Loe raamatut: «Una ficción desbordada»
Una ficción desbordada. Narrativa y teleseries
Giancarlo Cappello
Colección Investigaciones
Una ficción desbordada. Narrativa y teleseries
Primera edición digital, marzo 2016
© Universidad de Lima
Fondo Editorial
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Versión ebook 2016
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Dirección: calle Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores
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Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial
ISBN versión electrónica: 978-9972-45-338-0
Índice
Teaser. A modo de introducción
Episodio I. El estatuto audiovisual
1. El diseño clásico
2. El Paradigma
3. La estructura reparadora
4. La estructura mítica
5. Los héroes cansados de la modernidad
6. La estructura cuestionada
7. Una narrativa distinta
Episodio II. Narrar en la hipertelevisión
1. La impronta digital
2. Transformaciones de la pantalla chica
3. Todas las pantallas, todas las historias
4. La ficción televisiva
5. Prestigio, riesgo y empresa: los parámetros del nuevo drama
6. La calidad como género
7. La historia no es una, ni es de uno: el nuevo telespectador
Episodio III. Una ficción desbordada
1. La suspensión del placer
2. La serialización de la serie
3. La elasticidad del tiempo
4. Usos del reloj y los espejos
5. Narradores, perspectivas y trampas
6. Introspección y asimilación de materia
7. Los héroes malvados
8. La cinematografización televisiva
9. Textos y trasvases
10. Hipernarración
11. La expansión del relato
12. Teleseries y fans: una love story
Season finale. Una poética manierista
Referencias bibliográficas
Referencias audiovisuales
Aplicaciones y sitios web de interés
TEASER
A modo de introducción
Exterior. Aldea. El fuego crepita mientras los hombres, marcados por las sombras de la noche, siguen el relato de un anciano que ha robado sus sentidos. Cada palabra es un golpe de efecto que tensa los músculos. Ningún hechizo los gobierna, sin embargo, algo vibra en sus pechos, algo los despega del suelo y los sacude, una encrucijada, una crisis, para finalmente depositarlos al lado del fuego, donde todo empezó. El anciano calla y en la oscuridad quedan solo los fantasmas.
Varios siglos después, la escena se ha complejizado, pero sigue intacta. Un artilugio ha tomado el lugar del anciano, su luz refulge y marca el rostro de quienes, como antaño, sienten los músculos tensarse. 17,3 millones de espectadores se agitan ante el primer capítulo de la quinta temporada de The Walking Dead, los servidores de HBO colapsan la noche del último episodio de True Detective y más de 9 millones de usuarios comentan en simultáneo los últimos minutos de Breaking Bad a través de Twitter. La pantalla es la nueva hoguera, el escenario, el lienzo, el espacio formidable donde se funden los sentidos.
Toda la tradición oral, los poemas épicos, la prosa más dilecta, el teatro, las fábulas, la poesía, toda la tragedia y toda la comedia del mundo circulan a diario por las pantallas de televisión. Son relatos fascinantes y por demás ilustrativos de un tiempo que parece ajustar sus coordenadas para enfrentar el nuevo siglo. Como ocurrió con el cine a principios del XX, y antes con la novela, las teleseries se han ubicado en el centro de lo simbólico, de modo que esta nueva edad dorada de la televisión se presenta como el espacio de convergencia de distintos cambios técnicos, económicos y sociales. En paralelo, el público se apropia del relato y la serialidad televisiva adquiere una prestancia antes negada en el ámbito cultural. Lejos parece haber quedado esa ficción denostada, insulsa, tenida como una referencia menor de las posibilidades dramáticas. Esa misma televisión, que hoy cobra todas sus revanchas, vive un tiempo feliz que la ha encumbrado, de momento y en lo que se refiere a creatividad e interés, por encima del cine más popular.
Se trata de un salto cualitativo cuya bandera luce dos franjas dedicadas a la libertad y a la innovación. Lo que empezó como un fenómeno limitado a las producciones del cable en Estados Unidos, cada vez más contagia y se extiende a los patrones de la televisión abierta, que busca no perder el ritmo de un público consumidor de ficción más complejo e inquieto en sus hábitos de recepción. Porque se consume televisión incluso prescindiendo del televisor. Gracias al ancho de banda y a los servicios de streaming, la ficción se desborda y configura una dinámica transmedia que está obligando a reformular los cánones habituales. ¿Qué ha pasado con el relato televisivo de este tiempo? ¿Cuánto hay de distinto en esta narrativa audiovisual? ¿Es el inicio de un nuevo orden para el viejo arte de contar historias?
