Loe raamatut: «La sonrisa del mal»

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A la cara oscura de cada uno de ustedes.

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Todo hombre es como la luna: tiene una cara oscura que a nadie enseña.

MARK TWAIN

Aquí todos somos prisioneros de nuestra propia invención.

EAGLES (Hotel California)

Todo lo que ves es real. Todo lo que crees es real. Todo lo que sueñas es real.

VÍCTOR ROMÁN

1

María apartó ligeramente la cortina y echó un vistazo a través de la ventana del salón. Un enorme camión de la empresa de mudanzas REMOVER había entrado en el residencial deteniéndose en medio de la explanada, junto a la zona de aparcamientos, con el morro en dirección a la casa. Observó los faros del vehículo y la parrilla cromada y tuvo una sensación extraña. Se ajustó el albornoz a la altura del cuello para mitigar la sensación de frío.

La puerta del conductor se abrió y un hombre ataviado con un mono azul saltó desde la cabina y se dirigió a la parte trasera. Otro coche pequeño se detuvo detrás del camión y de él salieron tres hombres más. El conductor les dio indicaciones y todos comenzaron a bajar cajas del remolque.

María curioseaba desde su puesto privilegiado. Se alegraba de que por fin ocuparan el número cuatro de la urbanización. Era el único dúplex que no estaba habitado. Desde su llegada a aquel residencial, hacía diez años, el número cuatro parecía el patito feo de la comunidad. El letrero con la inscripción «Se vende», eternamente pegado a la ventana del piso superior, apenas se veía debido al desgaste del cartel y a la suciedad que cubría los cristales.

Entre los vecinos se había instalado el temor de que el dúplex terminara siendo morada de indigentes o de ocupas. Una vivienda deshabitada en medio de la urbanización era una amenaza para todos. Para María más que para el resto. Ella vivía en el número tres. Justo a su izquierda, el número cuatro se erguía fantasmagórico, con sus ventanas permanentemente cerradas, como los ojos de un muerto y la hierba seca y más escasa que el pelo de un anciano. El buzón abierto y lleno de telarañas y la desconchada pintura de la valla de madera de la entrada no ayudaban a mejorar el aspecto de abandono de la vivienda. A María le parecía estupendo que alguna familia viniera a ocuparlo por fin. Era una buena noticia.

Mientras intentaba averiguar algo más de los nuevos inquilinos, un objeto tirado en su propio porche llamó su atención y por un momento apartó la vista del camión para fijarse en él. Al principio creyó que se trataba de un juguete que alguno de los niños de los vecinos había dejado olvidado, pero no estaba segura. Abrió la puerta de la calle y se detuvo en el umbral con los brazos cruzados sobre el pecho. Volvió a ajustarse el albornoz, esta vez más por pudor que por frío, aguzando la vista en dirección al objeto.

A punto de cumplir los cuarenta, su visión empezaba a jugarle alguna mala pasada. Lo notaba cuando leía, en las noches en las que su marido roncaba en exceso y ella se enfrascaba en la lectura hasta que el sueño la vencía. En esas ocasiones, las letras no aparecían nítidas ante sus ojos y tenía que retirar un poco el libro para verlas mejor.

—Presbicia —le dijo el doctor Romero después de examinarla—, vuelve por aquí cuando te duela el hombro. Ya sabes —le explicó, alargando la mano exageradamente con la palma vuelta hacia él, sonriendo con malicia—, cuando ya no puedas alejar más el libro para ver con claridad.

Todavía no tenía problemas con el hombro, pero también le costaba diferenciar algunas cosas a cierta distancia. Parecía que a su problema de presbicia debía añadirle algo de miopía.

Entrecerró un poco los ojos intentando averiguar la naturaleza del objeto que descansaba en su porche sin éxito.

—¿Qué coño es eso? —se preguntó a media voz.

Se acercó con precaución, presintiendo unos ojos en la distancia que intentaban atravesar el albornoz, como si fueran capaces de adivinar que no llevaba puesto nada debajo. Levantó la cabeza y sorprendió a uno de los operarios mirándola con deseo lascivo. Era joven. No tanto como para ser su hijo. Tal vez su hermano pequeño. El hombre aprovechó el contacto visual para sonreírle de manera sugerente. Ella le devolvió la mirada con un claro mensaje implícito: «No tienes nada que hacer, déjalo estar». El chico lo captó. Agachó la cabeza y continuó con su trabajo.

