Loe raamatut: «El Juez Y Las Brujas»

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Guido Pagliarino

El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI)

Novela histórica

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Copyright de la obra inédita 1991-2001 Guido Pagliarino

Primera edición, copyright 01/01/2002-31/10/2006 (bajo el título «Un’indagine del ‘500», ISBN: 88 - 87926 - 89 - 1) Prospettiva editrice sas

Segunda edición, copyright 01/11/2006-30/11/2011 (bajo el título «Il giudice e le streghe», ISBN 10: 88 - 7418 - 359 - 3, ISBN 13: 978 - 88 - 7418 - 359 - 3) Prospettiva editrice sas

Desde el 01/12/2011 los derechos volvieron al autor Guido Pagliarino

Índice

Prólogo del autor a las dos primeras ediciones

Guido Pagliarino, El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI), novel a hist óric a

Epílogo del autor a la tercera edición

Prólogo del autor a las dos primeras ediciones

Esta es una novela ambientada en una época de histerias religiosas, de caza de brujas y de la mujer considerada como una cosa, a pesar del ostensible precepto cristiano de amar al prójimo y la afirmación neotestamentaria de que «no hay más hombre ni mujer, sino que todos somos iguales ante Cristo».

Aunque se trata de una obra de narrativa, he tratado de imaginarla con la mentalidad del siglo XVI. Como saben los historiadores, al mirar al pasado hace falta eliminar, en la mayor medida posible, la sensibilidad contemporánea, ya que, de otro modo, nos arriesgamos a hacer juicios ahistóricos. Por ejemplo, hoy la pena capital se juzga normalmente como algo atroz, pero en el siglo XVI se consideraba el castigo lógico y se pensaba que el asesino arrepentido expiaba con la muerte todos sus pecados, ascendiendo así al Paraíso. Como veremos, ya había en cambio quien luchaba contra la tortura, mucho antes que Beccaria.

En la narración intervienen personajes de ficción y otros que vivieron realmente. El propio protagonista es una figura histórica, cuyo nombre persiste por su tratado contra la brujería. Se sabe que era abogado. No consta que fuera juez pontificio como yo lo he imaginado. Lo he retratado como un hombre incapaz de reírse de sí mismo. He tratado de introducir ironía y humor (negro) involuntario en algunas de sus actitudes y sus descripciones y consideraciones. El abogado Ponzinibio y el terrible dominico Spina también existieron realmente, además de, naturalmente, los grandes personajes históricos a los que nos referimos en la obra. También existió el endemoniado Balestrini, pero residía en el Piamonte y no en el Lacio: un caso que se podría calificar de mitomanía y esquizofrenia con instintos suicidas. El joven obispo Micheli es por el contrario un personaje de ficción, aunque es una imagen de algunos altos prelados que fueron acusados de herejía porque practicaban la caridad evangélica, los cardenales Pole, Sadoleto y Morone. He mantenido a este último en el fondo, acechante.

La idea de la novela se me ocurrió después de una investigación sobre la caza de brujas que trataba de entender al menos las razones histórico-sociales de tal barbaridad en el culmen de la época del Renacimiento. Lo que conseguí averiguar está sintetizado en las consideraciones del abogado Ponzinibio, el obispo Micheli y el caballero Rinaldi y, en cierto momento de la obra, del protagonista.

En el siglo XVI persistía la forma alocutiva vos, pero ya junto al usted que lo estaba sustituyendo: he preferido esta por ser natural tanto para mí como para la mayoría de los lectores, dado que el vos solo pervive en algunas zonas meridionales de Italia. He tratado, a veces pretendiendo hacer sonreír, de usar un lenguaje que, aunque siga las normas generales modernas, recordase en general el del siglo XVI.

Guido Pagliarino

Guido Pagliarino

El juez y las brujas ( Una investigación del siglo XV I)

Novela hist órica

Capítulo I

En el año del Señor de 1517, siendo un joven de veintiséis años, yo, Paolo Grillandi, jurisperito, fui nombrado juez adlátere en el Tribunal de Roma, donde comencé a aprender del juez general, Astolfo Rinaldi, la práctica de los procedimientos contra todo tipo de criminales y principalmente contra las servidoras del mal llamadas brujas.

