Loe raamatut: «El hombre nacido en Danzig»

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GUILLERMO FADANELLI

EL HOMBRE NACIDO EN DANZIG

NARRATIVA

ESTA OBRA FUE ESCRITA SIENDO EL AUTOR MIEMBRO DEL SNCA.

DERECHOS RESERVADOS

© 2014Guillermo Fadanelli

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Edición digital: agoto de 2020

ISBN: 978-607-8667-91-8

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GUILLERMO FADANELLI

EL HOMBRE NACIDO EN DANZIG


Almadía

PRIMERA PARTE

PRESENTACIÓN Y COMIENZO FORMAL

Van, vienen y son innumerables las tardes que he consumido sopesando si tiene sentido relatar historias íntimas que, en apariencia, sólo importan a quien las relata. Si en vez de cavilar y dudar me hubiera dedicado a escribir ya habría terminado una enciclopedia sobre las mariposas o acerca de los animales capaces de usar zapatos. Un hombre es su propio asunto y no puede escapar de sí mismo por más que ponga atención en otros seres humanos. Los demás seres humanos se tornan fantasmas o sombras inofensivas si los comparamos con el sufrimiento que uno mismo se produce cuando su cabeza no funciona del todo bien. Y por experiencia sé que los hombres sin cabeza también pueden caminar. Ahora soy un hombre sin cabeza que camina, mea sin necesidad de auxilio, conduce un automóvil y en su juventud corrió detrás de una pelota.

Estuve tentado a nombrar estas páginas con el título Historia de una piruja, mas, a decir verdad, prefiero ser cortés y comportarme prudentemente antes que revelarme como lo que soy en realidad: un jabalí mal herido y agonizante; mi deber es ser amable y comportarme como un caballero hasta que el vómito no pueda ya contenerse. Aún no sé si conseguiré oponerme a la poderosa y tiránica Voluntad de la que no me considero responsable y, por lo pronto, me dejaré guiar por el impulso ciego o el impulso tuerto, que es casi lo mismo. La escritura rueda como la piedra y hay que aprovechar su fuerza y su destino. Lo que apenas viene es un relato tan ordinario que por ello resulta ya chocante para los lectores que andan en busca de tramas complejas y conceptos novedosos en la literatura. Lo que es ordinario se anuncia a gritos, lo sé y que nadie añada más al respecto. De todas maneras y contra toda discreción relataré la historia de una mujer en malos pasos, una mujer como no ha habido antes ninguna otra en mi vida. Es sabido que, desde La Ilíada el asunto más ordinario de casi toda historia es la mujer en malos pasos: y también sabemos, si fuimos a la escuela, que el eco de esos mismos pasos proviene de Troya, la ciudad que nunca existió.

Yo no sé obtener conclusiones de mis experiencias y tropiezo a cada rato con la lógica y los argumentos. Me embarro en pantanos imaginarios y concluyo tonterías: si veo volar a un pato mis cálculos me dicen que vuela desesperado porque seguramente lo persigue un lagarto. Y ésta no es conducta sensata ni sana para un hombre maduro. El comportamiento de Elisa Miller no tendría por qué ser considerado mi más ingrata experiencia pues, como dije antes, me es imposible llegar a una conclusión digna de ser tomada en cuenta por los cerebros prudentes. Mi capacidad de indagación es muy pobre. Un niño y un predicador del evangelio podrían engañarme. Yo no habría llegado a imaginar o a concluir, como lo hizo Arthur Schopenhauer, que la Voluntad es la cosa en sí ni en cuatrocientos años, ¡la Voluntad!, la esencia, el sexo, el centro de donde proviene todo lo que somos. ¡No soy alemán y fui basquetbolista! Los “malos pasos” de una mujer son alas de Mercurio al lado de mi imaginación. Ella vuela en los cien metros planos mientras yo me arrastro en el maratón y cuando la línea de arranque aún está a mis espaldas ella ha cruzado la meta ya varias veces.

Pasando por alto la repugnancia que mi historia causará en las mujeres de opiniones firmes y bien fundadas, insistiré en el único hecho que me interesa a estas alturas de mi vida: una mujer, Elisa Miller, me ha abandonado para siempre. Las historias comunes pueden llegar a ser amenas si se narran con espontaneidad y gracia, pero no me alcanza el talento para ello. La intimidad de las personas comunes se parece mucho a la repetición de los pasos en un baile regional y nadie se interesa por conocer a fondo el verdadero sabor de la sopa de lentejas o los escalofríos que siente uno cuando se corta un dedo. ¿Qué estoy diciendo?

