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Loe raamatut: «Fiebre de amor (Dominique)», lehekülg 5

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V

Todo un año transcurrió de aquella manera. Desde el fondo de la ciudad vi el otoño que amarilleaba los árboles y reverdecía los prados, y el día de la reapertura del colegio, llevé a él un ser agitado, infeliz, una especie de alma plegada en dos, como un faquir entristecido que se reconoce.

Aquella perpetua crítica ejercida sobre mí mismo, aquel mirar implacable, tan pronto amigo como enemigo, siempre molesto como un testigo y desconfiado como un juez, aquel estado de permanente indiscreción respecto a los actos más inocentes de una edad en la que se reflexiona poco, todo aquello me sumió en una serie de angustias, de dudas, de estupores o excitaciones que me conducía directamente a una crisis.

Esa crisis se operó hacia la primavera, en el momento mismo de cumplir los diez y siete años.

Un día – a fines de abril, y debía ser jueves, porque tuvimos asueto los colegiales – salí muy temprano de la ciudad, a pasear al azar por los grandes caminos. Aun no tenían hojas los olmos, pero ya estaban cubiertos de brotes; los prados asemejaban un vasto jardín cubierto de margaritas; las setas de espino estaban en flor; el sol vivo y cálido hacía cantar a las alondras y parecía atraerlas hacia el cielo, de tal modo subían en línea recta y volaban alto. Había por doquier insectos recién nacidos que el viento balanceaba como átomos de luz a la punta de las altas hierbas, y muchas parejas de pajarillos cruzaban rápidamente en dirección a los prados, a los campos de trigo, a las espesuras, en demanda de sus nidos. De cuando en cuando veíase pasar algún anciano o algún enfermo que paseaban, a quienes la primavera rejuvenecía o devolvía la salud, respectivamente; y en los puntos más abiertos al viento, grupos de niños soltaban cometas con largas colas temblorosas y las contemplaban casi perdidos de vista, fijos sobre el azul del cielo semejantes a blancos blasones salpicados de puntos de colores vivos.

Caminaba yo rápidamente penetrado y como estimulado por aquel baño de luz, por aquellos aromas de vegetación naciente, por aquella vivaz corriente de pubertad primaveral que impregnaba la atmósfera. Lo que yo experimentaba era a la vez muy dulce y muy ardiente. Me sentía emocionado hasta las lágrimas, pero sin languidez ni empalagosa ternura. Me dominaba tan activa necesidad de andar, de ir lejos, de quebrantarme de puro cansancio, que no me permitía tomarme un minuto de reposo. En cuanto veía a cualquiera que pudiese conocerme cambiaba de rumbo, y me lanzaba a través de los campos de trigo por cualquiera de las estrechas sendas que los cruzan, marchando a paso de carga hasta que llegaba a donde no veía a nadie. Yo no sé qué sentimiento salvaje, más imperioso que nunca, me incitaba a perderme en el seno mismo de aquella extensa campiña en plena explosión de savia. Recuerdo que allá lejos divisé a los seminaristas desfilando dos a dos a lo largo de las setas floridas, conducidos por viejos sacerdotes que al tiempo que caminaban leían sus breviarios. Había entre ellos altos adolescentes a quienes la estrecha sotana que les ceñía el cuerpo les prestaba cierto aspecto raro, parecía adelgazarlos; al pasar arrancaban flores de los espinos y se marchaban con aquellas flores rotas en la mano. No es que busco contrastes imaginarios, recuerdo la sensación que hizo nacer en mi ánimo, en semejante circunstancia, en semejante hora, en semejante lugar, la vista de aquellos jóvenes, vestidos de luto y ya en todo semejantes a viudos. De tiempo en tiempo, volvía el rostro a la ciudad, ya sólo se distinguía sobre el lejano límite de las praderas, la línea un poco oscura de sus bulevares y las extremidades de sus campanarios. Me pregunté entonces cómo había hecho yo para permanecer en ella tan largo tiempo y cómo había sido posible que allí me consumiera sin morir; luego oí el toque de vísperas, y el tañido de las campanas, acompañado de mil recuerdos, me entristeció como llamado que era a compromisos severos. Pensé que era necesario volver antes de la noche, encerrarme de nuevo, y emprendí con más ahinco todavía el camino del río.

