Loe raamatut: «En defensa del Optimismo»

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EN DEFENSA DEL OPTIMISMO

CARTA DE NAVEGACIÓN PARA EL SIGLO XXI


© 2021, Gonzalo Rojas-May

© De esta edición:

2021, Empresa El Mercurio S.A.P.

Avda. Santa María 5542, Vitacura,

Santiago de Chile.

ISBN edición impresa: 978-956-9986-82-6

ISBN edición digital: 978-956-9986-83-3

Inscripción Nº 2021-A-9696

Primera edición: noviembre 2021

Edición general: Consuelo Montoya

Diseño: Paula Montero

Ilustración portada: Francisco Javier Olea

Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Todos los derechos reservados.

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EN DEFENSA DEL OPTIMISMO

CARTA DE NAVEGACIÓN PARA EL SIGLO XXI

Gonzalo Rojas-May


Para Hilda y Gonzalo, quienes me lo enseñaron.

«La civilización es el triunfo de la persuasión sobre la fuerza».

Platón

«¿A usted le parece que en realidad somos dos, el de la izquierda y el de la derecha? ¿Uno útil y el otro inservible?».

Julio Cortázar

«Soy optimista. No parece muy útil ser otra cosa».

Winston Churchill

Índice

Prólogo: La fascinante jubilación del círculo

Introducción

Capítulo 1: Una ola de suposiciones

Capítulo 2: Houston, tenemos un problema: llegó el siglo XXI

Capítulo 3: El peso de las palabras

Capítulo 4: Ruido

Capítulo 5: Vacío

Capítulo 6: Un visitante cotidiano

Capítulo 7: Un continente de malabarismos optimistas

Capítulo 8: De la resignación a la aceptación

Capítulo 9: Catarsis

Capítulo 10: Hablando en futuro

Capítulo 11: Construyendo una cartografía para la incertidumbre

Capítulo 12: Los peligros del encantamiento

Capítulo 13: El aire está en la creatividad

Epílogo

Agradecimientos

La fascinante jubilación del círculo

No es fácil ser optimista cuando sentimos que todo aquello que considerábamos sólido e inmutable, comienza a desvanecerse y a colapsar ante nuestros ojos. Una sensación compartida por tantos ante las crisis sanitaria, ambiental, cultural y política que nos golpea. En este breve ensayo, Gonzalo Rojas-May propone una carta de navegación que ilumine nuestro tránsito al siglo XXI. Porque, para el autor, el nuevo siglo aún no se instala. Y esta crisis es, precisamente, la barrera que nos separa de los tiempos venideros y que forjarán el carácter de lo que los futuros historiadores entenderán por el siglo XXI. Rojas-May propone «optimismo». Un optimismo prudente, pensante, observador, persistente y rebosante en coraje, que acuña como «optimismo realista». Porque de algún modo, la palabra crisis tiene connotaciones injustamente pesimistas. Subraya más los síntomas que el proceso, que sería el tránsito de la vieja normalidad a la del futuro. Por supuesto, el viaje no puede ser sino tormentoso, ya que la crisis se sustenta en una atemorizante ausencia de relato, de teoría. Ese relato no está a la mano de nadie, no es una una deformación del antiguo. Es algo totalmente nuevo. Una revelación producto de la creatividad y el esfuerzo intelectual de nuestra especie en su máxima expresión. Afortunadamente, la historia muestra cómo la búsqueda de estos relatos siempre llega a puerto, no importa lo agitado de las aguas por las que surquemos. Rojas-May analiza concienzudamente las diversas aristas de esta compleja travesía. Desde la psicología, el psicoanálisis, la ciencia y el arte, va develando y desmenuzando las facetas de la crisis, a la vez que analiza el comportamiento de las distintas personalidades humanas ante ella.