Dentro de un sueño profundo yo le escuché decir a Jean-Jacques Rousseau que cuando dejó de ser el centro del mundo para Teresa, su mujer, ella pasó también a tener un papel muy secundario en la vida de él. “Las relaciones demasiado íntimas entre los dos sexos no producen más que daño”, llegó a decir el filósofo. Y cuando le escuché decir esto pensé que un loco vanidoso como Rousseau, capaz de imaginarse que los seres humanos podían crear y respetar un pacto con tal de no herirse o patearse el culo entre sí, tenía que decepcionarse tarde o temprano de su inocente creencia. Lo comprobé en los ojos de mi Elisa que habían perdido su brillo salvaje y habían devenido en piedras opacas y mentirosas que brillaban a voluntad, pero que la mayor parte del tiempo se mantenían discretas y acechantes. Sí, lo sé, es posible que yo cause la impresión de no querer contar esta historia, pero si tal impresión es cierta lo es porque la historia que voy a narrar es triste y algo repugnante, como la visión de una cucaracha en un plato de arroz blanco. En fin, escribir palabras no me ahorrará la sensación de ser un hombre traicionado, no por Elisa, claro está, traicionado por Rousseau, los idealistas y el maldito e inepto detective que he contratado para resolver mi caso.

En el sueño referido, Rousseau, a quien llamaré Rusó para comodidad de todos, dejó una manzana a medio morder encima de la mesa, recargó su espalda en la solidez de una silla de latón bruñido y comenzó a hilar la conversación. Yo, que estaba concentrado en mi vino, y algo distraído, me espabilé cuando escuché su voz; y paré la oreja.

Rusó: Al principio yo quería que Teresa viviera dentro de mí y que nuestras almas se reunieran en un cuerpo nada más. Después, cuando dejé de ser su centro de atención, ella dejó de importarme. ¿No te ha pasado lo mismo con la sal o el azúcar?

Yo: El vino tiene suficiente azúcar, en mi opinión.

Rusó: La sal me recuerda al sudor.

Yo: Comprendo… también quise que pasara algo así con Elisa y terminé jodido y chiflando solo en la loma, querido Rusó. Una miseria todo este asunto.

Rusó: Para lograr una intimidad absoluta uno de nosotros tenía que desaparecer en el otro, disolverse. Teresa no me comprendía –Rusó no expresó ningún sentimiento al decir “Teresa no me comprendía”. Sólo miró la manzana mordisqueada que reposaba en la mesa, frente a sí. Las manzanas son odiosas porque siempre hay algún dilema importante alrededor de ellas.

Yo: Elisa es su propio centro de atención, una puta. He pensado en suicidarme –dije y mi dramatismo me sorprendió. Ante mí no había ninguna manzana: mi fruta había desaparecido. Entonces Rusó comenzó a delirar y a autocitarse.

Rusó: Tenemos derecho a arriesgar nuestra propia vida si el fin es conservarla. ¿Se ha dicho alguna vez que quien se arroja por una ventana para salvarse de un incendio se suicida? Sería una idiotez.

Yo: Otro camino sería comérmela. Matarla y comérmela –debo apuntar que en mi sueño sonaba yo mucho más agrio y que mis sentimientos me dolían físicamente.

Rusó: No, eso es una fantasía y una estupidez literaria.

Yo: En fin, me suicidaré por el bien de Elisa y el mío. Es más, por el bien de todos aquéllos que no son yo.

Rusó: ¡El pueblo quiere su bien, pero no siempre lo comprende. Jamás se corrompe al pueblo, pero a menudo se le engaña! –Rusó comenzaba a alterarse, sus ojos eran ya dos bolas perdidas en un mar blanco y agitado. Teresa, el pueblo, el Estado y la Voluntad General, todo se enredaba en su mente.

Yo: Estimado amigo Rusó, lo siento pero no entiendo nada. ¿En todos los pueblos hay mujeres como Elisa?

Rusó: No sé quién es la pinche Elisa, pero lo que sé es que quien atenta contra su propia vida atenta también contra el Estado. Tú no eres dueño de tu vida.

Yo: El Estado lo inventamos los idiotas que no podemos dar paso sin destruirnos unos a otros.

Rusó (pensativo): Es verdad, pero, ¿y quién eres tú, hombre arruinado, para discutir conmigo?

Yo: Pues yo jugué basquetbol y leí a Schopenhauer.

Hasta aquí llegó el intercambio de frases. Y después del sueño las mismas penas de siempre.

