Loe raamatut: «Inconsciente 3.0», lehekülg 3

Font:

Capítulo II Milenarismo19 High Tech

En un corto lapso hemos pasado de las metáforas del cerebro concebido como un sistema operativo de altísima sofisticación, a las metáforas de los superordenadores capaces de replicar un cerebro humano o de «cargar» la «mente» de una persona y alojarla en una especie de vida digital eterna. Las unas y las otras son metáforas que rebosan un optimismo fraudulento, enunciadas con asertividad performativa, responsables a su vez de la expansión global del cientificismo. Su principal peligro reside en que su carácter ficcional se confunda con una literalidad empírica, distorsionando así tanto las expectativas respecto de la tecnología como las necesidades que vendría a satisfacer. Es el caso, por ejemplo, de creer que la memoria en el sentido informático del término es equivalente a la memoria en el plano del ser hablante. Una vez más, nos encontramos ante el terrible y demiúrgico poder del lenguaje: no solo en lo que respecta a lo que se dice, sino también al lugar desde donde se habla.

Por ese motivo, parece acertado rehusarse al concepto de «la tecnología», bajo el que hemos sido educados con el fin de hacernos creer que el bien y el progreso son aliados naturales, y pensar por el contrario en términos que reconozcan la pluralidad. Existen diversas tecnologías, y la distorsión promovida por el discurso mercantil consiste en convencernos de que la aceleración en el campo de las telecomunicaciones y el procesamiento de datos posee un correlato semejante en otros aspectos, tales como los avances en materia de salud o de recursos energéticos. Resulta evidente que en estos últimos dos ejemplos el optimismo tecnomilenarista se da de bruces contra la realidad, y que ese mundo onírico donde las máquinas habrán de librarnos de nuestras pesadumbres y miserias es en verdad una débil cortina de humo que no alcanza a disimular la creciente acumulación de riqueza y poder en manos de una minoría que no solo no es abstracta, sino que está constituida por nombres propios, por seres reales motivados por intereses reales, muy alejados del altruismo que intentan transmitir.

En un breve pero clarificador ensayo20, Richard Jones analiza con rigor lo que implica tomar el concepto de tecnología en un sentido unificado. Lo considera un error decisivo, y a fin de despejar un poco la confusión reinante nos recuerda que existen tres áreas distintas de innovación tecnológica: el área de la información, el área de la materia y el de la biología. Cada una de ellas tiene sus respectivos condicionantes y restricciones, así como distintos requerimientos. Es cierto que el área de la información avanza a una gran velocidad, puesto que entre otras razones no exige una gran infraestructura. En al área de la materia, las cosas llevan más tiempo y son mucho más caras. El área de la biomedicina y la biotecnología supone una serie de problemas muy concretos y diferentes, puesto que los entes vivos son mucho más difíciles de someter a los procedimientos de la ingeniería. El objeto vivo reacciona y en ocasiones lo hace de forma imprevisible, desafiando las expectativas de los ingenieros y los biólogos. Sucede, por ejemplo, en el terreno de las células madres y la producción de tejidos, cuyo desarrollo es muchísimo más lento de lo que se había anunciado. Transferir las ventajas y los avances del mundo informático a la nanotecnología y a la biología sintética puede resultar decepcionante, y hasta fraudulento21. Silicon Valley no solo es el centro estratégico de las revoluciones tecnológicas. Es también, y con demasiada frecuencia, el reservorio de ambiciones enloquecidas, deseos ciegos y embriagados por la euforia de un delirio performativo, el impulso que confunde la retórica desiderativa con las conquistas logradas.

El psicoanálisis —o más específicamente los psicoanalistas, que a menudo no parecen orientarse demasiado bien en su percepción de la época y adoptan posiciones moralizantes— debe salir rápidamente del absurdo debate entre defensores y detractores de la tecnología. Como cuestión preliminar a todo análisis que atraviese el nivel del sentido y, por ende, del fantasma22, es preciso participar de forma decidida en todo aquello que contribuya a perforar, borrar, tachar, inconsistir, la noción monolítica de «la tecnología».

