Loe raamatut: «La única»
Guadalupe Marín
(Ciudad Guzmán, Jalisco, 1895 - Ciudad de México, 1983) fue un personaje relevante en el ambiente intelectual mexicano de la época, controvertida e incómoda. Su rebeldía le hizo abandonar los estudios antes de terminar la primaria. Trabajó como modelo para Diego Rivera, con quien contrajo matrimonio. Se divorció y se casó con el poeta Jorge Cuesta. En 1938 publicó la novela La única, y en 1941 Un día patrio, sin una buena recepción por parte del medio literario del momento. Dio clases de costura y dirigió un programa de televisión donde hablaba de literatura, cine, moda, decoración, política y recetas de cocina.
Guadalupe Marín de Rivera, México. 1924 Photograph by Edward Weston Collection Center for Creative Photography © 1981 Center for Creative Photography, Arizona Board of Regents
Anaclara Muro
(Zamora, Michoacán 1989) estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam y la maestría en Estudios Históricos en la uaq. Publicó los volúmenes de poesía No ser la Power Ranger Rosa (2017, Editorial Montea) y Princesas para armar (2017, Editorial El Humo). Dirige el proyecto audiovisual Vulvatómicas y trabaja en Editorial Palíndroma.
Portada de la primera edición ©Diego Rivera
COLECCIÓN VINDICTAS
NOVELA Y MEMORIA
GUADALUPE MARÍN
LA ÚNICA
INTRODUCCIÓN
ANACLARA MURO
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
México 2020
EL ÍMPETU QUE ES TODA ELLA
Hojeaba libros con frustración. Buscaba material para la tesis. Había cambiado ya dos veces de tema. Los textos de las mujeres que me interesaban no aparecían por ningún lado, estaban escondidos, incompletos y dañados. ¿Por qué a nadie le preocupó guardar estos documentos? ¿Por qué otros sí fueron conservados y estos no? ¿Qué no tienen estos que sí tienen aquellos?
Me sentía inconforme porque no bastaba con saber que esas mujeres existieron. Debería interesarnos qué hicieron, qué escribieron, cómo, por qué, cuáles fueron las dificultades que enfrentaron, cómo fueron recibidas sus obras. A veces, esto es una labor imposible. Escuché algunas opiniones fáciles, como que los textos no habían sobrevivido porque no eran buenos o porque las mujeres que los escribieron no tuvieron formación. Parece redundante decir que los textos de las mujeres han sido desechados, ignorados y despreciados, pero hay que preguntarse cuáles fueron las circunstancias que no permitieron a los textos ser conocidos, difundidos y valorados.
Tenemos que aprender a ignorar a la voz burlona que insiste en que si los textos no pasaron a la Historia con mayúscula, es porque no eran lo suficientemente buenos. Estas formas de pensamiento simulan estar ancladas a la realidad, a la lógica. Pero la lógica y la realidad no siempre están relacionadas ni siempre son lo que parecen. La realidad es que las circunstancias son distintas para cada persona y para cada texto. Las razones que hacen que una obra sea leída, apreciada y conservada responden a una multiplicidad de factores. La colección Vindictas es sumamente valiosa porque nos abre los ojos a textos completamente olvidados y les otorga una nueva oportunidad de ser leídos y apreciados.
Luego de mucho hurgar entre libros y archivos, me encontré con el tomo de crítica literaria de las obras completas de José Juan Tablada, quien, además de poemas, escribió numerosos artículos periodísticos. Como muchas, tengo la obsesión de contar cuántas mujeres y cuántos hombres aparecen en las listas, en cualquier lista. Este ejercicio a menudo suele ser agotador y deprimente. En el libro de Tablada solo había un par de textos que hablaban de libros escritos por mujeres. Ahí estaba “Libro de doña Lupe Marín”,1 donde Tablada reseñó la novela La única.
Lo primero que se suele saber de Guadalupe Marín es que estuvo casada con dos conocidas figuras de la cultura mexicana posrevolucionara: Diego Rivera y Jorge Cuesta. La biografía de Marín parece girar en torno a ellos; pero, incluso en ese sentido, está borroneada de la historia, porque se divorció de ambos y ella no es una figura principal en sus biografías. Sin embargo, también fue un personaje importante, no solo porque posó para muchos de los artistas reconocidos y se convirtió en un referente de la vida cultural entre los intelectuales de la época. Marín publicó dos novelas absolutamente novedosas para la literatura mexicana: La única en 1938 y Un día patrio en 1941. Su obra fue condenada al silencio, en gran parte por el resentimiento de los familiares y amigos de Jorge Cuesta, a quien deja muy mal parado como personaje de ficción, puesto que expone la relación violenta y decepcionante que vivieron.
