Loe raamatut: «La educación sentimental»

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Akal / Clásicos de la Literatura / 33

Gustave Flaubert

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Traducción: Pilar Ruiz Ortega


La educación sentimental, retrato de una generación en Francia desde 1840 a 1867, es una novela con personajes mediocres protagonizada por un joven de provincias, Frédéric Moreau, que va a París a estudiar derecho, hereda una fortuna y puede vivir como había soñado. Pero está atrapado en un deseo irrealizable, deseo que gobierna su existencia, su relación con los amigos, las mujeres y con el dinero; vive obsesionado por un amor imposible, la señora Arnoux, que no le conduce a ninguna parte, porque ante todo Frédéric es un héroe pasivo y con la conciencia de que la sociedad tiene que darle lo que cree que se merece, sin hacer el menor esfuerzo. Todo ello tendrá lugar en un escenario esplendoroso, el París de mediados del siglo XIX, la capital de la burguesía emergente, donde la intensidad del placer se mezcla con el inevitable tedio y el resplandor de la Revolución de 1848. Sólo un genio de la talla de Gustave Flaubert podía escribir un texto lleno de matices, inacabable, intemporal, que siempre puede releerse para encontrar nuevos referentes, nuevas pistas, nuevos detalles.

Gustave Flaubert (1821-1880) está considerado como el introductor del realismo francés del siglo XIX. Su obsesión por el estilo, por la búsqueda del mot juste (la palabra justa), hizo que sus obras, consideradas como escandalosas por la sociedad de su tiempo, lograran un reconocimiento unánime por parte de la crítica y de sus compañeros de letras. Tímido hasta lo patológico y en ocasiones arrogante, Flaubert no se granjeó demasiadas amistades a lo largo de su vida. Su carácter, que podríamos calificar de inestable, le llevó a padecer crisis nerviosas que derivaron en una salud frágil. Flaubert, prematuramente anciano, murió de una apoplejía a los cincuenta y ocho años. Contemporáneo del otro gran genio de la literatura francesa, Charles Baudelaire, Flaubert nos legó una obra deslumbrante que arranca con Madame Bovary (1857), sigue con Salambó (1862), La educación sentimental (1869), La tentación de San Antonio (1874), Tres cuentos (1877) y se cierra, póstumamente, con Bouvard y Pécuchet (1881).

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RAG

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Motivo de cubierta: En el jardín, por Auguste Renoir (1885),

San Petersburgo, Museo del Hermitage

Título original

L’education sentimentale

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5108-4

Introducción

Oigo a Flaubert leer en voz alta, en voz muy alta, tanto que los pájaros que reposan en el jardín a la hora de la siesta, alzan el vuelo, asustados siempre, ante las primeras palabras.

Desde hace cuatro días, ocho horas diarias, del mediodía a las cuatro, y de las ocho a medianoche, Flaubert lee, más bien grita, acostumbrado a escribir así sus novelas; de tal manera que, para contar a su amante y amiga, la poeta Louise Colet, por carta, siempre por carta, para comentarle que ese día ha escrito mucho y ha avanzado extraordinariamente en su obra, le dice que tiene la garganta destrozada: «Ma belle, hoy tengo la garganta destrozada».

Pero, desde hace cuatro días tiene oyentes precisos y atentos. Y esta vez, el silencio que provoca su voz en torno a la casa blanca de Croisset, a orillas del río, es mayor, y hasta las barcazas, e incluso hasta los grandes barcos que discurren por el Sena, en su ir y venir con mercancías y pasajeros, con la parsimonia de costumbre, no significan nada, y se vuelven silenciosos e invisibles, ante la voz atronadora y rítmica de monsieur Gustave.

Flaubert ha convocado a su amigo de infancia, el poeta Louis Bouilhet, y a su amigo de viajes y de literatura, el parisino Maxime du Camp, dandi influyente en los círculos de París, con rentas que le permiten vivir como dilettante, fundador de revistas de prestigio, escritor y fotógrafo, reconocido y admirado en su época, y que, siglo y medio después, pasa a la historia de la literatura por haber sido, sobre todo, el amigo de Flaubert.