Aunque la imagen del desarrollo tecnológico como un orden supremo que no obedece a una dirección central resulta hasta cierto punto atractiva, incluso cierta, puesto que con desagradable frecuencia algunas criaturas técnicas escapan de las manos de sus creadores y parecen adquirir una vida propia e independiente, es preciso refutar con absoluta energía la religión transhumanista que pretende convencernos de un destino que está escrito en el libro de la historia. Las tecnologías no evolucionan por sí mismas: son el resultado de acciones, decisiones y reacciones que involucran a numerosos actores e inversores. No constituyen un bien per se, ni tampoco son la encarnación de un poder diabólico. Están sujetas a los avatares del discurso y su papel depende en gran medida no solo de los fines con los que se las emplea, sino fundamentalmente de las metáforas con las que se venden. Lejos de ser la expresión de una conquista posideológica, son el vehículo de toda clase de ideologías que pueden servirse de ellas con las mejores o peores intenciones. No solo compramos dispositivos técnicos por los indiscutibles servicios que nos prestan: lo hacemos, ante todo, porque somos consumidores de las metáforas que conforman su packaging.

Esas metáforas —le cabe aquí al psicoanálisis el mérito de haber podido sondear en su fundamento— deben su éxito planetario a la capacidad de evocar, provocar, incluso desbocar, el goce y su íntima relación con el cuerpo. De allí que en nuestra perspectiva, y a diferencia de los enfoques sociológicos o económicos, nos interesa particularmente no tanto los fines para los que se emplean las tecnologías, en abstracto, sino el uso sintomático que cada ser hablante, uno por uno, hace de los recursos tecnológicos a su alcance. Esto implica proceder, en cada caso, a localizar lo tecnológico en el contexto de una narratividad que lo desprende de los significantes transmitidos por el discurso del amo y lo enlaza a la historicidad propia, alejándolo de la pura alienación.

Aunque los fantasmas agitados por el tecno-futurismo sean en definitiva tan antiguos como la condición humana misma, lo cierto es que su discurso ha logrado aumentar aún más el terror a la finitud y la mortalidad. Lo ha hecho valiéndose de las coordenadas mentales de una época en la que el sentido de la trascendencia se apoya en la moda de los selfies por Instagram o en la tragedia de los fanatismos terroristas. La idea de que el futuro debe diseñarse y que ese diseño no puede estar en mejores manos que las de una tecnocracia, conduce paradójicamente a posiciones retrógradas. Las inversiones y apuestas al futuro son al mismo tiempo maniobras para distraernos de los problemas del presente, y para proyectar un campo de utopía a la medida del pensamiento mágico.

El Future of Life Institute es un proyecto situado en Boston, que reúne a científicos, ingenieros, filósofos y personalidades de la cultura con el propósito de fomentar un buen uso de la tecnología y prevenir sus riesgos. El 24 de mayo de 2014 realizó un coloquio bajo el título The future of Technology: Benefits and Risks”, en el que participaron reputados panelistas23. Es interesante observar cómo en algunos momentos de la discusión se introduce con toda naturalidad la idea de que en algún momento tendremos que abandonar el planeta y que será conveniente que los humanos nos preparemos ya genéticamente para afrontar los desafíos de un viaje semejante24. La lectura de la transcripción de este evento pone de manifiesto, por una parte, que incluso en una institución de estas características, en la que participan premios Nobel y académicos de inmenso prestigio, el pensamiento transhumanista y el milenarismo tecnogenético están presentes, y constituyen una fuerza impulsora de numerosas investigaciones. Por otra parte, esa confianza en las posibilidades de una tecnología bondadosa y beneficiosa para la humanidad se sostiene, entre otros fundamentos, en la creencia de que el mal puede erradicarse mediante los intercambios de información con las comunidades y sus agentes.