En estas páginas se ilustra además, cómo la historia de la ciencia muestra procesos muy similares, en donde etapas de relativa estabilidad, se enfrentan a crisis que terminan en otra etapa de estabilidad (eso que Thomas Kuhn llamó «cambio de paradigma»). La ciencia, por tratarse de un contexto mucho más restringido, nos permite señalar y comprender muy nítidamente los elementos que definen la crisis. A modo de preludio a este excepcional ensayo, quisiera relatar uno de los ejemplos más significativos y pertinentes ocurrido previo a nuestro tiempo.

Las primeras décadas del siglo XVII fueron el caldo de cultivo para uno de los conflictos bélicos más sangrientos en la historia de Europa. Disputas intelectuales y territoriales entre católicos, protestantes y calvinistas erosionaban su pacífica convivencia, la cual termina por desplomarse provocando, en 1618, la guerra de los treinta años, en la que murieron más de cinco millones de personas. Johannes Kepler vivía, en el epicentro de estos eventos, en el Sacro Imperio Romano Germánico. La emigración, la excomunión, la muerte y la pobreza fueron parte de su vida cotidiana. Pero para Kepler, una crisis mucho más profunda era la que acontecía en el plano de las ideas, sobre la concepción que el hombre tenía del universo. El problema parecía menor, pero, como veremos, fue el detonante de la llamada «revolución científica», que cambió el destino de la civilización occidental. Aquello que acaparaba la atención de Kepler era la órbita de Marte. La creciente precisión con la que entonces se conseguía medir la posición de los planetas en la bóveda celeste, le permitió notar pequeñas inconsistencias entre las teorías dominantes. Ni la teoría Ptolemaica (geocéntrica) ni la Copernicana (heliocéntrica) eran capaces de dar cuenta de la trayectoria del planeta rojo. Y, a pesar de su publicidad, la idea de que la Tierra fuera el centro del sistema solar no era el problema más importante. Por una parte, la teoría heliocéntrica ya había sido adoptada por filósofos desde la antigua Grecia hasta Copérnico. Y Kepler era uno de ellos. Incluso la Iglesia aceptaba esta idea, en la medida que se la tratara como una descripción teórica útil y no como una verdad objetiva. La trayectoria de Marte, sin embargo, inmutable ante esta terrenal polémica, eludía cualquiera de las teorías. Sucede que había un prejuicio mucho más profundo al de la ubicación de la Tierra en el sistema solar. Uno que estaba tan incorporado en el inconsciente colectivo de la época que no era objeto de discusión alguna. Uno del que solo se podían liberar con una cuota superlativa de imaginación, trabajo y audacia: de optimismo realista. El prejuicio era más bien una obsesión: la obsesión por el círculo. Para todos, laicos y religiosos, eruditos e ignorantes, el círculo era la figura perfecta, la forma obvia en que los objetos celestes, en su magnánima perfección, debían moverse. El mundo etéreo e inalcanzable que habita las entrañas del firmamento solo podía contener formas muy simétricas como círculos y esferas. Tanto fue así que, si la teoría (de Ptolomeo o de Copérnico) no daba cuenta de los fenómenos observados se utilizaban «epiciclos», esto es, se montaban círculos sobre otros círculos para mejorar las predicciones. Pero Marte se resistía a vivir sobre círculos, y Kepler, un observador cuidadoso y persistente, no le sacaba los ojos de encima. En 1609 en su libro Astronomia Nova publica su conclusión —una de las más audaces en la historia de la ciencia—, Marte se mueve a lo largo de una elipse alrededor del Sol. Más tarde extendería esto a los demás planetas conocidos en lo que hoy llamamos Primera Ley de Kepler.