El artículo de Tablada comienza explicando que, para desventura de los lectores, se acababa de encontrar a la autora en la Central de Publicaciones, a quien conocía porque había sido esposa de Rivera; dice que ella misma le dio el libro y le pidió, casi le exigió, que escribiera sobre él pues nadie más se había atrevido. Tablada asegura que es un libro “repugnante, indiscreto y deletéreo”, reflejado completamente en su autora, de quien insinúa que es “virago o marimacho”, además de subrayar que era una chismosa “de inagotable verborrea” que “pudo darse un barniz de cultura, pero tan leve”. Sobre la novela dice muy poco; habla de Marín, la compara con las artesanías que coleccionaba Diego Rivera, como “la infidelidad, la indiscreción de los botellones de Guadalajara”. De ahí viene su crítica literaria: describe la trama de la novela como “un chiquihuite de ropa sucia por su contenido y por su forma burda y mal tramada”. ¿Quién no se engancha con una descripción así?
Esos comentarios provocaron que me obsesionara con encontrarla, pero parecía imposible. Había pocos ejemplares a la venta, incomprables, y algunos en bibliotecas lejanas. Finalmente, di con la copia conservada en la Biblioteca Nacional. La portada era intrigante: la cabeza de Jorge Cuesta sobre una bandeja sostenida por una mujer bicéfala, imposible no pensar en Judith, imposible no pensar en la novela desde la autorreferencialidad. El dibujo fue trazado por Diego Rivera. ¿Qué relación habría tenido con sus dos maridos? Apenas uno de los chismes: se supone que una de las cabezas es el retrato de la misma Marín, la otra, el retrato de su hermana. Una de las muchas cosas que niegan los defensores de Cuesta, es que él tuvo un romance con ella mientras Marín estaba internada en un psiquiátrico porque ningún doctor lograba descubrir de qué estaba enferma y creyeron que estaba loca.
La novela me pareció divertidísima, ágil, coloquial y ocurrente; además, es un libro con el que puedo sentirme identificada. Y no es que apele a un sistema de valores literarios donde lo simple es mejor que lo complicado o lo fácil que lo difícil. No es ni de una forma ni de otra, porque cada obra se lee distinto y nadie puede establecer un sistema de valores literarios absoluto. En este caso, la novela tiene su encanto en lo cotidiano, en las pláticas y razonamientos sobre lo que observa y siente la protagonista, Marcela, quien defiende constantemente su libertad. Resulta bastante complejo establecer la relación entre características y valores literarios. Es necesario hacer hincapié en esto, porque la obra que se presenta en esta edición ha sido continuamente descalificada por mala, sin derecho de réplica. Se ha dicho de ella muy poco, y todo, o casi todo, consiste en que el texto no es bueno, que Guadalupe Marín no era escritora, que su libro lo pagó ella misma y que eso no vale como literatura. Punto.
Es obvio que existen criterios que cambian conforme pasa el tiempo y la misma obra puede ser valorada por razones totalmente distintas. Por ejemplo, uno de los criterios que se discutía en los tiempos en que Guadalupe Marín convivía con Jorge Cuesta, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, era si la literatura que merecía lugar y reconocimiento debía ser viril, y lo que hacía a una literatura viril tenía que ver con lo patriótico. De esta forma, los Contemporáneos —que son algunos de los autores de esa época que más leemos ahora— quedaban fuera de la llamada “buena literatura”, no todos estaban de acuerdo, claro, y eso influyó en que los criterios cambiaran. Ahora esa discusión no podría, ni siquiera, tener lugar.
