Teoría y análisis de la cultura

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CULTURA Y HEGEMONÍA EN GRAMSCI

También en Gramsci la cultura se homologa a la ideología, entendida en su acepción más extensiva, como “concepción del mundo”. La cultura no sería más que una visión del mundo interiorizada colectivamente como “religión” o “fe”, es decir, como norma práctica o “premisa teórica implícita” de toda actividad social. La cultura así entendida posee una eficacia integradora y unificante: “La cultura, en sus distintos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en estratos numerosos, en contacto más o menos expresivo, que se comprenden en diversos grados, etcétera”. (68)

Puede decirse, sin forzar demasiado el pensamiento de Gramsci, que por esta vía la cultura determina la identidad colectiva de los actores histórico–sociales: “De ello se deduce la importancia que tiene ‘el momento cultural’ incluso en la actividad práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el ‘hombre colectivo’. Esto supone el logro de una unidad ‘cultural–social’, por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se sueldan con vistas a un mismo fin, sobre la base de una misma y común concepción del mundo (general y particular, transitoriamente operante, por vía emocional, o permanentemente), cuya base intelectual está tan arraigada, asimilada y vivida, que puede convertirse en pasión”. (69)

Además, no debe olvidarse que para Gramsci las ideologías “organizan” a las masas humanas, forman el terreno dentro del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición, luchan, etcétera. (70)

Gramsci aborda los problemas de la ideología y de la cultura en función de una preocupación estratégica y política motivada en gran parte por la derrota histórica del proletariado europeo en los años veinte. De aquí la estrecha vinculación de su concepto de cultura con el de hegemonía, que representa grosso modo una modalidad de poder —capacidad de educación y de dirección— basada en el consenso cultural. Desde este punto de vista, la cultura, al igual que la ideología, se convierte en instrumento privilegiado de la hegemonía por medio de la cual una clase social logra el reconocimiento de su concepción del mundo y, en consecuencia, de su supremacía por parte de las demás clases sociales.

Esta modalidad hegemónica del poder, ausente en los esquemas leninistas, sería una característica particular de los procesos políticos europeo–occidentales, por oposición a la sociedad rusa de 1917 y, por extensión, del Oriente. “En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el temblor del Estado se evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil”. (71) (Nótese que para Gramsci la “sociedad civil”, contrapuesta a la “sociedad política”, se identifica con la esfera ideológico–cultural).

El concepto de hegemonía le permite a Gramsci modificar en un aspecto importante el papel atribuido por Lenin a la cultura en el proceso revolucionario. En efecto, para Lenin, la “revolución cultural” sólo podía tener vigencia en la fase posrevolucionaria, después de la conquista del Estado, entendido como aparato burocrático–militar. Para Gramsci, en cambio, la tarea cultural desempeña un papel de primerísimo orden ya desde el principio, desde la fase prerrevolucionaria, como medio de conquista de la “sociedad civil” aun antes de la conquista de la “sociedad política”. “Un grupo social puede y debe ser dirigente aun antes de conquistar el poder de gobierno (y ésta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder); después, cuando se ejercita el poder y también cuando lo tiene fuertemente aferrado en el puño, se torna dominante, pero debe continuar siendo ‘dirigente’”. (72)

La posición de clase subalterna y/o dominante determina, según Gramsci, una gradación de niveles jerarquizados en el ámbito de la cultura, que van desde las formas más elaboradas, sistemáticas y políticamente organizadas, como las “filosofías” hegemónicas y, en menor grado, la religión, a las menos elaboradas y refinadas, como el sentido común y el folklore, que corresponden grosso modo a lo que suele denominarse “cultura popular”. Pero, en realidad, no se trata sólo de estratificación sino de una confrontación entre las concepciones oficiales y las de las clases subalternas e instrumentales que en conjunto constituyen los estratos llamados populares.