No se puede subestimar el profundo impacto que esta revolucionaria idea tuvo en todos los aspectos de nuestra cultura. Por una parte, terminó con el reinado del círculo en el inconsciente colectivo, y con ello, con la distinción entre los fenómenos terrenales y celestes. Ahora la trayectoria de una piedra que arrojamos desde el suelo no es muy distinta a la que recorre la Luna alrededor de la Tierra. De hecho, la de la piedra es también una elipse; una muy elongada, que no puede recorrer toda su extensión ya que se encuentra con la superficie de la tierra, terminando así su viaje. Este es el guante que recoge posteriormente Newton, unificando de modo magistral todos los fenómenos gravitacionales. Pero el coraje de Kepler al jubilar el círculo y proclamar la fructífera belleza de la elipse es el acto fundacional de la revolución científica. Fue el término de una de las grandes crisis científicas, y, de algún modo, el comienzo del siglo XVII. Mientras allá afuera la locura religiosa producía muerte, destrucción y angustia, en la mente de Kepler las cosas ocurrían de un modo muy distinto. En 1629, poco antes de morir, escribió: «Cuando la tormenta se enfurece y el Estado es amenazado a naufragar, no podemos hacer nada más noble que echar el ancla de nuestros pacíficos estudios en el fondo de la eternidad».

Solo uno de los mayores exponentes del optimismo realista puede escribir algo así. Y viniendo de él, sabemos que no es pura teoría. En las páginas que siguen Rojas-May aborda la naturaleza de personajes como este, en un marco mucho más complejo, donde la hiperconectividad del mundo contemporáneo amplifica los síntomas de la crisis y dificulta echar las anclas Keplerianas. De algún modo u otro, el siglo XXI nos espera y Rojas-May nos brinda una magnífica carta de navegación para salir a su encuentro.

Andrés Gomberoff Valdivia, noviembre de 2021.

Introducción

Transitamos por días de temor y transformación. Cuando la incertidumbre se instala como una constante habitual, esta se normaliza. Y si es así, lo esperable es que deje de incomodar. Sin embargo, por lo general, esto no sucede.

Es posible que esto se deba a que culturalmente existe un prejuicio negativo hacia lo desconocido. También podría deberse a que experiencias previas relacionadas con sucesos inesperados estén asociadas a dolor, pérdida o malestar psicológico. Sea cual sea el origen de la mala imagen que tiene la incertidumbre emocional, lo cierto es que la mayor parte de la población trata de evitarla, lo cual carece de todo sentido.

De algún modo, pretender no tener nunca frente a nosotros un escenario complejo, nebuloso e impredecible, equivale a pretender vivir sin enfermar ni sufrir. Así como enfermar es «normal», aunque indeseable, no tener control sobre la mayor parte de nuestro entorno, nuestras relaciones afectivas y lo que ocurrirá mañana, forma parte de la condición humana.

Habitualmente buscamos caminos que nos eviten obstáculos difíciles o pruebas que pongan en riesgo nuestra estructura psíquica. Nunca lo conseguimos. Y, sin embargo, en nuestra tozudez seguimos buscando el desvío que nos permita ganar tiempo y postergar enfrentar lo que a la larga deberemos, inexorablemente, encontrar.

Cuando vivimos tiempos angustiantes, todos nos preguntamos, si ya hemos llegado al final, si ya tocamos fondo. Hoy mismo, en medio del vértigo pandémico, ecológico, social, político, económico y cultural que atravesamos, todos queremos saber si ya estamos en el punto de inflexión o en la curva final, que nos conduzca a una recta ordenada y armónica que nos haga volver a hacernos sentir confortables y seguros.

Es muy posible que nadie tenga una respuesta correcta. Es más, es probable que ella dependa de la posición en que nos situemos para comprender lo que nos ocurre. Si lo hacemos con la lógica del siglo XX, es muy posible que nos agobiemos con lo que observamos en el horizonte a corto y mediano plazo. Pero si hacemos el esfuerzo de aceptar el desconocido paradigma que gobierna nuestra nueva realidad, podremos sentirnos algo más tranquilos y optimistas.

El camino en el que nos encontramos, que muchas veces nos hace sentir que atravesamos un estrecho cuello de botella, doloroso, difícil y áspero, es probablemente el preludio de una forma diferente de habitar nuestro planeta y nuestro tiempo. Lo que encontremos allí podría estar regido por lógicas y respuestas cognitivas y conductuales muy distintas a las que, en el pasado, reconocíamos como normales y esperables. Y si así fuera, tal vez la incertidumbre deje de ser una molestia y se transforme en una fuente de energía.