Croisset es el pequeño refugio del novelista, entre el Sena y las suaves colinas normandas, donde las gaviotas y otras aves marineras que llegan del otro lado del canal, se mezclan en los pastizales con los patos de las granjas, al lomo, a veces, de productivas vacas que suelen ir a su aire, a sabiendas de su valía, de su empoderamiento ante los granjeros pensativos, llenos de esa seriedad melancólica de la gente del norte.

12 de septiembre de 1849. Flaubert termina la primera versión de La tentación de San Antonio, que había iniciado el 24 de mayo de 1848. Recibe a sus dos amigos en el gabinete de trabajo. «Una amplia sala, clara y acogedora, con tres ventanales que dan al jardín y a las colinas, y otros dos a la fachada, frente al Sena.» Así lo describe, mucho más tarde, Caroline, la hija de su hermana muerta en el parto, a la que criará y educará con todo su amor y esmero.

Y es en esta amplia sala luminosa, en el primer piso de esa casa refugio de Croisset, donde durante cuatro días, ocho horas diarias, lee en voz alta, en voz muy alta, la primera versión de La tentación de San Antonio, que no verá la luz hasta 1874, después de versión tras versión, retomada a partir de 1870.

Concluida la lectura, la opinión de los amigos no puede ser más demoledora. Flaubert se atusa el bigote. Tiene veintiocho años. Es alto y rubio, de una gran belleza en su juventud. Cierra los ojos, se recuesta en el sillón, y espera. A los quince años había conocido en Trouville a la señora Schlésinger de la que se enamora y cuya adoración romántica perdura a lo largo de toda su vida.

Du Camp, apoyando en la barbilla el bastón que sujeta con ambas manos, observa el río. El barco fluvial, que llaman El Vapor ha lanzado su último aviso y está a punto de zarpar hacia Le Havre. Bouilhet se remueve en el asiento. Se levanta, pasea a lo largo de la sala. El sol poniente de este septiembre se enciende de rojo, entre nubecillas moradas y rosas.

«Pensamos que habría que echar todo esto al fuego, y no volver a pensar en ello», dice Maxime du Camp, de acuerdo con Bouilhet. A lo largo de la lectura, enfrascado en su obra, Flaubert no percibe las miradas y los pequeños gestos de sus amigos, entre preocupados e inquietos.

Flaubert recuerda en ese momento las palabras de su padre, el gran médico cirujano-jefe del Hôtel-Dieu de Ruan, cuando Gustave, hastiado de los estudios de derecho, le dice que quiere dedicarse a escribir, que es su vocación y que deja París y las leyes. «La literatura no es una carrera; no lleva a ninguna posición», le señala el padre, entendiendo por posición, una buena posición burguesa, claro está. Achille, el hermano mayor, ya había tomado la misma carrera que el padre en la medicina.

Flaubert, nervioso, se levanta y va a la cocina, como excusa. Allí está su pequeña Caroline al cuidado de la fiel sirvienta. Regresa más calmado.

Louis Bouilhet le anima: «ya que tienes tendencia al lirismo escoge un tema en el que el lirismo resulte ridículo, con lo cual, tendrás que vigilar esa tendencia romántica. Coge un tema de la calle, un tema real de la vida burguesa, al estilo de Balzac, por ejemplo».

Gustave intenta dar su opinión, pero no lo consigue. No sabe qué pensar, pero le bullen las ideas sin llegar a formularlas. Los escritores del XIX se debaten entre el Romanticismo ‒todos quieren ser Chateaubriand–, hasta Victor Hugo que dice en su adolescencia: «Seré Chateaubriand o nada». O quieren ser Lamartine, poeta romántico y hombre político que interviene en ese momento en la República del 48‒, una generación entre el Romanticismo, el realismo y el naturalismo. Sin olvidar el simbolismo de Baudelaire, el Arte por el Arte de los amigos del Parnaso; y la belleza y precisión de la palabra como pilar fundamental de la escritura.

Es de noche, y el silencio sólo se interrumpe con los pasos de Gustave en la terraza; su altura y su corpulencia se agrandan en las sombras. Se detiene y contempla las colinas verdes, negras ya a estas horas, como esos pensamientos oscuros que le ciegan. Casi de madrugada, vuelve a su gabinete, antes de que la señora Flaubert, su protectora madre, se levante, temiendo los nervios mal controlados del hijo.