Para Gramsci la concepción del mundo y de la vida propia de estos estratos es “en gran medida implícita”, lo mismo que su oposición a la cultura oficial (“por lo general también implícita, mecánica, objetiva”). (73)

La posición de Gramsci frente a esta complejidad contradictoria de los hechos culturales es también abiertamente valorativa y políticamente selectiva, como la de Lenin. Sólo varían sus criterios de valoración, en última instancia los de la hegemonía: capacidad dirigente, fuerza crítica y aceptabilidad universal. (74) En virtud de estos criterios, Gramsci no vacila en descalificar el particularismo estrecho, el carácter heteróclito y el anacronismo de la cultura subalterna tradicional: “El sentido común es, por tanto, expresión de la concepción mitológica del mundo. Además, el sentido común [...], cae en los errores más groseros; en gran medida se halla aún en la fase de la astronomía tolemaica, no sabe establecer los nexos de causa a efecto, etcétera, es decir, que afirma como ‘objetiva’ cierta ‘subjetividad’ anacrónica, porque no sabe siquiera concebir que pueda existir una concepción subjetiva del mundo y qué puede querer significar”. (75)

Pero, a diferencia de Lenin, Gramsci matiza significativamente su posición, en principio negativa, frente a las culturas subalternas, reconociendo en ellas elementos o aspectos progresistas capaces de servir como punto de partida para una pedagogía a la vez política y cultural que encamine a los estratos populares hacia “una forma superior de cultura y de concepción del mundo”. (76) El proyecto de Gramsci no prevé la mera conservación de las subculturas folklóricas sino su transformación cualitativa (“reforma intelectual y moral”) en una gran cultura nacional–popular de contenido crítico–sistemático que llegue a adquirir “la solidez de las creencias populares”, (77) porque “las masas, en cuanto tales, sólo pueden vivir la filosofía como una fe”. (78)

Esta nueva cultura sólo puede resultar de la fusión orgánica entre intelectuales y pueblo a la luz de la filosofía de la praxis. En efecto, “la filosofía de la praxis no tiende a mantener a los ‘simples’ en su filosofía primitiva del sentido común, sino, al contrario, a conducirlos hacia una concepción superior de la vida. Se afirma la exigencia del contacto entre intelectuales y simples, no para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de las masas sino para construir un bloque intelectual–moral que haga posible un progreso intelectual de masas y no sólo para pocos grupos intelectuales”. (79)

La valoración de lo nacional–popular como expresión necesaria de la hegemonía en el ámbito de la cultura constituye otro motivo de diferencia entre las concepciones de Gramsci y las de Lenin. Éste propiciaba, como queda dicho, una visión internacionalista de la cultura sobre la base del cosmopolitismo proletario.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la cultura nacional–popular propiciada por Gramsci nada tiene que ver con las formas degradadas de la cultura plebeya. “La literatura popular en sentido degradado (de tipo Sue y toda su escuela) es una degradación político–comercial de la literatura nacional–popular, cuyos modelos son precisamente los trágicos griegos y Shakespeare”. (80)

Merece especial atención la relación establecida por Gramsci entre sociedad y cultura. Esta última se halla inserta, por cierto, en un determinado “bloque histórico” que tiene por armazón la tópica estructura–superestructura. Pero el bloque histórico no supone una relación mecánica y causal entre ambos niveles sino una relación orgánica que los convierte casi en aspectos meramente analíticos de una misma realidad, de modo que puedan distinguirse sólo “didascálicamente”, esto es, por razones simplemente pedagógicas y metodológicas. En efecto, en un determinado bloque histórico “las fuerzas materiales son el contenido y las ideologías la forma”, pero esta distinción es “puramente didascálica, puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin la forma, y las ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material”. (81)

En algunos textos Gramsci parece incluso transgredir la conocida tópica marxista, como cuando dice que la ideología es una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”. (82) En este texto la ideología y, por ende, la cultura, que se define en los mismos términos, se presenta como coextensiva a la sociedad y como dimensión necesaria de todas las prácticas sociales, sean éstas infraestructurales o superestructurales. Pero esta ubicuidad o “transversalidad” de la cultura, que recuerda de algún modo la concepción “total” de los antropólogos, no va en detrimento de su especificidad como “visión del mundo”, esto es, como hecho simbólico o como fenómeno de significación.

