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Loe raamatut: «Fiebre de amor (Dominique)», lehekülg 15

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Ella, extenuada poco hacía, había hallado por milagro no sé yo qué recurso de virtud que le prestaba fuerza suficiente. Yo no tenía ninguna.

Me parece que aún añadió dos o tres palabras que no entendí; luego se alejó dulcemente como una visión que se desvanece y no la volví a ver, ni aquella noche, ni al siguiente día, ni nunca más.

Partí al romper el día sin ver a nadie. Evité atravesar París y me hice llevar directamente a la casa que en un extremo suburbio habitaba Agustín. Era domingo y le hallé con su familia.

Al primer golpe de vista comprendió que me había sucedido alguna desgracia. Supuso que había muerto Magdalena porque en su perfecta honradez de hombre y de marido, no concebía mayor desventura. Cuando le referí el verdadero accidente que me reducía a una de esas situaciones que no se confiesan nunca, me dijo:

– Desconozco esa clase de penas, pero le compadezco con toda el alma.

Y nunca he dudado que me compadeció desde el fondo del corazón, a poco que razonara sobre los peores desastres que podía presumir en el porvenir incierto de su propia vida.

Trabajaba cuando le sorprendí. Su mujer estaba cerca de él y tenía en el regazo un niñito de seis meses que les había nacido durante mi destierro. Eran dichosos. Su situación prosperaba: pude advertirlo en diversas señales de relativa opulencia. La noche fue espantosa: una tempestad de fin de otoño duró sin interrupción desde la tarde hasta después del amanecer. En el monótono arrullo de aquel constante y largo rumor del viento y de la lluvia, no hice más que pensar en el tumulto que producirían en torno a la alcoba y al sueño de Magdalena, si es que dormía. Mi fuerza de reflexión no iba más allá de esa sensación pueril y puramente física. Disipada la tempestad, Agustín me obligó a salir desde por la mañana. Podía disponer de una hora antes de volverse a París. Me llevó al bosque, devastado por el viento de la noche; el agua corría aún por los senderos anegados y arrastraba las últimas hojas del año.

Caminamos así largo rato antes de que yo pudiera recoger la sombra de una idea lúcida entre las determinaciones urgentes que me habían conducido a casa de Agustín. Me acordé al fin de que tenía que despedirme de él. Al principio creyó que se trataba de una resolución desesperada nacida del insomnio, que no resistiría a la acción de prudentes consideraciones; pero; cuando se convenció de que mi determinación databa de más lejos, que era el resultado de reflexiones sin réplica y que la llevaría a cabo más tarde o más temprano, ya no discutió ni la opinión que de mí mismo tenía yo formada, ni el juicio que había formado respecto de mi época y me dijo sencillamente:

– Pienso y razono sobre poco más o menos como usted. Me reconozco poca cosa aunque no me considero muy inferior a la mayoría de las gentes; pero no tengo el derecho que usted tiene de ser consecuente hasta lo extremo. Usted deserta modestamente; yo me quedo, no por fanfarronería sino por necesidad y antes que eso por deber.

– Estoy muy cansado y de todos modos necesito reposo.

Nos separamos en París diciéndonos «hasta la vista» como se hace por lo general cuando costaría mucho esfuerzo pronunciar un adiós definitivo, pero sin prever ni el lugar ni el tiempo en que podríamos encontrarnos otra vez. Yo tenía pocos asuntos que arreglar y de ellos se encargó mi criado. Fui tan sólo a despedirme de Oliverio. Se preparaba a abandonar Francia. No me interrogó acerca de mi permanencia en Nièvres: con sólo verme había adivinado que todo estaba concluido.

No había motivo para hablarle de Julia; él no tenía por qué decirme nada respecto a Magdalena. Los lazos que nos habían unido por espacio de más de diez años acababan de romperse a la vez, a lo menos para largo tiempo.

– Trata de ser feliz – me dijo, como si no contara con eso ni para mí ni para él.

Tres días después de mi partida de Nièvres estaba en Ormessón. Pasé la noche cerca de la señora de Ceyssac, para la cual mi regreso puso en claro muchas cosas, y me dio a entender que había lamentado mis errores frecuentemente con la tierna lástima de mujer piadosa y casi madre.

Al otro día, sin tomarme una hora de verdadero descanso en aquella deplorable carrera que me conducía a la yacija como animal herido que se desangra y no quiere desfallecer en medio del camino; al otro día por la tarde, casi entrada la noche, llegué a Villanueva. Me apeé próximo ya a la aldea: el coche siguió por la carretera y yo tomé un camino de travesía que me condujo a mi casa por las marismas.