Todo es posible cuando la creatividad se pone al servicio de la transformación del miedo en una posibilidad de triunfo.

Santiago de Chile

Noviembre de 2021.

Capítulo 1

Una ola de suposiciones

Supongamos que en cierto momento del año 2018 o 2019, en un mercado de algún país del mundo, mientras una epidemia de influenza estacional asola dicha ciudad, los habituales comensales de este recinto local devoran sopas y guisos de murciélagos, cocodrilos pequeños, gatos, puercoespines, perros, ratas de bambú, crías de lobo, patos, carne de camello, marmotas, conejo y pollo.

Los pueblos que conocen lo que es la hambruna saben que todo lo que se mueve se come, y la nación en cuestión no es la excepción.

Supongamos que la fórmula influenza estacional, sumada al virus de la gripe animal presente en alguno de las preparaciones que se consumen, traspasan fronteras fisiológicas y, potenciándose, dan origen a una nueva cepa de virus el que comienza a contagiar a velocidad exponencial a los habitantes de la ciudad, de la región y del país.

Supongamos que las autoridades políticas de esa nación deciden ocultar lo que está ocurriendo, forzando a líderes locales y sanitarios a callar. Supongamos que una cadena de muertes «accidentales» ocurre en las siguientes semanas y meses, afectando al equipo médico que ha dado la alarma de la nueva enfermedad. Supongamos que el jefe de ellos—quien primero que dio cuenta de un virus que se parecía al SARS1, otro virus mortal—, aquel que la policía le dijo que «dejara de hacer comentarios falsos» y fue investigado por «propagar rumores», muere de la nueva enfermedad a pesar de su juventud.

Supongamos que una organización de salud internacional, que agrupa a ciento noventa y tres países, decide acoger las peticiones del Estado donde ha nacido el virus, ahora llamado Covid-19 o coloquialmente coronavirus, y evita declarar inconveniente viajar y salir de ese país, permitiendo que la infección se propague en aviones y barcos por todo el orbe.

Supongamos que diversas naciones presionan a dicho organismo para que no declare la pandemia, guiados por criterios meramente políticos y económicos, desconociendo las recomendaciones de las sociedades médicas más prestigiosas.

Supongamos que la población mundial se niega a cambiar su estilo de vida, que millones creen que solo se trata de una estrategia para controlar las grandes explosiones sociales de los últimos tiempos. Supongamos que hay protestas contra las medidas sanitarias y de autocuidado.

Supongamos que la mayoría de los países europeos se demoran en tomar medidas básicas de salud pública. Supongamos que se cree que la nueva enfermedad será controlada en unas pocas semanas o, a lo más, en meses.

Supongamos que se gastan miles de horas y millones de neuronas tratando de decidir si vale la pena o no implementar el uso de mascarillas. Supongamos que hay naciones latinoamericanas que declaran cuarentenas totales de más de nueve meses mientras que hay otras que nunca lo hacen.

Supongamos que hay jefes de Estado que «compiten» a través de masivas ruedas de prensa con otros primeros mandatarios para ver cuál de sus naciones tiene mayor o menor cantidad de fallecidos.

Supongamos que el Presidente que entonces lidera a la primera potencia del mundo decide abandonar la principal organización de salud internacional en plena pandemia y que, además, ridiculiza el gigantesco trabajo que hace el personal sanitario de su país y del planeta, exponiendo su salud a diario, por salvar a los millones que enferman, declarando que la pandemia es una exageración construida por la prensa. Supongamos que ese mismo sujeto cree y fomenta la creencia en teorías conspirativas.

Supongamos que se desata una monumental crisis económica, que millones de puestos de trabajo se pierden, y que la industria aeronáutica y del turismo se paraliza por al menos los siguientes dos años. Supongamos que los Estados, para paliar la crisis, generan la mayor deuda pública de la historia: en el caso de Latinoamérica dejando a sus principales economías con deudas en torno al 62 por ciento del PIB.