Quizás pueda concluirse entonces que para Gramsci el orden de la ideología y de la cultura engloba el conjunto de los significados socialmente codificados que, en cuanto tales, constituyen una dimensión analítica de lo social que atraviesa, permea y confiere sentido a la totalidad de las prácticas sociales.

CONSIDERACIONES CRÍTICAS

La asimilación de la cultura a la ideología sólo fue posible desde el momento en que esta última comenzó a adquirir un sentido extensivo (y no particular y peyorativo) que le permitiera abarcar prácticamente todo el campo del simbolismo y de la significación. Esta concepción extensiva, contrapuesta a la concepción inicialmente restrictiva (y peyorativa) que encontramos, por ejemplo, en La ideología alemana de Marx, cobró vigencia en la tradición marxista principalmente a partir de Gramsci y de Althusser. (83) Por eso los marxistas “ortodoxos” que siguen aferrados a concepciones restrictivas de la ideología prefieren definir la cultura en términos muy semejantes a los de la tradición antropológica, aunque con el aditamento de una referencia explícita al trabajo para marcar, probablemente, su especificidad “materialista”: “Cultura es la manera en que los hombres viven y trabajan...” (84)

 

De todos modos, la tendencia a homologar la cultura a la ideología, al parecer propia del marxismo occidental, representa una contribución de primer orden para el logro de una mayor homogeneidad conceptual en la caracterización de la cultura. En efecto, al igual que la ideología, la cultura se define aquí por referencia a los significados sociales, a los hechos de sentido, a la semiosis social. La cultura ya no se presenta como el “conjunto de todas las cosas, menos la naturaleza”, sino en todo caso como una dimensión precisa de “todas las cosas”, incluida la sociedad: la dimensión simbólica o de significación. Y bajo este aspecto, existe un progreso indudable frente a la indiferenciación conceptual que caracterizaba, como hemos visto, a la comprensión antropológica de la cultura.

Constituye también una contribución sustancial la referencia explícita a las “amarras sociales” de la cultura, como son la estructura de clases y la desigual distribución del poder que determinan, según los marxistas, la configuración contradictoria y conflictiva de los fenómenos culturales en las diversas formaciones sociales. Este enfoque materialista permite eludir, por una parte, el idealismo que inficiona la mayor parte de las concepciones culturalistas y, por otra, visualizar el terreno de la cultura, ya no como una superficie llana y nivelada sino como un paisaje discontinuo y fracturado por las luchas sociales. En la perspectiva marxista, la cultura es siempre un campo de batalla y a la vez el objetivo estratégico de esa batalla.

Pero el logro de estas ventajas parece haber corrido parejo con la pérdida del carácter ubicuo y “total” de la cultura, como lo había dejado establecido la tradición antropológica. Porque resulta que el marxismo tiende a “localizar” los hechos culturales dentro de una topología social precisa: la superestructura.

La responsabilidad de esta tendencia “topológica” debe imputarse entonces a la tópica infraestructura–superestructura, convertida en una especie de evidencia dentro de las corrientes marxistas. Debe reconocerse que esta metáfora arquitectónica ha desempeñado un papel decisivo en la lucha contra las grandes filosofías idealistas del siglo pasado. Pero ha terminado por convertirse en un “obstáculo epistemológico” para la comprensión de la relación entre sociedad y sentido, entre producción material y semiosis, entre economía y cultura.

Sobre todo en sus versiones más mecanicistas, la metáfora en cuestión presupone la oposición dualista entre realidad y pensamiento, y sugiere un esquema topológico de la sociedad que aparece constituida por niveles o estratos jerarquizados. El nivel privilegiado sería el de la producción material —la infraestructura—, mientras que los niveles de la superestructura serían secundarios, derivados y casi inesenciales. Lo cultural queda alojado, por supuesto, en la superestructura, como si la realidad de la base social escapara a la cultura, o como si los hechos culturales estuvieran simplemente superpuestos o sobreañadidos a “lo real”.