Mucho antes de mi ingreso en la magistratura, desde que Inocencio VIII promulgó en 1484 la bula Summis Desiderantes, que sancionaba oficialmente la guerra a los malignos y malignas y precisaba los criterios para distinguirlos, se habían celebrado innumerables procesos por brujería, muchos más que antes. Su Santidad había entendido que había aumentado en mucho el número de personas, hombres y sobre todo mujeres, dedicados a prácticas de hechicería y por ello había declarado «absolutamente necesario no tener piedad ni ser indulgentes contra ellas». El resultado había sido feliz, con grandes condenas a endemoniados, convertidos en inofensivos mediante la prisión o la hoguera.

Una ayuda insustituible había sido, y seguía siendo para nosotros, el Martillo de las brujas, que los doctos dominicos Sprenger y Kramer habían escrito en 1486 por encargo de Inocencio VIII, donde estaba previsto cada caso y se daban las instrucciones para el descubrimiento y castigo de los malignos. Por desgracia, a pesar del éxito, el diablo estaba más empeñado que nunca y había suscitado un número cada vez más grande de brujas y brujos: parecían aumentar tanto más cuanto más numerosamente se los procesaba. Eso creía yo al menos. En realidad, la mayoría de los investigados confesaba sin necesidad de tortura e incluso una imputada, esa Elvira que nunca podré olvidar, había cedido delante de mí sin haber recibido siquiera una amenaza. Había sido confinada tras la habitual solicitud formal de gracia. Sabíamos que no había que tenerla en cuenta porque, de otro modo, nosotros mismos habríamos sido sometidos a juicio: se trataba por tanto de elegir la pena, una vez obtenida la confesión. La mujer había sido denunciada por un hechizo contra un tal Remo Brunacci, también él de la villa de Grottaferrata. Había sido importante el testimonio de la parroquia, hasta el punto de que, aparte de la víctima, no había sido necesario interrogar a otros lugareños: Brunacci había perdido el miembro viril por la magia de la bruja y este se lo había confiado al arcipreste. Este le había pedido que se bajara los calzones y lo había comprobado personalmente: efectivamente, como había atestiguado después, no estaba el miembro. Había invitado entonces al fiel a hacer penitencia: ayunar y beber agua bendita, pidiendo al cielo recuperar lo sustraído. Para poder concentrarse mejor en la oración, había encerrado al penitente, dándole un cubo de dicha agua, en una pequeña habitación vacía de su casa y le había mantenido ahí un día y una noche. Cuando había vuelto a abrir por fin, el párroco le había realizado otro control y había aparecido entre las piernas el miembro viril, con una gran alegría y maravilla de Remo que, una vez despedido, había contado la historia a todo el pueblo. Posteriormente había llegado una carta anónima a la Inquisición, a la que le había seguido la oficial del arcipreste.