El mensaje de optimismo es «hablando se entiende la gente», incluso en materias tales como qué sería necesario eliminar de la dotación genética y qué habría que añadírsele para la eventualidad de una emigración planetaria. Esa positividad característica del pragmatismo americano y que se ha extendido especialmente en el ámbito de las nuevas tecnologías, arroja la evidencia de una especie de ley que puede describirse más o menos así: existe una proporción invertida entre la magnitud de sofisticación del saber alcanzado por los protagonistas del mundo científico y técnico, y su comprensión sobre la condición humana. Se percibe aquí con cristalina claridad la tesis de Lacan del sujeto del psicoanálisis como aquello rechazado y excluido por el discurso de la ciencia y que ahora verificamos en el discurso de la técnica. Sorprende la ingenuidad de los argumentos con los que algunos científicos creen que podrán evitarse los efectos indeseables de las tecnologías, como si pudiésemos tutelar su trayectoria más allá de los intereses económicos y políticos que dominan el campo de la investigación y el desarrollo.

Básicamente —dice uno de los panelistas— si conversamos más entre nosotros [se refiere a la comunidad humana], contando con información, esa puede ser una de las mejores cosas que hagamos para maximizar nuestra capacidad de beneficiarnos de algunas de las ideas y tecnologías que promovemos y protegernos de decisiones de las que más tarde podríamos arrepentirnos25.

El contraste entre el currículo académico del panelista, por un lado, y su creencia en las buenas intenciones y la discusión «democrática» sobre los usos adecuados de las tecnologías por otro, no puede ser más asombroso. No obstante, como en última instancia los científicos y los ingenieros también son seres hablantes, la anécdota que relata un especialista en manipulación genética no tiene desperdicio. Tras escuchar en la escuela una charla sobre usos de la genética en la reproducción asistida y prediagnóstico embrionario, un niño exclamó: «Todo este asunto no me interesa en absoluto. Lo único que yo quiero saber es si mis padres seguirán queriéndome»26. ¿Qué quiere saber el niño? Su comentario apela a lo que está verdaderamente en juego: lo que él es para el deseo del Otro. Sería absurdo —más aún, propio de una mentalidad retrógrada— desconocer los inmensos beneficios que la ingeniería genética nos aporta y todo lo que aún cabe esperar en materia de prevención y curación de enfermedades. Pero tampoco puede omitirse el hecho de que la genética discurre por un peligroso borde, que la abisma hacia el deseo de un Otro capaz de encarnar lo más atroz. Ese precipicio no puede ser evitado con medidas pedagógicas.

Es posible que el punto más crucial de ese apasionante coloquio haya sido el debate generado a partir del tema de la Inteligencia Artificial (IA). Desde que Isaac Asimov estableciera sus célebres leyes de la robótica27, la idea de que la IA es uno de los desarrollos tecnológicos que implica terribles riesgos puede comprobarse echando un vistazo a los incontables organismos, públicos y privados, creados a partir de la preocupación por el denominado «riesgo existencial»28, así como los miles de artículos, debates y disputas que esto ha suscitado. La polémica es sumamente compleja y resulta difícil orientarse entre las diversas opiniones. El coloquio mencionado alcanza su clímax cuando se admite que las leyes de Asimov difícilmente puedan cumplirse. ¿Debería incorporarse un kill button [botón de eliminación] en todos los dispositivos dirigidos por la IA? De ese modo se podría intervenir rápidamente en el caso de que dicho dispositivo iniciase una acción indeseada. ¿Pero eso no podría ser al mismo tiempo el punto débil de dicho dispositivo, fácilmente hackeable por agentes enemigos con el fin de anularlo? Por supuesto, en todo el debate se parte de la idea de que los enemigos, los malos, los que pueden poner en peligro nuestra seguridad son siempre los otros. Los usos militares de la inteligencia artificial son la principal fuente de inquietud en la comunidad tecnocientífica, que implícitamente asume que el ejército «malo» es el del enemigo, jamás el propio.