Ahora bien, “lo cultural como conjunto de esquemas interpretativos desconectados de la práctica social, lo cultural como superestructura inofensiva, secundaria y derivada, es precisamente lo cultural visto e instituido por el capitalismo”, dice con razón Jean–Paul Willaime. (85)

Dentro de la tradición marxista, sólo Gramsci parece haberse percatado con suficiente lucidez de las implicaciones mecanicistas de la célebre metáfora. De ahí sus esfuerzos por reabsorber el dualismo que le es inherente en la unidad orgánica de su “bloque histórico”. Estos esfuerzos, sin embargo, quedaron truncos y no fueron debidamente prolongados por su posteridad intelectual.

59- Los althusserianos comenzaron a ocuparse de este concepto sólo a partir de 1968 (Roger Establet) y las contribuciones de Gramsci al respecto fueron ignoradas por las corrientes marxistas tradicionales durante mucho tiempo. En México, el marxismo ha inspirado también contribuciones dignas de mención, como las del arqueólogo Luis F. Bate, Cultura, clases y cuestión nacional, Juan Pablos Editor, México, 1984; y las de José Luis Najenson, Cultura Nacional y cultura subalterna, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, México, 1979.

60- Citado por Jean–Michel Palmier, Lénine, l’art et la révolution, Payot, París, 1975, p. 240. Sobre la teoría leninista de la cultura en su conjunto, véase el excelente estudio de Antonio Sánchez García, Cultura y revolución. Un ensayo sobre Lenin, Serie Popular, Editorial Era, México, 1976.

61- “Notas críticas sobre el problema nacional”, Lenin, La literatura y el arte, Editorial Progreso, Moscú, 1976, p. 80.

62- Ibid.

63- Ibid., p. 79.

64- “Tareas de las juventudes comunistas”, Lenin, op. cit., p. 117.

65- “Éxitos y dificultades del poder soviético”, en op. cit., p. 119.

66- Lenin, “El desarrollo del capitalismo en Rusia”, en Obras completas, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1971, t. III, pp. 589–590.

67- “Sobre la cooperación”, op. cit., pp. 784–785.

68- Obras de Antonio Gramsci, vol. 3, Juan Pablos Editor, México 1975, p. 34.

69- Ibid.

70- Ibid., p. 58.

71- Obras de Antonio Gramsci, op. cit., vol. 1, pp. 95–96.

72- Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, Giulio Einaudi Editore, 1975, vol. III, pp. 2010–2011. (Hay traducción al español).

73- Obras de Antonio Gramsci, op. cit., vol. 4, p. 239.

74- Obras de Antonio Gramsci, op. cit., vol. 3, pp. 3, 18 y 109.

75- Ibid., pp. 63–64.

76- Ibid., p. 17.

77- Ibid., p. 58.

78- Ibid., p. 25.

79- Ibid., p. 19.

80- Obras de Antonio Gramsci, vol. 4, op. cit., p. 89.

81- Op. cit., vol. 3, p. 58.

82- Ibid., p. 16.

83- Ver al respecto, Eunice R. Durham, loc. cit., p. 78 y ss.

84- Ver, entre otros, Wolfgang Fritz Haug, “Standpunkt und Perspective Materialistische Kulturtheorie”, en Wolfgang Fritz Haug y Kaspar Maase, Materialistische Kulturtheorie und Alltagskultur, Argument–Verlag, Berlín, 1980, p. 6 y ss.

85- Jean–Paul Willaime, “L’opposition des infrastructures et des superstructures: une critique”, en Cahiers Internationaux de Sociologie, vol. LXI, 1976, p. 322.

4. La concepción simbólica de la cultura
LA CULTURA COMO PROCESO SIMBÓLICO

A la luz de la revisión crítica realizada se impone la necesidad de una reelaboración teórica que permita superar las limitaciones más patentes del discurso antropológico y marxista sobre la cultura, sin perder por el camino sus contribuciones más fecundas.

El problema fundamental que nos preocupa puede formularse de este modo: ¿es posible conferir un referente más homogéneo y específico al concepto de cultura, sin abandonar la “concepción total” que la hacía coextensiva a la sociedad? ¿Se puede sostener al mismo tiempo que la cultura es coextensiva a la sociedad, pero distinta de ella?