En este libro nos acercamos al funcionamiento narrativo de las teleseries estadounidenses a partir del panorama mediático y de convergencia en que se desarrollan. El análisis se concentra en las parcelas del guion, de la escritura dramática, pero inevitablemente explora también los aspectos vinculados a la estética y el discurso. El primer episodio revisa las distintas formulaciones alrededor de la construcción de historias en el audiovisual, para contrastarlas más tarde con las prácticas narrativas de las teleseries. Esto obliga a detenerse en los cambios ocurridos en el entorno sociocultural y de negocio, de modo que el segundo episodio se compone no solo como un marco de contexto, sino como la descripción del itinerario que ha debido seguir la ficción televisiva hasta ubicarse en las cotas de calidad en las que se encuentra hoy. El público es otro factor relacionado y, en ese sentido, el texto se ocupa de los mecanismos y posibilidades que plantea la hipertelevisión a la recepción del relato audiovisual.
Por último, en el episodio tercero, se desagregan las características, recursos y técnicas de este nuevo drama, con la intención de describir cómo opera la maquinaria narrativa. Se alterna la atención concreta sobre ciertas producciones con una descripción más general de otras, de manera que sea posible ilustrar no solo las peculiaridades de su impronta industrial, sino también su compleja constitución dramática, asentada entre la cultura y el entretenimiento, la experimentación y el espectáculo de masas.
Desde Twin Peaks hasta The Leftovers, de Tony Soprano a Lester Nygaard, desde los juegos de tronos en Poniente hasta los juegos de la mafia en Atlantic City, este libro está atravesado por personajes y escenarios que aparecen convocados para ilustrar la práctica narrativa de las teleseries. Un espíritu académico recorre estas páginas, pero es probable que en más de una ocasión se vea traicionado por la impostación subjetiva del fan. De ahí que no estén todas las historias que alguien hubiera esperado y de ahí, también, que no se les haya dedicado el mismo acento o el mismo afecto. Sin embargo, creemos que esa otra mirada más subjetiva puede resultar complementaria para abordar un relato que tiende a lo elusivo y a la multiplicación, pero que no por ello resulta menos sólido y apasionante.
En distintos pasajes del texto se han incluido códigos QR para que el lector, siguiendo la lógica hipertelevisiva de las segundas pantallas, pueda acceder a través del smartphone a una serie de ejemplos y referencias que complementen las ideas que se desarrollan en el impreso. Si el futuro de los relatos está en la experiencia transmedia y la social-TV, este ejercicio de leer y ver al mismo tiempo tiene la pretensión de aproximar al lector a las nuevas dinámicas de recepción, cada vez más comunes, del ecosistema de medios en que se desenvuelve la narración.
Finalmente, quiero agradecer al Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima por haber confiado en este proyecto, en especial a su directora, la doctora María Teresa Quiroz. También a María Fe Martínez, por el fanatismo compartido y sus permanentes comentarios y aportes. A Luis Manuel Olguín, por su lectura atenta. A mi esposa, por tolerar mis largas horas en Netflix. Y a la tele, por supuesto, por todas sus fabulosas aventuras.
EPISODIO I
El estatuto audiovisual
Entre las experiencias germinales y las últimas producciones audiovisuales, donde las acciones bullen, los planos proliferan, los sentidos se inflaman y la temporalidad y los lugares se rebasan y superponen, existe un largo recorrido técnico y argumental que ha permitido lograr las fabulosas experiencias narrativas de hoy. A la par de los esfuerzos por explotar las mayores posibilidades de la imagen y del sonido, también se han desarrollado ideas, preceptos, modelos con los cuales lograr una exposición eficaz de los eventos: organizándolos, distribuyéndolos, ponderándolos y explotándolos de manera que lleguen a la audiencia en su mejor forma dramática. Porque no se trata solo de transmitir información narrativa, sino de recrear el pulso mental del mundo: el amor, el deseo, el dolor, etc. En ese sentido, las distintas innovaciones y progresos permiten reconocer un permanente esfuerzo por ser capaces de generar, con las particulares formas del audiovisual, una experiencia sensible.