Llegó a la altura del objeto y se acuclilló ante él. Cuando identificó lo que era, arrugó el rostro con repugnancia y se apartó un poco, llevándose una mano a la cara para cubrirse la boca y la nariz. El mismo frío que le había recorrido la espalda cuando miró al camión desde la casa regresó y se instaló en su nuca. Una paloma gris yacía muerta en medio de la hierba y algunas moscas revoloteaban sobre el cuerpo como los buitres alrededor del jinete herido en el desierto, en las viejas películas del oeste que daban por el segundo canal. María las apartó con un gesto y los insectos se alejaron unos metros para insistir en su vuelo de proximidad a los pocos segundos. El zumbido que emitían la ponía de los nervios. Sentía una repulsión enfermiza hacia ellos. El ave estaba de lado y ella no tenía intención de tocarla. Se preguntaba qué era lo que había podido pasarle a aquella paloma y cómo había terminado muerta en el jardín delantero de su casa.

Varios niños que habían iniciado una carrera en bici desde el otro extremo del residencial se detuvieron derrapando uno tras otro a su altura y miraron la escena curiosos. Aun siendo miércoles, era festivo en el municipio y los pequeños no tenían clase. Todavía no pasaba media hora de las nueve de la mañana, pero ellos ya jugaban en la calle con una energía envidiable.

—¿Está muerta?

La voz de la niña le hizo levantar la cabeza. María la reconoció al instante. Era Marta, doce años, hija de Jose, el traumatólogo del ocho, uno de los dúplex situados al otro lado de la explanada. Jose había enviudado unos meses antes de mudarse y en cuanto lo conoció, a María le pareció muy buen partido. Era bastante alto y moreno, con el pelo cargado y peinado hacia atrás. «No durará mucho tiempo viudo», se dijo entonces. Pero habían transcurrido los años y, al menos que ella supiera, Jose seguía sin pareja conocida. La única mujer que rondaba su casa era una señora mayor que atendía la cocina, la colada y la limpieza. El traumatólogo seguía siendo un viudo disponible. Un desperdicio.

Sonrió a la niña con dulzura.

—Me temo que sí, cariño.

—¿Vas a enterrarla en tu jardín?

Ahora le hablaba un chico un poco mayor, quizás de trece o catorce años, al que no conocía. Imaginó que procedía de los bloques de viviendas junto al descampado, al otro lado de la calle.

—No, claro que no.

—Deja que nos la llevemos —pidió el niño más pequeño del grupo.

A este también lo conocía. Era Raúl, el chiquitín de los vecinos del cinco, el segundo dúplex a la izquierda del suyo. Raúl tenía siete años y era un cielo. Sus padres eran buenas personas. Julia, su madre, trabajaba de administrativa en el ayuntamiento y su marido, Ricardo, era ingeniero de algo, no recordaba. Tenían dos hijos: Lucas y Raúl. Lucas iba al instituto, era callado e introvertido. Del pequeño Raúl, sin embargo, solían comentar que era un poquito raro. A veces decía cosas extrañas, demasiado complicadas para un niño de su edad. A ella le parecía un niño encantador, siempre risueño y muy ingenioso, aunque su idea de llevarse a la paloma no parecía buena en absoluto.

—No puedo, Raúl. Llamaré al ayuntamiento. Ellos se encargarán de recogerla.

—¿Y a dónde la llevarán? —preguntó Marta—. Seguro que la tirarán en el vertedero. Nosotros podríamos enterrarla y hacerle un funeral, como a la gente cuando se muere. A mi madre le hicieron uno, aunque yo era bastante pequeña y no lo recuerdo bien.

Si la idea de enterrarla le había parecido mala, la de hacerle un funeral le pareció macabra. Por un momento se imaginó a los chicos en el descampado enterrando a la paloma y rezando alguna oración por su eterno descanso y le dio repelús. Mejor llamaba a los de recogida de animales y terminaba con aquello cuanto antes. Además, debía darse prisa. Parecía que las moscas habían ido a buscar refuerzos y ya se congregaba un buen número alrededor del ave.