La tesis central que va a servirnos como punto de partida puede formularse así: es posible identificar un campo específico y relativamente homogéneo asignable a la cultura, si definimos a ésta por referencia a los procesos simbólicos de la sociedad. Es lo que llamaremos, con Clifford Geertz y John B. Thompson, (86) la “concepción simbólica” o “semiótica” de la cultura. La cultura tendría que concebirse entonces, al menos en primera instancia, como el conjunto de hechos simbólicos presentes en una sociedad. O, más precisamente, como la organización social del sentido, como pautas de significados “históricamente transmitidos y encarnados en formas simbólicas, en virtud de las cuales los individuos se comunican entre sí y comparten sus experiencias, concepciones y creencias”. (87) Y si quisiéramos subrayar la referencia etimológica a su analogante principal, que es la agricultura, habría que decir que la cultura es la acción y el efecto de “cultivar” simbólicamente la naturaleza interior y exterior a la especie humana, (88) haciéndola fructificar en complejos sistemas de signos que organizan, modelan y confieren sentido a la totalidad de las prácticas sociales.

Pero ¿qué es lo simbólico?

En el sentido extensivo con que aquí lo asumimos, siguiendo a Geertz, lo simbólico es el mundo de las representaciones sociales materializadas en formas sensibles, también llamadas “formas simbólicas”, y que pueden ser expresiones, artefactos, acciones, acontecimientos y alguna cualidad o relación. En efecto, todo puede servir como soporte simbólico de significados culturales: no sólo la cadena fónica o la escritura sino también los modos de comportamiento, prácticas sociales, usos y costumbres, vestido, alimentación, vivienda, objetos y artefactos, la organización del espacio y del tiempo en ciclos festivos, etcétera.

En consecuencia, lo simbólico recubre el vasto conjunto de los procesos sociales de significación y comunicación. Este conjunto puede desglosarse, a su vez, en tres grandes problemáticas:

1) La problemática de los códigos sociales, que pueden entenderse ya sea como sistemas articulatorios de símbolos, en diferentes niveles, ya sea como reglas que determinan las posibles articulaciones o combinaciones entre los mismos en el contexto apropiado. (89)

2) La problemática de la producción del sentido y, por tanto, de ideas, representaciones y visiones del mundo, tanto en el pasado (para dar cabida a las representaciones ya cristalizadas en forma de preconstruidos culturales o de “capital simbólico”), como en el presente (para abarcar también los procesos de actualización, de invención o de innovación de valores simbólicos).

3) La problemática de la interpretación o del reconocimiento, que permite comprender la cultura también como “gramática de reconocimiento” o de “interconocimiento” social. (90) Si adoptamos este punto de vista, la cultura podría ser definida como el interjuego de las interpretaciones consolidadas o innovadoras presentes en una determinada sociedad.

 

Esta triple problemática de la significación–comunicación se convierte también, por definición, en la triple problemática de la cultura.

Respecto de lo simbólico así definido cabe formular algunas observaciones importantes.

La primera se refiere a que no se le puede tratar como un ingrediente o como mera parte integrante de la vida social sino como una dimensión constitutiva de todas las prácticas sociales, de toda la vida social. En efecto, ninguna forma de vida o de organización social podría concebirse sin esta dimensión simbólica, sin la semiosis social. El antropólogo francés Marc Augé ha formulado muy claramente este problema: “Se trata [...], de repensar las consecuencias de una verdad evidente, demasiado evidente quizá como para que nos percatáramos claramente de ella. Las grandes líneas de la organización económica, social o política son objeto de representaciones a igual título que la organización religiosa; o más exactamente, la organización no existe antes de ser representada; tampoco hay razón para pensar que una organización represente a otra, y que la verdad de un “nivel”, según el lenguaje de las metáforas verticales, se halle situada en otro nivel”. (91)

Las consecuencias de esta manera de plantear las cosas son claras, sobre todo respecto de ciertas versiones mecanicistas del marxismo: caen los compartimentos estancos y explotan los casilleros. Lo simbólico cultural no constituye estrictamente hablando una “superestructura”, porque “sin producción social de sentido no habría ni mercancía, ni capital, ni plusvalía”. (92)