Capítulo III Una paranoia extendida

Una de las características más peculiares de la vida contemporánea es la paradoja de que la obsesión por la prevención de los riesgos no ha contribuido a mejorar las condiciones de vida, ni a satisfacer las expectativas ni a proporcionar seguridad a los ciudadanos, sino más bien a lo contrario. No pretendo de entrada darle al término «paranoia» su estricto carácter clínico, sino que me valdré de él para describir un estado de la civilización en el cual todo sujeto es potencialmente sospechoso. A partir del momento en que Occidente decide una política general que abarca todos los aspectos humanos y que emplea una inmensa dotación de dispositivos de saber, la vigilancia se convierte en una acción prioritaria. Cuando me refiero a dispositivos de saber, incluyo a todas aquellas disciplinas científico-técnicas que se arrogan la capacidad de evaluar, anticipar y prevenir el surgimiento de acontecimientos que pongan en peligro la estabilidad de los sistemas políticos, legales, económicos, sanitarios y culturales. La vigilancia de la que Michel Foucault se ocupó en su extraordinaria obra Vigilar y castigar29, cobra una actualidad indiscutible, a pesar de que por entonces no podía aún preverse la transformación social que habríamos de experimentar hoy en día. Esa transformación consiste, entre otras cosas, en el hecho subrayado por Zygmunt Bauman de que la manipulación política ha alcanzado actualmente la facultad de lograr que inmensos sectores de la población se muestren plenamente dispuestos a dejarse arrebatar una parte sustanciosa de la libertad en beneficio de la supuesta seguridad que con ello habrían de conseguir30. La vigilancia, que sin duda tiene su expresión más notoria en la expansión creciente del número de cámaras que filman diariamente nuestra vida en la calle, oficinas, bancos, edificios y toda suerte de lugares públicos y privados, no se limita a esta dimensión de control visual. Si Freud aventuró en el año 1915 la tesis de que existe en nuestro interior una instancia interna por la que nos sentimos observados, escrutados, evaluados, y a la que en esa época denominó Ideal del Yo (para más tarde trasladar esa función a la figura del superyó), fue con el propósito de demostrar, entre otras cosas, que el sujeto tal como el psicoanálisis lo concibe no puede ocultarse, y que sus deseos más íntimos y secretos son conocidos por un dispositivo de control y vigilancia del que no hay escapatoria posible. En esa instancia que puede alcanzar una magnitud persecutoria se encuentra el germen larvado de la paranoia, solo que el enfermo paranoico experimenta la severidad de esa conciencia moral como una manifestación hostil que proviene del mundo exterior. Lo que entonces solo formaba parte del mundo psíquico, se ha convertido en una forma de control que se sustenta fundamentalmente en la recolección abrumadora de datos. La sociedad de la información es una maquinaria de colosales dimensiones que constituye una verdadera amenaza para uno de los fundamentos de la subjetividad: la dimensión del secreto.

En su estudio sobre la construcción del sujeto humano, tanto Freud como Lacan acentuaron el paso decisivo que supone en el niño el descubrimiento de que los otros, en particular las figuras parentales, no poseen el don omnipotente de conocer sus pensamientos. Esa revelación tiene una función decisiva, puesto que inaugura un salto cualitativo en la vivencia del sujeto, quien a partir de entonces dispondrá de la posibilidad de mentir. Las primeras mentiras infantiles son correlativas al hecho de que el niño es capaz de percibir que puede resguardar en su interior un espacio privado, inaccesible al saber del otro. El sujeto se constituye de este modo como algo no sabido por los otros, pero al mismo tiempo se mantiene en una posición de no saber sobre una parte de sí mismo, que llamamos el inconsciente. En la psicosis, las relaciones con el saber se muestran alteradas, de tal modo que el sujeto experimenta el saber inconsciente como algo que le vuelve desde el exterior y que retorna desde los otros, a los que restituye la primitiva omnipotencia, es decir, la facultad de conocer sus pensamientos e influir sobre ellos.

En la actualidad, mantener un secreto es algo sumamente complejo y que se sustrae por completo al control de los sujetos. Cuando comprendemos que aquello que se denomina globalización se traduce en el hecho de que el mundo virtual va colonizando progresivamente el espacio hasta anular la dimensión de un punto exterior a él, nos damos cuenta de que eso se expresa en la transformación de la vida humana en un conjunto de datos que abarcan todo el espectro imaginable: su dimensión económica, social, política, sanitaria, sus hábitos de vida, sus valores biológicos, su comportamiento, etc. Es prácticamente imposible que alguien pueda mantenerse fuera de ese dispositivo de saber. La complejidad de las vías de obtención de datos y su tratamiento no permiten una existencia aislada. Si acaso sucede que alguien no está aún registrado en la Gran Lista, si por ventura un individuo no es localizable en el mundo que cada vez va constituyéndose como el verdadero mundo real, entonces ese individuo o bien no tiene una auténtica existencia, o bien es sospechoso.