—Ni hablar —le contestó a la niña, poniéndose en pie como si así impusiera su decisión con más determinación, sin darle la oportunidad a los chicos de que insistieran en el asunto—. Seguid jugando. Voy a meterla en una bolsa.

—¡Jooo! —contestaron al unísono.

Los niños se miraron entre ellos, montaron nuevamente en sus bicis y se alejaron en sentido opuesto, riendo y gritando con sus voces infantiles.

María los vio alejarse por la explanada pedaleando como posesos en dirección a la hilera de casas del otro lado. Tuvo una vaga sensación de nostalgia y a su memoria acudieron aquellos años en los que ella también jugaba despreocupada con sus amigos de la infancia. Se tocó inconscientemente el vientre donde no había querido aferrarse ninguno de los hijos que engendró e imaginó lo maravilloso que sería verles jugar ahora con los chicos que se alejaban riendo contra el viento.

La herida de no poder ser madre no curaba nunca. Era como la migraña. Había días en los que se sentía muy bien y no se acordaba mucho de ello, pero otros los recuerdos martilleaban su cabeza con un dolor punzante haciéndole sentir aquel enorme vacío que la deprimía. En esos días, necesitaba estar sola. Daba largos paseos por el pueblo y lloraba sentada en el parque hasta que pasaba lo peor de la crisis. Su angustia y su desesperanza disminuían entonces de intensidad y el dolor insoportable se convertía otra vez en punzada latente hasta que desaparecía. (No. No desaparecía. Solo se escondía, agazapado, como los guepardos antes de saltar sobre su presa). Luego enjugaba sus lágrimas y volvía a ser la de siempre.

Sus embarazos eran normales, pero algo pasaba en el quinto mes. El quinto mes era un mes maldito. «No hay quinto malo», solía decir la gente. Sí que los había. Ella podía dar fe de dos quintos malísimos, marcados por la muerte de sus pequeños, cuyos corazones se detuvieron obligándola a parirlos sin vida. Imaginaba que sus niños seguían en algún lugar del universo esperando nacer y el no haber sido capaz de traerlos al mundo era para ella un fracaso demasiado grande para ser pasado por alto.

Aun así, María no se consideraba desdichada. Su día a día se ajustaba bastante a la idea que tenía de felicidad. Pronto se cumpliría su undécimo aniversario de boda. Su marido, Álex, era un hombre bueno que la entendía y la respetaba, y aunque Dios no había querido darle esos hijos que tanto anhelaban, tenían familiares y amigos que les hacían olvidar esa otra cara (oscura) triste de la vida.

Le gustaba el lugar donde vivía. El residencial formaba una especie de «n», con dos extremos cortos y el centro más largo. Los dúplex del uno al tres formaban la hilera de la izquierda. De frente y vistos de izquierda a derecha, los dúplex del cuatro al siete componían el lado más largo. A la derecha, desde el ocho hasta el diez terminaban de formar la n. En el centro, una amplia explanada hacía las veces de aparcamiento, aunque cada dúplex disponía de un garaje con capacidad para dos vehículos. Una rotonda con una fuente que nunca funcionaba, alrededor de la cual habían plantado algunas especies autóctonas, coronaba el centro de todo el recinto.

María se dirigió a la casa para buscar algo con lo que recoger el cuerpo de la paloma y meterlo en una bolsa hasta que llegaran los de la recogida de animales. Podía tirarla al contenedor de basura y zanjar el asunto, pero había oído que las palomas eran transmisoras de enfermedades y prefirió que se ocuparan los profesionales. Sería mejor así. Entró en el dúplex y regresó con una pala metálica que usaba para trasplantar los pequeños árboles de su jardín. Recogió la paloma con una mueca de asco y temor en el rostro. Como al bicho le diera por girarse o salir volando caería muerta allí mismo. No ocurrió nada de eso. Cuando levantó al ave del suelo pudo sentirla dura como una roca incluso a través de la pala metálica. La mano comenzó a temblarle y rezó para que no se le cayera y se echara a rodar por el césped. La introdujo con cuidado en la bolsa de plástico evitando cogerla por el fondo. La ató concienzudamente y la depositó en el cubo de la basura. Se lavó las manos con la manguera que pendía de un grifo adosado a la pared del garaje y se las secó distraídamente en el albornoz. Aun así, pensó que iba a necesitar una ducha. Tenía la sensación de estar sucia, muy sucia. Volvió a sentir la mirada del operario recorriendo su cuerpo desnudo por debajo de la gruesa tela del albornoz, pero esta vez no le hizo el menor caso. «Hombres», pensó.

