Loe raamatut: «Reflexiones en el espejo»
Reflexiones en el espejo
Guillermo Hermida
© Reflexiones en el espejo
© Guillermo Hermida
ISBN papel: 978-84-18411-17-5
Editado por Tregolam (España)
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1ª edición: 2019
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Has abierto este libro y no sabes muy bien lo que puedes esperar de él. Es lógico, tan solo tienes un objeto con páginas entre las manos y un título: Reflexiones en el espejo. Se supone que debo motivarte con unas cuantas palabras para que no lo cierres y lo leas, hacerte ver que este libro es fundamental para tu vida, que es estupendo, que es alucinante. Pero no es eso lo que voy a hacer. Es más, te lo voy a poner fácil para que lo cierres antes de haberlo leído.
Si nunca has pensado en quién te gustaría ser, si todo en tu vida ocupa el lugar exacto que debería ocupar y no quieres hacerte ninguna pregunta sobre quién eres ni quién quieres ser, si nunca te has planteado, aunque solo sea por un instante, que tu vida no es como te la habías imaginado y que estás viviendo una vida que no quieres para ti, mejor sería que lo cerraras y dejaras de leerlo, porque este libro va de eso.
Estás leyendo estas líneas todavía, así que me imagino que no has cerrado el libro.
No quería ser provocador, lo único que trataba de decirte es que quiero que nos hablemos de tú a tú, que seamos sinceros desde el primer momento y pongamos las cartas sobre la mesa. No tenemos que ser políticamente correctos ni dejarnos llevar por lo que se supone que tenemos que hacer.
Vale, dirás, todo eso que me cuentas está muy bien, pero... ¿este libro qué es?
Este libro es una conversación. Entre tú y yo. En sus páginas te contaré cosas que he visto con mis propios ojos y otras que me ha contado la gente a la que he conocido. Te hablaré de inseguridades y miedos, los que todos sentimos alguna vez; de dificultades, de frustraciones, de desencanto, pero también de ilusiones, de proyectos…
Este libro es un viaje. Lo haremos como si estuviéramos en un cuento, avanzando por un paisaje en el que nos encontraremos con muchos personajes. Hablaremos con sabios y adivinos, con consejeros y maestros; tomaremos barcas, cruzaremos túneles de los deseos y bosques oscuros; buscaremos minas de diamantes...
Este libro es un mapa. Recorrerás sus páginas como si fuera una ruta y descubrirás poco a poco nuevos caminos. Es una historia con sus personajes y sus intrigas, con sus principios, sus nudos y sus desenlaces. Seguirás la trama y te preguntarás cómo acabará. Por momentos creerás estar dentro de una novela y pensarás que tú eres uno de los personajes.
Como ves, este libro es muchas cosas: una conversación, un viaje, un mapa, una historia, pero antes que nada es un espejo. Y el espejo funcionará en la medida en la que quieras mirarte en él para reflexionar, aunque lo que veas no te guste; para mirarte de frente e intentar encontrar lo que quieres ser.
Pero de nada servirá nuestra conversación si tú no escuchas, el viaje si tú no andas, la guía si tú no buscas, la historia si tú no actúas.
¿Empezamos?
UN MAPA VITAL
Caminante no hay camino, se hace el camino al andar.
Antonio Machado
Flotas en un líquido caliente y no sabrías decir con exactitud desde cuándo estás ahí. Quizá sea porque estás a gusto, porque tu cuerpo no pesa, porque no tienes que preocuparte por nada. Estás suspendido y solo tienes que dejarte llevar por la ingravidez, como un astronauta en su nave espacial, como un pez feliz en su pecera, como un bañista sumergido en una estación termal. Todo está quieto, perfectamente en calma, en total silencio. Bueno, en silencio no, de fondo hay un sonido muy grave y rítmico, parecido a una percusión tocada muy lentamente, a lo lejos, muy de fondo. Es un sonido agradable, amortiguado, suave. Tiene algo cálido, algo acariciador, algo tierno, como una especie de canción de cuna que te mece mientras tú flotas en ese líquido caliente en el que te encuentras inmerso. Tiene algo de familiar. Te hace sentir acompañado. Tú no lo sabes, pero es el latido del corazón de tu madre. Por eso te hace sentir tan bien. Es como si te indicara el ritmo al que debes respirar, como cuando alguien te canta una canción de la que no te acuerdas y poco a poco te incorporas tú al ritmo y al rato ya es como si la conocieras de toda la vida. El latido de tu madre te marca el ritmo para que tu vida empiece y tú empiezas a latir, a respirar; los dos al mismo tiempo.
