magdalena se apoyó en mi brazo en actitud de completo abandono y me dijo esta sola frase:

– ¡Amigo mío, es usted un ingrato!

A mediados de noviembre, en una fría mañana de blanca helada, abandonamos mi casa de Trembles. Los carruajes siguieron por la carretera, atravesaron Villanueva como otra vez hiciera yo. Alternativamente mis ojos recorrían la campiña que desaparecía detrás de nosotros y el hermoso rostro de Magdalena sentada enfrente de mí.

XII

Habían concluido los días felices; acabada aquella corta temporada pastoral, volví a caer en profundas preocupaciones. Apenas instalados en el hotelito que debía servirles de apeadero en París, Magdalena y el señor De Nièvres comenzaron a recibir y el movimiento del mundo hizo irrupción en nuestra vida.

– Me quedaré en casa una vez por semana para los extraños – me dijo Magdalena; – para usted estaré siempre. La próxima semana doy un baile, ¿vendrá usted?

– ¿Un baile?.. No me seduce…

– ¿Por qué? ¿Le da miedo la gente?

– Absolutamente, como un enemigo.

– ¿Y cree usted que a mí me atrae mucho?

– Sea. Me da usted ejemplo y lo seguiré.

La noche indicada llegué temprano. Había tan sólo un escaso número de invitados rodeando a Magdalena cerca de la chimenea del primer salón. Cuando oyó anunciar mi nombre, por un impulso de familiaridad que no tenía por qué reprimir, volviose hacia mí apartándose un poco de los que la rodeaban y se me mostró, de pies a cabeza, como imprevista imagen de todas las seducciones. Era la primera vez que la veía así, en traje espléndido e indiscreto de baile. Noté que cambiaba de color y en vez de contestar a su mirada tranquila mis ojos se detuvieron torpemente sobre un lazo de diamantes que fulguraba en lo alto del cuerpo escotado. Un instante estuvimos frente a frente, ella cortada, yo turbadísimo. Seguramente nadie sospechó el rápido cambio de impresiones que nos advirtió a los dos que habían sido heridos delicados pudores. Ella se ruborizó levemente, un ligero estremecimiento agitó sus hombros como si de súbito sintiera frío e interrumpiéndose en medio de una frase insignificante, se acercó a la butaca que antes ocupaba y con la mayor naturalidad del mundo tomó una manteleta de encaje y se cubrió con ella. Aquella actitud podía significar muchas cosas, pero yo quise ver en ella tan sólo un acto ingenuo de condescendencia y de bondad que aun me la presentó más adorable y me desconcertó para todo el resto de la velada. Ella conservó cierto encogimiento por espacio de algunos minutos. La conocía yo demasiado para poder equivocarme. Dos o tres veces la sorprendí mirándome sin motivo, como si aun estuviese bajo el dominio de una sensación persistente: luego las obligaciones de cortesía le devolvieron poco a poco el aplomo. El movimiento del baile actuó sobre ella y sobre mí en sentido contrario: ella recobró su libertad y se puso contenta; yo me entristecí tanto más cuanto más alegre la veía y mi desasosiego creció a medida que iba descubriendo en ella atractivos exteriores que trocaban una criatura casi angelical en una perfecta mujer de buen tono.

Estaba admirablemente bella y la idea de que otros lo sabían tan bien como yo no tardó en oprimirme agriamente el corazón. Hasta entonces mis sentimientos respecto a Magdalena habían escapado a la mordedura de sensaciones ponzoñosas. «Un tormento más», me dije. Creía haber agotado toda suerte de desfallecimientos. Evidentemente mi cariño no estaba completo: le faltaba uno de los tributos del amor, no el más peligroso, pero sí el más feo.

La vi asediada y me acerqué a ella. Oí en torno mío frases que me abrasaban: sentía celos.