Supongamos que el verano del hemisferio norte del año 2020 transmite una falsa sensación de confianza y, por ello, la segunda ola es mucho peor que la primera en términos de tasa de contagios y letalidad. Supongamos que, además, durante el curso de la pandemia las muertes asociadas al Covid-19 son muchísimo más altas de lo que las cifras oficiales admiten.

Supongamos que creemos que por el hecho de contar con vacunas a fines de 2020 el problema está resuelto. Supongamos que el invierno de 2021 del norte del planeta y el verano del hemisferio sur resultan ser uno de los períodos más complejos, desde el punto de vista sanitario de los últimos cien años.

Supongamos que las fronteras se abren antes de tiempo, potenciando rebrotes y la aparición de nuevas cepas del virus por doquier. Supongamos que la producción y, en particular, la distribución de las vacunas, toma mucho más tiempo del imaginado. Supongamos, entonces, que muchos países viven una tercera, cuarta y hasta quinta ola de la enfermedad.

Supongamos que el orden mundial se transforma, que los históricos bloques del siglo XX, como placas tectónicas, comienzan a desplazarse, dividiéndose y transformándose, dando paso a una multipolaridad política y económica muy lejana a la que estábamos acostumbrados y entendíamos, más allá de nuestra adherencia, o discrepancia hacia estas.

Supongamos que debido a todo lo descrito, la tecnología se transforma en forma vertiginosa y nuestro modo de vida cambia como nunca antes. Supongamos que surgen diversos focos de conflicto de origen político, social y económico mientras se potencian los ya existentes, haciendo que los ejes del poder se alteren en forma dramática y que no estamos preparados para ello.

Supongamos que no existen teorías ni modelos políticos, económicos, sociológicos o psicológicos que puedan administrar y conducir la metamorfosis que se experimenta. Supongamos que nuevos códigos culturales dan inicio a una profunda transformación social. Supongamos que el siglo XXI ha llegado definitivamente y que nos espera una nueva era bajo todo punto de vista.

Supongamos que después de un largo período de confinamiento y medidas que han restringido dramáticamente nuestra vida cotidiana tenemos miedo, estamos desorientados, enojados y hastiados.

Supongamos que aprendemos y, sobre todo, que somos capaces de darle un sentido a este momento de la historia humana y logramos construir algo que haga que toda esta incertidumbre y dolor valgan la pena. ¿Será esto posible?

Creo que sí, pero no será tarea fácil, muy por el contrario. Necesitaremos creatividad, templanza, coraje, voluntad, sacrificio, esfuerzo, generosidad, reciprocidad, confianza y optimismo, muchísimo optimismo.

1 Síndrome respiratorio agudo grave. El SARS apareció en China en 2002, se propagó en todo el mundo en algunos meses, aunque fue rápidamente contenido. Es un virus que se transmite mediante las partículas de saliva que están presentes en el aire cuando una persona infectada tose, estornuda o habla.

Capítulo 2

Houston, tenemos un problema: llegó el siglo XXI

¿Cuándo terminó el siglo XX y comenzó el nuevo milenio? Como sabemos, el tiempo es un concepto complejo que va desde la magnitud física que permite secuenciar hechos, hasta la noción gramatical que permite situar una acción en un momento determinado. Esto, a su vez, supone un saber cronológico del tiempo lineal que transcurre desde un punto inicial a otro siguiente, continuo o previo. Como se ve, el tiempo es algo más complejo que una fecha en el calendario.

A los seres humanos nos gustan los hitos, las conmemoraciones, los comienzos y los finales. Es posible que ello se deba a nuestra conciencia de muerte. El sabernos que, fisiológicamente, tenemos una «fecha de expiración» nos obliga a intentar atrapar, en una bocanada de tiempo cósmico, todo lo que nos sea posible. Sin duda, sin esa conciencia de límite, conceptos como la imaginación, creatividad, invención y evolución, como las entendemos, no tendrían ningún sentido.