Por consiguiente, podemos seguir sosteniendo el carácter ubicuo y totalizador de la cultura: ésta se encuentra “en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”, como decía Gramsci. En efecto, la dimensión simbólica está en todas partes: “verbalizada en el discurso; cristalizada en el mito, en el rito y en el dogma; incorporada a los artefactos, a los gestos y a la postura corporal [...]”. (93)

La segunda observación se refiere a lo siguiente: la realidad del símbolo no se agota en su función de signo sino que abarca también los diferentes empleos que, por mediación de la significación, hacen de él los usuarios para actuar sobre el mundo y transformarlo en función de sus intereses. Dicho de otro modo: el símbolo y, por lo tanto, la cultura, no es solamente un significado producido para ser descifrado como un “texto” sino también un instrumento de intervención sobre el mundo y un dispositivo de poder.

Esta observación pretende relativizar la posición de quienes, fascinados por el modelo lingüístico, conciben la cultura sólo “como un lenguaje”. Porque habría que decir también, prolongando la lógica de la metáfora, que la cultura “es como el trabajo”. En efecto, “así como los bienes materiales que resultan del trabajo social encierran un trabajo muerto que sólo puede ser reincorporado a la actividad productiva a través de un trabajo vivo, así también los sistemas simbólicos forman parte de la cultura en la medida en que son constantemente utilizados como instrumento de ordenamiento de la conducta colectiva, esto es, en la medida en que son absorbidos y recreados por las prácticas sociales”. (94) En conclusión, los sistemas simbólicos son al mismo tiempo representaciones (“modelos de”) y orientaciones para la acción (“modelos para”), según la expresión de Clifford Geertz. (95)

La tercera observación se refiere a que, a pesar de constituir sólo una dimensión analítica de las prácticas sociales (y, por lo tanto, del sistema social), la cultura entendida como repertorio de hechos simbólicos manifiesta una relativa autonomía y también una relativa coherencia. (96)

Lo primero, por dos razones: 1) porque responde, por definición, a la lógica de una estructura simbólica, entendida saussurianamente como “sistema de oposiciones y diferencias”, muy distinta de los principios estructurantes de carácter económico, político, geográfico, etcétera, que también determinan las prácticas; (97) 2) porque el significado de un símbolo frecuentemente desborda el contexto particular donde aparece, y remite a otros contextos. (98)

Lo segundo deriva de algún modo de lo anterior, porque si la cultura se rige por una lógica semiótica propia, entonces forzosamente tiene que estar dotada de cierta coherencia, por lo menos en sentido saussuriano, es decir, en cuanto “sistema de oposiciones y diferencias”. Pero hay otro argumento adicional: las prácticas culturales se concentran, por lo general, en torno a nudos institucionales poderosos, como el Estado, las iglesias, las corporaciones y los mass media, actores culturales también dedicados a administrar y organizar sentidos. Hay que advertir que estas grandes instituciones (o aparatos), generalmente centralizadas y económicamente poderosas, no buscan la uniformidad cultural sino sólo la administración y la organización de las diferencias, mediante operaciones como la hegemonización, la jerarquización, la marginalización y la exclusión de determinadas manifestaciones culturales. De este modo, introducen cierto orden y, por consiguiente, cierta coherencia dentro de la pluralidad cultural que caracteriza a las sociedades modernas. De aquí resulta una especie de mapa cultural, donde impositivamente se asigna un lugar a todos y cada uno de los actores sociales. Las culturas etiquetadas, por ejemplo, como “minoritarias”, “étnicas” o “marginales” pueden criticar la imposición de dicho mapa cultural e incluso resistirse a aceptarlo, pero el solo hecho de hacerlo implica reconocerlo y también reconocer la centralidad de la cultura dominante que lo diseña.

Las observaciones precedentes recogen, en su conjunto, la antigua convicción antropológica de que la “naturaleza humana”, contrariamente a la animal, carece de orientaciones intrínsecas genéticamente programadas para modelar el comportamiento. En el hombre, esa función orientadora, de la que depende incluso la sobrevivencia de la especie, se confía a sistemas de símbolos socialmente construidos. (99)