No puede conciliar el sueño, piensa en escribir a Louise el amargo resultado de la lectura. Pero ni eso es posible, la relación, en ese momento, está rota entre celos y malentendidos. Meses más tarde, volverán las cartas con esa angustia que a menudo le asalta, temiendo una crisis, sintiéndose enfermo sin estarlo: «La deplorable manía del análisis me agota, le escribe. Dudo de todo, e incluso dudo de mis dudas».

Pero este Gustave Flaubert de 1849, que he querido hacer visible en el pequeño relato, ya no es el que trabaja entre 1864 y 1869 en La educación sentimental. Ahora ya es un escritor reconocido, sobre todo por su obra Madame Bovary. Ya ha publicado Salambó, sigue trabajando en La tentación de San Antonio, y siempre, como desde hace un tiempo, en su inacabada Bouvard y Pécuchet. Sin embargo, la exigencia del autor, su obsesión por el estilo, por la palabra exacta, que para él es la única, le lleva a tener grandes dudas y a hacer grandes esfuerzos en su redacción, como él mismo confiesa a través de la correspondencia que mantiene con sus amigos y, sobre todo, en esta etapa, con George Sand.

Y ya no es, tampoco, el ermitaño de Croisset. Además de numerosos viajes por Francia y otros países, vive temporadas en París, frecuenta los salones, como el de la princesa Mathilde, donde se reúnen escritores y artistas de la época; forma parte de las cenas en el Magny, sólo para hombres, salvo George Sand, a veces; incluso Napoleón III le invita al recién transformado palacio de Compiègne.

Él mismo recibe, en sus estancias en París, los domingos, de una a siete de la tarde. Guy de Maupassant relata en sus entrañables ensayos sobre su amigo y maestro, al que considera pariente, pues es sobrino de Le Poittevin, íntimo de Flaubert, cómo se desarrollaban esas reuniones de la una de la tarde. El primero en llegar solía ser Iván Turguéniev, el gran novelista ruso, tan alto como Flaubert: les diferenciaba la voz dulce y lenta del ruso, en contraposición a la voz potente y estruendosa del francés. Maupassant sigue presentándonos al resto: Taine, Alphonse Daudet, Zola, los hermanos Goncourt, el joven poeta José María de Heredia, y otros más, por citar solamente a los que son más reconocibles en este siglo XXI. La tarde discurría en charlas más o menos exaltadas, más o menos tranquilas, como podemos imaginar en un grupo de escritores, pintores o editores y políticos, cuando las ideas se agolpan saltando de un grupo a otro, en un sinfín de conversaciones a veces simultáneas. Maupassant sigue relatando cómo, poco antes de las siete de la tarde, Flaubert los despide en la antesala, de uno en uno, estrechándoles las manos con energía, con una sonrisa afectuosa, palmeándoles la espalda. Y que, después, cuando se iba Zola, que solía ser el último en despedirse, Flaubert, tras descansar una hora en el sofá, se desprendía de esa bata enorme en la que se envolvía cuando estaba en casa, se ponía el frac y salía a cenar al salón de la princesa Mathilde.

Tras esa primera versión fallida de Las tentaciones de San Antonio, Flaubert atiende el consejo de sus amigos y publica, con éxito y alguna zozobra, Madame Bovary[1], y más tarde vuelve a su tendencia natural al lirismo y a los temas épicos, fruto de la enorme influencia que tuvo sobre él el Romanticismo. «No pudiendo resistirse a esa ansia de grandeza, compuso, a la manera de un relato homérico, su segunda novela, Salambó.»[2] «¿Se trata de una novela? ‒continúa Maupassant‒ ¿No es más bien una ópera en prosa? Las escenas se desarrollan con una magnificencia prodigiosa, y un brillo, un color y un ritmo sorprendentes. Las frases cantan, gritan, tienen arrebatos y sonoridades de trompeta, susurros de oboe, ondulaciones de violonchelo, dulzuras de violín y sutilezas de flauta. Y los personajes, hechos de la madera de los héroes, parecen estar siempre en escena, hablando de un modo soberbio, con una elegancia recia y encantadora, como si se movieran en un decorado antiguo y grandioso.»

En la obra de Flaubert hay un vaivén entre esa tendencia lírica y romántica, y la descripción paciente de temas cotidianos y de personajes banales. Así que tras Salambó, se embarca en La educación sentimental.