Esta vocación por las emociones vívidas solo se entiende a la luz del público. Aunque se pretenda cierta distancia objetiva, la naturaleza de las acciones y los diálogos organizan el relato audiovisual en función del espectador. ¿Por qué en Casablanca (Curtiz, 1942) Rick repasa sus días en París junto a Ilsa, si es evidente que no los ha olvidado? Porque es necesario que el público entienda lo que significó ese tiempo feliz. ¿A quién muestra la cámara, si no es a la audiencia, el picahielos debajo de la cama de Catherine Tramell en la secuencia final de Basic Instinct (Verhoeven, 1992)? Y lo hace para perturbar, sobresaltar, advertir. Desde los inicios del cine ha sido así. En Orphans of the Storm (Griffith, 1922), la bebé Louise se nos presenta en primer plano, las manos de su madre la sostienen en una posición poco natural mientras la cámara encuadra sin disimular sus intenciones.
Muchas veces el flashback, el racconto, el off, el soliloquio (equivalentes audiovisuales del monólogo interior) son vías de introspección que el auditorio utiliza para conocer la psicología de los personajes y acceder a información que complete la diégesis. Estos rituales alteran el tiempo, los espacios y la lógica de acción para garantizar la continuidad del relato, para asegurar que el nexo entre público y pantalla permanezca vivo. Estamos delante de un lenguaje que no solo quiere conectar dos instancias –público y pantalla, narrador y narratario–, sino establecer vínculos que produzcan una experiencia. En ese sentido, ningún estudio ha servido más al audiovisual que la Poética de Aristóteles. La preceptiva de este trabajo ha servido de base para el desarrollo del teatro y la literatura, y ha anidado en el corazón de las más diversas propuestas; en más de un aspecto, se ha convertido en el emblema del arte narrativo desde que, en 1498, apareció la traducción latina a cargo de Giorgio Valla en Venecia.
La Poética forma parte del proyecto aristotélico de entender racionalmente el desarrollo del hombre y la naturaleza. Constituye un esfuerzo por analizar la técnica del drama sobre la base de un pensamiento científico. Como recuerda John Howard Lawson (1976), su enfoque es estructural: describe magnitudes, proporciones, partes, relaciones, pertinencias, incluso extensiones, como cuando aconseja al dramaturgo construir la trama considerando las limitaciones del teatro. Aristóteles analiza el drama lógicamente, no se detiene en las dimensiones sociológicas, no hace mención de los problemas morales que fueron tratados por los poetas griegos, no relaciona las técnicas del escritor con sus ideas, no tiñe sus observaciones de emociones, de preferencias estéticas, no hace comparaciones entre su ética y la de aquellas obras maestras de la tragedia. Al estar liberada de marcas individuales y de contexto, se convierte en un referente ahistórico perdurable. Otro clásico como el Arte poética de Horacio, por ejemplo, sucumbe después del Renacimiento, ahogado por ese formalismo de estilo que insiste en las ideas del buen gusto y el decoro. Una propuesta sólida como la de Goethe, donde el espíritu excepcional y el triunfo de la mente sobre la materia se revelan en la técnica, aparece también descolocada cuando termina el Romanticismo. Sin embargo, Aristóteles permanece.
Aun cuando la Poética se ocupa específicamente de la tragedia, sus páginas exponen consideraciones técnicas para construir un relato, por lo que es también el primer esbozo teórico acerca de cualquier narración. Sus postulados han sido intervenidos y adaptados a diversos contextos y soportes, entre ellos el cine y la televisión, que aprecian especialmente su manera de entender los vínculos con el auditorio. De alguna manera, deshojadas todas las historias, encontraremos el sustrato aristotélico como influjo vital.
1. El diseño clásico
En su texto1, Aristóteles considera al arte de la mímesis –la imitación de la vida– un placer que debe construirse para goce del espectador. Esta premisa involucra tanto la forma –la manera de contar– como el fondo –aquello que se cuenta–, de modo que descuidar los usos del público para recibir y percibir la narración significa arriesgar el vínculo entre las partes. De ahí que el medio audiovisual se esfuerce por conseguir historias que interesen al público sin esperar que el público se interese por ellas. Esto podría entramparnos en una discusión valorativa en la que ideas como lo cultural, lo popular y lo comercial se trenzan en una espiral sin fin: ¿el público o el artista?, ¿el artista se debe al público o a su genio?, ¿dónde termina lo cultural y empieza lo comercial?… Al respecto, solo diremos que tener en cuenta al público consiste en cubrir tres expectativas: sentido, emoción y espectáculo.