Uno de los criterios con que se descalificaba la escritura de Marín, era la falta de formación que se reflejaba, por ejemplo, cuando escribía de manera incorrecta palabras en otros idiomas, como inglés y francés, un criterio, por principio de cuentas, superficial. En cambio, desde la actualidad resulta muy interesante cómo la protagonista manifiesta su personalidad a través del lenguaje. Marín no había estudiado arte ni literatura, lo que sabía porque lo había aprendido de oídas y porque se interesó en aprenderlo, no era una elegida ni tenía reservado un destino sublime. Marín se volvió una infiltrada en la élite posrevolucionaria y se codeó con algunos de los artistas más respetados, sin embargo demostró en sus novelas que no los idealizaba ni buscaba su aprobación, sino que buscó construirse su propia manera de expresarse y gestionar su vida. Marín, como el personaje de Marcela, sobrevivió a una terrible enfermedad y a dos matrimonios, decidió viajar, equivocarse, intentar de nuevo y hacer lo que le daba la gana. Su obra es valiosa para la literatura mexicana porque nos presenta una perspectiva inédita.
La única no es una autobiografía, pero sí está basada en la experiencia de la autora, lo que le permite hacer un retrato de la vida cultural de los años veinte desde la mirada femenina. Marcela, la protagonista, descubre las flaquezas de las ambiciones artísticas y lo ruin de las envidias e intrigas que se tramaban entre la élite cultural. Así, nos introduce en la visión de una mujer que se adentra en los grupos de intelectuales y artistas de las primeras décadas del siglo xx. Su perspectiva es parte de la construcción narrativa, nunca logra pertenecer pero los observa muy de cerca. Marcela es un personaje imperfecto que se abre paso en el mundo equivocándose y ofendiendo, es objeto de burlas por despreciar la autoridad de los médicos, pronunciar “subrealistas” en vez de surrealistas, hacer una pregunta cuando tiene curiosidad o porque escribe discursos. No concede ante los modales de élite, ni se apega a las buenas costumbres de la época, al contrario, todo le genera curiosidad y nunca da por sentado que las cosas son como son. Está convencida de que se puede cambiar de opinión en cualquier momento, porque nadie tiene la verdad absoluta.
A pesar de ser una novela de estructura caótica, el hilo conductor es la búsqueda de Marcela. Ella no está segura de qué es lo que quiere, pero sabe que no es feliz y que solo tiene una vida. Por fortuna, es lo suficientemente curiosa y crítica como para explorar, preguntar y experimentar, le interesa conocer gente nueva, lugares nuevos, libros nuevos. A lo largo de la trama, Marcela aprende a conocerse a sí misma y a descubrir qué es lo quiere hacer, aunque, para esto tiene que dejar a dos esposos y encargar a su hijo, quedar en ridículo o perder amigos. Su escritura es el resultado de este proceso. Justamente una pregunta que circula en la novela es si la protagonista es escritora.
En el libro titulado Dos veces única, dedicado a la biografía de Marín, Elena Poniatowska dice que la novela La única fue escrita en un arranque de ira hacia Jorge Cuesta. Y no puedo dejar de preguntarme quién logra hacer algo así: escribir un libro completo solamente con esa motivación. También me cuestiono si esto le negaría la calidad de escritora. Es verdad que el primer impulso puede estar generado por la ira, pero la realidad es que, aunque Jorge Cuesta aparece en el libro, no es el centro, tampoco Diego Rivera; el centro es ella, su enfermedad, su viaje, sus conversaciones, deseos y frustraciones.
Ella decidió formarse, leer y escribir porque así lo deseaba, porque la inquietud que la llevó a acercarse en primera instancia a los círculos intelectuales de escritores y artistas, era en realidad un interés propio. Su obra es el fruto de un proceso personal de creación y conocimiento. Si Guadalupe Marín se sentó a escribir dos novelas completas, cada una con un universo propio que se expresa a través de un trabajo del lenguaje; entonces, podemos decir, sin ningún reparo, que era una escritora. Si buscó publicar estos libros y que fueran leídos, quiere decir que pensaba en sus obras dentro del diálogo de la cultura y la literatura mexicana, dejarla fuera sería una torpeza. ¿Quién más podría narrar desde su perspectiva?
Tablada criticó con desprecio a Marín, pero escribió sobre ella y eso me permitió encontrarla, lo cual nos hace pensar en la importancia que tiene nombrar, en cómo se escribe la historia y cómo seleccionamos las obras que importan y deben ser leídas. Aunque se burló y describió como defectos lo que ahora podríamos ver como cualidades, la nombró y ahora podemos recuperarla. “El ímpetu que es toda ella” (así fue como la introdujo) le causaba incomodidad, esta sensación es el mayor acierto de la novela. Marcela es incómoda porque para complacer a todo el mundo tendría que negarse a sí misma, renunciar a todo lo que disfrutaba y aprender a ser otra persona. Ella se rehúsa a hacerlo, en cambio, decide experimentar, disfrutar y construirse su propia personalidad en la vida real y por medio de la escritura.