Sus primeros escritos, bastante autobiográficos, como No­vembre, Histoires d’un fou, La primera educación sentimental, no se publican en vida del autor, y son el germen de La educación sentimental que inicia en 1864 y que publica en 1869, recuperando el título de uno de esos relatos que Flaubert tenía abandonados en un cajón.

Según Sainte-Beuve (1804-1869), si Flaubert dijo «Madame Bovary, c’est moi», en La educación bien podría decir, «c’est mon temps»[3], es mi generación, aunque es tanto como decir, somos mis amigos y yo. Una generación que va de 1830 a 1848, de revolución a revolución, todo el reinado de Luis Felipe, teniendo en cuenta que, la Revolución de 1848, en 1851 se transforma en el Segundo Imperio, el de Napoleón III, hasta la derrota en Sedán en 1870, cerrando definitivamente en Francia toda posibilidad de monarquía.

Retrato de una generación y retrato de la vida cotidiana en Francia desde 1840 a 1867. En la misma novela se fijan las fechas: el 15 de septiembre de 1840, Frédéric, en un barco fluvial conoce a la señora Arnoux; a finales de marzo de 1867 tiene lugar el último encuentro entre Frédéric y la señora Arnoux. Este es el tiempo de La educación sentimental.

Una generación, según Flaubert, fallida, que tiene veinticinco años en 1848.Vidas anodinas de la burguesía que él odia, pero a la que pertenece. Flaubert tuvo la posibilidad de no ejercer ninguna profesión, de vivir económicamente de las rentas y anímica e intelectualmente, de la literatura. En realidad, solo vive para la literatura. No participa en las revueltas de 1848, aunque va a París, junto con Bouilhet, pero solamente como espectador. Brunetière (1849-1906), que critica con dureza a Flaubert, reconoce en él a un artista, artista exagerado y absolutista, para quien todo lo que no sea su arte no existe o es despreciable[4], y ese desprecio hacia todo lo demás le lleva a maltratar a sus personajes. Lo vimos en Madame Bovary y en igual medida en La educación.

El deseo en La educación sentimental

Según Julian Barnes[5], para Flaubert la felicidad está en la imaginación, no en el acto. El placer se encuentra en el deseo, y después en el recuerdo: ese es el temperamento flaubertiano.

Estas frases definen, en cierta manera, La educación sentimental.

Jean Borie participa también de esa definición en torno al deseo[6]. Y lo analiza con mayor profundidad.

Flaubert se burla del romanticismo de Emma Bovary, porque Emma se empeña en vivir ese deseo. Como personaje la maltrata más a que a nadie. La castiga de todas las maneras posibles: infelicidad, desengaños, ruina moral y económica, muerte. Es menos riguroso con Frédéric, porque Frédéric no cumple sus sueños, sus ideales románticos. Se limita a soñarlos, no a vivirlos.

Lo fundamental del deseo de Frédéric es que aspira a lo imposible, y lo imposible a veces llega sin esfuerzo, o por azar, por ejemplo, la herencia. Entonces, se precipita a París para cumplir su deseo: el amor de la señora Arnoux. El deseo es impaciente y exige una satisfacción inmediata, así que, compra la casa, los muebles, los caballos. Tiene criados, vestuario, etc., todo lo que cree imprescindible para entrar en el mundo de la señora Arnoux. Pero, cuando hay que esforzarse en algo, por ejemplo, triunfar en política, hacer una fortuna con los Dambreuse, no actúa y desperdicia todas las ocasiones.

En otro momento de la novela, Frédéric procura adaptar sus deseos a la realidad. Lo intenta con Rosanette: vida en familia, un hijo, pero siempre ocurre algo que le lanza en pos de ese deseo imposible.

Frédéric se siente obligado y comprometido con su deseo, aunque nadie se lo exija. Cuando tiene que optar entre su amistad por Deslauriers o su deseo imposible, se siente frustrado, duda, pero le puede ese compromiso con su deseo. Su manera de obrar produce en los lectores una decepción tras otra, porque el lector piensa que cuando Frédéric elige lo hace siempre equivocadamente.