Para Aristóteles, el placer que produce una representación ocurre porque al mismo tiempo se aprende, se reúne el sentido de las cosas, es decir, que el hombre es de este o aquel modo. El placer está en las emociones (el temor y la piedad en el caso de la tragedia), porque ellas conducen al público por una serie de acciones enriquecidas con adornos artísticos –dispuestos por el espectáculo– que generarán el efecto poético deseado: la catarsis, el goce de la purificación vicaria a través del relato que se ha producido. Sentido, emoción y espectáculo deben conjugarse en cualquier historia más allá de cuáles sean sus intereses. Un relato divorciado del público es un relato innecesario.
Aristóteles entiende que para componer un relato nunca se debe perder de vista a los caracteres o personajes de la narración y debe considerarse el tiempo y el espacio en que se desarrollan, así como el sistema de lógica causal que afecta todos los aspectos anteriores. Si bien reconoce que los géneros trabajan con caracteres específicos –héroes o sujetos menores–, sostiene que la lógica dramática es la misma: los caracteres se organizan en función de un dilema, un evento o una situación que los obliga a evolucionar hasta llegar a un punto en el que se decide su muerte o su redención, en suma, su destino. Sobre la base de estas ideas surge para la narrativa audiovisual el concepto de objetivo: aquello que organiza las acciones del personaje hasta el final de la historia.
El objetivo moviliza a los caracteres. Puede ser algo consciente o inconsciente, impuesto o asumido libremente, pero en todos los casos siempre podremos vincular su trascendencia a la realización de los personajes. De esta forma, casarse con la chica más linda de la secundaria, vencer al genio malvado, conseguir la custodia de un hijo, alcanzar una medalla olímpica o dar con la solución de un problema matemático no solo constituyen formas de realización, sino que se configuran como la síntesis proteica de todo lo que más quiere y más teme el auditorio. La felicidad en todas sus formas y la muerte en todas sus acepciones operan como un binomio dialéctico que moviliza la historia.
Cuando Michael Corleone toma las riendas en The Godfather (Coppola, 1972), lo hace procurando la estabilidad de su familia: quiere alejarla de la muerte y llevarla a otro nivel, uno en que la mafia no logre afectarla y pueda gozar de un apellido digno, es decir, de la felicidad. En Germania, anno zero (Rossellini, 1948), el pequeño Edmund no puede hallar esa felicidad y decide acabar con su vida sobre el final del relato. La secuencia es estremecedora porque la muerte se presenta como la única vía de escape al dolor y la infelicidad de esa Alemania de posguerra, casi apocalíptica, donde la niñez no encuentra reparo. Asimismo, cuando un grupo de jubilados de la Empresa de Ferrocarriles de Uruguay roba la última locomotora operativa para evitar que sea vendida a un estudio de Hollywood, estamos también ante una gesta vital. Los tres ancianos de El último tren (Arsuaga, 2002) recurren a ese acto desesperado para afianzar sus principios y sus sueños en un tiempo donde el retiro, el progreso y la muerte los oscurecen: es su particular forma de seguir vivos.
Otra idea importante es la de proporcionalidad (Cano, 2002). Aristóteles refiere tres tipos:
1. Entre coros y caracteres. Lo que supone un balance entre lo que cuentan los personajes y lo que cuenta, en este caso, la pantalla. De aquí se desprende aquella lección de guion que indica que las historias se narran porque ocurren cosas delante del espectador, no porque los personajes cuentan qué les ha pasado.
2. Entre la elocución, el pensamiento, el espectáculo y el canto. Vale decir, balance entre los diálogos, los contenidos (donde el éthos define el carácter del personaje y perfila el sentido de la obra) y la puesta en escena. Si prevalece alguno, ocurre la distorsión: el exceso de diálogo explicativo genera verborrea, sopor; el acento en el pensamiento corre el riesgo de pontificar, y la sobredimensión de la puesta en escena conduce al aturdimiento.