La compañía Google, tras un largo debate con asociaciones ciudadanas, pero en particular con el Senado norteamericano, ha inaugurado una política para solicitar lo que se denomina la «retirada de la identidad digital». Es un proceso lento, y en muchos casos tan complejo y costoso que —dependiendo de las personas y de su importancia mediática— puede ser prácticamente imposible, a menos que se disponga del suficiente dinero como para contratar los servicios de subcompañías especializadas. Brad Pitt no debió sudar mucho al desembolsar los diez millones de dólares que aseguraron la retirada de la web de algunas fotos de su esposa que podían perturbar la armonía familiar.

Cómo desaparecer, un libro que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo y cuyo autor es Frank Ahearn31, uno de los mayores expertos en materia de contravigilancia informática, explica con todo detalle y asombrosa información la infinita cantidad de datos que se disponen sobre los ciudadanos de gran parte del planeta. Ahearn, a quien el FBI contrató en su momento para dar con el paradero de Mónica Lewinsky cuando la joven intentó huir tras el escándalo de su affair con Clinton, está considerado como la única persona en el mundo capaz de hacer desaparecer a alguien, emplazarlo en un lugar remoto del mundo y dotarlo de una nueva identidad. Su empresa, dedicada a la venta de privacidad, es una de las compañías más lucrativas que existen en los Estados Unidos. En un mundo que cada vez se lleva peor con el inconsciente, la privacidad se ha convertido en un negocio multimillonario.

Repasemos brevemente qué es lo que Lacan dijo cuando expuso su concepto del sujeto del inconsciente. En primer lugar, sostuvo la premisa de que el sujeto no es una persona ni un ser, sino una entidad que solo tiene su existencia en el campo del discurso. El sujeto es aquello que se insinúa en un discurso que él no pronuncia, sino que es el discurso del Otro, si entendemos que el Otro tampoco es una persona real, sino el conjunto de los significantes que preceden la existencia de un ser humano, pero que de algún modo lo prefiguran, lo anticipan, lo representan. En tanto representado en ese discurso por las palabras que son enunciadas incluso antes de que advenga como un ente real en el mundo, yo soy como sujeto algo que no está presente. Soy un vacío, una pérdida, una falta de identidad y de ser. Soy lo que falta en el discurso que habla de mí, y que para colmo desconozco lo que dice. Es lo que llamamos el inconsciente: un saber que sabe lo que yo no sé, y en el que no me encuentro, pese a que ese saber rige mi vida. Durante muchos años, esta teoría del sujeto fue un eje rector en la enseñanza de Lacan y en su concepción de la cura, una cura cuyo propósito fundamental consistía en capturar aquellos elementos del discurso, aquellos significantes claves que cifraban lo esencial de mi destino como sujeto. Pero esta teoría hubo de ser complementada y reelaborada para que pudiera albergar un aspecto fundamental: el hecho de que el sujeto es sexuado, y que el sexo, en el sentido psíquico y no biológico, no es enteramente susceptible de reducirse al lenguaje, aunque el lenguaje lo determine. De tal modo que si en el inconsciente el sujeto es una ausencia, tiene la posibilidad de recobrarse parcialmente como existencia en la satisfacción que obtiene en su cuerpo, y que Freud postuló como fundamentalmente sexual, en un sentido amplio que no se reduce al sentido común del término. Con independencia de que el saber es una cualidad humana por excelencia, es importante tener en cuenta que el psicoanálisis no lo aborda desde la perspectiva racionalista. Nos ocupamos del saber no en tanto actividad intelectual, sino como un nombre del inconsciente. El inconsciente es el saber que no sabemos que sabemos.