Durante décadas, siglos y milenios la idea de tiempo cronológico se mantuvo estable en muchos sentidos. Años, meses, días y horas resultaban predecibles. Las estaciones climatológicas estaban claramente marcadas en dos o cuatro, dependiendo del lugar del planeta donde se habitaba. Las tareas y los hechos transcurrían en forma concatenada o al menos así parecía. La simultaneidad se entendía, al igual que la inmediatez, pero el concepto de «presentismo» no estaba en los registros psicológicos de prácticamente nadie. El aquí y el ahora, existían porque había un pasado y un futuro; lo que ocurría hoy era con consciencia de memoria histórica y el mañana estaba sujeto a la naturaleza y a la voluntad de los dioses.

Con la Revolución Industrial y la idea de modernidad, los fundamentos del tiempo cronológico y psíquico comenzaron a cambiar. Aunque la medida lineal de este se ha mantenido desde entonces, la forma en que se entiende y vive el presente se hace cada vez más amplia. De algún modo, el «ahora» comienza a engordar, se vuele obeso, apretujando el pasado contra sí mismo y, al mismo tiempo, se hace cada vez más voraz con relación al devenir. A partir de la segunda mitad del siglo XX la idea de que «el futuro es hoy» se instaló como un lema global. Así, la espera comienza a ser una experiencia cada vez más intolerable.

La aparición del internet instala el «presentismo» como motor, deseo y voluntad de existencia. La simultaneidad, el vértigo de creer contar con todas las posibilidades y la promesa de poder tenerlo todo, solo por el hecho de acceder al menú que los escaparates reales y virtuales nos ofrecen, hacen aumentar la gula hasta alturas inimaginables. La web nos permite suponer que se puede contar con todo el conocimiento disponible en el mismo instante de la pregunta, lo que hace estallar la idea de reflexión por los aires. La pausa, la contemplación, el ocio sagrado de la filosofía clásica y la espera, son posiciones psíquicas que, lejos de producir templanza y carácter, generan angustia y sensación de vacío.

Y, en medio de ese ritmo desenfrenado, se nos acabó un siglo lleno de horrores autoritarios, deslumbramiento científico, artístico e intelectual. Las primeras décadas del nuevo milenio nos dieron más impulso aún. El tiempo ya no solo volaba, prácticamente desaparecía en medio de nuevos logros sociales, económicos y tecnológicos. Las demandas de los más de siete mil millones de habitantes de este punto casi invisible del universo exigían respuestas concretas ahora.

Y entonces, llega el freno seco y brutal. Yéndonos casi de bruces, hemos pasado los últimos dos años llenándonos de fórmulas, hipótesis y teorías para acostumbrarnos y entender qué es todo esto. Mientras intentamos no enfermar y sobrevivir a la pandemia y con una crisis económica gigantesca que se levanta frente a nosotros, anhelamos salir lo antes posible de algo tan único como inasible: la incertidumbre. Entonces, como los astronautas del Apolo 132, le decimos a alguien esperando que nos escuche y nos de una solución: «Houston, tenemos un problema: llegó el siglo XXI y no tenemos perspectiva temporal para comprenderlo».

Tal vez un esbozo de respuesta está en la última escena de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman: «Todo puede suceder, todo es posible y probable, tiempo y espacio no existen. En el delgado marco de realidad la imaginación gira creando nuevos patrones»3, lee en voz alta la abuela Ekdahl a partir de un texto del autor August Strindberg, mientras Alexander permanece recostado en su regazo.

2 Apolo 13 fue la séptima misión tripulada del programa Apolo de la NASA y la tercera destinada a aterrizar en la Luna. La nave despegó desde el Centro espacial John F. Kennedy el 11 de abril de 1970, pero tuvo que abortar su alunizaje debido a una explosión en un tanque de oxígeno del módulo de servicio.

3 Fanny y Alexander. Dirigido por Ingmar Bergman, 1982.

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