Nunca se confiesa estar celoso; sin embargo, no eran aquéllas sensaciones que pudiera yo confundir. Es bueno hacer provechosa toda humillación, y aquélla me iluminó acerca de muchas verdades: me hubiera advertido, si hubiese sido capaz de olvidarlo, que aquel amor exaltado, contrariado, germen de desventura, levemente carnal, pero muy cerca de infestarse de orgullo, no se elevaba mucho por encima del nivel de las pasiones ordinarias, que no era peor ni mejor y que el único aspecto que le hacía diferente de aquéllas era debido al hecho de ser menos posible que muchas otras. Algunas facilidades habríanle hecho caer infaliblemente de su pedestal ambicioso, y como tantas cosas de este mundo cuya única superioridad emana de un defecto de lógica o de plenitud, ¡quién sabe en qué habría llegado a convertirse si hubiera sido menos absurdo o más venturoso!

– ¿No baila usted? – me preguntó Magdalena algo más tarde encontrándome a su paso sin haberlo yo procurado.

– No, no bailaré – le repliqué.

– ¿Ni siquiera conmigo? – exclamó con cierto asombro.

– Ni con usted ni con nadie.

– Haga como guste – concluyó con cierta sequedad.

No le hablé más en toda la noche y la rehuía perdiéndola de vista lo menos posible.

Oliverio llegó pasada ya la media noche. Yo conversaba con Julia que había bailado de mala gana y ya no bailaba más, cuando entró en el salón tranquilo, con mucho desahogo, sonriente, con aquella expresión en la mirada de que se armaba como de una espada tendida, cada vez que se encontraba con caras nuevas, sobre todo de mujeres. Se acercó a Magdalena, le estrechó la mano y oí que se disculpaba por haber llegado tan tarde. Después dio una vuelta por el salón, se detuvo a saludar a dos o tres mujeres de quienes era conocido, y por fin sentose familiarmente al lado de Julia.

– Magdalena está muy bien. Y tú también estás muy bien, mi pequeña Julia – dijo a su prima casi sin haber puesto atención en su tocado. – Solamente – añadió en el mismo tono de abandono, – llevas dos lazos de color de rosa que te hacen un poco morena.

Julia no se movió. Primero fingió no haber oído. Después fijó lentamente en Oliverio el esmalte azul oscuro de sus pupilas sin llama, y luego que le hubo mirado por algunos segundos de una manera capaz de desarraigar hasta la firme constancia de su primo, me dijo poniéndose de pie:

– ¿Quiere usted acompañarme junto a mi hermana?

Hice lo que ella quería y me apresuré a reunirme con Oliverio.

– ¡La has ofendido! – le dije.

– Es posible. Julia me angustia.

Y así diciendo me volvió la espalda resuelto a cortar por lo sano toda insistencia.

Tuve el valor, ¿fue valor?, de quedarme hasta que terminó el baile. Tenía necesidad de volver a ver a Magdalena a solas, de poseerla más estrechamente luego que se marcharan tantas personas que se la habían repartido, por decir así. Había rogado a Oliverio que me aguardase haciéndole ver que debía reparar la falta de haber llegado tan tarde. Buena o mala, esta razón, acerca de la cual no podía abrigar sospecha de engaño, pareció decidirle. Estábamos frente a frente, en una de esas rachas de secreteo que hacía de nuestra amistad siempre clarividente, la cosa más desigual y más rara. Después de nuestro viaje a Trembles, y sobre todo desde nuestro regreso a París, había adoptado el temperamento de dejarme proceder sin tutela fuera la que quisiera su opinión respecto de mi conducta. Eran ya las tres o las cuatro de la madrugada. Estábamos como olvidados en un saloncito en donde algunos jugadores obstinados se retardaban todavía. Cuando por fin salimos advirtiendo que no se percibía ya ruido alguno, ya no había ni músicos ni bailarines, nadie. Magdalena, sentada en el fondo del gran salón vacío hablaba animadamente con Julia, acurrucada como una gatita en una butaca. Lanzó una exclamación de sorpresa al vernos aparecer en aquel desierto a semejante hora, después de aquella interminable noche tan mal empleada. Estaba fatigada. Las huellas del cansancio rodeaban sus ojos prestándoles ese brillo extraordinario que causa el insomnio después de las fiestas nocturnas. El señor De Nièvres y el señor D'Orsel seguían jugando. Ella estaba sola con Julia y yo delante de ella apoyado en el brazo de Oliverio. La media luz rojiza que de arriba se proyectaba, formaba una especie de neblina compuesta de finísimo polvo oloroso y por los vapores de la fiesta. Encima de los muebles, sobre la alfombra, despojos de flores, ramilletes pisoteados, abanicos olvidados, carnets con anotaciones de baile. Los últimos carruajes rodaban sobre las losas del patio del hotel y a mis oídos llegaba el ruido de los estribos al ser plegados y el golpeteo de las portezuelas al cerrarse.