ANACLARA MURO
1 José Juan Tablada. “111. Libro de Doña Lupe Marín” en Obras Completas V. Crítica Literaria. México: Instituto de Investigaciones Filológicas Universidad Autónoma de México, 1994, pp. 525-527.
LA ÚNICA
Nota editorial
Para esta nueva edición de La única quisimos dar al texto el cuidado editorial del que en su momento careció. Se corrigieron erratas y puntuación, actualizamos algunos usos arcaicos de la sintaxis y la escritura de términos, respetando en todo momento el estilo de la autora, el tono de la narración y las características propias de la prosa. Queremos que el texto reciba la lectura atenta y placentera que merece.
PRIMERA PARTE
La mañana en que descubrió el misterio era lunes. Fue un día que señaló en su vida un camino distinto y una mañana en que la duda le salió para siempre de la mente.
Era una mañana de desencanto, como son todas en las que se despierta sin ninguna esperanza, hasta el momento en que el misterio fue descubierto.
¿Qué podía esperar después de tres años de preocupaciones constantes y sin haber llegado a ninguna conclusión? ¿Cómo podría tener ilusión para seguir viviendo, si no podía explicarse cómo había vivido lo pasado? La duda constante le quitó el gusto por la vida y el deseo de hacer algo. Pensaba que todo debía tener una razón de ser, buena o mala, justa o injusta, pero consciente, precisa. ¡La peor enfermedad es la duda!, se le oía exclamar con frecuencia.
Tenía un año separada de su segundo marido, y dos en que solo una idea la obsesionaba.
¿Por qué me sentí obligada a separarme de ese hombre?, se preguntaba. ¿Cómo pude aceptar la separación, sin antes ver claro el motivo?
Hubo, en verdad, una razón aparente; pero no fue ese el quid de la cuestión. También judicialmente esa razón era nula. El silencio en la vida matrimonial de uno de los cónyuges nunca es motivo suficiente para que se falle en un juicio de divorcio; al menos ningún código civil lo señala como tal. El acta de parte del demandante tendría que decir: amor propio herido porque la parte contraria no me dirige la palabra, y los jueces soltarían la carcajada, decía cuando íntimamente comentaba el caso. Solo con la amistad de un juez pudo presentarse la demanda en forma conveniente para lograr el fallo inmediato y la libertad absoluta de las partes. Porque las razones que generalmente se presentan en este caso no existieron. Jamás le advirtió ella ninguna infidelidad. Sabía muy bien que de su trabajo se iba a su casa y de su casa a su trabajo. Tampoco tuvo alguna enfermedad que le hubiera cambiado al grado de que no hablaba con nadie para nada; en los últimos meses que vivieron juntos, así lo hacía. La sola explicación que a veces se daba Marcela, pero que no llegó a confirmar, era que él hubiera vuelto a caer en ciertas pasiones malsanas de las que ya le había hablado.
Su primera pasión, que mucho tiempo fomentó secretamente, se le despertó, siendo aún muy joven, por su hermana menor. Hasta que un día, desesperado, resolvió introducirse en su alcoba. La chica, al ver que su hermano, como loco, trataba de poseerla, gritó furiosamente pidiendo protección a sus padres. Ellos, al enterarse de lo ocurrido, decidieron enviarlo a la capital a que terminara sus estudios y le asignaron una modesta pensión.
Transcurrió algún tiempo durante el cual su fracaso y su situación económica lo obligaron a vivir dentro de una absoluta abstinencia; después, al recordar lo de su hermana, llegó a encontrarlo morboso y perverso. Pero ni su naturaleza ni su educación le ayudaron a realizar el ideal que por mucho tiempo, y como reacción a lo pasado, cultivó para alejarse de los amores prohibidos.