Ya en el primer capítulo nos damos cuenta de que el joven de pelo largo y un álbum bajo el brazo está perdido en el mundo. Vaga de un lado a otro del barco, va a estudiar derecho, pero piensa en otras cosas, «en la trama de un drama, en temas de pintura, en pasiones futuras. Pensaba que la felicidad que se merecía tardaba en llegar». Y cuando Arnoux le pregunta por sus planes de futuro, él responde con ideas vagas en torno al arte, algo que no tiene nada que ver con estudiar leyes, que es para lo que se trasladará a París. Hay muchos otros ejemplos a lo largo de la novela de esa indefinición, de esa especie de pereza. Compra un piano, instrumentos de pintura, quiere escribir novelas, dedicarse a la diplomacia, a la política, ser un buen orador… todo en el deseo.

Entonces, la «aparición» de la señora Arnoux le libera de desear ninguna otra cosa. Este es el deseo imposible. Y está dispuesto a quedar clavado en él.

Los detalles en La educación sentimental

Una novela con personajes mediocres y que apenas tiene trama: un joven de provincias va a París a estudiar derecho. No le atraen los estudios, hereda una fortuna y puede vivir como había soñado. Pero está atrapado en un deseo irrealizable, deseo que gobierna su existencia, su relación con los amigos, su relación con las mujeres, su relación con el dinero. Pasan los años y tras no haber sabido o querido forjarse un porvenir, rodeado de personajes aún más mediocres que él, vive con una pequeña renta, convertido en un pequeño burgués.

¿Novela aburrida? ¿Porque Frédéric es un personaje aburrido y que aburre, como dice Thibaudet[7]? ¿Porque la trama es el discurrir de unas vidas anodinas?

En La educación estamos ante una novela de detalles, y el lector los va descubriendo desde los primeros capítulos. Algunos detalles son insignificantes, y nos hacen sonreír, como en el capítulo III de la primera parte: «su apartamento, adornado con un reloj de péndulo de alabastro, le desagradaba». El reloj de péndulo aparece en unas doce ocasiones en la novela como un elemento de confrontación con el personaje, como un símbolo de esa vida que trascurre de una manera irremediable y monótona, pero no nos lleva más lejos. Otros detalles, sin embargo, son el hilo conductor de diferentes aspectos de los personajes. Ese joven que viaja con un álbum bajo el brazo, es un recuerdo de las artes visuales que tendrán importancia a lo largo de la novela: Arnoux, marchante de cuadros, Pellerin, pintor que se debate entre las distintas tendencias de la pintura, el narrador mismo que nos va pintando cada escena. Todo el trayecto fluvial se asemeja a diferentes escenas de un álbum cuyas páginas vamos pasando. Otro detalle puede ser la manera de introducir a los personajes: dos o tres pinceladas para el señor Arnoux: su vestimenta ‒esas botas de cuero rojo de Rusia‒, su aire seductor, no sólo con las mujeres, también encandila a Frédéric, su reflexión en torno a unos cálculos comerciales: ya tenemos el tipo.

Tenemos también el caso de Martinon. Desde los primeros capítulos, en el encuentro en una algarada de estudiantes, ya se dice de él que no es valiente. Pero lo que Frédéric no ve (realmente Frédéric casi nunca ve a los otros, y como el lector le acompaña siempre, a veces tampoco ve, y el narrador no hace nada para desengañarnos, a no ser en estos pequeños detalles) es que Martinon tiene una meta que va forjando desde el principio: conseguir una situación envidiable de fortuna, de matrimonio, de estatus social.

Y en el primer capítulo, la epifanía de toda la novela. El detalle fundamental: la aparición de la señora Arnoux. Y para remarcarlo, el narrador nos lo señala en un punto y aparte y un espacio en blanco.

Fue como una aparición.

Esta técnica de la frase lapidaria y espacios en blanco, la veremos a lo largo de la obra:

¡Arruinado, despojado, perdido! (cap. VI, 1.ª parte)

Viajó (cap. VI de la 3.ª parte)

Regresó.

Eso fue todo.

Hay detalles enigmáticos, cuyo misterio deambula a lo largo de los capítulos de la obra: las joyas de Rosanette y la Vatnaz, sus encuentros y desencuentros; el cofre con cierres de plata, que pasa por las manos de la señora Arnoux, de Rosanette, de la señora Dambreuse, y la famosa cabeza de ternera, cuyo misterio se mantiene hasta el último capítulo, por ejemplo.