Subió las escaleras de la casa y entonces decidió girarse antes de entrar para echarle otro vistazo a la escena de la mudanza. El voyeur había entrado con algunas cajas en el número cuatro. Se fijó otra vez en la cabeza del tráiler. Desde su posición no podía escudriñar bien los detalles, pero juraría que la parrilla del radiador se alargaba, extendiéndose hacia los lados y hacia arriba, y los faros se hacían más estrechos y largos. El camión le dedicaba una sonrisa aterradora.

Todo sucedió en su mente, claro. Los camiones no sonríen.

2

—Buenos días, Santiago. ¿Ustedes también tienen un ave de esas en el porche? —preguntó Julia, la vecina del cinco, al propietario del seis, que mascullaba algo para sí, malhumorado, agachado en su césped como un jugador de fútbol al que se le hubiera desatado una de las botas.

Se levantó y se giró enérgicamente. Su lenguaje corporal dejaba claro que no estaba de buen humor.

—Buenos días por decir algo —respondió a desgana—. Por lo visto algún hijo de puta se ha divertido esta noche a nuestra costa. Ya deberíamos haber puesto las jodidas cámaras de vigilancia. Vengo diciéndolo en todas las reuniones de la comunidad desde hace tiempo. Ahora han sido palomas. Quién sabe qué coño nos lanzarán mañana.

Julia no contestó. Conocía a Santiago. No era mal hombre, pero le perdían las formas. Se limitó a mostrar media sonrisa y a abrir mucho los ojos en lo que parecía más una disculpa por haberle molestado que una señal de estar de acuerdo con él. Entró en la casa y se enfundó unos gruesos guantes de jardinería para recoger su regalito del porche.

Los vecinos se habían congregado en torno a la rotonda, en el centro de la explanada, y comentaban los extraños hallazgos de esa mañana. Los niños que jugaban con las bicis iban de dúplex en dúplex, curiosos y asombrados. Marta preguntaba si las palomas estaban muertas y Raúl pedía que les dejaran llevárselas. A la primera pregunta, le seguía un sí por respuesta, a la segunda un no.

A Lorena, la jovencita del nueve, no le parecía tan grave.

—Tiene que haber sido una gamberrada. ¿No se acerca el día de los inocentes o algo así?

Enrique la miró cansinamente.

—Eso es en diciembre, cariño —respondió mirando al suelo y sacudiéndose distraídamente el barro de una de sus botas de agua en el estadal de la rotonda.

Esa mañana tocaba regar el césped y se había levantado temprano. Enrique y Lorena habían ocupado el dúplex de la tía de ella, fallecida hacía siete años «soltera y entera», como le gustaba decir a Enrique cuando Lorena no lo escuchaba. La tía Francisca había comprado la casa diez años atrás, pero, por alguna razón, nunca la había habitado y a su muerte la heredó su madre, única hermana de la difunta. Se había puesto a la venta nuevamente, pero en lo que esperaban una buena oferta de algún comprador, Lorena y Enrique habían venido a vivir aquí para evitar que cayera en malas manos.

Lorena parecía bastante ingenua. Enrique todavía le daba vueltas al asunto de si seguir con ella o salir pitando de la casa de la vieja solterona sin volver la vista. La chica no estaba mal, pero lista, lo que se dice lista, no era. Aunque, bueno, quizás mejor así. Lo peor de todo es que gastaba bastante dinero en tonterías, como ropa interior y cosas por el estilo, y hasta ahora, el único que aportaba a la economía de la pareja era él. Sus discusiones casi siempre empezaban por algo relacionado con eso.

A Enrique le gustaba su oficio, pero tener que trabajar ocho horas diarias limpiando jardines para que su chica se gastara una suculenta parte del dinero en ropa interior y perendengues no era agradable. Esas facturas eran tan desagradables como la jodida paloma que había encontrado esa mañana delante de la puerta de la casa.

—Sea lo que sea, es muy desagradable y debemos ponerlo en conocimiento de la justicia —sentenció Jaime, el vecino del siete, como si le hubiera leído el pensamiento.