No eres capaz de decir cómo, pero de alguna manera tu madre y tú estáis conectados. Ella es capaz de saber si estás despierto o si estás dormido, si estás inquieto y no paras de moverte o por el contrario estás en calma y no te mueves un ápice. Ella lo nota, no le tienes que buscar explicaciones, es así de fácil. Puedes sentirla cerca, muy cerca, todo lo cerca que dos seres humanos pueden llegar a estar el uno del otro. Pero eso todavía no lo sabes. No sabes lo que es un ser humano. No sabes lo que es estar cerca. Solo sabes que te sientes bien, que estás caliente, seguro y protegido. Sabes que ella está ahí, a tu lado, y eso te basta.
No puedes ni imaginar lo verdaderamente difícil que te será recordar estos momentos en el futuro cuando pasen muchos años y ya no estés aquí, en este líquido caliente, con tu madre, protegido de todo, acompañado por su latido. Hace meses que estás sumergido ahí y es como si hubieras ido despertando gradualmente, a medida que tu cuerpo iba creciendo y creciendo. Eres incapaz de saber a partir de qué instante has empezado a estar aquí, cuando empezó todo, cuál fue el punto en el que empezaste a ser.
Y un buen día empiezas a oír voces. Sonidos que se superponen a los latidos de tu madre, esos que ya se han convertido en algo tan familiar para ti que ya no les prestas atención. Escuchas unas voces que vienen de fuera. No las conoces, aunque en el futuro se convertirán en una constante en tu vida, dos voces de las que no te podrás librar tan fácilmente. Ahora no lo sabes, son simplemente dos sonidos nuevos, pero son las voces de tu padre y de tu madre. Están en una habitación vacía y hablan de ti, aunque tú no lo sepas porque estás dentro de tu madre.
La habitación está vacía y ellos hablan y hablan, no paran de hablar. Aunque tú no puedas verlo, tu padre está inclinado hacia el suelo indicando con sus brazos abiertos una medida en una de las esquinas, debajo de la ventana. Indica las dimensiones de la cuna, cómo debería colocarse para aprovechar mejor el espacio. Lleva una cinta métrica en el bolsillo. La saca y mide una distancia. «Uno sesenta», dice, hace un gesto con la cabeza, mirando a tu madre, y le dice que ese sería el lugar adecuado. Tu madre lo mira, tuerce la cabeza, entorna los ojos y se acerca a él colocando los brazos en otra dirección, diciendo que otra disposición de la cuna sería mucho mejor, que así tendrá más luz, que un niño necesita luz, mucha luz.
Tú escuchas las voces de tus padres desde dentro de tu madre, pero no sabes de qué hablan. No sabes lo que es la luz, lo que es una cuna y ni lo que es un metro sesenta, todo te suena a chino. Tu padre resopla y le da la razón a tu madre, le dice «vale, cariño», le da un beso y se guarda la cinta métrica de nuevo en el bolsillo. Tu madre abraza a tu padre y le cuenta lo que ha pensado para decorar la habitación: un cuadro con unos pajaritos en una esquina, un sol con unos planetas de juguete alrededor colgando del techo, estrellitas al lado de la puerta, una familia de patos en un rincón, al lado de donde tienen pensado colocar el armarito con la ropa que vas a llevar.
A ti ni se te pasa por la cabeza intervenir en la conversación. Tampoco podrías, nadie te ha enseñado a hablar, ni siquiera sabes que en el futuro podrás hacerlo. Todavía no sabes lo que es una palabra, no sabes lo que es una frase ni lo que es una conversación. Además, si por azar fueras capaz de emitir algún sonido desde el lugar en el que estás, nadie lo oiría. Te limitas a seguir allí dentro de tu madre, flotando en ese líquido cálido y agradable, con el sonido de su corazón de fondo, ajeno a todos esos planes que preparan para ti.