En ese tiempo yo asumía tales denuncias participando de la indignación. De hecho, también mi familia había tenido que sufrir terribles males de una bruja. Yo tenía nueva años y, después de haber aprendido a leer, escribir y contar, estaba entonces en la tienda de mi padre, maestro espadero, cuando mi madre, durante toda su vida rebosante de salud, había caído repentinamente presa de una fiebre maligna y había muerto. Yo era hijo único, a pesar de que los míos habrían deseado una prole numerosa para tener una familia como Dios manda. Muchas veces mi madre, llorando, le había repetido a mi padre que debía haber sido la comadrona que me había traído al mundo la que lo había impedido: había tenido un altercado con ella unos meses después de mi nacimiento, por culpa de la ropa tendida y esa mujer debía haberle pasado factura: es de dominio público que curanderas y comadronas son sospechosas de brujería por el solo hecho de su profesión; el mismo Martillo de las brujas indica a esas mujeres como seres potencialmente malignos. Temiendo su venganza tal vez sobre mí, mis padres habían hablado, aunque siempre solo entre ellos. A pesar de todo, una tarde, estando con nosotros en la mesa, como correspondía por ser parte de su salario, los dos empleados de la tienda, mi padre había bebido demasiado y había caído presa de una profundísima tristeza. Se la había desatado la lengua y había revelado el secreto. Uno de ellos lo había contado a su vez, si no los dos. Así mi madre, dos días después, se enfrentó con la comadrona a la entrada de la casa de esta, que, viperina, le había espetado que alguien como ella, que andaba cotilleando, se merecía sus desgracias. Un mes después, atacada por el sortilegio de aquella mugrienta bruja, mamá estaba muerta. Mi padre, perdiendo la razón debido al luto y con el remordimiento de haber provocado la represalia de la hechicera, había empezado a golpear a los empleados, como si esto hubiera podido cambiar la suerte de su amadísima esposa y no hubiera sido su bebida la causa principal de lo que había ocurrido. Lleno de odio, perdido cualquier temor, en el funeral había denunciado a la comadrona; por otra parte, el mismo hecho de que ella no estuviera presente para rezar por la muerta era una acusación. La parroquia había avisado a la Inquisición; sin embargo la bruja, advertida por alguien, se supuso que el mismo diablo, había desaparecido para siempre y no había sido castigada. Hasta aquel momento, yo solo había alternado llanto y silencio. Conocida la fuga de la asesina, exploté:

—¡Yo la encontraré! —le grité a mi padre—: ¡Castigaré con la hoguera a todas las que son como ella!

No había cedido y lo había dicho tantas veces durante semanas que mi padre, también ansioso de justicia, había pedido consejo a la parroquia. Así había sido dirigido hacia los estudios de jurisprudencia. Sin embargo, trabajaba en la tienda Grillandi cada vez que me era posible. Por esto, a fuerza de forjar espadas, mi brazo derecho se había musculado con el tiempo, hasta ser casi el doble del izquierdo. Después de un par de años, mi padre se había casado con una viuda sin hijos. Después de solo unos pocos meses, la consorte había sufrido violentísimos dolores en el vientre y, en pocos días, estaba muerta. Mi padre se había casado una tercera vez, con una prima. Con ella había concebido una niña, pero al dar a luz había revelado el horror de dos cabezas y, durante el atroz parto, tanto la madre como la hija habían fallecido, la primera irremediablemente desgarrada por la doble cabeza de la naciente, la segunda por no haber podido respirar. La bruja continuaba lanzando desde lejos maleficios a todas las mujeres de la familia. Nuestro odio por ella había aumentado, si es que eso era posible. Cuando conseguí el doctorado, como era habitual, mi padre había comprado mi cargo de juez, con los buenos oficios del sacerdote y una gran suma a distribuir entre los poderosos. También la parroquia había recibido una donación. A mi padre no le habían quedado ni dinero, ni plata, ni armas, así que, para adquirir el material para fabricar nuevas espadas, había tenido que pedir un préstamo al banco. Pero, con los años, yo le había compensado su sacrificio dándole un décimo de mis estipendios.

La asesina de mi madre y mis madrastras nunca fue hallada, pero mi corazón se aceleraba con cada arresto de brujas. Recuerdo que cuando trajeron a Elvira yo había exclamado delante de Astolfo Rinaldi:

—¡Quitarle el pajarito a un caballero! ¡Ah! Pero se hará justicia.

Al principal se le había escapado una sonrisa, que yo había interpretado como «Sí, nosotros pensamos lo mismo» y había dicho:

—Boccaccio.

Sabía que era un gran admirador del Decamerón, texto que entonces, antes de que en 1559 Pablo IV creara el Índice de los Libros Prohibidos, era de libre lectura, pero no conocía entonces esa obra y no había entendido lo que el juez había sugerido, ni me habría atrevido a pedir una explicación para no parecer inculto. A mí me gustaban las obras serias y, sobre todo, el Infierno de Dante, que me parecía casi un símbolo de mi obra heroica contra el maligno y quien se había adentrado en su «selva oscura».