CONTINÚA LA PRESENTACIÓN FORMAL QUE, COMO PILÓN, INCLUYE A SÉNECA

No tengo intenciones de afirmar que existen “las mujeres”, porque de ninguna forma es así, tan simple: la maldad cuenta con tantos rostros como abetos hay en un bosque, y cada rama ondea en el aire siguiendo la batuta de un ritmo invisible y soportando la carga de su peso único. Andar en “malos pasos” es la naturaleza íntima del vivir, es el moverse de una ola, o el lagarto que se come a un ñu entero a las orillas del Nilo. Lo que sí afirmo, ¡claro que lo afirmo!, es que debe existir un hilo que une entre sí a cierta clase de mujeres: un hilo invisible a los ojos humanos que las hace formar parte de una misma especie. Yo he perdido a Elisa Miller, mi mujer; ella se ha marchado de nuestra casa, se ha largado sin dejarme ningún aviso en la mesa o en la pared. Los avisos en la pared son indispensables si en verdad hay tragedia. Y no me afecta tanto el hecho de que se haya marchado, sino la forma en que se manifestaron los acontecimientos. El esclavo no domina, ¿quién dio pie a que creamos esa tontería? ¿Fuiste tú, Hegel? Ahora dramatizo, sí, me disculpo, pero si no lo hiciera traicionaría a las letras, al arte y a los ñus africanos. En el transcurso de este relato aflorarán anatemas, insultos y demás formas gramaticales anacrónicas que me ayudarán a narrar mi historia y a lanzar piedras contra las aves y en dirección a un cielo abierto cuyo espacio infinito sólo es comparable al horizonte de mi reciente desazón. En pocas palabras: estoy bien jodido.

Ya he dicho que me causa vergüenza contar esta historia, sin embargo me gustaría tener vanidad de acero para anunciarla con tanta contundencia y garbo como lo hiciera el hombre nacido en Danzig cuando impartió sus primeras lecciones de filosofía en Berlín: “Arthur Schopenhauer disertará sobre la totalidad de la filosofía, es decir, sobre la doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano”. Así se anunció este hombre. Qué magnífica y rotunda manera de hacerse publicidad a sí mismo y también de enterrarse en vida, pero si yo hubiera estudiado en Berlín durante el verano de 1820 me habría instalado, con mi lunch sobre las piernas, en una de las primeras butacas de su salón de clase.

Decía, palabras atrás, que en mi opinión ninguna mujer se parece a otra, excepto quizás en que no toman en serio los pactos de lealtad, no acostumbran respetarlos, los miran con curiosidad y cierto desprecio y, en pocas palabras, suelen parecerles tonterías arcaicas, comunes en los hombres ingenuos que nunca crecerán lo suficiente para hacerlas felices. Los hombres y sus pactos de lealtad y cortesía no despiertan su respeto, sino momentáneamente y cuando ellas condescienden y llegan a comprometerse a un acuerdo lo hacen con el único propósito de que el mundo continúe girando. Lo sé y nadie me lo ha contado. En mi tristísima opinión y según mi escasa experiencia, la emoción de las mujeres palpita y crece cuando escuchan palabras de amor, es verdad, y se conmueven hasta las lágrimas cuando su amante jura pasión y fidelidad eterna, pero en cuanto secan sus lágrimas y los días pasan regresan a su cotidiana eternidad y ninguna palabra de amor las convence de que no están frente a un estúpido. Algún oportunista no tardará en alzar la voz para acusarme de machista y patán. Y argumentará que, en todo caso, las mujeres quebrantan los pactos al mismo ritmo que lo hacen los hombres. Ambos somos animales y vivir significa romper los pactos. ¿Habría vida humana sin pactos que pisotear? Es posible que sea de tal manera, pero además de que Rousseau está de mi parte, la diferencia consiste en que para tales mujeres ese pacto no es original, sino impostado, un mero fenómeno que intenta engañar a la Voluntad, una cosa de la razón y no de la esencia: una rotunda y vil pendejada. De allí, sospecho, viene la risa femenina, cuando las señoras mujeres presencian la solemnidad con que los tontos deseamos hacer un contrato que posea validez para siempre y por encima de todas las cosas. Ahora que he perdido a Elisa Miller comprendo esta verdad y no encuentro consuelo ni siquiera a la sombra de los libros o de los árboles, a quienes considero desde ahora mis únicos amigos.