Tu padre tiene un folleto de una tienda de artículos infantiles en las manos. Lo abre y se acerca a tu madre para que puedan verlo juntos. Pasan las páginas y poco a poco van eligiendo todo para ti: chupetes, pijamas, zapatos, mochilas, biberones, baberos, juguetes… Tienen planes para ti. Decenas de planes, cientos de planes, miles de planes, millones de planes, miles de millones de planes…
* * *
Seguro que no recuerdas todo aquello, eras demasiado pequeño, indefenso y dependiente de tus padres como para tomar tus propias decisiones. Fueron momentos decisivos, una fase de tu vida que, a pesar de que no la recuerdes, ha condicionado muchísimo quién eres, cómo te comportas, qué te gusta, cómo hablas, cómo sientes. Tus padres hicieron muchísimos planes para tu vida sin contar contigo, mucho antes de que tú vinieras a este mundo y pasaran los años y pudieras empezar a pensar por ti mismo. Ellos ya sabían lo que iban a hacer contigo incluso mucho antes de que tú vinieras a este planeta, cuando hablaban de que querían tener un hijo, cuando te buscaron un nombre, cuando compraron aquella casa que tenía una habitación más para que tú pudieras crecer en ella.
Hay personas que ya se han preocupado de orientar nuestra vida antes de que nosotros estemos aquí, mucho más de lo que pensamos. A veces nos lleva algo de tiempo darnos cuenta de esto. A veces tienen que pasar años y años para que podamos reflexionar sobre ello, como lo estamos haciendo ahora, pero es importante que seamos capaces de regresar a ese momento en el que las cosas empezaron a funcionar y comenzamos a ser lo que ahora somos. Solamente así sabremos dónde estamos, quién ha tomado las decisiones en nuestras vidas, quiénes somos de verdad, quiénes queremos ser.
Seguro que si ponemos en común nuestras vidas y la de las personas que nos rodean, podemos compartir vivencias e ir encontrando claves.
* * *
En una ocasión estaba en un restaurante con amigos. Habíamos terminado la cena y los camareros recogían los platos de nuestra mesa. Unos pedían cafés, otros apuraban su postre. Había quien tomaba un licor o pedía una copa. Y empezamos a arreglar un poco el mundo. Entre risas y tazas de café, hablamos de nuestros destinos, de nuestra evolución personal, de nuestros retos y nuestros logros; medio en broma, medio en serio. La conversación dio varios giros y, empujados por la complicidad que nos daba el conocernos desde hace muchos años, acabamos hablando sobre nuestra libertad para elegir lo que había sido nuestra vida. Me sorprendió comprobar que todos afirmaban que eran libres, que decidían por sí mismos, que a ellos nunca nadie les había dicho lo que tenían y lo que no tenían que hacer. En definitiva: todos eran dueños de sus propias vidas y decisiones. Les pregunté si no habían sentido nunca que su vida, sin que ellos se dieran cuenta, seguía una especie de mapa vital, algo así como una especie de plan preconcebido para ellos, una ruta predeterminada para sus biografías. Todos respondieron vehementemente que no. Entonces me dirigí a uno de mis amigos, farmacéutico de profesión, casado, y le pregunté si era feliz. Sin dudarlo un solo segundo, me dijo que sí, que era muy feliz, que todo en su vida marchaba perfectamente bien, que no se podía quejar de nada y que no se arrepentía de ninguna de las decisiones que había tomado en su vida. Mientras decía todo esto, miraba de reojo a su pareja, que lo observaba con aire vigilante. Volvimos a cambiar de tema y la velada transcurrió entre chascarrillos, chistes y anécdotas.