Elvira había sido arrestada y encarcelada siguiendo la práctica habitual. El jefe de los gendarmes, con dos guardias armados y un inquisidor dominico, había llamado a su puerta. En cuanto abrió la puerta, sin darle tiempo siquiera a hablar, le habían amordazado, atado, conducido a Roma y ahí había sido encerrada a pan y agua en una celda de la Inquisición, a la espera del proceso. Después de la condena religiosa, seguía encerrada para el proceso secular, en el que habían estado presentes, aparte de Rinaldi y de mí, el inquisidor y dos testigos, Brunacci y el párroco, ya interrogados por nosotros. Todos estábamos ocultos para la imputada, pero podíamos verla y hablar con ella a través de las aberturas apropiadas. La bruja solo tenía a los carceleros a la vista. De inmediato, por orden de Rinaldi, señalé la prueba suprema, la confesión. La investigada estaba atada, semidesnuda, en una postura que permitía atormentar casi cualquier parte de su cuerpo. Una vez oída mi voz y antes de que la hubiera amenazado con la tortura, Elvira había confesado todo. No me sorprendía: sabíamos que después de haber sido apresada por la Inquisición se había comportado así. Me había dicho que era bruja ya con catorce años y respondiendo a mis preguntas concretas según la casuística de Martillo de las brujas, había admitido haber matado y dañado bestias y cultivos, ser asesina de hombres y niños varones, que se untaba las vergüenzas con una grasa mágica, para así subirse al mango de una escoba y, gracias a esos artificios, volar al aquelarre de los diablos, en el que participaba en persona el príncipe negro y era adorado por ella y otras mujeres malvadas y que el maligno, después de que el asistente que tenia detrás le hubiera levantado la cola y todos los presentes le hubieran rendido homenaje besándole la asquerosa cloaca, copulaba con alguna de las brujas, según y también contra natura mediante su bifurcado órgano masculino y que la hechicera tenía en una jaula, invisible para todos aparte del demonio y ella, los miembros viriles de todos los hombres que había embrujado, más de veinte, que se movían como pájaros vivos y comían avena y trigo y que el diablo venía cada cierto tiempo a mirarlos para divertirse. Le había preguntado por fin si Lucifer se le había manifestado en la famosa forma del «bello Ludovico», es decir como «hombre en todos sus miembros, salvo en los pies, que parecían siempre pies de ganso que miraban hacia atrás de tal manera que estaba atrás lo que suele estar adelante». Había respondido que sí. La rea confesó sus pecados y, al mismo tiempo, delitos de todo tipo, sobre todo el homicidio y mutilación de cristianos, ¿cómo se podía no quemarla? Por otro lado, habiendo confesado de inmediato, se le había concedido la gran misericordia de ser estrangulada antes de encender la hoguera. A pesar de eso, una vez en el patíbulo, antes de ser estrangulada por el verdugo con la cuerda que le rodeaba el cuello, nos había maldecido a todos. Entonces no me había dado pena, ya que sabía que la confesión era prueba suprema y había estado orgulloso, como siempre, del buen servicio prestado a Dios y, con ello, al recuerdo de mi madre.

Estaba tan seguro del gravísimo peligro de la brujería que, tiempo después, en 1525, publiqué un Tractatus de Sortilegis como documentación y admonición. Esta obra había acrecentado, ¡pobre de mí!, mi buena fama en la Inquisición Monástica papal.

Debo añadir sin embargo una cosa, en nombre de la verdad: no he pretendido, al manifestar remordimiento, que los fenómenos diabólicos hayan sido y sean siempre mera apariencia. Así, yo en persona asistí una vez atónito a un caso indudable de posesión, que narraré más adelante, y seguramente a un proceso, que también contaré, a verdaderos siervos de Satán. Sin embargo sigo estando seguro de que, en su mayor parte, brujas y hechiceros no fueron tales y, por tanto, de que me equivoqué en casi todos los casos.

Capítulo II

Las dudas empezaron a aparecer cinco años después de la publicación de mi libro.