Hacía cuatro días y cuatro noches que un dolor fijo refrenaba mi corazón y me tenía los ojos tan secos como si jamás hubiera llorado. Al dar el primer paso en el camino de Trembles tuve como un recrudecimiento de recuerdos que hizo más acerbo aquel dolor, pero menos tirante.

Hacía mucho frío. La tierra estaba dura, la noche casi había cerrado, de modo que la línea de las costas y el mar formaban un solo horizonte compacto y casi negro. Un postrer residuo de luz rojiza se extinguía poco a poco y palidecía de minuto en minuto. A lo lejos, cerca de la escarpa, pasó un carromato; percibíase el traqueteo y el chirrido de las ruedas sobre el suelo congelado. El agua de las marismas estaba helada; sólo en algunos sitios, anchos charcos de agua dulce que no se había helado todavía, continuaban moviéndose suavemente y permanecían blanquecinos. Dio las seis el reloj de la iglesia de Villanueva. Tan profundos eran ya el silencio y la oscuridad, que parecía la media noche. Caminaba por encima de los caballones de la tierra anegada y no sé por qué me vino a la memoria que otro tiempo en aquellos sitios mismos y en noches semejantes había cazado patos. Oía por encima de mi cabeza el rápido susurro que producen esas aves volando muy de prisa. Vi un fogonazo y la explosión de un disparo me detuvo. Un cazador salió de su escondite, bajó hacia la marisma y oí el chapotear de sus pies en el agua; otro le habló. En aquel cambio de palabras breves y pronunciadas en voz baja, pero que la noche hacía muy claras, distinguí un timbre de voz que me impresionó.

– ¡Andrés! – grité.

Hubo un momento de silencio.

– ¡Andrés! – grité de nuevo.

– ¿Qué? – me replicó el cazador. Y ya no pude dudar.

Andrés dio algunos pasos hacia donde yo estaba. Le veía apenas aunque sobrepasaba casi con todo su cuerpo la oscura barranca. Avanzaba lentamente, casi a tientas, por aquel camino hollado por las patas de los animales, repitiendo: «¿Quién está ahí? ¿Quién me llama?» con creciente emoción y como si cada momento vacilara menos para reconocer al que le llamaba cuando le creía tan lejos.

– ¡Andrés! – le dije por tercera vez cuando ya no le quedaba dar más que dos o tres pasos.

– ¿Cómo? ¿Qué?.. ¡Ah, señor, señor Domingo! – dijo dejando caer su escopeta.

– Sí, soy yo, yo mismo, mi viejo Andrés.

Me arrojé en brazos de mi viejo servidor. Al fin de tanta compresión mi corazón, por sí mismo, estalló v se dilató libremente en sollozos.

XVIII

Domingo había terminado su relato. Se detuvo después de estas últimas palabras, pronunciadas con la precipitación de un hombre que se apresura, y aquella expresión de pudor entristecido que sigue generalmente a las expansiones demasiado íntimas. Lo que semejantes confidencias debieron costarle a una conciencia sombría y por tan largo tiempo cerrada, adivinábalo yo y se lo agradecía con un ademán conmovido al cual sólo respondía él con una inclinación de cabeza. Había abierto la carta de Oliverio cuya fúnebre despedida presidía, por decir así, a esta relación y estaba de pie, los ojos vueltos a la ventana en la cual se encuadraba un tranquilo horizonte de llanura y de aguas. Permaneció así algún tiempo guardando embarazoso silencio que no quise romper. Estaba pálido, su fisonomía ligeramente alterada por el cansancio o rejuvenecida por los resplandores apasionados de otra época, recobraba poco a poco su edad, su expresión peculiar y su aspecto de gran serenidad. El día avanzaba a medida que la paz de los recuerdos se establecía también en su rostro. Las sombras iban invadiendo el interior polvoriento y ahogado de la pequeña habitación en donde se terminaba aquella larga serie de evocaciones de las cuales más de una había sido dolorosa. De las inscripciones de la pared ya no se distinguía casi nada. La imagen interior lo mismo que la anterior palidecían al mismo tiempo como si todo aquel pasado resucitado por casualidad volviese a entrar en el mismo instante y para no volver a salir, en el vago desvanecimiento de la noche y del olvido.

Las voces de los labradores que pasaban a lo largo de las paredes del parque nos sacaron a los dos de un apuro real, la duda de callar o reanudar una conversación truncada.

– He aquí la hora de bajar – dijo Domingo, y le seguí hasta la granja en la cual todas las tardes a aquella misma hora tenía cuidados de vigilancia que llenar.