Meses más tarde coincidí con esta misma persona en una populosa calle de Madrid. Nos pusimos al día de las últimas noticias familiares, laborales y de algún que otro cotilleo amoroso. Antes de despedirnos, cuando se suponía que la conversación tocaba a su fin, me soltó como un cañonazo: «¿Cómo se te ocurrió preguntarme si soy feliz delante de mi pareja?». Le contesté le había hecho esa pregunta porque me había chocado la suficiencia con la que había afirmado tan taxativamente que no tenía ningún mapa vital, que todas las decisiones las había tomado él, que no había ningún mapa vital preconcebido, que su destino era suyo.
Al poco rato de estar charlando sobre el tema, acabó confesándome que parte de su vida no era tal y como él la había deseado y que, en muchas ocasiones, se sentía como en una barca sin remos, yendo a la deriva llevado por la corriente. Me contó que un buen día, por las buenas y sin saber cómo, se miró al espejo y no reconoció a la persona que vio. Solo vio a alguien que no era él, una caricatura de lo que quería ser años atrás, una versión deformada de lo que quiso para sí mismo. Si alguien le preguntaba si era feliz, él siempre decía que sí, que era feliz, que todo iba bien, como cuando hablamos en aquel restaurante, rodeados de amigos. Afirmaba que su vida era como él quería que fuera, pero en realidad no se lo terminaba de creer. A la mañana siguiente, se volvía a mirar al espejo y seguía sin encontrarse.
Lo único bueno de todo aquello era que, por lo menos, había empezado a hacerse preguntas y a dudar de lo que se había repetido una y mil veces a sí mismo, esa falsa seguridad en uno mismo que le decía: «Yo soy el dueño de mi destino, yo soy el dueño de mi destino, yo soy el dueño de mi destino…». Se había repetido mil veces esa frase, pero llegó un momento en el que dejó de creérselo. Por mucho que quisiera decírselo a sí mismo, la verdad seguía allí, en el espejo, un espejo que no le devolvía la imagen de lo que él quería ser. Entonces, la idea de que hubiera un plan para su vida, un mapa vital, una ruta preconcebida para su biografía, ya no era una idea tan descabellada. No se reconocía en el espejo, pero por lo menos había empezado a cuestionarse y ahora ya tenía una intuición y un rumbo que seguir para intentar cambiar su vida.
Me habló de su familia, de su trabajo, de todo lo que poco a poco se había convertido en la corriente que lo empujaba sin saber por qué. Me confesó incluso que nunca quiso ser farmacéutico, pero que había elegido esa carrera por recomendación de sus padres. En su fuero interno, él sabía que no era feliz. Durante sus casi cuarenta años de vida, había seguido un mapa vital que otros habían diseñado para él. Había estado haciendo lo que se esperaba que hiciese, pero no lo que él realmente quería hacer.
* * *
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Tú todavía estás muy lejos de darte cuenta de todas estas cosas. Sigues en el vientre de tu madre con todas esas personas a tu alrededor que ya planean cómo va a ser tu aterrizaje en la vida. Han pasado casi nueve meses y hace tiempo que ya casi no tienes espacio para moverte. Poco a poco tu cuerpo ha crecido tanto y ya eres tan grande que te resulta difícil estar cómodo. Han quedado atrás esos momentos felices en los que flotabas en el confortable interior de tu madre, esa paz que sentías cuando su latido te mecía y podías moverte a tus anchas, protegido y feliz, seguro y tranquilo. Ahora tu cuerpo apenas tiene espacio para moverse, estás retorcido sobre ti mismo y tienes los pies contra la barriga, los brazos buscan sitio a duras penas en el poco espacio que queda entre tus piernas, y las manos están detrás de la cabeza, hechas un ovillo, apretadas. Ya casi ni puedes respirar.