Regresé; no estaba rendido, sino muy al contrario, más excitado por aquel vagabundear durante varias horas, al aire libre, a través de los caminos, respirando un ambiente tibio bajo la acción áspera y mordiente del sol de abril. Experimentaba una especie de embriaguez, iba saturado de emociones extraordinarias, que francamente se manifestaban en mi rostro, en el aspecto de toda mi persona.

– ¿Qué tienes, mi hijo querido? – dijo mi tía al verme.

– He caminado muy de prisa – le contesté con cierto desvío.

Me examinó de nuevo, y con un ademán de madre inquieta me atrajo bajo el fuego de sus ojos claros y profundos. Me turbé horriblemente; no pude soportar ni la dulzura de aquella mirada ni la penetración de su ternura; no sé qué confusión se apoderó de mí ante la vaga interrogación insoportable que ella expresaba.

– Déjeme, se lo ruego, querida tía – le dije.

Y subí precipitadamente a mi habitación. La encontré iluminada por los oblicuos rayos del sol poniente y quedé como deslumbrado por el resplandor de aquella luz caliente y rojiza que la invadía como una oleada de vida. Sin embargo, me sentí más tranquilo viéndome solo y me asomé a la ventana esperando la hora saludable en que aquel torrente de claridad iba a extinguirse. Poco a poco fueron enrojeciéndose las paredes de los altos campanarios, los ruidos se hicieron más perceptibles a través del aire algo más húmedo, anchas franjas de fuego se formaron sobre el ocaso hacia el lado en donde se alzaban por encima de las casas los mástiles de los barcos amarrados a la orilla del río.

Así permanecí hasta la noche, preguntándome lo que experimentaba; y no sabiendo qué contestar, oyendo, viendo, sintiendo, ahogado por las pulsaciones de una vitalidad extraordinaria, más emocionante, más fuerte, más activa, más incomprensible que nunca. Deseaba que alguien estuviese allí; mas ¿por qué? No hubiera sabido explicarlo. Y ¿quién? Lo sabía menos aún. Si hubiera tenido que escoger un confidente entre todos los seres que entonces me eran más queridos, me habría sido imposible nombrar a ninguno.

Sólo cuando faltaban algunos minutos para que se extinguiera el último resplandor del día volví a salir. Me deslicé por las calles que sabía eran menos frecuentadas hasta los lugares del bulevar en que la hierba brotaba en plena soledad. Crucé la plaza en donde resonaban los primeros sones de la retreta militar. Luego el ruido de las cornetas se alejó y yo seguí la marcha desde lejos, por las calles más sinuosas, guiándome por el eco de ellas más claro o más confuso según la anchura del espacio en que se desplegaba el sonido a través del aire, en completa quietud aquella noche. Solo, completamente solo, en el crepúsculo azul que descendía del cielo sobre los olmos cuajados de ligero follaje, a la luz de las primeras estrellas que se filtraba a través de las ramas de los árboles como chispas sembradas sobre el encaje de las hojas, caminaba por la ancha avenida escuchando aquella música tan bien acompasada y dejándome guiar por sus cadencias. Iba marcando el compás, mentalmente la tarareaba cuando dejé de oírla; me quedó en el alma como un movimiento que se continúa, y vino a ser una especie de ritmo y una melodía sobre la cual involuntariamente adapté una letra. No conservo el recuerdo de las palabras, ni del asunto, ni del sentido de las frases; tan sólo sé que aquella singular exhalación salió de mí primero como simple ritmo, después con palabras rimadas, y que aquella medida interior se tradujo de repente no solamente por la simetría de las sílabas sino por la repetición doble o múltiple de algunas de ellas, sordas o sonoras, correspondiéndose y haciendo las unas eco a las otras. No me atrevería a decirle a usted que aquello fuese una composición poética, pero lo cierto es que la combinación sonora de los vocablos se parecía mucho a los versos.

En el mismo momento en que llegaba yo a ese punto de mis reflexiones, apareció delante de mí, en la misma avenida que yo recorría, nuestro amigo de siempre, el señor D'Orsel, acompañado de sus dos hijas. Tan cerca estaban que no podía evitar el encuentro, y la misma preocupación que me dominaba me lo hubiera impedido. Me encontraba, pues, cara a cara con la tranquila mirada y el pálido rostro de Magdalena.

– ¿Cómo por aquí? – me dijo.