3. Finalmente, proporcionalidad entre los caracteres y la trama. El carácter de los personajes debe revelarse a partir de sus acciones: no importa tanto saber qué les pasa, sino cómo son y cómo se transforman ante eso que les pasa. Syd Field, uno de los principales referentes de la escritura audiovisual, expresa esto con el lema: «un personaje es lo que hace» (2001 [1979], p. 31), pero su formulación no aterriza el sentido de ese hacer y orienta las acciones a la consecución del objetivo, descuidando la transformación del carácter. Como recuerda Aristóteles, se trata de la imitación no de las personas, sino de la acción y la vida, de la felicidad y la desdicha.
La moderada combinación de estos elementos resulta fundamental sobre todo si debe ser desplegada en una magnitud finita de espacio y de tiempo. Entre los capítulos VI y VIII, Aristóteles se refiere a la extensión y el orden como base de la belleza de la obra, la misma que debe articularse, de preferencia, sin incluir tramas secundarias que distraigan la acción principal. Sin embargo, el hecho de proponer una sola línea de acción no supone componer una historia simple. Por el contrario, la Poética ofrece ingenios para embellecerla. Por ejemplo, que sea compleja: es decir, que incluya peripecia y anagnórisis. Las peripecias son hechos que alteran los sucesos de la historia marcando un cambio de fortuna. La anagnórisis está vinculada al reconocimiento que hace el personaje de sí mismo o del mundo o de los demás, es la revelación que determina su destino. Que sea patética: puesto que los lances patéticos son eventos que dan un giro al curso de la acción por las muertes que se producen en escena, ya sea por asesinatos, naufragios o heridas. Que se base en los caracteres, que se ocupe de la humanidad de los personajes. Por último, que proporcione un buen espectáculo, entendido este como los artilugios que componen la puesta en escena.
Los relatos audiovisuales de hoy son pródigos en recursos que parten de estas ideas. De hecho, su formalización ha dado como resultado grandes convenciones narrativas como los géneros: el melodrama sostiene su fuerza dramática en la anagnórisis, la aventura sin peripecia no es aventura, el terror es la consumación del patetismo, los thrillers descansan en la compleja construcción de los caracteres y, de entre todos, quizá sean la ciencia ficción y la fantasía los que mejor despliegan el concepto de espectáculo y puesta en escena.
De todos los postulados, la catarsis es el principio más famoso. Aunque no hay mayor explicación acerca de su sentido en la Poética, la convención indica que está referido, en el caso de la tragedia, a la purificación de las emociones a través de la piedad y el terror. De acuerdo con esto, las fuertes emociones contempladas en una imitación poética liberarían el exceso de nuestras emociones y pasiones, y, de este modo, apaciguarían el espíritu. Al postularse como el efecto poético que persigue el drama, ha llegado hasta nuestros días –no pocas veces– como una suerte de cometido para con el público, a fin de aleccionarlo, estimular su reflexión o, sencillamente, hacerlo partícipe de una experiencia significativa. A fin de cuentas, todas son lecturas, con mayor o menor consenso, que sustentan un filón crítico o una impostación estética.
Al conjunto de normas que parte de las ideas de Aristóteles se le conoce como diseño clásico. Como señala Robert McKee (2008 [2002]), se trata de fundamentos que permiten construir una historia que orienta al público a enfocarse en un protagonista que lucha en pos de un deseo u objetivo, enfrentando fuerzas antagónicas a través de un tiempo continuo, dentro de una realidad ficticia coherente y causalmente relacionada, hasta llegar a un final de cambio absoluto e irreversible.
Alrededor de este diseño se han cerrado filas y a partir de él se han construido también vanguardias, quiebres, deconstrucciones y experimentaciones con un éxito mayor o menor, sostenido o no en el tiempo. Aunque parezca que no es posible escapar a este esquema, no se trata de una condena, pues admite variaciones y reformulaciones que corren por cuenta del escritor y su tiempo. De hecho, eso es lo que espera el público cuando se instala frente a una pantalla: le interesa la excepción, la pequeña ruptura, la conjugación diferente; de lo contrario, todas las historias serían iguales. No se trata de inventar un nuevo lenguaje cada vez, sino de transformarlo, de torcerlo levemente en función de las particularidades de cada historia, lo que consigue la comodidad del público frente a esa diferencia. Después de todo, la originalidad y las diferencias se inscriben en una base común. A decir de Yves Lavandier (2003), la nobleza de una obra depende tanto de lo que la distingue como de lo que la acerca a las demás: para que una obra de arte sea grande debe tener puntos en común con sus semejantes.