De pronto sientes una convulsión y algo te empuja. Unas contracciones nerviosas y repentinas aplastan tu cuerpo por los costados. Sabes que algo va a pasar. No sabes el qué, pero algo va a pasar. El latido de tu madre se ha convertido en una respiración entrecortada y palpitante que parece decirte «sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí», y entonces retuerces tu cuerpo como puedes, intentando encontrar un camino que buscas instintivamente, empujado por los movimientos de los músculos de tu madre. Deseas que todo acabe cuanto antes. Sigues esforzándote en encontrar una salida, empujas hacia adelante, con los pies, con los codos, con las manos, con las rodillas, quieres que el sufrimiento acabe lo antes posible, salir de ahí, encontrar una salida, escapar, pero no terminas de conseguirlo. Tú no lo sabes, pero tu madre lo desea tanto como tú. Estáis empujando en la misma dirección, sois los músculos de un mismo esfuerzo que intenta dar a luz la vida. Oyes a tu madre respirar hondo, gemir, estirarse y contraerse para que su cuerpo te empuje hacia fuera. Entonces, cuando ya estás casi exhausto de retorcerte y tu madre sigue empujándote, cuando creías que no había una salida y todo iba a acabar, cuando estabas a punto de darte por vencido, ves por primera vez una luz y, casi simultáneamente, tu piel entra en contacto con un aire frío que no habías sentido nunca antes.
Ves batas verdes y blancas, gente que va y vine a toda prisa. Oyes el ruido de aparatos médicos, enfermeros que dicen palabras incomprensibles. Ves las paredes de la clínica, el rostro de tu madre y de tu padre emocionados al mirarte por primera vez, su caricia fugaz sobre tu piel, todavía con restos de sangre y placenta. Luego te llevan a otro lugar, te limpian, te visten, te colocan sobre una superficie esponjosa, suave y blanca. Te llevan por pasillos. Las luces se apagan, se vuelven a encender. Escuchas las voces de tus padres, esas voces conocidas a las que ya estás acostumbrado incluso antes de que todo esto sucediera. Y al final, te quedas dormido.
Tu vida ha dado un giro de ciento ochenta grados. Efectivamente, alguien tiene muchos planes para ti y los está llevando a cabo. Nadie te consulta nada. Tu vida ha cambiado, pero no podrías decir que para bien. No eres capaz de dormir ni tres horas seguidas. Empujado por una fuerza que ignoras de dónde viene, rompes a llorar implorando tu dosis diaria de leche en mitad de la madrugada y tus padres, todavía con legañas en los ojos, cayéndose de sueño y hechos polvo, aciertan en darte tu alimento. Eres incapaz de tenerte en pie. Unas manos enormes que te cogen y te sueltan te llevan de aquí para allá haciendo de ti lo que quieren. Te cambian pañales, te ponen y te quitan ropa, te dan de comer, te acuestan, te cogen en brazos, te dan biberones, te bañan. Por momentos echas de menos tu vida anterior, cuando no sentías ni frío ni calor, cuando no conocías el hambre. Llegado el momento, cuando un impulso irrefrenable que viene de tu estómago te pide alimento, rompes a llorar y tus padres acuden prestos a satisfacerte. No eres consciente de tu poder, pero eres capaz de hacer reaccionar a esos dos adultos al instante. Lloras y ellos acuden. Pura magia. Sin embargo, en lugar de alegrarte por tener ese poder, sigues ocupado en estar pendiente de tu hambre y de tu frío, de si te duele el estómago o las encías, de si te sale un diente o has cogido un virus. No te lo planteas, pero puede ser que hayas perdido con el cambio. Dentro de tu madre estabas mejor.
Pero eso no es lo único que ha cambiado. Has empezado a oír a tu alrededor muchas voces más, aparte de la voz de tu madre y de tu padre, y apenas aciertas a identificar unas y otras; te parecen siempre distintas. Entre ellas, están las de tus abuelos y de tus hermanos, las de tus primos, las de los amigos de tus padres, las de los vecinos… una tropa interminable de voces que incluso llega a aturdirte, voces y voces que no dejan de decirle a tus padres lo que tienen que hacer. Que si el niño duerme poco y tiene que dormir más, porque eso es importante y no querrás que tu hijo crezca como no debe; que si esta leche no es la apropiada porque patatín y patatán; que si esta ropa es demasiado abrigada y no tienes que agobiar al niño con tanto jerseicito y tanto pijama; que a ver si lo sacas más a pasear; que los niños tienen que tomar mucho el aire y el sol. Ellos hablan y hablan y tú no dices nada. Hablan de ti todo el rato, pero no te preguntan nada. Llega un momento en el que, aunque solo sea por cansancio, dejas de oírlos. Pero tus padres sí los escuchan y hacen caso de algunos de sus consejos. No es que no tengan su propia opinión sobre lo que es lo mejor para ti, pero quieren cuidarte mucho y no desechan ningún comentario, por descabellado o inapropiado que parezca. Sin que tú lo comas ni lo bebas, tu vida ya no solamente está dirigida por tus padres. Empiezas a comprobar, en tus propias carnes, que la gente que rodea a tus padres también está dibujando tu mapa vital. ¡Y de qué manera!