En su forma de narrar, de describir (según Proust más que descripciones lo que hace Flaubert son sensaciones) intercala, con maestría cinematográfica, planos largos con otros cortísimos que sobresaltan al lector. En el barco, tras paisajes que van surgiendo a lo largo del río, nos da, de repente, detalles muy precisos y cercanos, hasta llegar a ver, por ejemplo, la sombra de sus pestañas.

Muy a menudo vemos el paso de una descripción interna –sen­timientos, sensaciones– a una descripción externa –paisajes, clima–. O cuando, de golpe, pasa del estilo directo al estilo indirecto, lo que vemos constantemente a lo largo de toda la novela.

La amistad en La educación sentimental

En esa red social que forman todos los personajes en torno a los Arnoux y a los Dambreuse, Frédéric está solo, o no sabe o no quiere formar parte de ellos, sin embargo, aparentemente es lo único que desea. La herencia le sirve como carta de presentación ante la sociedad a la que quiere pertenecer. Pero sus decisiones son equivocadas, ya lo hemos dicho. La obsesión de sus sueños le lleva precisamente a no cumplirlos. No aprovecha las oportunidades con los Dambreuse, como hace Martinon, por ejemplo, ni otras muchas ocasiones de consecución de sus sueños. A pesar de todas las ventajas, queda excluido, o más bien autoexcluido.

Dos ejemplos de ese dejarse llevar, sin contacto con los demás, como el vapor que discurre por el río en el primer viaje, en el que el narrador va pasando las hojas de ese álbum, y la descripción sigue el ritmo del agua. En ese momento está rodeado de todos esos viajeros, reflejo de la sociedad, y Frédéric no se identifica con ninguno.

Y el viaje nocturno, en diligencia desde Nogent a París, en el que el ritmo es el ritmo del sueño, sueño que continúa con la búsqueda de Arnoux y de Regimbart por París. Es como si el sueño lo alejase de la realidad, y, por lo tanto, del resto de la humanidad.

Conocemos en la biografía de Flaubert la importancia que concedió a sus amigos. Sus dos más antiguos como Louis Boui­lhet y Alfred Le Poittevin, su mentor, que murió joven, y uno de los más influyentes respecto a sus ideales literarios. Maxime du Camp, que comparte con Flaubert viajes, proyectos, correspondencia. Si bien se distancian, toman diferentes caminos respecto a la literatura. Conocemos también, a través de su correspondencia, cómo Flaubert llora por sus amigos muertos, pero también se lamenta, incluso airadamente, de que sus amigos se casen o ejerzan una profesión, que le dejen solo con su obsesión con la literatura. Soy el único «monstruo», llega a decir.

En La educación, Frédéric, soltero, rico, generoso, es el joven burgués de 1850, que reniega del matrimonio y de una profesión burguesa.

Deslauriers es el amigo de colegio, de proyectos, de sueños, de promesas de amistad eternas que, a lo largo de la novela, vemos cómo se distancian. Los sueños de uno y de otro divergen. Deslauriers persigue dinero, influencias, mujeres; es el hombre que tiene que hacerse a sí mismo. Para Frédéric, Deslauriers es su conciencia antigua, en rivalidad constante con el sueño actual y se siente molesto ante su antiguo amigo, a sabiendas de que está rompiendo sus promesas de amistad eterna. Veremos, sin embargo, en el último capítulo la fuerza de esa amistad.

Los personajes que rodean a Frédéric son un muestrario de la sociedad, un grupo heterogéneo y él no se acomoda en ninguno de esos grupos[8]. Noble por parte de madre, recibe una herencia de gran burgués, termina siendo un pequeño burgués. Pero sigue soñando con algo más. Se considera mejor que los otros. Cada uno de ellos persigue algo concreto, son representantes de su estatus social: Roque, Arnoux, Dambreuse, Cisy, etc. Cada uno defiende su oficio, su forma de vida, y se comporta como tal.

Roque, apoyado en Dambreuse, hombre de paja que aspira a enriquecerse como su amo que tiene el poder y la capacidad, adaptándose al devenir de la historia.

La figura de Dussardier es la más noble, la más sincera, es el auténtico revolucionario. Y es al único al que salva Flaubert de la burla o la sátira, como hizo con el joven Justin en Madame Bovary.