Su hermana Emilia asintió con la cabeza compulsivamente. Era un gesto involuntario que repetía siempre cuando alguien le hablaba, como si quisiera dar a entender que ponía atención a lo que le decían.

—Desde luego.

Jaime y Emilia vivían juntos desde que sus ancianos padres murieran. Emilia, que seguía tan soltera a sus sesenta y tres años como la difunta tía de Lorena, cuidó de ellos hasta el final, y cuando por fin parecía que podría dedicarse un poco de tiempo a ella misma, su hermano mayor, al que las cosas le habían ido bastante mal en el extranjero en los últimos años, apareció en el umbral de su puerta sin previo aviso, con un par de maletas y sin un chavo en el bolsillo. Entonces, Emilia volvió a asumir su rol de cuidadora y su hermano ocupó el lugar de papá y mamá. Jaime era machista, homófobo, prepotente y pedante, y Emilia era sumisa e ignorante. El cóctel perfecto para que la relación entre dominador y dominada fuera como la seda.

A Enrique, Jaime le parecía un enterado de tres al cuarto y odiaba que la hermana asintiera a todo lo que decía, pero esta vez no pudo estar en desacuerdo con él. Llamar a la policía era la mejor idea que se le había ocurrido a aquel petardo sin acento definido.

—¡Cámaras! —gritó Santiago desde la puerta de su porche—. Lo he dicho mil veces, carajo. ¡Cámaras y coger a todos esos hijos de puta por los huevos!

Emilia se llevó una mano a la garganta y cruzó la otra sobre el pecho mirando a su hermano. Esta vez negó con la cabeza en señal de desaprobación. Enrique la miró con hastío. «Esta mujer podría comunicarse solo con la cabeza», pensó.

Jaime cerró los ojos alargando la comisura de los labios hacia abajo considerando acertada la idea de Santiago.

—Bueno, ¿y quién llama a la policía? —preguntó Lorena mirando a Jaime con media sonrisa en los labios.

Él la recorrió con la mirada durante unos segundos. Era una chica preciosa: morena, bajita, de pelo rizado. Llevaba un pantalón de pijama y una blusa sin mangas de color rosa palo que dejaba adivinar, como envuelta en celofán, la exquisita perfección de sus pequeños pechos. Jaime también le miró los pies. Él era un apasionado de los pies. Los de ella eran perfectos y se entregaban a la vista casi por entero, enfundados solo en unas chanclas de goma. Pensó por un momento en su juventud perdida y en algunas mujeres que compartieron su colchón e imaginó escenas prohibidas para su edad. ¡Qué bueno sería estar a solas una hora con aquella muchacha!

—Yo lo haré —contestó, intentando aislar sus pensamientos de su mirada.

Sin embargo, Lorena se había dado cuenta. No le molestaba que la mirara. Estaba acostumbrada a soportar la mirada de los hombres. A veces incluso se esforzaba por atraerlas. Se divertía haciéndoles sufrir un poquito. Eran tan predecibles...

Clavó en él sus ojos negros y sonrió abiertamente con cierta malicia.

—Gracias, don Jaime. Es usted muy amable.

—Sin don, Lorena, sin don —contestó sonriendo con suficiencia, seguro de que había ganado enteros con aquella preciosidad.

No descartó nada. Hoy en día, algunas pastillas hacían milagros con las cosas que ya no funcionaban como antes.

3

Casi a mediodía, María salió a la calle después de haberse dado una ducha para quitarse aquella sensación de suciedad que le había dejado la experiencia de retirar de su porche al ave muerta. A lo lejos divisó un montón de gente junto al número ocho. Un coche de la policía local estaba estacionado a la izquierda, frente al número siete, y dos agentes hablaban con los vecinos.

Cruzó la explanada en esa dirección. El pequeño Raúl la alcanzó montado en la bici y se situó a su lado aminorando el pedaleo.

—Habían más palomas como la de tu jardín. ¿Sabes? —le dijo en cuanto le dio alcance.

María inclinó un poco el cuerpo hacia él acercando el oído para indicarle que le escuchaba, pero sin apartar la vista del número ocho. A medida que se acercaba, podía oír la voz alterada de Santiago, el vecino del seis y la réplica conciliadora de uno de los agentes, pero todavía no entendía lo que decían.