* * *
Durante un viaje por el sur de España conocí a una pareja con algunos problemillas parecidos a los de tus padres. Ellos no tenían hijos, pero aun así no se podían librar de las interferencias de la gente. Los bautizaré como Carlos y María. Desconozco si fue el destino, el azar o la intervención divina, pero a los pocos días de conocernos en el bufé del hotel en el que nos alojábamos, empezamos a compartir excursiones y salidas por la maravillosa ciudad de Córdoba. A veces, conoces a personas con las que encajas perfectamente sin saber por qué y en poco tiempo te encuentras compartiendo vivencias como si fuerais amigos de toda la vida. María era abogada de profesión y con bastante renombre en Sevilla; y Carlos, un funcionario de la Consejería de Educación. Se podría decir que la vida les había sonreído. Buenos trabajos, una buena casa, carreras profesionales meteóricas, reconocimiento social... ¿qué más se le podía pedir a la vida? Una noche nos encontrábamos tomando una copa y, animados por los tres gintonics que llevábamos cada uno, empezamos a hablar de nuestros deseos, de nuestros objetivos frustrados, de por qué hacemos lo que hacemos a lo largo de nuestra vida y si nos dejamos arrastrar o no por otras personas a la hora de tomar decisiones. Y cuál fue mi sorpresa cuando surgió un tema que levantó un huracán entre ambos. Un huracán que tomaba una forma que yo jamás habría podido imaginar: la compra de una casa.
La idílica pareja vivía en un hermoso piso de Sevilla en una zona obrera en la que ambos se habían criado y habían vivido durante más de treinta años. Este piso lo compraron cuando se casaron, con esfuerzo pero con mucha ilusión. Era la casa de sus primeros trabajos, de las noches en vela preparando la oposición de Carlos, de los primeros ahorros para abrir el despacho de María. Debido al éxito en su trabajo, ella conoció a gente relevante de la alta sociedad sevillana: empresarios, políticos, artistas... Y claro, a la hora de invitarlos a su casa, estos se sorprendían por la zona en la que vivía. Después de cuatro años, esto desembocó en que María se fijase la meta de comprar un precioso ático en el barrio de Santa Cruz. Cuando se lo comentó a Carlos, él no entendió que tuvieran que irse de allí. Eran felices. Además, sus amigos y familiares estaban cerca. Pero María, con su carácter arrollador y decidido, que tan útil le había sido como abogada, empezó a mirar áticos y día tras día intentaba convencer a Carlos de que eso era lo mejor para los dos. Finalmente, ocurrió lo que tenía que ocurrir: María llegó a casa rebosando alegría y le comunicó a Carlos que ya había encontrado el ático de sus sueños. Carlos, sin casi darse cuenta, se vio firmando la compra de una nueva vivienda delante de un notario y volviéndose a hipotecar por treinta años y un millón de euros. Las semanas siguientes fueron frenéticas: pintar, amueblar, decorar... Y, en un abrir y cerrar de ojos, decenas de cajas salían por las puertas de la antigua casa desfilando por delante de Carlos como un ejército de hormigas en busca de un nuevo hormiguero. Tras no pocas discusiones, las cajas fueron desapareciendo de los pasillos y las cosas ocuparon estanterías y armarios. Pero no todas disfrutaron de la nueva vivienda, ya que todo tenía que estar acorde con el nuevo ático y algunos recuerdos fueron desterrados al trastero como si se tratasen de parias sin tierra.