¿Por qué hago este rodeo? Porque vivimos en la era de la descomposición de la subjetividad en el océano de los datos. Hay una diferencia esencial entre el saber inconsciente y los datos que registran lo que se denomina una identidad digital. El sujeto del inconsciente carece de identidad, de allí que deba realizar un considerable esfuerzo y valerse de distintos artificios psíquicos para fabricarse lo que llamamos un semblante, es decir, una apariencia de identidad, siempre frágil y fundamentalmente asida a alguna modalidad de síntoma que le proporciona un referente, un punto de apoyo donde consigue conjugar algunos fragmentos de su historia, las huellas simbólicas que se trazaron en su cuerpo, y las reverberaciones que eso produjo en el modo en que se afana por perseguir la satisfacción de sus pulsiones. Cada ser hablante constituye en cierto modo un objeto cuya singularidad lo convierte en algo que falta en el mundo. El inconsciente no solo es una instancia psíquica. Es también un modo de nombrar el hecho de que el sujeto es una excepción a los objetos que la ciencia puede abordar, puesto que su lógica no admite una reducción a los algoritmos del universo físico matemático, ni a los datos secuenciales estudiados por la biología. No es una metáfora ni una ficción literaria o poética que la relación entre el deseo y el hombre requiera del misterio. Por el contrario, la poesía y la literatura constituyen el más auténtico y legítimo discurso donde el deseo encuentra su reflejo, y el psicoanálisis le ha dado una forma teórica y se ha servido de él, de ese misterio, para crear un método clínico que hace del agujero en el saber la esencia misma del sujeto. Por lo tanto, el saber del inconsciente y el saber de los datos no solo se distinguen, sino que se oponen, en tanto estos últimos aspiran a obtener un relevamiento completo del sujeto, reducido de este modo a un ente contabilizable y medible como un mero fenómeno natural.

Aproximémonos un poco más a la paranoia, pero en el sentido más estrictamente clínico. ¿Qué es la paranoia? Una estructura psicótica caracterizada por un delirio consistente y bien estructurado, de carácter fundamentalmente persecutorio. El paranoico se experimenta como objeto de una acción exterior, que ejerce sobre él un efecto pernicioso y que abarca un espectro muy rico y variado. Desde la injuria, la malevolencia, hasta el complot que procura su degradación o su eliminación física, pasando por una amplia gama de perjuicios de toda índole. Esa acción exterior, esa intención maligna, obedece a la construcción que el paranoico ha hecho del mundo, y que el psicoanálisis escribe con la letra A mayúscula, el lugar del Otro, que significa varias cosas. Por una parte, el Otro es el lugar de la palabra, del saber, de la verdad. Es el lugar donde el sujeto se constituye y a la vez del que está excluido, por ser el inconsciente. El neurótico ignora esta dimensión del Otro, y solo la experimenta en momentos determinados (el sueño, el lapsus, el acto fallido, un síntoma, que supone la emergencia en su vida de algo que viene de otra parte que no reconoce como propia). El neurótico está separado del Otro por lo que llamamos la represión. El paranoico, en cambio, está inmerso en su relación con el Otro. Padece su tormento, su proximidad, advierte su presencia, adivina su intención, percibe su influencia, padece sus intrigas, sufre la ignominia de sus ataques, insultos, alusiones. Se siente burlado, injuriado, difamado por ese Otro que no lo abandona, y que se manifiesta bajo la forma de voces, susurros, cuchicheos, risas, mensajes insinuantes, órdenes explícitas o confusas. El Otro sabe todo sobre él. Lo vigila, penetra en sus pensamientos más íntimos. El Otro es absoluto, compacto, inatacable. Es, en verdad, la acción feroz del lenguaje como intrusión no regulada por la represión, y que el paranoico encarna en un agente exterior. Un agente que no presenta fisura alguna que permita eludir su presencia. Es un Otro que no duerme, no descansa, no se apaga, está siempre alerta, lo cual exige por parte del paranoico una contraofensiva, es decir, una contravigilancia, un estado de perpetua atención. La totalidad del mundo se convierte en un territorio poblado de signos que es preciso observar, descifrar, descodificar. Nada sucede por azar. La contingencia está por definición descartada, puesto que los sucesos obedecen a una lógica implacable, rigurosa, que sigue un orden establecido por la maldad del Otro, y que el paranoico reconstruye en todos sus detalles, empleando para ello toda su energía psíquica. El psicoanálisis tiene un concepto que de forma muy sintética logra expresar el fenómeno: el Otro no está castrado, es decir, es un saber tan compacto que si pudiéramos observarlo al microscopio revelaría una densidad indivisible. La omnipresencia del Otro es un rasgo fundamental de la paranoia. En algunos casos, el sujeto se identifica a ese Otro, y asume sus intenciones y su voluntad. Se considera a sí mismo apóstol del Otro, entregado a propagar su mensaje o ejecutar sus órdenes. Es frecuente que en esas circunstancias el Otro se desdoble en dos figuras o instancias. Una que encarna el mal del que el sujeto debe protegerse y en ocasiones proteger a la humanidad, y otra que encarna al héroe que lidera la salvación, y emplea al paranoico como instrumento de lucha.