Poco tiempo después, sin darse cuenta de cómo había sucedido, se sorprendió al sentirse enamorado de su íntimo amigo. Un amigo que, por su parte, lo estimulaba a ello. Le hablaba del homosexualismo como del ideal perfecto; de que solo los hombres superiores podían entenderlo. “Solo a los escogidos nos toca la suerte de conocerlo y vivirlo”, le decía ese amigo, que era un poeta joven, inteligente, y muy experimentado en tales cuestiones. Andrés, aunque no lo parecía, era un muchacho provinciano e ingenuo, sin ningún carácter y fácil de convencer; pero para ser sinceros, hay que decir que Lorenzo no trataba de abusar de su ingenuidad; quería sí, que ingresara al “gremio” por tener un adicto más; él no era su tipo.
Esta fue la vida “amorosa” de Andrés hasta el momento de conocer a Marcela, y fue a raíz de esto, precisamente, que se conocieron.
Ella estaba casada con un hombre famoso, al que su fama no le dejaba tiempo ni para hablarle. Llegó de su pueblo siendo muy joven y completamente inculta. Nacida de familia humilde, tenía la ingenuidad de su clase; característica de las provincias mexicanas. Fue atractiva novedad para Gonzalo del Monte, recién llegado entonces del extranjero; ofrecíale un gran contraste con las mujeres que había conocido. Dijo sentirse enamorado y acabó por proponerle matrimonio. Como buena provinciana, tuvo a honra el ofrecimiento de aquel hombre tan famoso, y gustosa lo aceptó.
Él era alto, gordo, de manos pequeñas y ojos soñadores; tenía expresión de niño y renegaba en la intimidad de su aspecto de hombre bonachón, el cual le parecía fuera de modo y desmerecedor de su opulento cuerpo. Era un tipo que merecía ser el personaje principal de una novela; pero ahora vamos a verlo solo ligeramente, para que los lectores se den cuenta de las circunstancias en que se encontraba Marcela cuando conoció a Andrés.
Aprovechaba el efecto que su complicada vida producía en la provinciana que tenía a su lado, y con frecuencia tomaba actitudes extrañas. Solía disfrazarse de facineroso, envolvía su enorme cuerpo y se embozaba hasta la nariz con un sarape colorado como los que usan los bandidos mexicanos en las novelas. Se inclinaba el sombrero hasta juntarlo con el sarape y dejaba solo una pequeña hendidura para ver. Por el bozal del sarape sacaba su enorme pistola y se iba por las calles asustando a las gentes con amenazas. Marcela, desesperada, se adelantaba para advertir a las personas que solo era una broma. Otras veces el hombre se sentía tigre y rugía, aullaba y gruñía tratando de imitarlos lo mejor posible. Marcela fingía estar muy alegre y se reía fuertemente para que los vecinos pensaran que aquello era un juego. También con frecuencia se sentía el Rey Salomón, y quería obtener los favores de cuanta mujer se le acercaba, les declaraba su amor, les ofrecía joyas u otros objetos con que creía halagarlas. A consecuencia de esto, muchas veces llegó a quedar en la miseria, sin que para él tuviera importancia, con tal de conseguir a la mujer deseada. Cuando le daba por sentirse enamorado romántico, era lo más divertido: se atacaba aparatosamente, echaba espuma por la boca, ponía los ojos en blanco y dizque perdía el conocimiento por dos o tres horas. Por la frecuencia con que lo hacía, llegó a fingir tan bién los “ataques”, que se hicieron famosos; muchas personas creían en ellos. Además, era su casa un constante entrar y salir de gentes diferentes que iban a verlo y le llevaban diversos objetos; algunas personas iban a tratar asuntos importantes, otras, en cambio, solo querían charlar con él. Andrés era de estos últimos. De vez en cuando se reunía con un grupo de jóvenes amigos literatos para ir a visitarlo. Gonzalo vivió muchos años en París y bastante le habían servido. Cualquier clase de gente y de cualquier edad, encontraba placer en conversar con él. Sin embargo, sus muchas ocupaciones le obligaban a veces a salir de su casa y dejaba que Marcela atendiera a las visitas. Después, con frecuencia, los amigos iban solo por verla a ella.
Hacía seis años que vivían juntos, y uno en que era raro el día en que se veían. Crecía su fama, y al mismo tiempo sus ocupaciones. Esto la tenía a ella cansada y desesperada.