No sé yo qué rápido retroceso hacia otra época en la cual nos habíamos encontrado los cuatro en semejante reunión – pero en situación diferente, cada uno bajo el influjo de una sencillez del corazón, para siempre desvanecida, – me hizo mirar en torno mío y resumir en una única sensación todo lo que ya he dicho. Me desprendía de mí mismo lo bastante para considerar, como espectador en un teatro, aquel cuadro singular compuesto por cuatro personas íntimamente agrupadas después de un baile, examinándose unas a otras, silenciosas, deseando acercarse en la misma forma que en otro tiempo y hallando un obstáculo; tratando de entenderse como otrora y no pudiendo conseguirlo. Me daba perfecta cuenta del sombrío drama que entre nosotros se desarrollaba. Cada uno teníamos nuestro papel; pero, ¿en qué medida? No alcanzaba a concretarlo; pero, en adelante, tendría bastante serenidad para arrostrar los peligros del mío, triste, el más peligroso de todos, a mi entender, por lo menos, y audazmente me disponía a revivir los recuerdos de lo pasado proponiendo que acabáramos la noche con un juego que nos divertía mucho en casa de mi tía, cuando, después de haberse marchado los últimos jugadores, llegaron al salón el esposo de Magdalena y el señor D'Orsel.

El señor D'Orsel nos trataba a todos como a niños, incluyendo a su hija mayor, a la cual rejuvenecía por un cálculo de ternura complaciéndose en aplicarle nombres que recordaban el convento. La entrada del señor De Nièvres fue más fría y la vista de aquel cuatuor íntimo pareció causarle un efecto muy opuesto. No sé si fue realidad o aprensión, pero me pareció hallarle fatuo, seco, hiriente. Su conversación me desagradó. Con la corbata un poco alta, su vestido irreprochable, con un aire especial de hombre en traje de etiqueta que acaba de ofrecer una fiesta y se siente dueño de su casa, se parecía poco al cazador amable y sencillo que había sido mi huésped en Trembles; pareciome también que Magdalena, con el deslumbrante broche que llevaba sobre el pecho, con la cabellera salpicada de diamantes, no se asemejaba a la modesta e intrépida andarina, que un mes antes nos seguía recibiendo la lluvia y caminando con los pies metidos en el mar. ¿Se trataba de una simple diferencia de indumento o era aquello más bien un verdadero cambio de las almas? Él había recobrado el aspecto demasiado circunspecto, sobre todo el tono de superioridad que tan hondamente me había impresionado la noche que por vez primera le sorprendí en el salón de casa de D'Orsel, haciéndole la corte solemnemente a Magdalena. Creí notar en él una frialdad que antes no había notado y cierta firmeza orgullosa en su posición de marido que una vez más me ponía de manifiesto que Magdalena era su mujer y yo no era nadie allí. Fuera o no suspicacia, error de un espíritu enfermo, hubo un instante en que aquella última visión me pareció tan clara que no me dejó lugar a la más pequeña duda. La despedida fue breve. Salimos y nos acomodamos en un carruaje. Fingí dormir y Oliverio hizo como yo. Con los ojos cerrados recapitulé lo que había pasado durante aquella noche y sin saber por qué antojábaseme que había en todo aquello gérmenes de muchas tempestades; luego pensé en el señor De Nièvres – a quien creía, sinceramente haber perdonado para siempre – y hube de reconocer que le detestaba.