Aun me parece oír su voz neta, aérea, con cierto acento del Mediodía que me hizo estremecer. Tomé maquinalmente la mano que me tendía, una mano pequeña, fina y fresca, cuya frialdad me dio la noción de que la mía abrasaba. Estábamos tan cerca que distinguí con toda exactitud sus facciones y me espantó la idea de que a su vez debía verme como yo a ella.

– ¿Le hemos causado miedo? – añadió.

En el cambio de tono de su voz conocí que mi horrible turbación era apreciable, y como por nada del mundo habría aceptado permanecer un solo segundo más en aquella situación sin salida, balbucí algo tan fuera de razón, que me acobardé, perdí la cabeza y, atolondrado, neciamente me di a la fuga.

Aquella noche deserté del salón de mi tía y me encerré en mi cuarto de miedo de ser sorprendido. Allí, sin reflexionar nada, sin pretenderlo tampoco, absolutamente como hombre fascinado por alguna empresa que tanto le asusta como le seduce, de una tirada, sin releer, casi sin vacilar, escribí una porción de cosas inesperadas que parecían caer del cielo.

Fue a la manera de un exceso de carga que salió de mi corazón, de cuyo peso se sentía aliviado a medida que de ella se iba desembarazando.

Aquel trabajo febril me ocupó hasta hora muy avanzada de la noche. Por fin pareciome que había terminado una tarea ineludible; todas las fibras irritadas se relajaron, y ya al amanecer, cuando despertaban los pajarillos, me dormí presa de la más deliciosa languidez.

Al otro día Oliverio me habló de mi encuentro con sus primas, de mi turbación, de mi huida.

– Haces misterio – me dijo, – y te equivocas. Si yo tuviese algún secreto lo compartiría contigo.

Dudé un momento si le diría o no la verdad. Era lo más sencillo y positivamente habría valido más que ocultarla; pero a mi declaración se oponían mil obstáculos reales o imaginarios que me la presentaban como cosa imposible. ¿En qué términos iba yo a darle a entender lo que sentía desde tiempo atrás sin que nadie lo hubiera sospechado? ¿Cómo hablarle, a sangre fría, de aquellos extraños pudores que ofuscaban la luz del día, que no soportaban examen mío ni ajeno, y que semejantes a una herida fresca y demasiado sensible exigían no ser tocados ni siquiera con la mirada? ¿Cómo referirle aquella crisis de sensibilidad inexplicable y aquella especie de encantamiento por la noche cuyo testimonio escrito hallé por la mañana?

Repliqué con una mentira: desde varios días antes me sentía enfermo, el calor de la víspera me había causado una especie de vértigo y rogaba a Magdalena que me excusara la triste figura que hice al encontrarla.

– ¿Magdalena?.. – continuó Oliverio. – Pero nosotros no tenemos cuentas que arreglar con Magdalena… Hay cosas que no le incumben…

Al decir eso sonreía de un modo singular y me dirigió una mirada de las más penetrantes y más vivas. Por mucho que se esforzara para leer lo que había en mi alma, estaba bien seguro de que nada descubriría; pero comprendiendo que algo buscaba, y aunque no acababa de adivinar cuáles podían ser los sentimientos, muy presumibles, que Oliverio me suponía, viéndome objeto de tal investigación reflexioné y surgió en mí una sospecha que me llenó de turbación.

Era tan perfectamente cándido e ignorante, que el primer despertar de ciertos impulsos en medio de mis ingenuidades me fue señalado por una inquieta mirada de mi tía y una equívoca y curiosa sonrisa de Oliverio. Pensé que era vigilado y me vino el deseo de averiguar la causa de aquella vigilancia. Fue una falsa sospecha que por primera vez en la vida me hizo ruborizar. No sé qué indefinible instinto hinchó mi corazón con una emoción absolutamente nueva. De pronto, un extraño resplandor iluminó ese verbo infantil, el primero que todos hemos conjugado en francés o en latín estudiando la gramática. Y dos días después de aquella advertencia hecha por una madre prudente y por un camarada emancipado, no estaba lejos de admitir – tanto estaba llena mi mente de escrúpulos, de curiosidades y de inquietudes, – que mi tía y Oliverio tenían razón sospechando que estaba yo enamorado; pero, ¿de quién?..