Los bueyes volvían del trabajo y aquél era el momento en que la granja se animaba. Uncidos por dos o tres parejas, porque a causa de la pesadez de las tierras mojadas se hacía necesario triplicar las yuntas, llegaban arrastrando el timón del arado, el hocico hinchado y húmedo, los cuernos bajos, las fauces agitadas, con barro hasta en el vientre. Los animales de reserva que no habían trabajado aquel día, mugían en los establos esperando la llegada de sus activos compañeros. Más allá el rebaño de ovejas, ya encerrado, se removía en el corral, los caballos piafaban y relinchaban al sentir que el forraje caía en las escalerillas por encima de los pesebres.

Los trabajadores se alinearon junto al amo, las cabezas descubiertas y con aspecto cansado.

Domingo inquirió minuciosamente si algunos instrumentos de labranza de nueva aplicación habían dado los resultados que se esperaba; después dio sus órdenes para el día siguiente; las multiplicó, sobre todo, con referencia a las semillas, y comprendí que no todo el grano cuya distribución señalaba, estaba destinado a sus propios campos: había mucho perdido, adelantos que hacía o limosnas.

Tomadas estas precauciones, me llevó a la terraza. El tiempo había aclarado. La alternativa de sol y lluvia y la temperatura notablemente dulce, aunque habíamos pasado ya la mitad del mes de noviembre, eran muy apropiadas para alegrar los espíritus vinculados al campo por todo género de intereses. La jornada, muy nebulosa al mediodía, terminaba en una tarde de oro. Los niños jugaban en el parque mientras la señora de Bray iba y venía por el paseo que conducía al bosque vigilándolos de cerca. Se perseguían a través de las espesuras, con gritos que imitaban los de quiméricos animales y los más a propósito para asustarlos. Los mirlos, esos pájaros que se hacen oír los últimos en aquella hora avanzada les contestaban con sus silbidos extraños y entrecortados, semejantes a ruidosas carcajadas. Un resto de luz solar alumbraba débilmente el largo emparrado; los pámpanos ya muy ralos dibujaban sobre el cielo muy pálido multitud de recortes agudos y algunos ratones de campo que merodeaban con grandes precauciones a lo largo de los tirantes del emparrado, desgranaban los pocos racimos de uva marchita que habían quedado olvidados por los recolectores. Aquel tranquilo declinar de un día nebuloso, precursor de otros más serenos, la seguridad del cielo que se despejaba y se embellecía, aquella alegría de los niños para animar el parque ya casi despojado de hojas y de verdor, una madre confiada y feliz sirviendo de vínculo de unión del padre con los hijos, este último grave, llena la mente de pensamientos, confortado, recorriendo a paso lento la rica y fecunda alameda cubierta de parra, aquella abundancia en medio de aquella paz, aquel colmo del deber en la felicidad, todo, en fin, lo que estaba en torno de nosotros constituía, después de nuestra conversación, un desenlace tan noble, tan legítimo, tan evidente, que conmovido le tomé el brazo a Domingo y se lo apreté aún más afectuosamente que de costumbre.

– Sí – me dijo, – amigo mío. He llegado. Pero usted sabe a qué precio y con cuánta seguridad, lo está usted viendo.

Había en su mente un movimiento de ideas que continuaba; y como si hubiese querido explicarse más claramente con respecto a las resoluciones, que por otra parte de por sí se manifestaban, continuó, lentamente y con un tono completamente distinto:

– Muchos años han transcurrido desde el día que volví a mi rincón. Si alguien no ha olvidado los sucesos que le he relatado, nadie por lo menos los recuerda. El silencio que el alejamiento y el tiempo han acarreado imponiéndolo para siempre, entre ciertas personas de esta historia, les ha permitido considerarse mutuamente perdonados, rehabilitados y felices. Oliverio es el único, quiero suponerlo, que se ha obstinado hasta última hora en sus sistemas y en sus preocupaciones. Había señalado, ya lo recordará usted, el enemigo mortal a quien temía más que a ningún otro: puede decirse que ha sucumbido en un duelo con el fastidio.

– ¿Y Agustín-? – le pregunté.