—Ah, ¿sí? —contestó al pequeño para ganar tiempo.

—Sí, en casi todos los porches. Es una lluvia negra, de la mala.

—¿Cómo dices? —María lo miró por primera vez, sorprendida por el comentario.

—Lluvia negra, lluvia negra, de la mala.

Raúl no esperó ninguna respuesta. Aumentó la intensidad del pedaleo y ganó terreno con facilidad. Su voz seguía sonando en la distancia, repitiendo aquello una y otra vez con su voz cantarina.

—¡Lluvia negra, lluvia negra, de la mala!

María volvió a sentir el frío en la nuca, pero ahora ya no tenía un albornoz que ajustarse a la piel para mitigarlo. Vestía pantalón vaquero y una camiseta para evitar la sensación de bochorno. Hacía calor, pero aquel escalofrío quemaba más que el sol.

Llegó a la altura del grupo que discutía en la puerta del porche del número ocho y distinguió a algunos de los vecinos. Estaban Julia, la madre de Raúl, Enrique y Lorena, del nueve, el empalagoso vecino del siete, Sofía, del uno, y Santiago, por supuesto. A él se le oía en la distancia y ahora, además, podía verlo claramente haciendo aspavientos mientras vociferaba intentando hacerse oír por encima del resto. También estaba Jose, el traumatólogo, apoyado en la valla del porche, con los brazos cruzados sobre el pecho. No podía precisar si su rostro reflejaba tristeza, cansancio o ambas cosas. Era guapo y María se preguntó qué pasaría en ese momento por la mente de ese hombre. Lo que pasó por la suya no le gustó y desechó sus propios pensamientos. Jose se fijó en ella y le sonrió con amabilidad, pero sin mucho afán. Ella le devolvió la sonrisa y se dirigió a Julia, que se había apartado un poco de Santiago para evitar que la dejara sorda con sus berridos histéricos.

—¿Qué ha pasado?

—Hola, María. ¿No te has enterado? ¿No encontraste una paloma muerta en tu jardín?

—Sí. La recogí esta mañana. ¿Tú también?

—Sí. Casi todos los vecinos teníamos una en el porche. Jaime ha llamado a la policía y Santiago quiere denunciar a todo el mundo.

—¿Cómo? —preguntó perpleja.

—Quiere denunciar al ayuntamiento, a la policía, al alcalde, al presidente del gobierno, y si lo dejan, a la Unión Europea.

Julia esbozó una sonrisa, pero María no estaba interesada en la perreta de Santiago.

—¿Dices que había palomas muertas en todos los porches?

—En casi todos. Alguno escapó de la broma. O a esos gamberros se les acabaron las palomas.

—Pero eso es muy raro, ¿no? ¿Se sabe quién ha sido?

—No. Y sí que es muy raro. Al parecer anoche llovieron palomas.

María tuvo una sensación de inquietud.

(Lluvia negra, lluvia negra, de la mala).

—¡Joder! ¿Y qué va a hacer la policía?

—Pues están intentando explicarle a Santiago que hoy es festivo y no hay servicio de recogida de animales muertos.

María hizo una mueca de contrariedad. Ella misma pensaba llamarles para que se llevaran la suya.

—¿Y entonces qué hacemos con los bichos esos? Yo la puse en una bolsa y la metí en el contenedor del jardín, pero no voy a tenerla ahí hasta mañana.

—Esa es la bronca que se tienen esos —dijo Julia, mirando divertida al grupo de vecinos y a uno de los agentes que discutía con ellos, demostrando una paciencia sobrehumana—. El policía dice que las metamos todas en uno de los cubos y que la depositemos en algún lugar seguro hasta que mañana vengan a por ellas los de la recogida de animales, pero ¿me quieres decir qué «lugar seguro» le encontramos?

—¿Y si las tiramos al contenedor de basura? —propuso María, levantando la voz para que los gritos de Santiago no le impidiera hacerse oír.

—Eso hemos dicho, pero la policía dice que no puede ser. Lo prohíben las ordenanzas —dijo Julia, enfatizando la última palabra al tiempo que le colocaba con los dedos las comillas virtuales.

Jose levantó la mano para pedir el turno de palabra.

—Un momento, por favor.

Su petición cayó en saco roto porque Santiago estaba cada vez más cabreado con el policía y este parecía también a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.