El domingo próximo por la noche nos reunimos todos como de ordinario en el salón de mi tía. Cuando llegó Magdalena experimenté cierta turbación; no la había vuelto a ver desde el jueves último por la tarde. Era indudable que esperaba ella una explicación; pero me sentía incapaz de dársela y callé. Estaba espantosamente confuso y distraído. Oliverio – que no creía que existiera ninguna razón para ser caritativo conmigo – me acribillaba con sus epigramas. Era inofensivo lo que decía; pero, desde muchos días antes, era tan extraordinaria la irritabilidad de mis nervios que cualquier cosa me hería y me causaba inmotivado sufrimiento. Estaba sentado junto a Magdalena por razón de una costumbre adquirida sin que la voluntad de ninguno de los dos hubiese dado margen a ella por ningún concepto. De pronto experimenté el deseo de cambiar de sitio. ¿Por qué? No hubiera sido capaz de decirlo. Me parecía, tan sólo, que la luz de las lámparas me incomodaba y que en otro lugar me encontraría mejor. Cuando Magdalena levantó los ojos que tenía bajos mirando el juego y me vio sentado al otro lado de la mesa, precisamente en frente de ella, dijo con cierto aire de sorpresa: «¿Y bien…?» Pero nuestras miradas se encontraron y algo extraordinario debió advertir en la mía que la turbó levemente y le impidió terminar la frase.

Cerca de año y medio hacía ya que vivía cerca de ella y por primera vez aquella noche la miré como se mira cuando se desea ver. Magdalena era encantadora, mucho más encantadora que no se decía, muy diferente de como yo la había considerado hasta aquel momento. Además tenía diez y ocho años. Aquella apreciación repentina, lejos de iluminar mi espíritu poco a poco, en medio segundo me enseñó todo lo que yo ignoraba de ella y de mí mismo. Fue como una revelación definitiva que completó las de los días precedentes, reuniéndolas en un montón de evidencias y creo que explicándolas todas.

VI

Algunas semanas después, el señor D'Orsel se trasladó a un establecimiento de baños termales pretextando motivo de salud y de recreo, pero en realidad por razones particulares de las cuales me enteré más tarde. Magdalena y Julia le acompañaron.

Aquella separación – de la que cualquier otro se hubiera lamentado como de un desgarramiento – me libertó de un gran apuro. Ya no me era posible vivir cerca de Magdalena siempre cohibido por la invencible timidez que su presencia me causaba. Huía de ella. El hecho de mirarla cara a cara constituía para mí un verdadero desplante de audacia. Viéndola tan tranquila, cuando yo estaba tan turbado, encontrándola tan perfectamente bella, cuando tantos motivos tenía yo para reconocerme desagradable con mi traje de colegial y mi aspecto de campesino desgalichado, invadía todo mi ser un sentimiento de inferioridad humillante que me llenaba de desconfianzas, transformando la más sencilla familiaridad en sumisión sin dulzura, en ruin servidumbre con asomos de esclavitud. En una palabra, Magdalena me daba miedo, me dominaba antes de seducirme: el corazón tiene las mismas ingenuidades que la fe: todos los cultos apasionados empiezan así.

El día que siguió al de la partida de Magdalena me apresuré a ir a la calle de los Carmelitas. Oliverio ocupaba un cuarto, pequeño, perdido en un alto pabellón del hotel. Ordinariamente iba yo a buscarle a la hora de entrar al colegio, le llamaba desde el jardín para que bajase. Me acordé que a aquella hora, casi todas las mañanas me respondía otra voz, que Magdalena se asomaba a la ventana y me saludaba; pensé en la emoción que me causaba aquella entrevista cuotidiana, antes sin encanto ni peligros y que luego se había convertido en verdadero suplicio, y entré, atrevidamente, casi contento como si algo que en mí había de temeroso y vigilado, tomara sus vacaciones.

La casa estaba vacía. Los sirvientes iban y venían, como asombrados, también ellos, de no tener ya que reportarse. Habían abierto todas las ventanas y el sol de mayo jugueteaba libremente en las habitaciones, en las cuales cada cosa estaba en su sitio. No era el abandono, era la ausencia. Suspiré. Calculé lo que aquella ausencia debía durar. Dos meses. El plazo tan pronto me parecía muy corto como se me antojaba muy largo. Creo que hubiera deseado – tanto experimentaba la necesidad de pertenecerme – que aquel exiguo respiro nunca tuviera fin.