Era ya el final de la tarde de un día templado de finales de invierno, casi al atardecer. Volviendo a casa, como de costumbre a pie, me había parado en el gran mercado de alimentos y tejidos que ocupa toda la plaza del tribunal. Era esa hora en que se quitan los puestos y se puede conseguir comida a precios más bajos. Tras comprar un buen pollo vivo, que tenía que matar, lo llevaba a casa sosteniéndola delante de mí agarrado con la mano derecha mientras que con la izquierda aferraba, como siempre cuando caminaba, la empuñadura de mi espada. Como era habitual, pretendía parecer fiero y fuerte a pesar de la molestia de esa ave y así todos me habían dejado pasar y me habían saludado, tanto en la plaza como en el resto del camino; salvo… ¡Bueno, un chico desconocido cuando ya estaba casi a la puerta de mi hogar, no se había apartado! Más bien había chocado conmigo y se había ido sin pedir perdón a pesar de la ofensa:

—¡Pues vaya!

Además, cuando estaba a varios brazos lejos confundido con la muchedumbre, tuve que sufrir la vil deshonra de una clarísima pedorreta. Solo después me di cuenta de que había sido una señal del Cielo contra mi soberbia y tal vez también de la visita que iba a recibir enseguida, pero en ese momento me puse lívido.

Una vez en casa, un piso cerca del tribunal en el que vivía solo con un sirviente, tras apagar la ira mojándome la cabeza con agua fría, ordené al sirviente que cocinara con cuidado el pollo. No era la estación, porque si no le habría ordenado freírlo en el zumo de ese novísimo fruto al que algunos llaman manzana de oro, pero en realidad, cuando está correctamente madurado, tiene el color rojo del infierno, hasta el punto de que, como me había dicho hacía meses una espía, el populacho, por supuesto cuando sabe que lo le pueden oír, suele llamar a ese espléndido plato «el pollo al demonio».1 Pero los demonólogos, a los que interpelé rápidamente, una vez probada esa comida con absoluto escrúpulo y repetidamente, habían concluido que el diablo no se encontraba en esa magnífica pitanza y que cualquier cristiano podía comerla sin pecar, siempre que no fuera con gula.

Acababa de ponerme cómodo con las ropas de casa y de sentarme en la silla de mi estudio y esperando a la comida me disponía a reanudar una lectura que había dejado a medias del Orlando furioso, cuando llamaron a la puerta.

El sirviente me anunció la visita del abogado Gianfrancesco Ponzinibio. Este era un hombre de mala fama, autor de un tratado contra la caza de brujas, publicado una década antes, que yo no había leído, pero conocía por los vehementes ataques del teólogo Bartolomeo Spina, dominico y gran cazador de malignas, incluidos en su Quaestio de Strigibus, publicada dos años después de ese libro impío. Las críticas del monje habían puesto en peligro al descarado abogado, también porque Spina era un funcionario importante y escuchado por el Médicis de Milán que, en ese mismo año 1523, había sido elegido papa con el nombre de Clemente VII y que le había ascendido rápidamente a cardenal y, no mucho después, a Gran Inquisidor.

No hace falta decir que yo ya no era un magistrado inexperto, sino todo lo contrario: estaba colocado como Juez General en el Tribunal de Roma y además también había aumentado la estimación de Clemente por mí, desde hacía tres años. De hecho, durante el gran saqueo de la ciudad realizado por las tropas imperiales en 1527, me había utilizado, arriesgando mi vida, para poner a salvo los documentos de los procesos en vigor y de todos los posibles del pasado. Entendía que tal vez Ponzinibio había acudido a mí por este poder en el tribunal. Este se había atrevido porque, además, tenía la fuerte protección de otro dominico, el austero monseñor Gabriele Micheli, entonces de veintiséis años, pero muy docto, fuerte y estimado en la ciudad.

Por respeto al obispo, que por otro lado ya gozaba de fama de santo, recibí a Ponzinibio.

En su tratado, el abogado había negado la realidad de los aquelarres y las cabalgadas volantes y condenado la utilización de la tortura para las confesiones. Pues bien, parece increíble pero, inmediatamente después de los saludos, nada más que formales, empezó:

—¡Incluso usted, Señoría, confesaría ser un hechicero si le martirizaran los testículos con tenazas candentes!

Me indigné enormemente: ¿cómo osaba hablarme así, sin corteses preámbulos, sin el debido respeto, sin perífrasis? ¡¿Tenazas candentes a mí?!