—¡Yo me las quedaré! —anunció a voz en grito.

El policía lo miró extrañado, reparando por primera vez en su presencia.

—¿Perdone?

—Tengo un contenedor de basura en el jardín, como todo el mundo aquí, supongo —explicó recuperando el tono de voz normal—. Al parecer, se han encontrado palomas en todos los dúplex, ¿no?

Miró a María para confirmar que también había encontrado una en el suyo. Ella asintió.

—Bueno, pues serán diez como máximo.

—Son nueve, en todo caso —le corrigió ella—. Esta mañana han hecho la mudanza del cuatro. Tenemos nuevos vecinos. Podría asegurar que no retiraron ninguna paloma de allí.

Santiago retomó el control de sus protestas.

—¡Claro! Eso demuestra que quien lo hizo tiene que ser de por aquí, porque sabe que ese dúplex lleva toda la vida cerrado y no iba a joder a nadie tirando una puta paloma muerta en el porche. ¡Cámaras, joder! Y se acaba toda esta mierda.

El agente lo miró con aire cansino e intentó por una vez parecer autoritario.

—¡Cálmese, por favor!

Luego se dirigió nuevamente a Jose:

—¿Dice usted que puede quedárselas hasta mañana?

—Sí. No tengo problema en quedármelas hasta que mañana vengan a por ellas.

Santiago lo miró como a un bicho raro, pero a Jose no pareció importarle.

—Bueno, si es así, creo que no hay más que discutir —concluyó el agente suspirando aliviado—. Hagan el favor de traer las bolsas para depositarlas en el contenedor del caballero. Muchas gracias, señor.

—Voy a por el cubo —dijo Jose, dando media vuelta en dirección al garaje.

El resto comenzó a dispersarse y cada uno fue a buscar su bolsa con la paloma muerta. María se quedó delante de la puerta del ocho, esperando el regreso del traumatólogo. Cuando volvió a asomar por la puerta, le pareció más cansado (o más triste) que antes.

—Eres muy amable —observó esbozando otra sonrisa—. Pareces cansado. ¿Has tenido mala noche?

—No es nada, gracias —contestó quitándole importancia y sin mirarla, mientras colocaba el contenedor junto a la valla—. ¿No vas a por la tuya?

María se incomodó un poco. No quería dar la impresión de ser una de esas vecinas excesivamente curiosas que quieren enterarse de la vida de todo el mundo. Lamentó haberse tomado la libertad de preguntarle.

—Sí, disculpa. Ya me voy.

—Hasta ahora —la despidió él con frialdad.

A María le molestó aquello. No sabría explicar por qué. A fin de cuentas, el traumatólogo ni siquiera era su amigo. Eran vecinos, eso era todo. Y sin embargo, le preocupaba que aquel hombre no tuviera pareja, le entristecía que pareciera cansado a todas horas y le desagradaba que no la hubiera mirado cuando le habló, aunque no entendía por qué tenía que importarle esto último.

Se dio la vuelta y emprendió el camino a su casa en busca de la bolsa con la paloma muerta. Pensó en arrastrar el contenedor hasta el otro extremo y no sacar la bolsa hasta haber llegado al ocho con tal de no sentir el peso del bicho muerto durante el trayecto de ida. Cuando llegó al porche, ya no le pareció tan buena idea y se armó de valor para sacar el ave del fondo del cubo.

Abrió la tapa con precaución y una enorme mosca salió del interior zumbando, pasándole a escasos centímetros de la cara. María profirió un grito de asco y miedo, y agitó su mano delante de la nariz. Sentía el corazón bombeando en el pecho y se odió por ser tan escrupulosa con las moscas.

Levantó la bolsa por encima del contenedor para cerrar la tapa y tuvo la sensación de que pesaba tres veces más que a primera hora de la mañana. «Debe estar llena de bichos asquerosos que se la están comiendo por dentro», pensó de manera irracional y su pensamiento le puso la carne de gallina.

Aceleró el paso y volvió a cruzar la explanada. A medio camino se encontró con Julia, que salía del cinco con su bolsa.

—Esto es un asco —le dijo la vecina arrugando la nariz. Menos mal que Jose ha querido hacernos el favor.

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Žanrid ja sildid

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320 lk 1 illustratsioon
ISBN:
9788417657017
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