Después de un gintónic más, Carlos me confesó que no era feliz, que no tenía cerca a sus amigos o familiares y que se sentía como viviendo en una película de Hollywood. Todo tenía que ser perfecto y maravilloso, acorde con lo que se esperaba de dos personas de éxito profesional como ellos. Y eso le hacía muy infeliz. Le pregunté a Carlos que por qué había llegado a esta situación y si lo había hablado con María, explicándole lo que suponía para él cambiarse de casa. Me contestó que sí lo había hecho, que había hablado con ella, pero que María siempre se salía con la suya y era muy difícil detenerla cuando se le metía algo en la cabeza. Le volví a preguntar que por qué no se había negado a firmar o por qué no había sido más claro en su negativa. Me confesó que no quería herir a María y que, sin darse cuenta, se encontró firmando delante del notario. Carlos se había dejado llevar y asumió poco a poco las decisiones que María fue tomando por los dos. Le dije que si realmente no quería cambiarse de casa, debería habérselo dicho y explicarle sus razones para no hacerlo y por tanto tomar sus propias decisiones. Pero no era todo tan fácil. En la vida no todo es blanco ni negro sino que existen muchos matices de gris.
* * *
Ahora pienso en la historia de Carlos y me doy cuenta de que se parece mucho a la historia de mi amigo farmacéutico. Los dos han terminado en un lugar en el que no deseaban estar. Los dos han seguido un mapa vital que no es el que ellos querían para su vida. En realidad, no son demasiado diferentes el uno del otro. Le doy vueltas al asunto y creo que todos tenemos un mapa vital diseñado con el que no estamos de acuerdo del todo y que, a pesar de ello, aceptamos. Un mapa vital en el que no está diseñada la ruta que nosotros queremos, un mapa vital en el que están los caminos que otros, muchas veces sin mala fe, diseñan para nosotros. Sigo pensando en ello y entonces me doy cuenta de que a lo mejor todos no somos tan distintos a ellos. Quizás nos parezcamos a Carlos y a mi amigo farmacéutico mucho más de lo que creemos. Me gustaría saber también cuál es el mapa vital que han diseñado para mí, regresar en el tiempo e intentar encontrar cuándo y cómo alguien empezó a tomar decisiones por mí, en qué momento esa persona empezó a dibujar un camino que yo no había decidido en mi vida.
* * *
Y yo te pregunto ahora: «¿Has pensado a fondo en lo que haces en tu vida?» Y algo más: «¿Por qué lo haces?» Y lo más importante: «¿Es lo que deseas hacer?» Cuando hago estas preguntas, muchísimas personas se quedan pensando unos segundos hasta que me contestan. Esto es así porque tienen que detenerse a valorar por qué hacen lo que hacen ya que la mayoría de las veces actuamos condicionados y simplemente seguimos un camino que nos viene marcado. Son múltiples las posibles razones: apatía, cumplimiento de normas sociales, miedo a ser juzgado por familiares, amigos o pareja, falta de ganas por afrontar retos, miedo al fracaso, al cambio, prejuicios o valoraciones de personas que nos rodean…
Debes ser tú mismo quien tome las riendas de tu vida y decida lo que tienes que hacer en cada momento. De lo contrario, serán otros quienes habrán tomado el timón de tu existencia. Serás un bonito barco timoneado por un capitán que no eres tú. Un barco que surcará mares y llegará a países donde todo será previsible y predeterminado. El mapa te dirá que detrás de la montaña hay un valle, y detrás del valle una ciudad, y detrás de la ciudad un cementerio al cual irás a reposar al final de tus días. Un mapa con el que atravesarás unos paisajes que tú no habrás elegido.
Ha llegado el momento de que te plantees si quieres abandonar esa ruta y decidas no seguir el camino que te marca tu mapa vital si no eres feliz. El momento de que sigas una brújula y no un mapa. La hora de dejarse orientar por el campo magnético de tu voluntad. Quizás sea un viaje duro, lleno de obstáculos y dificultades. Habrá momentos mejores y peores, pero merecerá la pena porque te llevará a donde tú quieres ir, no a donde otros decidieron debías ir. Ha llegado el momento de reunir fuerzas y cerrar los ojos y tener el valor de querer hacer tu propio camino.
¿Estás dispuesto a hacerlo?