La amistad de un árbol tendría que considerarse la bendición más preciada a la que un hombre es capaz de aspirar. ¡Esas sí que son amistades! Y los árboles, sin humano que los mire, deben darse una verdadera buena vida. Si este relato se encuentra habitado por algunas referencias a los árboles es porque un escritor debe honrar a sus amigos, alabar su amistad y de ninguna manera escatimar elogios a su paciencia. A mí poco me avergüenza repartir halagos y zalamerías, con la condición de que no me sean devueltos de ninguna forma. La devolución de halagos es mal recibida de mi parte e incluso puedo tirar un golpe que sea capaz de dar justo en el blanco. El servilismo no se paga con más servilismo. Eso, sencilla suma, equivaldría a aumentar el servilismo en el mundo. Quiero que algo se mantenga desde ahora en claro: yo sólo he tenido dos amistades en mi vida, los árboles y el hombre que nació en Danzig. El resto de las personas que he conocido han sido buenos y malos accidentes, pero creo que podrían haberse evitado si no hubiera hecho tanto calor en abril de 1963. Y ni el mismo deporte al que me entregué de manera desaforada y acrítica despertó en mí el llamado de la amistad: mis compañeros de equipo son ahora el vacío repartido en veinte cabezas que no frecuento y de cuyo destino no conozco el menor rastro. Frecuentar a los amigos de la juventud: ¡Vaya soledad! ¡Vaya tristeza! Practicaba el basquetbol, sí, porque tenía un cuerpo espigado y la Voluntad hacía presa de ese cuerpo tal y como Schopenhauer lo describió en su primera consideración de El mundo como voluntad y representación: “En definitiva, todo resulta del hecho de que la voluntad ha de alimentarse a sí misma, porque no hay nada al margen de ella y se trata de una voluntad hambrienta. De allí la caza, la angustia y el sufrimiento”. Y yo añadiría: “De allí también el basquetbol”.

Me defino como un hombre prudente, aunque un poco terco y quizá colérico e iracundo. Demasiados adjetivos concentrados en una sola persona. Que soy colérico lo he comprobado porque cuando más enojado me encontraba, Elisa se aprovechaba y se burlaba de mí, hacía mofa de mis gestos coléricos y repetía mis palabras e insultos añadiendo a su voz un tono irónico que solamente ella sabía administrar. Se burlaba de mí, claro. No lo hacía de manera ordinaria, y si no tuviera yo un sentido excepcional para reconocer sus hábitos ruines es posible que ni siquiera me percatara de ello. Séneca me lo había advertido ya hacía muchos años en una tarde roja y lejana en un café en el centro de Córdoba, Veracruz:

–La ira es fácilmente ridiculizable. Busca la tranquilidad y deja de preocuparte. Y si te preocupas, que no sea a gritos ni deformando el rostro –me dijo Séneca. Sus manos huesudas hablaban por sí mismas y su barba descuidada y escueta le daba el aspecto de un músico nihilista.

–La ira es lo único honrado que soy capaz de expresar –le dije. ¿Por qué hablaba yo como una bestia trágica y solemne? ¿Quién carajos me había enseñado a ser yo?

–Es obvio que no posees ningún talento para la vida, aprende a sufrir el desprecio de las mujeres y de los emperadores. Tarde o temprano ellas te salvarán, su inteligencia es casi divina, no es de este mundo. Mi experiencia en eso es tan profunda como mi asma.

–No he tenido la mala fortuna de conocer a ningún emperador. Ni siquiera conozco a una reina de belleza.

–Es suficiente conocer a sus mujeres, los emperadores son uno más de sus adornos. Si lo sabré yo, que fui más que un emperador, pero menos que una mujer.

–No me gustaría darte una mala impresión, Séneca, pero dime: ¿qué opinión tienes de los detectives? Yo he contratado los servicios de uno de ellos, un tal Riquelme, una verdadera piedra en el zapato.

–Conocí de cerca el adulterio y fui acusado y condenado a muerte varias veces. Y me salvé, también gracias a las mujeres. Entonces no había necesidad de detectives, los chismosos del imperio me acusaron, todos aquéllos que me tuvieron envidia… en mi época ningún secreto lograba mantenerse en pie más de un día. ¿Cómo se apellida tu detective?

–Riquelme.

–Mmmm, ya tú sabrás.