Andrés empezó a ir casi todos los días, y la encontraba sola. Una noche, cuando llegó, Marcela lloraba sin consuelo; Gonzalo la había golpeado, furioso, por no haber encontrado unos papeles. Muy apenado de verla llorar, Andrés dijo:
—¿Por qué soporta usted esto? ¿No le gustaría vivir con un hombre que, aunque no fuera famoso, la respetara y amara?
—No sé —contestó Marcela con visible tristeza—. A pesar de que Gonzalo no me quiere, ni me respeta, siento que me moriría si me separara de él. Me le he entregado a tal grado, que todo lo que él hace es como si yo lo hiciera; no puedo hacer nada si él no me dice que lo haga. Lo que él hace es lo que más me gusta, y si no le gusta lo que hago pienso que tiene razón, que lo hice mal, y vuelvo a hacerlo como él quiere que lo haga.
Andrés, con la cabeza baja, la escuchó y luego dijo:
—Si algún día se cansa usted de vivir así, quiere vivir su propia vida y se resuelve a dejarlo, búsqueme; me encontrará íntegro para ayudarla. Esperaré con paciencia el tiempo que sea necesario; estoy dispuesto a casarme con usted. Trabajaré para poder darle lo que necesite y juntos iremos a todas partes. Será para mí, antes que mi esposa, mi camarada, y se convencerá de que no todos los hombres somos iguales… Todavía algunos sabemos amar y respetar a la mujer y no vemos en ella un mueble.
Marcela siguió llorando; pero lo que le había dicho Andrés la dejó pensativa.
Otro día, enojado por cosas sin importancia, Gonzalo la golpeó delante de una visita. Era una amiga de la niñez, afiliada al partido comunista, que como había hecho dos viajes a Rusia, dejaba “lelas” a las mujeres mexicanas hablándoles de la vida de allá, y de los derechos de las mujeres rusas. Cuando vio que Gonzalo golpeaba a Marcela, indignada salió en su defensa, con lo que él se puso más enojado. Tomando a las dos por el cuello, hizo ademán de arrojarlas de la casa. La comunista se acercó a Marcela diciéndole al oído:
—Somos unas imbéciles si nos dejamos de este monstruo. Detenlo tú, mientras voy a traer la mano del metate para que lo matemos.
En medio del llanto, Marcela soltó una carcajada, y se acercó a Gonzalo para contarle lo que la amiga acababa de sugerir.
Gonzalo riéndose también, exclamó:
—¡Ah que usted tan inocente! ¿Qué no ve que reñimos así, porque nos queremos? En eso nos parecemos a los gatos.
—Prefiero que no me quieras —gritó Marcela con violencia—. Más me gustaría que me trataras de otra manera, aunque no me quisieras. Me parece horrible como me quieres.
El tiempo siguió pasando así, y el hogar le parecía un infierno. Cuando no estaba golpeada, estaba sola o asustada. Muchas veces Gonzalo se divertía jugando a la “voladora” con dos enormes pistolas cargadas, y ella sentía vértigo del miedo; llegó un momento en que se estremecía solo de oír su voz o sus pasos. Entonces él se quejaba con sus amistades de no ser comprendido por ella, y en ocasiones no regresaba a su casa en todo el día, tomando de pretexto su desdén. También hacía viajes frecuentes y largos. Marcela pensaba que tal vez una mujer era la causa del abandono y los enojos en que vivían, y no tardó mucho en comprobarlo. Supo que su marido compartía una bella mujer italiana con su líder comunista cubano. Desgraciadamente, en esos días la juventud comunista cubana perdió a su mejor líder. Por orden del entonces presidente de Cuba fue asesinado una noche que iba del brazo de la camarada compartida. Cayó al suelo acribillado por las balas que cobardemente le dispararon por la espalda. Inmediatamente los amigos de la italiana trataron de liberarla del escándalo, principalmente Gonzalo, que era el más interesado en ella; pero por ningún medio pudieron evitarlo. La prensa habló mucho del asunto, hubo periódicos que aseguraron que la italiana era cómplice del asesino. La policía registró minuciosamente su casa, pero no encontraron ninguna prueba que la relacionara con el crimen; en cambio, sí un sinnúmero de cartas amorosas de diferentes hombres, motivo suficiente para que le aplicaran el 33: la acusaron de clandestina y de haber defraudado al erario.
La injusticia y la partida de ella entristecieron a Gonzalo, se sentía abatido en sumo grado. Quiso irse tras ella, pero no pudo. Mil contratiempos se lo impidieron. Entonces empezó a excursionar por el campo; hacía grandes recorridos a caballo para disipar su pena.