Existen numerosas aplicaciones que con distintos propósitos permiten conocer la localización de personas conocidas o desconocidas que poseen inclinaciones sexuales afines o deseos comunes. El término «compartir», como ya señalamos, ha devenido en uno de los verbos más utilizados en el mundo virtual. Lo que subyace a esta hermosa idea de una comunidad que comparte sus experiencias, sus emociones y la posibilidad de encuentros, es en verdad una compleja trama de algoritmos matemáticos que permiten establecer un intercambio instantáneo de datos. Yo puedo localizar a otros en la medida en que soy a su vez localizado y, todos juntos —los otros y yo— quedamos constituidos en el objeto de esa mirada absoluta que carece de toda intención, es una mirada vacía, una mirada que nos reduce a puro cálculo, volcado en bases de datos que almacenan nuestra vida deconstruida en trazos, rasgos, marcas, huellas, que son analizadas para extraer una esencia fundamental: la singularidad de nuestro goce, nuestro modo inconsciente de satisfacción. ¿A quién le interesa eso? A muchos. Tengamos en cuenta que nuestro goce no solo consiste en la clase de satisfacción sexual que podemos obtener por medios autoeróticos o sirviéndonos del vínculo con otro cuerpo. Nuestro goce está presente en lo que consumimos, lo que leemos, aquello en lo que trabajamos, en nuestras ideas políticas, nuestros juicios y prejuicios. No hay aspecto alguno de nuestra vida en la que el goce no deje su huella. O quizás sea más correcto decir que el goce que nos singulariza se expande y se infiltra en nuestro pensamiento, nuestro cuerpo y nuestros actos. Es evidente que —al menos de momento— no existe un modo de traducir el goce al cálculo. A pesar de que el neurótico obsesivo realiza ingentes esfuerzos para intentarlo y dedica gran parte de su tiempo a esa labor, las cuentas nunca le cierran bien y un incómodo y a menudo desesperante resto que no encaja lo obliga a reiniciar de nuevo el proceso de contabilidad. Los ingenieros informáticos trabajan de manera más racional, aleccionados por expertos que saben muy bien lo que buscan, aunque no empleen exactamente nuestros recursos teóricos. El hecho señalado por Lacan de que a la clásica distinción entre valor de uso y valor de cambio hay que añadirle el concepto de valor de goce ya es bien conocida por aquellos que trabajan en la industria emocional. Quora es un boletín de noticias elaborado por Google, y que envía de forma personalizada a cada uno de los usuarios que emplean su famoso navegador. Cada vez que realizamos una búsqueda en internet, esa acción queda registrada en una base de datos. Al cabo de un tiempo, los sistemas informáticos son capaces de agrupar esos datos y extraer de ellos un perfil acorde con las preferencias del usuario. A continuación, y apoyándose en los resultados, se diseña un boletín de noticias que puede interesar a esa persona, no solo desde el punto de vista intelectual, sino que incluye lo que podríamos denominar un perfil fantasmático del lector. No quiero con esto trazar un diseño apocalíptico del mundo contemporáneo, siguiendo el estilo milenarista de un Paul Virilio —pensador extraordinario pero demasiado capturado para mi gusto en la visión catastrofista— sino señalar los innumerables usos que de todo esto puede hacerse.

Tasuta katkend on lõppenud.

5,99 €