BOSQUEJO DE UN ORIGEN

La historia verdadera, es decir la historia que no podía ser evitada, comenzó el día en que me di cuenta de que Elisa Miller, mi mujer que no mi amiga, me consideraba sólo un hombre más en su abultado equipaje de mano, como si fuera yo un cepillo o un delineador; lo he dicho antes y lo repetiré como si estuviera entrenándome para un importante partido del campeonato nacional de basquetbol. Ella, Elisa Miller, como el anarquista Pierre-Joseph Proudhon, no albergaba dudas al respecto de lo que significa la propiedad: su cuerpo le pertenece a todos los hombres (el de Elisa, no el de Proudhon), se encuentren ellos presentes o no, se enteren o no de la existencia del cuerpo de ella, o sean jóvenes espartanos y lampiños o vetustos cactáceos animados por una silla de ruedas. “¡La propiedad es el robo!”, gritaban Proudhon y Elisa Miller a la vez. Él gritaba desde las verduras de Besanzón y Elisa desde la colonia Roma, y sus alaridos se escuchaban en todo el planeta. Siendo Elisa una niña, el conocimiento de su poder era intuitivo, pero en la actualidad se ha desarrollado a un ritmo racional y es tan eficiente como un veneno que me paraliza y convierte mis ánimos de vivir en bosta de caballo (ella se ha esfumado y no me acostumbro a referirme a ella como a una cosa del pasado, sin embargo pronto lo haré, no tenga la menor duda de ello). Afirmar que Elisa Miller pertenece a todos los hombres no significa que acceda a ser penetrada por patanes, ejecutivos y extraños. Ella posee algunos escasos y contradictorios límites. Lo que intento comunicar es que nuestro pacto significó exactamente lo contrario a su cometido: Elisa me pertenecía de pies a cabeza aun cuando existiera la posibilidad de que entrara en contacto con otros animales humanos, bestias salivosas y demás bichos. Yo deseaba que me perteneciera, y no hay nada de malo en ello, a un niño se le regala un juguete y no se le dice: “Este juguete no es tuyo”. Elisa mi propiedad, y yo un adolescente que berrea una triste balada que dice: “Mía y nada más”. Que me perdone Rousseau, pero yo creo que cuerpo y alma son la misma cosa, y si tengo el cuerpo entonces tengo el alma, el coño, las axilas, los pies y… la muerte. Los hombres medianamente cultos, como yo, cultos pese a haber sido jugadores de basquetbol, somos también viciosos y esos vicios son el mejor condimento de nuestra vida. El alma y la cocaína, el coño y el espíritu, el balón de basquetbol y el deseo de inmortalidad… los celos y la ropa interior de Elisa.

En vez de convertirme en un hombre poderoso o dueño de grandes empresas de vanguardia me concentré en el modesto vicio que Elisa Miller me proporcionaba como una vendedora de crack en el parque poco iluminado de una esquina. Las putas podrían darle menos vueltas que yo a un asunto como el que me ocupa en estos momentos y resolverían el famoso misterio haciendo una mueca de aburrimiento. Ay, el bostezo de las putas. Ay, la sabiduría de las putas. Pero ellas no saben nada de lo que significa ser una puta, ellas no saben porque no pueden ser al mismo tiempo putas y expertas en putas. Ser expertas en algo las rebajaría varios grados en la escala de la vida: ¿para qué ser experto cuando es posible tan sólo ser? Elisa ha venido a la vida como la gracia, el obsequio que un dios honrado y despilfarrador me ha concedido para no seguir considerando esta vida un reducto de porquería, un pantano de excremento en el que sobresalen las tetas y los cerebros de un sinnúmero de morones desgraciados. Y, sin embargo, ella se ha marchado de nuestra casa y el mundo ha vuelto a tomar sus dimensiones reales. Sin ella los árboles dejan incluso de ser mis amigos. Señores árboles: chinguen a su madre. Es posible que mi Elisa se haya convertido, ni más ni menos, en una piruja de verdad, como la mustia Severine en la película de Luis Buñuel; o como Nora, la mujer leopardo en aquella breve novela de Alberto Moravia. Es así y debido a que me sería imposible vivir tranquilo ante tales sospechas he recurrido a un detective que me dirá la verdad del asunto, se aproximará a la cosa en sí y hará un reporte: ¡un detective! ¡Y un reporte! Un reporte es necesario en este caso, los hombres necesitamos un reporte que nos confirme la pirujería. Le he pedido a Riquelme que utilice una vieja máquina de escribir a la hora de dar cuenta de este reporte, de modo que la pesquisa tenga un aroma a vieja novela de detectives. Nada de ordenadores o nueva tecnología para espiar a una persona, ¿somos acaso animales? He contratado a un detective y estoy a punto de sufrir un espasmo de risa, un detective, Riquelme se apellida y es un ser que va a resolver todas las dudas que no lograron disipar en su momento las magnas y extensas obras de Schopenhauer.