– Es el solo sobreviviente de mis mejores amigos. Está al final de su carrera. Ha llegado en línea recta como rudo andarín al término de un largo y difícil viaje. No es un grande hombre, es una gran voluntad. Es hoy punto de mira y ejemplo de muchos contemporáneos y es cosa rara una tal honradez, llegando bastante alto para dar a la buena gente ganas de imitarle. En cuanto a mí – continuó Domingo, he seguido, demasiado tarde, con menos mérito, menos valor, pero con igual fortuna, el ejemplo que ese corazón sólido me había dado casi en el comienzo de su vida. Había comenzado por el reposo en las afecciones, sin turbulencias y ha terminado lo mismo que empezó. Pero llevo yo en mi nueva existencia un sentimiento que él nunca ha conocido: el de expiar una antigua vida ciertamente nociva y rescatarme de errores de los cuales me considero aún hoy responsable, porque entiendo que, entre todas las mujeres igualmente respetables, hay una solidaridad instintiva, de derechos, de honor y de virtudes. Por lo que mira a la resolución de retirarme del mundo jamás me he arrepentido de ella. Un hombre que emprende la retirada antes de los treinta años y en ella persiste, atestigua con bastante franqueza que no había nacido para la vida pública ni para las pasiones. No creo, sin embargo, que la vida de actividad reducida que llevo, sea un mal punto de vista para juzgar a los hombres en movimiento. Advierto que el tiempo ha hecho justicia, en provecho de mis opiniones, respecto de muchas apariencias que antes hubieran podido causarme la sombra de una duda y como he verificado la mayor parte de mis suposiciones, es así mismo posible que también hubiese confirmado algunas de mis amarguras. Recuerdo haber sido severo para los demás a una edad en que consideraba que debía serlo mucho para conmigo mismo. Cada generación, más incierta, que sigue a generaciones ya fatigadas, cada gran talento que muere sin descendencia, son señales en que se reconoce, dicen, un rebajamiento en la temperatura moral de un país. He oído decir que no hay grandes esperanzas que fundar sobre una época en que las ambiciones tienen tantos móviles y tan pocas excusas, en que se toma comúnmente lo vitalicio por durable, en que todo el mundo se queja de la rareza de las obras, en que nadie osa confesar la rareza de los hombres…

– ¿Y si la cosa fuera verdad? – le dije.

– Estaría dispuesto a creerla, pero nada digo sobre ese punto como sobre otros muchos. No corresponde a un desertor decirles ¡fuera! a los innumerables valientes que luchan allí mismo en donde él no supo mantenerse. Por otra parte, se trata de mí, de mí solo, y para acabar con el principal personaje de este cuento, le diré a usted que mi vida comienza. Nunca es demasiado tarde, porque si una obra cuesta largo tiempo hacerla, un buen ejemplo se da muy pronto. Tengo la afición y la ciencia de la tierra, escaso amor propio que le ruego me perdone. Fertilizaré mis campos mejor que supe hacerlo con mi espíritu, con menos costo, menos angustias, y más utilidad para el mayor provecho de todos los que me rodean. A punto he estado de mezclar la inevitable prosa de todas las naturalezas inferiores con producciones que no admitían ningún elemento vulgar. Hoy, muy felizmente para los placeres de mi espíritu, que no está gastado, me será permitido introducir alguna semilla de imaginación en esta buena prosa de la agricultura y…

Buscaba una palabra que expresara modestamente el espíritu de su nueva misión.

– ¿Y de la beneficencia? – le dije.

– Sea, acepto la palabra para la señora de Bray, porque eso le corresponde exclusivamente.

En aquel momento la señora de Bray llegaba acompañada de los niños sofocados, empapados de sudor. Hubo un instante de completo silencio durante el cual, como al final de una sinfonía que expira en un sin fin de pequeños acordes, no se oía más que el cuchicheo de los mirlos que charlaban mucho, pero ya no reían.

Pocos días después de aquella conversación que me había hecho penetrar hasta la intimidad de un espíritu en el cual era la originalidad más real haber seguido estrictamente la antigua máxima de conocerse a sí mismo, una silla de posta se detuvo en el patio de Trembles.

Apeose de ella un hombre de cabello escaso, gris y cortado al rape, pequeño, nervioso con todo el exterior, la fisonomía, la madurez y la previsión de un hombre poco ordinario y preocupado de asuntos graves hasta en viaje. Perfectamente vestido, por otra parte, su aspecto revelaba costumbres elevadas de situación, de mundo y de rango. Examinó severamente lo que se veía del castillo, el emparrado, un rincón del parque, alzó los ojos hasta las torrecillas y se volvió para contemplar las pequeñas ventanas del antiguo departamento de Domingo.

Domingo llegó a la terraza: se reconocieron.

– ¡Ah, qué sorpresa, mi amigo tan querido! – dijo Domingo avanzando hacia el visitante, las dos manos cordialmente abiertas.

– Buenos días, de Bray – dijo éste con el acento puro y franco de un hombre a quien la verdad parece haber refrescado los labios toda la vida.

Era Agustín.

FIN