Un día salió por la mañana muy temprano, y tres horas más tarde llegaron unos individuos con él sobre los hombros; lo habían recogido del fondo de una zanja.
Marcela se alarmó mucho cuando lo vio, pero pronto se convenció de que nada grave le había pasado, a pesar de que Gonzalo no abría los ojos y se fingía muerto. El médico, después de examinarlo, como preventivo contra la conmoción cerebral, ordenó una bolsa de hielo. Cuando ella se la puso se dio cuenta de que no era necesaria.
Periodistas, fotógrafos, personajes políticos y artistas, invadieron la casa momentos después de que supieron lo acontecido. El enfermo se sentía grave y hasta llegó a asegurar que tenía meningitis. Marcela no se alarmaba, no le creía; siempre lo había considerado farsante y exagerado, y esta vez se daba perfecta cuenta de que no tenía nada. Vivían en el barrio más viejo de la ciudad; en una casa colonial grande y vieja, con cuartos enormes que se comunicaban entre sí, y con salida a un gran patio que había en el centro, con macetas al derredor. Sus muebles eran también estilo colonial, y casi siempre las puertas que daban al patio estaban cerradas y con los pasadores puestos; no así las que unían los cuartos por dentro. La casa era de dos pisos y ellos ocupaban el alto. En uno de los ángulos del patio, estaba la escalera que conducía a la calle. En época de posadas se hacían allí grandes fiestas; la casa se prestaba para ello y resultaban muy atractivas. Se rompían piñatas, se quemaban luces diferentes y adornaban la casa con faroles de papel plisado de distintos colores que tenían velas dentro. Lo más agradable eran las guías de ocochal y las ramas de trébol y Santa María que colgadaban del techo hacia las paredes y esparcían un suave olor. La fama de hombre extravagante y desalmado que tenía Gonzalo daba lugar a que después de cada fiesta la gente hiciera comentarios candentes. Naturalmente esos comentarios eran de personas que no habían asistido a la fiesta. Aseguraban que en una de ellas se habían comido niños crudos y roto las piñatas a balazos.
Muchas veces, por cansancio, Marcela llegó a ver los escándalos y las pantomimas de Gonzalo con indiferencia; pero esta vez no fue así. Celosa de la italiana, le atribuía lo desagradable que acontecía en su casa, y al saber que lo había tirado el caballo, pensó que había sido a causa de la preocupación que sentía por ella. Además comprendía que Gonzalo se quejaba fingidamente y, molesta por eso, se lo manifestó en un momento en que se quedaron solos:
—Es pura farsa lo que tú haces. Estoy segura de que no tienes nada y te quejas nomás por hacerte el interesante; a mí ya no me las pegas, anda quéjate con otra que te lo crea.
Gonzalo, enfurecido, saltó de la cama para coger un grueso bastón de Apizaco que en esos días usaba y se fue corriendo tras ella por toda la casa. Quiso Marcela salir por la primera puerta que encontró, pero estaba cerrada; hizo en todas el mismo intento, pero las encontró igual, hasta que por fin la última, la de junto a la escalera, estaba abierta. Se precipitó por ella y empezaba a bajar, cuando encontró a varias personas que iban a informarse de la salud del “paciente”. Ella los entretuvo con discreción, dando tiempo a que él regresara sin que lo vieran; y cuando los visitantes llegaron junto a la cama, él se quejaba lastimosamente, fingiendo morir, ponía los ojos en blanco. Después, la hizo responsable de sus males ante las visitas, asegurando que era una bruja.
Las querellas constantes y la muerte de la que Gonzalo se sentía tan cerca, le demostraron que solo era una neurastenia aguda producida por el desagrado de vivir a su lado. Resolvió separarse de él y casarse con Andrés. Pero por desgracia en esos días Andrés no tenía trabajo y sus padres le habían suprimido la modesta pensión; vivía en la mayor de las miserias.
Entre dos o tres amigos pagaron los gastos matrimoniales, y después los recién casados acordaron que ella seguiría viviendo en la casa de Gonzalo mientras Andrés conseguía trabajo; lo que fue fácil arreglar, gracias a las ideas avanzadas de Gonzalo, quien se prestó amablemente a ello.