Varios días, una semana lo menos, pasé sin darle a Magdalena señales de vida. Aprovechaba el momento en que era seguro no hallarla en casa para ir a dejar una tarjeta. Cumplida esta fórmula de urbanidad, consideré que estábamos en paz el señor De Nièvres y yo. En cuanto a su mujer estaba enojado con ella; ¿por qué? no hallaba motivo; pero el cruel despecho que me embargaba me dio fuerzas por el momento para evitar su presencia.

A partir desde aquel día, el movimiento de París nos envolvió y fuimos arrastrados por aquel torbellino en el cual corren riesgo de aturdirse las cabezas más fuertes y tienen muchas probabilidades de naufragio los corazones más firmes. No sabía yo casi nada del mundo y después de haber huido de él durante un año me encontraba de pronto en el salón de la señora De Nièvres; es decir, con todas las razones posibles para tener que frecuentarlo. Inútil consideraba repetirle que no estaba yo hecho para aquel género de vida; sólo hubiera podido contestarme: «Váyase usted»; pero acaso aquel consejo le hubiese costado trabajo y además yo no lo habría seguido. Tenía el propósito de presentarme en casi todos los salones que ella frecuentaba. Pretendía que fuera tan exacto en el cumplimiento de los deberes totalmente artificiales de la sociedad, como cumplía a un hombre bien nacido y amparado bajo su patrocinio. Muchas veces expresaba ella un simple deseo sin más fundamento que el de serme grata y mi imaginación, dispuesta a transformarlo todo, le asignaba alcances de mandato. Herido por doquier, desventurado sin reposo, la seguía constantemente y cuando eso no me era posible la echaba de menos desolado, maldecía a los que me disputaban su presencia y me desesperaba.

Algunas veces me rebelaba sinceramente contra costumbres en las cuales me disipaba sin fruto, que no contribuían gran cosa a mi felicidad y me quitaban un resto de razón. Odiaba cordialmente a las personas de las cuales me servía, sin embargo, para llegar hasta cuando la prudencia u otros motivos me alejaban de su casa. Pensaba, no sin fundamento, que eran tan enemigos suyos como míos. Aquel eterno secreto sería traído y llevado en semejantes medios, porque al igual que una hoguera al aire libre tenía, sin duda, que despedir imprudentes chispas que lo delatasen; si no era ya conocido, a lo menos era fácil que llegara a saberse. Había, una porción de personas que al verlas, me decía con furor: «todos esos deben ser mis confidentes.» Y ¿qué podía yo esperar de ellas? ¿Consejos? Ya los había recibido de la única cuya amistad me los hizo soportables: de Oliverio. ¿Complicidad o complacencia? No y cien veces no. Más me asustaba aún que el pensamiento de que existiera una conspiración dirigida contra mi dicha, la idea de que aquella menguada y famélica dicha hubiera podido ser objeto de envidia para quienquiera que fuese.

A Magdalena nada más le decía una parte de la verdad. No le ocultaba nada de mi aversión a la sociedad, disparando tan sólo el motivo personalísimo de ciertos agravios. Cuando se trataba de juzgar al mundo de manera más general, aparte la perenne idea de que debía considerarlo como un ladrón de mi ventura, prodigaba las invectivas con feroz alegría. Lo pintaba hostil a todo lo que me era amado, indiferente a todo lo que es bueno y lleno de desprecio por todo lo más respetable, tanto en cuanto a opiniones como respecto a los sentimientos. Aducía repetidos hechos reales, por los que todo hombre de buen criterio debía sentirse herido; censuraba la ligereza de los preceptos sociales y más todavía la de las pasiones; condenaba la facilidad de las conciencias cualesquiera que fueran las causas, ambición, gloria o vanidad. Hacíale notar la manera libre como suele entenderse, no ya el concepto del deber, sino todos los deberes, el abuso de las palabras, la confusión de todas las medidas, que da margen a la perversión de las ideas más sencillas, a que nadie llegue a entenderse en cuanto a lo bueno, lo verdadero, lo malo, lo peor, resultando que no existe diferencia apreciable entre la gloria y el prestigio – en el sentido propio de la palabra, – ni delimitación exacta de las acciones malvadas y de los hechos simplemente irreflexivos. Me empeñaba en demostrarle que la adoración tan decantada por la mujer, mezclada con patente burla, ocultaba en el fondo el más completo desprecio de ella y que las mujeres obraban bien tontamente, por cierto, reservándoles a los hombres apariencias siquiera de virtud, desde el punto en que no les guardaban a ellas ni tan sólo aparente estima.