Volví el otro día y los siguientes y hallé el mismo reposo y la misma seguridad. Recorrí toda la casa, visité el jardín, senda por senda; Magdalena estaba por doquier. Me atreví hasta entretenerme libremente con su recuerdo. Miré la ventana de su cuarto y en ella vi su encantador semblante. Oí su voz en los paseos del parque y me puse a tararear para encontrar en aquel murmullo el eco de las canciones que le gustaba entonar al aire libre, que el viento hacía tan fluidas y que eran acompañadas por el susurro de las hojas. Volví a ver en el recuerdo mil cosas de ella que me eran ignoradas o que no me habían impresionado, ciertos gestos que sin ser nada resultaban encantadores, reconocí llena de gracia la costumbre que tenía de retorcerse la cabellera sobre la nuca y atarla por medio formando negro haz. Las más insignificantes particularidades de su traje o de sus ademanes, el aroma exótico de que se perfumaba y que me habría hecho reconocerla a ojos cerrados, hasta los colores que había adoptado últimamente, el azul que le estaba tan bien y que tanto hacía resaltar la nítida blancura de su tez. Todo aquello revivía en mi memoria con sorprendente lucidez; pero causándome una emoción muy diversa de la que me producía cuando ella estaba presente, algo así como una añoranza que me era grato acariciar, dulce recuerdo de cosas amables que ya no estaban allí. Poco a poco, sin gran calor, pero con perenne ternura, me saturé de aquellas reminiscencias, el solo atractivo casi vivo que de ella me quedaba, y aun no habían pasado quince días desde la partida de Magdalena cuando aquel recuerdo invasor no se apartaba de mi mente ni un instante.

Una tarde subí al cuarto de Oliverio y, como siempre, pasé por delante del de Magdalena. Muchas veces había hallado abierta de par en par la puerta sin que me viniese el deseo de entrar. Aquella tarde me detuve en seco, y después de muchas vacilaciones concordantes con escrúpulos tan nuevos como todos los otros sentimientos que me embargaban, cedí a una verdadera tentación y entré.

La habitación estaba casi a oscuras. Apenas se distinguían los muebles, antiguos, de maderas de color atezado y los dorados de las marqueterías brillaban débilmente. Telas de colores sobrios, blancas muselinas flotantes completaban un conjunto de tonos pálidos y dulces, impregnando de tranquilidad y recogimiento en la semioscuridad de un suave crepúsculo. El aire tibio llegaba del jardín saturado del aroma de las flores; pero predominaba un sutil perfume, más vivo que los otros, que más que ninguno me impresionaba al percibirlo, recuerdo inequívoco de Magdalena. Llegué hasta la ventana: a ella tenía costumbre de asomarse Magdalena. Me dejé caer sobre un silloncito en que ella solía sentarse y permanecí allí algunos minutos presa de la más viva ansiedad, retenido a mi pesar por el deseo de saborear impresiones cuya novedad me parecía exquisita. No miraba nada; por nada del mundo habría osado poner la mano sobre ninguno de los objetos que me rodeaban; inmóvil, atento sólo a penetrarme de aquella indiscreta emoción, sentía agitarse convulsivamente mi corazón, y tan precipitados eran sus movimientos, que instintivamente me apretaba el pecho con ambas manos para ahogar en lo posible los incómodos latidos.

De súbito resonó en el corredor el ruido seco de los pasos de Oliverio y apenas me quedó tiempo para deslizarme hasta la puerta antes de que llegase.

– Te esperaba – me dijo sencillamente para persuadirme de que no me había visto salir del cuarto de Magdalena o que nada que objetar tenía por el hecho.

Iba ataviado con mucha elegancia, la corbata anudada con abandono y el traje, de tela ligera, tan holgado como era su gusto usar la ropa, sobre todo en verano. Tenía un modo de andar tan desenvuelto, una manera tan libre de moverse, vestido de ropa flotante que en ciertos momentos, de todo en todo asemejaba un joven extranjero, inglés o americano. Constituía esto uno de los atractivos de su persona, y yo, que he tenido ocasión de apreciar lo mismo sus altas cualidades que sus debilidades, no podría decir que pusiera demasiadas pretensiones en el modo de vestir, aunque de él hiciera verdadero estudio. Creía él que la composición del indumento, la elección de los colores, las proporciones de un traje eran cosa muy digna de ser tenida en cuenta por un hombre de buen tono; pero, una vez adquirida aquella combinación, ya no pensaba más en ella, y habría sido hacerle gran injusticia, el suponer que de su atavío se preocupara más tiempo que el necesario para los ingeniosos cuidados que en él ponía.

– Vamos hasta los bulevares – me dijo tomándome por un brazo. – Deseo que me acompañes y ya es casi de noche.