—Sepa con seguridad, mi docto señor —le respondí con rostro sombrío, pero no sin cortesía en la voz y sin descomponerme en absoluto—, que muchas brujas confiesan no solo sin haber sufrido tortura, sino incluso sin haber recibido siquiera la amenaza. Había exagerado, porque solo Elvira se había comportado así, pero recordaba la confirmación absoluta que había sabido dar a mi conciencia, por otro lado ya convencida.

—Si me lo permite, doctísimo juez —continuó el infatuado como si tampoco hubiera escuchado—, me remontaré varios siglos, para que lo pueda entender mejor.

¡Una nueva impertinencia! Tuve el impulso de que mi sirviente lo echara de casa, pero me contuve pensando en la noble figura de su protector.

—Vayamos al inicio del siglo X —prosiguió—, a un manuscrito del monje Regino de Prüm, hoy en manos del sabio padre monseñor Micheli, es decir, a la transcripción del Canon episcopi, a su vez anterior en muchos siglos.

—¿El Canon episcopi —repetí, comenzando a estar interesado—, de los primeros siglos de la Iglesia?

—Sí, puede leerlo en casa del actual poseedor, del cual soy mensajero; pero entretanto, si me lo permite, le haré un resumen.

Hasta entonces le había mantenido en pie, junto a la puerta de mi estudio. Sabiéndole embajador de un protector tan importante y habiéndome picado la curiosidad, le hice sentarse y también yo me senté.

—Magia y brujería —continuó en cuanto se sentó—, siguen a la historia del hombre, desde mucho antes del cristianismo. Se describen rituales de brujería en la literatura antigua, por ejemplo en Apuleyo, ahora de nuevo objeto de lectura y estudio por parte de distintos eruditos; y también el descubrimiento y la investigación de textos antiquísimo como la hermética y la cábala, por parte de Ficino, de Pico della Mirandola...

Le interrumpí, de nuevo con fastidio:

—Mi sabio señor, ¡por supuesto que esas cosas son verdad! y bien conocidas por pobres ignorantes como este Juez General que le está escuchando pacientemente. ¡Verdaderamente el demonio ha estado activo durante toda la historia! ¿Piensa decirme algo nuevo? ¿Cree que no sé, por ejemplo, de la viejísima bruja de Endor que predijo la desventura al rey Saúl? —añadí como muestra de mi saber, citando el primer ejemplo que me vino a la mente y, torciendo el gesto, le miré fijamente a los ojos para hacerle bajar la vista, pero no lo hizo del todo y me sonrió; luego inclinó la cabeza asintiendo como para excusarse y, tras levantarla, contestó:

—Perdóneme, señor juez, pero solo pretendía ser una inocente introducción. No he dudado en absoluto de su sapiencia.

Mostré mi aceptación de las excusas bajando la cabeza por un momento, aunque más breve que el suyo:

—Vamos con el Canon episcopi —le ordené—, o no hablaremos más —Y comencé a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi sillón.

Apresurándose casi hasta el punto de atropellarse con las palabras, Ponzinibio continuó:

—El canon, con la venia, señoría, afirma que existen mujeres malignas que creen cabalgar animales de noche con la diosa Diana y cubrir grandes distancias en breve tiempo y desarrollar ceremonias blasfemas en lugares secretos con espíritus encarnados, pero subraya que se trata solo de alucinaciones o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? —No me dio tiempo a hablar y prosiguió—: Penitencia y oración. Eso dice el canon y así actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible.

—En efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa —repliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba así de mal, me callé.

Al callar, el abogado replicó:

—Y sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicaría que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo —Ponzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justo—, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podría resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabiduría y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? —finalmente concluyó—: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle?

—Mi obediencia hacia monseñor es absoluta. Comuníquesela y dígale que iré.

Vanusepiirang:
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Ilmumiskuupäev Litres'is:
15 mai 2019
Objętość:
140 lk
ISBN:
9788885356757
Tõlkija:
Õiguste omanik:
Tektime S.r.l.s.
Allalaadimise formaat:

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