– Todo eso es horroroso – le dije un día, – tanto, que si hubiera de salvar yo alguna casa de esta ciudad de réprobos, sólo una señalaría en blanco.

– ¿La de usted? – preguntó Magdalena.

– La mía precisamente para salvarme con usted.

Al oír tales y tan rudos anatemas, Magdalena solía sonreír tristemente. Estaba seguro de que opinaba como yo, ella que era prototipo de prudencia, de rectitud, de sinceridad, y no obstante vacilaba en darme la razón porque se preguntaba, sin duda, si cuando yo decía muchas cosas verdaderas no ocultaba alguna. Desde tiempo ya procuraba no hablarme sin cierta reserva de aquella porción de mi vida de adolescente que no había tenido vinculaciones con la suya pero que no por eso estaba menos limpia de misterios.

Apenas sabía mi domicilio o cuando menos ponía empeño en ignorarlo o en olvidarlo. Nunca me preguntaba cuál era el empleo de las veladas que no le pertenecían y sobre las cuales, le convenía, por decir así, dejar vagar algunas dudas. En medio de mis costumbres estrambóticas que reducían a muy poco mi sueño y me mantenían en un estado de fiebre, conservaba ciertas energías, insaciable hambre del espíritu que había acrecentado el afán por el trabajo, haciendo más sabroso el placer que él me procuraba. En pocos meses había recobrado el tiempo perdido y sobre mi escritorio había como un montón de haces en una era, nueva cosecha ya recogida de la cual sólo era dudoso el producto. Era el solo asunto del cual me hablaba Magdalena sin reserva; pero en aquel punto era yo el que oponía vallas. Tocante a mis ocupaciones, lecturas, trabajo intelectual – aunque sólo Dios sabe con qué orgullosa solicitud ella seguía el curso de mis tareas, – sólo le daba yo noticia de un detalle, siempre el mismo: que no estaba satisfecho. Este absoluto descontento de los otros y de mí mismo expresaba mucho más de lo necesario para que ella viese claro. Si alguna circunstancia quedaba aún oscurecida, fuera del alcance de una amistad que – aparte un secreto inmenso, no tenía ninguno, – era porque Magdalena consideraba la explicación inútil o imprudente. Había entre nosotros un punto delicado, unas veces en la duda y otras en plena certeza, que, al igual que todas las verdades peligrosas, exigía no ser aclarado.

Magdalena estaba advertida: era imposible que no lo estuviera. Pero, ¿desde cuándo? Acaso desde el día que, respirando ella también un aire más agitado, había sentido ráfagas calurosas que no estaban a la temperatura de nuestra antigua y serena amistad. El día que me pareció tener la certeza de este hecho, no me bastó la mera creencia. Deseé una prueba y quise obligar a dármela a Magdalena. Ni un instante me detuve a reflexionar sobre aquel plan que era detestable, malvado, odioso. La asediaba con mil capciosidades. Tratándose de personas que nos conocíamos muy a fondos nos bastaba para entendernos sólo media palabra; pero yo aun añadía una más precisa. Caminábamos sobre un terreno sembrado de artimañas y yo tendía una más a cada paso. No sé qué perverso afán de sitiarla, de oprimirla, de acorralarla en la última reserva. Quería vengarme de aquel prolongado silencio impuesto primero por la timidez, luego por consideración, más adelante por respeto y últimamente por piedad. Aquella máscara que llevaba puesta hacía ya tres años se me había hecho insoportable y la arranqué sin reparo. Ya no me importaba que se hiciera la luz entre los dos. Deseaba casi una explosión aunque ella hubiera de aterrarla; cuanto a su tranquilidad, que una ciega y mortífera indiscreción podía destruir, la tenía olvidada por completo.