Sénécal, extremista, celoso del orden y de una sociedad rígida, pasando de intentar acabar con el orden establecido, a defender ese orden de una manera extrema. Lo vemos hacer ese camino de revolucionario a agente policial del Imperio. Cisy es fiel a sí mismo y a sus antepasados, aristócrata de viejo cuño. Regimbart y Arnoux, trapicheando en negocios que fracasan. Pellerin y el mundo del arte, Hussonnet y el periódico, Delmar y el teatro. Martinon, arribista, práctico, con su perfil bajo consigue lo que se propone.

Entre toda esa sociedad, Frédéric está solo, tal como lo vimos en el barco. Obsesionado con la idea fija, el amor obsesivo que no le conduce a ninguna parte, porque ante todo es un héroe pasivo, con la conciencia de que la sociedad tiene que darle lo que cree que se merece, sin hacer el menor esfuerzo. Para Frédéric el dinero, obsesión que discurre a lo largo de toda novela del siglo, está al servicio de sus placeres, sus lujos, su deseo inalcanzable, y no en el poder, como en Deslauriers o en Dambreuse y en Roque.

Las mujeres en La educación sentimental

En el verano de 1836 Flaubert, que tiene catorce años y medio, en la playa de Trouville recoge una prenda que se la llevaba el agua. Pertenece a la señora Schlésinger, que se muestra agradecida. Ella tiene veintiséis años. En octubre de 1872, Flaubert le escribe la que se cree que es la última carta: Ma vieille amie, ma vieille tendresse. Y se despide, en un párrafo de gran belleza, recordando lo que llama los fantasmas de Trouville, y entre todos esos rostros, continua, «¡el de usted, sí, el suyo!»[9].

Este dato autobiográfico de Flaubert es de gran importancia en La educación.

En el primer capítulo, vemos a Frédéric en el barco, y la aparición de la señora Arnoux le marcará a lo largo de toda la obra. También hay una prenda, un chal, a punto de deslizarse al agua, como en el caso real con la señora Schlésinger.

Según Pierre Coigny, la palabra «aparición» tiene una connotación religiosa muy potente en la época. De 1846 data la aparición de la Virgen a dos pastorcillos en La Salette; en 1858, las apariciones en Lourdes.

La señora Arnoux es para Frédéric el deseo no realizado, tal vez puramente platónico, en lucha entre el amor maternal y virginal al mismo tiempo. El narrador se guarda bien de decir si esa relación es fruto de la virtud de la señora Arnoux o de la cortedad de Frédéric. Y casi al final de la novela, en 1867, cuando la señora Arnoux visita a Frédéric por última vez, el encuentro está lleno de nostalgia, de desilusión, pero sobre todo de ternura. Ese mechón de cabellos blancos, «ma vieille tendresse».

Rosanette es el atractivo sexual, el amor físico, el deseo carnal. Y como en tantas novelas del XIX, en La educación la prostitución ocupa un gran espacio, las mujeres públicas en diferentes estatus: desde la fille publique, a las lorettes y grisettes, las llamadas demi-mondaines, las cocottes, las entretenidas, hasta llegar a las grandes cortesanas de épocas pasadas o de otras civilizaciones. Dumas, hijo, publica en 1843 un librito sobre este tema[10]. Sorprende que, a lo largo de los siglos, la prostitución se mantenga en torno a los mismos barrios, en este caso de París, y sorprende también la cantidad de nombres de estas mujeres, como ocurre en otros idiomas, claro está, para nombrarlas. Se dice que el siglo XIX es la edad de plata de la prostitución, ¿la edad de oro son los siglos anteriores, o los posteriores?

La señora Dambreuse representa la posibilidad de un ascenso social y de poder.

Louise, la joven que se le ofrece en matrimonio, la hija del señor Roque, encarna la lógica de una unión de la época. Ella proporciona una fortuna considerable, ascendiendo también en la escala social, con un estatus del que carece el padre. Frédéric duda, pero lo rechaza. Aquí el autor tenía que mostrar abiertamente su aversión al matrimonio, considerado por Flaubert como pilar fundamental de la burguesía que él desprecia. Y añade el sarcasmo del fracaso de ese matrimonio que sufre Deslauriers.

Hay otro personaje femenino algo enigmático en la novela, como un anuncio del siglo XX en ciertos aspectos: la Vatnaz, ¿feminista, activista, celestina?

Žanrid ja sildid

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591 lk 3 illustratsiooni
ISBN:
9788446051084
Õiguste omanik:
Bookwire
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Selle raamatuga loetakse