Caminaba de prisa y me arrastraba como si estuviese apremiado por la hora. Tomó por el camino más corto, atravesó las alamedas desiertas y me llevó derecho al lugar en que se acostumbraba pasear durante el verano al caer la tarde. Había bastante gente, todo cuanto una pequeña ciudad como Ormessón podía reunir de mundano, rico y elegante. Oliverio siguió andando siempre de prisa, distraída la mirada, tan absorbido y excitado por secreta impaciencia que se olvidaba de que me tenía a su lado. De pronto retardó el paso, se apoyó más en mi brazo como si tratara de buscar un apoyo para dominarse y moderar cierta efervescencia que tendía a desbordarse. Me di cuenta de que había llegado al término de una pesquisa.

Dos mujeres se dirigían hacia nosotros siguiendo el borde de la avenida, misteriosamente abrigadas por la sombra de los olmos. Una de ellas era joven y notablemente bella; mi reciente experiencia me había formado el gusto respecto de aquellas definiciones delicadas y ya no me equivocaba. Me fijé en la manera de hollar con paso leve y corto el césped que crecía al pie de los árboles, como si caminara sobre la flexible pelusa de una alfombra. Nos miraba fijamente, con menos gracia que Magdalena, pero con una desenvoltura que jamás ella hubiera osado permitirse y todavía lejos, preparábase ya a contestar con una sonrisa especialísima al saludo de Oliverio. Este saludo fue cambiado lo más cerca posible, con mucha gracia y un poco de abandono; y luego que el rostro de la joven rubia, todavía sonriente, quedó oculto por las puntillas del sombrero, mi amigo volvió el suyo hacia mí, y con un acento de interrogación lleno de audacia me dijo:

– ¿Conoces tú a la señora de X…?

Tratábase de una persona de quien se hablaba un poco en el mundo al cual acompañaba yo a mi tía algunas veces. Nada tenía de particular que Oliverio le hubiera sido presentado; y con toda ingenuidad se lo dije.

– Precisamente – añadió, – bailé una noche con ella el invierno pasado y desde…

Interrumpiose, y tras breve silencio continuó:

– Mi querido Domingo, ya sabes tú que no tengo padre ni madre; no soy más que el sobrino de mi tío, y de esa parte no espero más afecto que el que me es debido como tal pariente, es decir, muy poca porción del patrimonio de ternura que por derecho corresponde a mis dos primas. Tengo, pues, la necesidad de ser amado, en distinta forma que la de una amistad de colegio… No protestes; te estoy muy agradecido por la adhesión que me demuestras y que no dudo me conservarás, suceda lo que quiera. También me cumple decirte que te quiero mucho. Pero has de permitirme que considere un poco tibias las afecciones que me han tocado en suerte. Dos meses hace, una noche, en un baile, hablé poco más o menos del mismo modo sobre este mismo asunto con la persona a quien acabamos de encontrar. Al principio la divertí no dando a mis palabras más valor que el de lamentaciones de un estudiante a quien el colegio aburre; pero como tenía la firme voluntad de ser escuchado seriamente, puesto que en serio hablaba yo y como también estaba seguro de que sería creído si me empeñaba, le dije: «Señora, si le place dar a mis palabras el valor de una súplica, sea; si no ellas serán expresión de una pena de la cual no volverá a oír hablar.» Me dio dos golpecitos con el abanico con objeto de interrumpirme, sin duda; pero nada más tenía que decirle, y para no desmentirme abandoné el baile en seguida. Desde entonces mantengo mi palabra y no he añadido ni una frase que pudiera hacerle suponer que abrigo la más leve esperanza ni la duda más pequeña. No me oirá nunca ni lamentarme ni suplicar. Siento que en semejante caso tendré mucha paciencia y esperaré.

Mientras así me hablaba parecía Oliverio muy tranquilo. Un poco más de brusquedad en su gesto y un acento más vibrante en la voz eran los únicos síntomas perceptibles que delataban un estremecimiento interno, si realmente se agitaba su corazón, que mucho lo dudo. Cuanto a mí, le escuchaba con real y profunda angustia. Aquel lenguaje me resultaba tan nuevo, era tal la naturaleza de sus confidencias, que desde luego experimenté una gran confusión, como al contacto de una idea completamente incomprensible.

– ¡Y bien! – le dije, porque no hallé en mi mente más que esa exclamación de ingenuo.