Fue aquélla una crisis humillante, que me costaría mucho trabajo referirle a usted. Apenas sufría, de tal modo estaba imbuido de una idea fija. Procedía en sentido directo, con la inteligencia clara, la conciencia cerrada, como si se tratara de un asalto de esgrima en el cual no hubiera arriesgado más que el amor propio.

A mi estrategia insensata Magdalena opuso de repente medios de defensa inesperados. Contestó a ella con calma perfecta, con total ausencia de disimulos, con ingenuidades que en nada podían perjudicar su reputación. Levantó poco a poco entre los dos a la manera de un muro de acero, de una resistencia, de una frialdad impenetrables. Yo me irritaba ante aquel nuevo obstáculo y no podía vencerlo. Trataba nuevamente de hacerme entender: toda inteligencia había cesado. Aguzaba las frases y no llegaban a ella. Las tomaba, las levantaba, las desarmaba con una respuesta sin réplica: como hubiera hecho con una flecha hábilmente esquivada a la cual le quitaba el hierro acerado que podía herir. El resumen de su continente, de su acogida, de sus afectuosos apretones de mano, de sus miradas excelentes, pero corteses y sin alcance, del conjunto de su proceder admirable y desesperante, por su firmeza, por su sencillez, por su prudencia, era éste: «Nada sé, y si ha creído que he adivinado algo se equivoca usted.»

Entonces desaparecía yo por cierto tiempo, avergonzado de mí mismo, furioso de impotencia y cuando volvía a ella con mejores ideas e intenciones de arrepentimiento, parecía no comprenderlas al igual que no había advertido las otras.

Todo esto sucedía en medio del torbellino del gran mundo que aquel año se prolongó hasta muy entrada ya la primavera. Algunas veces contaba con los accidentes de aquel género de vida debilitante para sorprender en falta a Magdalena y apoderarme de un espíritu tan seguro de sí mismo, pero eso no sucedió: Estaba yo casi enfermo de impaciencia. Ya no estaba seguro, casi, de amar a Magdalena, a tal extremo la idea de nuestro antagonismo – que me obligaba a ver en ella un adversario, – substituía a toda otra emoción y me llenaba el corazón de malas pasiones. Hay días, en pleno verano, polvorientos, nebulosos, en que la luz del sol es blanquecina y velada de nubes por el lado del Norte, que se parecen mucho a aquel violento período tan pronto abrasador como helado, en el cual llegué a creer que mi pasión por Magdalena iba a extinguirse de la manera más triste, por el despecho.

Varias semanas hacía ya que no la veía. Había gastado mis rencores engolfándome en el trabajo. Esperaba de ella que me diera la señal de reaparecer. Una vez había encontrado al señor De Nièvres y me había dicho: «¿Qué es de usted?» o «Ya no se le ve a usted.» Cualquiera de esas dos fórmulas – no recuerdo cuál fue la que empleó – envolvía una invitación apremiante a volver. Aun me sostuve algunos días más; pero semejante alejamiento constituía un orden de cosas negativo que podía durar indefinidamente sin resolver nada decisivo. Por fin me decidí a forzar la situación. Corrí a casa de Magdalena: estaba sola. Entré rápidamente sin haber formado una idea definida de lo que iba a decir o hacer, pero formalmente decidido a romper aquella armadura de hielo y ver si debajo de ella vivía aún el corazón de mi antigua amiga.

La encontré en su gabinete particular – en el cual no había más lujo que de flores, – vestida muy sencillamente, bordando sentada cerca de un veladorcito. Estaba seria, tenía los ojos enrojecidos como si no hubiera dormido la noche anterior o hubiera llorado algunos minutos antes de llegar yo. Tenía el aspecto de tranquilidad y recogimiento que le era propio muchas veces, en momentos de distracción que revivían en ella la colegiala de otros tiempos. Con su vestido modesto, rodeada de flores, abiertas las ventanas sobre los árboles, hubiérase dicho que estaba en su jardín de Ormessón.

Aquella completa transfiguración, aquella actitud de tristeza, sumisa, medio vencida, por decir así, me quitó todo afán de triunfar y dio en tierra súbitamente con toda mi audacia.

– He caído en culpa, respecto de usted – le dije, – y vengo a excusarme.