– Pues nada más. Es todo lo que tenía que comunicarte, Domingo. Cuando a tu vez me pidas que te escuche, sabré hacerlo.

Le contesté más lacónicamente aún, le estreché tiernamente la mano y nos separarnos.

Me sucedió con estas confidencias de Oliverio igual que con todas las lecciones demasiado bruscas o fuertes por exceso; aquella iniciación embriagadora me llenó de confusiones y hube menester de largas y penosas meditaciones para seleccionar las verdades útiles o inútiles que contenían declaraciones tan graves. En el estado de ánimo en que me encontraba, es decir, atreviéndome apenas a aquilatar sin emoción la más inocente y la más usual de las palabras del lenguaje del corazón, mis previsiones más atrevidas jamás habrían llegado por sí solas a sobrepasar la idea de un sentimiento mudo y desinteresado. Partir de tan poco para llegar a las ardientes hipótesis en que me lanzaban las temeridades de Oliverio; pasar del silencio absoluto a la manera aquella, tan libre, de expresarse respecto de la mujer; seguirle, en fin, hasta el objeto marcado para su espera eran evoluciones capaces de hacerme envejecer en pocas horas. Llevé a cabo aquella gigantesca zancada, pero a trueque de temores y de deslumbramientos que no son para descritos; y lo que me asombró más, luego que hube alcanzado el punto de lucidez necesario para comprender a fondo las lecciones de Oliverio fue el resultado de la comparación del valoramiento que ponían en mi mente, con la frialdad del calculismo de aquel que se decía enamorado.

Pocos días después me mostró una carta sin firma.

– ¿Os escribís? – le pregunté.

– Esta carta – me dijo – es la única que de ella he recibido y no he contestado.

La carta estaba concebida, poco más o menos, en los siguientes términos:

«Es usted un niño que pretende obrar como un hombre y yerra usted doblemente al envejecerse. Haga lo que quiera, los hombres serán siempre mejores o peores que usted. Creo que es digno de lástima porque está solo, y le estimo bastante para admitir que debe usted sufrir privado de una amistad vigilante y tierna; pero procedería usted mejor hablando con el corazón en la mano, que no confiándose un día, de súbito, a alguien que le aprecia, y callar después. No alcanzo el bien que le pude hacer escuchando sus confidencias ni el fin que persigue no renovándolas. Razona usted demasiado para una edad en que la ingenuidad es a la vez principal atractivo y única excusa, y si tuviera usted tanto abandono como sangre fría sería más interesante y sobre todo más feliz.»

No obstante algunos raros arranques de franqueza a los cuales cedía por capricho, no entendía yo más que a medias las confidencias de Oliverio. Aunque tenía la misma edad que yo, sobre poco más o menos, y era sin duda inferior a mí en muchas cosas, me consideraba demasiado joven, según decía, para apreciar las cuestiones de conducta que se agitaban en su alma. A duras penas podía yo aceptar la primera palabra del propósito que pretendía mantener hasta alcanzar la plena satisfacción del amor propio o de su placer. Le veía siempre tan tranquilo, tan sereno, tan dispuesto a todo, con su fisonomía amable, de rasgos un poco fríos, la mirada impertinente para todos los que no eran sus amigos, y aquella sonrisa rápida y seductora de la cual sabía hacer oportunamente tan pronto una caricia como un arma ofensiva. No estaba triste ni siquiera preocupado ni aun en los momentos en que, según confesión propia, su imperturbable confianza había sufrido un poco. El despecho no se manifestaba en él más que por una especie de irritabilidad más aguda, y no hacía más, por decir así, que añadir un resorte de temple más seco a su audacia.

– Si te parece que voy a sufrir, te equivocas – me decía algún tiempo después en uno de esos momentos de breve vacilación en los cuales parecía complacerse en dar a sus palabras una expresión de hostilidad malvada. – Si un día llega a amarme, más tarde o más temprano, esto de ahora no es nada. Si no…

– ¿Si no?.. – repetí yo.

No contestó; como si hubiera querido cortar algo hendiendo el aire hizo girar silbando alrededor de su cabeza un fino junco que llevaba en la mano. Luego, continuó fustigando en el vacío con vehemencia extrema y añadió:

– ¡Si pudiera leer en sus ojos un sí o un no!.. Jamás he visto otros ni más atormentadores ni más bellos, excepto los de mis dos primas que no me dicen nada.